
El ombligo de Sor Teresa de Calcuta
Hay personas que creen que para acercarse a la divinidad, a las élites del nirvana, y volverse un ser de luz, hay que dejar lo mundano, alejarse de la trivialidad y aprender a reirse sólo de chistes higiénicos, que no se refieran a nadie por alguna condición desventajosa; lo que deja sólo los frívolos repentismos de redes sociales que se devuelven con un “Ja” un “Jajajá” o una carita feliz.
Arriesgo, entonces, a demostrar que el humor no tiene raza, credo, ni partido político y que considerarlo como algo pueril y cochambroso es una equivocación. Sobre todo porque nuestra cultura y crianza han puesto, al frente nuestro, un cultivo interminable de papayas: veneramos a un dios que dice ser “humilde”, pero al que debemos alabar arrodillados y pedirle purificación comiendo una oblea, sin arequipe; y a quienes representan nuestros intereses democráticos, debemos llamarlos “padres de la patria” pero se comportan como unos vástagos de Mesalina, cuando nos entregan -con grandes sonrisas- las moronas de lo que se reparten en el opíparo submundo del despílfarro público.
Una gorda entra a una panadería, pide 50 roscones y el tendero le dice: ¿Sólo 50, si a usted le caben como 100? Unas personas que están desayunando -de esas que comen huevo tibio con una cucharita- se molestan con el tendero, comentan su rudeza, su falta de tacto y lo llaman -en voz baja- irrespetuoso y toda clase de adjetivos odiosos, incluido “racista” porque la señora gorda es un tanto atezada. Mientras tanto ella y el tendero, se ríen a carcajadas. Están envueltos, ambos, en ese momento irrepetible de felicidad que es: la risa compartida, la que nos revive la corriente sanguínea y nos reivindica, por un breve lapso, con la vida. Los comensales, incomodados, se van; consideran el suceso como un atropello, una burla -el jugo de naranja se les agria en las barrigas- y eso que no oyeron la respuesta: “100 es demasiado, pero deme 75 y una Coca Cola de dieta” dice la gorda, feliz de que alguien la tome en cuenta por lo que es: una señora con una obesidad mórbida y puertorriqueña, donde comer no es un crimen, no genera culpabilidad, es la razón de la existencia. Perdón: “…es la sazón de la existencia”.
Ahora, es normal, en tiempos de pandemia, considerar que la Covid 19 es un castigo de dios por nuestro mal comportamiento y que uno debe poner su granito de arena, rezando: “Por mi culpa, por mi gran culpa. Confieso ante dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Y regurgitando, pepita por pepita, los rosarios que justifican el vacío que nos han dejado los trajines de la vida social, que son los que, verdaderamente, nos convierten en gente muy ocupada, de agendas donde no cabe ni un tinto.
Al respecto de ese comportamiento de echarse la culpa, sin tenerla, empecemos por lo básico; nadie, ni siquiera Alberto Carrasquilla, peca lo suficiente para darse rejo, de esa manera, todos los domingos y días de guardar. Tan es cierto que tocó meterle, al estribillo, los pecados de pensamiento, también; eso constituye un pecado cada 56 minutos por cada mujer, 35 minutos por cada hombre, 28 minutos por cada sacerdote, 17 minutos por cada obispo,10 minutos por cada monja y 8 segundos por cada parlamentario. Sigamos con lo menos básico; confesar ante dios, vaya y venga, pero ¿quién confiesa ante los hermanos? Si eso fuera verdad el uberrimato estaría todo preso, las mafias se hubieran acabado solas y la hermandad de los masones se estaría diezmando por efectos del rumor y no del aburrimiento. Y terminemos con lo más complejo; secundando la genialidad de Ricky Martin, quien ya dio un paso adelante con la primicia de que María -apodada “la virgen” por aquello de: la misericordia- había sido nada más, ni nada menos, una madre sustituta pagada por judios disidentes para poder vender una nueva religión: la verdadera. Con una promoción de tres en uno: un hijo, un padre y un espíritu santo pero, sólo, un dios absoluto y eterno. Porque, no nos digamos mentiras, las siete palabras del sermón de Jesús, en la cruz, fueron: ¿Ustedes no saben quién es mi papá?
La realidad indica que si no fuera por la religión y la política, habría muy poco de qué echar mano para ejercitar el humor. Por supuesto que seguirían en vigencia los chistes de pastusos, pero si se empieza diciendo algo así como: “Un párroco y un senador pastusos quedan atrapados en un ascensor…” se asegura una impepinable hilaridad, de antemano.
El humor ha humillado pueblos, ha tumbado estatuas, ha destituido gobernantes y desacreditado ejecutivos hasta dejarlos en la calle. El humor ha puesto en tela de juicio principios fundamentales de la moral, ha causado actos terroristas de violencia extrema, ha desnudado a los políticos más píos y virtuosos de la historia y ha denigrado de los estamentos religiosos hasta la saciedad. Perdón: “…hasta la suciedad”.
El humor ha puesto a Sor Teresa de Calcuta, mostrando hasta el ombligo, en revistas porno-eróticas; ha echado llave al cinturón de castidad de Melania Trump cuando se encuentra con otros mandatarios; ha metido hasta 500 judios en los ceniceros de un Volkswagen; ha afirmado que: “El Corán es una mierda” porque no sirve para protegerse de las balas; y -entre muchas otras negruras- ha obligado al primer ministro del Reino Unido a tener relaciones con un cerdo, frente a las cámaras de las redes sociales del mundo entero.
Con todo y eso -oígase bien- el humor sigue y debe seguir siendo un componente sine qua non de la libertad de expresión. El día que esa sana masturbación se pierda, no habrá pandemia, ni recitaciones arrodilladas, ni arengas de plaza pública que nos socorran.
Winonavirus: el último contagio
Pasada la crisis del Covid 19, se creó la Red Mars Inc, una multinacional enfocada a impulsar con urgencia el proyecto de tener una sucursal de la Tierra, en Marte. La crítica mundial seguía siendo la misma: “Por qué gastar esa absurda cantidad de recursos, cuando acabamos de comprobar que nuestros magros presupuestos en salud son el factor de mortalidad más grande, en caso de una pandemia.” ¡Bueno! También está comprobado que el ego supera, por amplio margen, la cordura y para el año 2050, instalados cómodamente, en la superficie de nuestro planeta vecino, había miles de científicos, ingenieros y arquitectos produciendo oxígeno, agua, aclimatando abejas, sembrando tomates, diseñando bulevares, cúpulas inmensas y líneas de transporte vertiginosas.
El 17 de octubre, de 2051, a las 15 horas, 32 minutos y 40 segundos, se perdió toda conexión entre el Complejo Interplanetario Red Mars Inc. y el centro espacial en Houston. Las pantallas se detuvieron en una línea color plata sobre un horizonte nocturno y un mensaje intermitente, en 14 idiomas, que decía: “No vuelvan, ustedes son nuestra única esperanza.” Desde ese momento, lo que parecía una buena idea, dejó de serlo; se convirtieron en una raza alienígena, con la misión de poblar una orbe hostil y ese no era realmente el plan. La razón de todo ese esfuerzo era secreta: se trataba de crear la primera ciudad cubierta del sistema solar, con todos los lujos y comodidades de los billonarios y súper millonarios terrícolas, pero en una atmósfera artificial descontaminada y construida a imagen y semejanza de sus mansiones, clubes y rascacielos. Un sitio al cual trasladar sus acojinados traseros, cuando nuestro planeta dejara, definitivamente, de ser azul y habitable. Mejor dicho: “El egoísmo a su máxima potencia.”
Con todo y que desde los telescopios marcianos, se veía nuestro planeta cada vez más transparente y aguamarina, nadie, en 15 años, se atrevió a volver, hasta que una mujer, piloto aeroespacial, violó las normas de seguridad y se escapó de Marte. Y lo hizo por la única razón posible: el amor; por eso aterrizó en la Plaza de Toros La Santamaría, porque su novio era bogotano y cuando ella aceptó la misión que los separaría -su contrato era apenas por dos años- se comprometieron a casarse, cuando ella volviera y dedicar sus vidas a quererse, tener hijos y envejecer juntos. Desde que entró a la atmósfera, la alertaron varias cosas que le encogieron el corazón, pero nada como los interminables campos, entre unas montañas y otras, de montículos abanderados con cruces maltrechas, puestas de afán, sin lápidas, ni nombres y los nubarrones de carroñeros, alrededor, famélicos. Era claro que el pillaje de la carne y los huesos había dejado atrás su feroz bacanal. La Tierra, sin duda, estaba en una fase de ajuste a las leyes naturales y como no vio signos de destrucción, la conclusión fue contundente: una pandemia que arrasó con los humanos. Ante esta realidad desgarradora, tuvo el buen juicio de bajarse con su traje de astronauta, con un pitillo fijado al casco que proveía, a su antojo, una compota llena de nutrientes y cuyo oxígeno presurizado debía durar algo menos de una semana. Las botas, aunque ligeras, hechas de un polímero sintético de alta resistencia, estaban diseñadas para una gravedad bastante menor, por lo que sus pasos eran lentos, pesados y el esfuerzo de caminar la obligaba a tomar largos descansos.
El alma le volvió al cuerpo cuando vio gente y pensó que no todo se había perdido; pero en la medida que se les acercó, descubrió unos seres asustadizos, con amplios sombreros, voluminosos morrales y la piel cubierta con papel de aluminio, que se apuraban entre un edificio y el otro, como acosados por una lluvia invisible. Sólo cuando entró a un centro comercial logró comprender el estado de las cosas, la justa dimensión del desastre. Se sentó en una vitrina, de un local vacío, que no tenía vidrio y al rato pasó desapercibida, como un muñeco de publicidad olvidado; hasta se podía recostar y dormir, por raticos, contra unos bloques de icopor enormes, amarrados con unas cintas amarillas, con letras rojas que decían: “Alto Riesgo Ecológico.” Los cuerpos de mujeres y hombres, alguna vez erectos y altivos, acusaban una visible inclinación hacia adelante y los más viejos tenían prominentes jorobas, causadas por el contrapeso, constante, de cargar balas de oxígeno a sus espaldas. La humanidad había perdido su capacidad pulmonar, por culpa de algún organismo contagioso, que podía, perfectamente, seguir en el aire, sin afectar a quienes habían quedado inmunes. ¡No podía ser otra cosa! Extraña paradoja, pensó: “La naturaleza ataca, desde su propio dolor.”
El porcentaje de lisiados era notable. Se dio cuenta de que los que estaban en silla de ruedas no eran, necesariamente, viejos sino personas, de todas las edades, obligadas a vivir pegadas a un respirador artificial, sujetado a un chasis debajo del asiento. Los tubos plásticos de entrada del oxígeno y de salida del dióxido de carbono eran una extensión de la tráquea: una trompa artificial que salía del cuello y había que apretar, o doblar, con los dedos para poder hablar, para poder sacar sonidos articulados que más que voz eran pitidos gangosos. Pese a todos los esfuerzos, se notaba, una oxigenación deficiente que afectaba la tonicidad muscular y la pigmentación de la piel, habiendo predominio de un población albina que huía del sol y se movía, hasta donde le era posible, por vías subterráneas. Lo único que mitigaba la situación, es que la tecnología había logrado mantenerse: el diálogo individual y grupal era, primordialmente, a través de aparatos celulares y pantallas telefónicas; los computadores personales -laptops- eran imprescindibles para desarrollar trabajos productivos; los televisores se hacían sobre medidas y los medios de comunicación tenían, todavía, el monopolio noticioso, incluidas las redes sociales.
Con todo y eso, la astronauta lloraba porque la ausencia de brillo en las miradas evidenciaba una falta de esperanza que la humanidad nunca había tenido. Y porque la distancia social se había vuelto costumbre: nadie se acercaba a nadie; no cogidas de mano, no sonrisas, ninguna cariñosa complicidad… ni siquiera entre padres e hijos. Los seres humanos se habían robotizado, parecían entes programados para sobrevivir un futuro improbable, sin dioses, sin utopías y lo más grave: sin poesía. Las visiones de Terry Gilliam, Michael Crichton, las hermanas Wachowski e Isaac Asimov, juntas. La realidad y la ciencia ficción fundidas en una película de terror, en que la única felicidad era el renacer del planeta, el reverdecimiento de la naturaleza y la libertad de los animales, por decreto, como derecho inalienable. Nos volvimos todos vegetarianos. Variedades de algas marinas y frutos rojos llenaban los supermercados y las legumbres, como proteína básica, eran machacadas artesanalmente y vendidas imitando las formas y sabores de los muslos de pollo, el mondongo, el tocino, la hamburguesa, etc… como sucedáneos de todos los hábitos alimenticios difíciles de abandonar que nos aceleraban la muerte. Los guepardos aún correteaban y se comían las gacelas, los colibríes seguían picando las flores, los tiburones eran los amos y señores del océano y a nosotros, los humanos, ante el miedo de volver a poner en peligro el medio ambiente, nos quedó el contentillo de poder consumir huevos y lácteos, siempre y cuando las gallinas y las vacas no tuvieran restricciones de movimiento, se les tratara con cariño y se les pusiera la música que más las relajara: Enya, Bach, Phillip Glass, Ella Fitzgerald o Alfredo Chocolate Armenteros, entre otros. Aunque había gallineros donde, con la música de Pink Floyd y Jethro Tull, lograban unos huevos magníficos.
Todo eso lo aprendió la astronauta, desde que abrió la escotilla de su casco y se dio cuenta de que el aire había dejado de ser mortal. Se salió de su traje y se paralizó, momentáneamente, con el júbilo de recuperar la vitalidad, pero en un mundo que, por falta de cuidado y de no haber tenido las agallas de cambiar a tiempo, sufrió una tragedia pandémica por culpa del Covid 37. Una mutación del Covid 19, que al cabo de generaciones subsecuentes, mutó a una cepa capaz de generar fibrosis pulmonar con sólo respirarlo o tener expuestos los poros de la piel. A los sobreviventes, les tocó cambiar a la fuerza. Lo fundamental fue comportarse con respeto frente a los demás seres vivos y aceptar nuestra condición de especie animal, antes que la humana; una solidaridad co-existencial que demostró lo que más sospechábamos: que las hienas se ríen de cualquier pendejada; que las cebras se pintan las rayas con pigmentos de las aceitunas negras; que las telarañas no soportan el peso de más de tres elefantes; que los pulpos siguen escribiendo a mano, se niegan a utilizar el computador; que hay hombres que se vuelven caimanes y sirenas que se meten a las piscinas; que las iguanas toman café, pero son alérgicas a la lana; que la leona es la reina de la selva; y que existe, inclusive, una zoología fantástica, recopilada por Jorge Luis Borges, hombre ciego que amaba los tigres hechos de palabras. En fin, para el año 2077 éramos, nosotros, los domesticados.
La astronauta recorrió con minucia la ciudad; su nave fue llevada a un parque de diversiones. Después de varios meses, de infructuosa búsqueda, cayó en la cuenta de que amaba a un hombre y de que ese sentimiento reparador y sublime no debería estar, necesariamente, atado a una sola persona y en la mitad de la Plaza de Bolívar, viendo cómo las ratas salían de las alcantarillas para compartir su comida con las palomas y los perros, se levantó y cogió por la Carrera Séptima, hacia el norte. Con determinación infinita, sin calcular ningún tipo de riesgos y animada por un arco iris de buenas intenciones que le salía del alma: le dio un beso a todas y cada una de las personas que encontró a su paso. Nadie rechazó su cercanía, al contrario, la reciprocidad fue inmediata, se dieron abrazos, afloraron sonrisas, se colorearon mejillas y se rescataron palabras cariñosas que muchos niños desconocían.
La astronauta, llamada Winona, se convirtió en la paciente cero de un nuevo virus; otra pandemia, cuyo contagio fue inmediato. La infección del amor se propagó a todos los países, en cuestión de unos pocos días. Los médicos buscaron la sintomatología en la poesía romántica, el cine y las telenovelas; los medios de comunicación lo llamaron, porque la originalidad también se había perdido: El winonavirus.
Un virus con corona
El Covid 19 podría ser un simulacro del apocalipsis. Un hombre, Juan, en la isla de Patmos, tuvo las revelaciones del fin del mundo y en su descripción escrita -que cierra el nuevo testamento- menciona a la bestia y las mortíferas y repugnantes atrocidades que escupen sus entrañas; pero nada se dice sobre un ejército de micro-partículas infecciosas, con forma de papa criolla y puntas espigadas a su alrededor, en forma de corona. Falta de imaginación, por parte de los redactores de la Biblia, con todo y que, para las primeras centurias, después de cristo, la humanidad ya había conocido plagas y pestes indomables y arrasadoras. Para los profetas hubiera sido novedoso un enemigo silencioso que no se manifestara con vómito negro, llagas o pústulas purulentas, y que en su forma más letal ataca las vías respiratorias hasta taponar los alvéolos, causar asfixia y producir fibrosis: quistes, como termitas, que dejan los pulmones como a una coladera. La verdad es que avizorar un fin del mundo sin un dramatismo sangriento, un caos torturante y acompañado de la destrucción masiva de la raza humana y todo lo que, ésta, ha construido, no es tan atractivo para manipular a los incautos que se definen, a si mismos, como: “Temerosos de dios.”
Tan incongruente ha sido el Coronavirus, con los textos bíblicos, que las iglesias decidieron cerrar sus puertas, ante la inutilidad de la oración, del sermón o la eucaristía para luchar contra una amenaza más contagiosa que la fe y más invisible que el espíritu santo. También se trata de una medida sanitaria, por supuesto, para no aglomerar tanto estornudo que vaya a contaminar los altares, lo que nos lleva a una pregunta válida: ¿que pasó con los san franciscos de Asís que salían a socorrer a los leprosos, sin importarles el contagio?
Este virus es una señal de alarma que nos obliga a redireccionar nuestra misión como seres humanos y a enfrentar, de una vez por todas, los tres grandes flagelos de la humanidad: la religión, la política y la acumulación del dinero, como prácticas insanas y mezquinas.
No podemos seguir creyendo que existe un dios tan inverosímil que nos exculpa con el sólo arrepentimiento; que reparte la misma ostia, los mismos rezos y la misma absolución de confesionario tanto para asesinos, violadores y secuestradores, como para inocentes monjitas que se avergüezan con las distracciones del clítoris.
No podemos seguir confiando la suerte de la democracia a mujeres y hombres que piensan primero en su bienestar personal, que en el prójimo al que, por juramento y discursos de plaza pública, prometen cuidar y defender.
Y, no podemos seguir comiéndonos el cuento de que las bondades del capitalismo, van de la mano con la posibilidad de ser más ricos que el Rey Midas y aprender sus mañas para convertir lo inmoral, en moral; comprar conciencias y pagar por el amor y la alabanza.
La historia no se cansa de construir pedestales para quienes, en sus delirios, se han sentido y actuado como dioses. Hombres que han caminado descalzos sobre monedas de oro; que han utilizado la cruz para colgar y dejar desangrar los cuerpos de sus enemigos; y, lo más grave, que se han otorgado, a sí mismos, la potestad para decidir entre la vida y la muerte. Herodes, Augusto, Calígula, Qin Shi Huang, Akbar I, Tamerlán, William El Conquistador, Pedro El Grande, Hernán Cortés, Louis XIV, Getulio Vargas, Idi Amín Dadá, Muamar Gaddafi… la lista es absurdamente larga y se trata de líderes todopoderosos cuyo trastorno en común es que, con sólo apretar el puño, han ostentado a su albedrío los tres poderes: la fe, la ley y la riqueza.
Ellos son el verdadero virus que ha mutado, hoy, en los albores del tercer milenio, a seres menos conspicuos, pero más ambiciosos, expertos en abarcar y apretar al mismo tiempo, envidiosos con quienes les llevan la delantera en los rankings de la revista Fortune, escondidos en la falsa filantropía -con contadas excepciones- abusadores sin escrúpulos de sus congéneres y convencidos de que el cielo y un penthouse, en Park Avenue, son la misma cosa. En este momento calculan cómo ayudar en esta pandemia -para evitar el escarnio público- pero sin descapitalizarse y como estrategia publicitaria para darle brillo a un altruismo, de mendrugos, que no amenace el fundamento de sus inflados egos.
El mundo ya no es viable, si alguna vez lo fue. No puede seguir funcionando, así, porque no es equitativo, ni justo y menos aún: humano.
Hoy, reina el Covid 19 y la crisis que está causando es beneficiosa para el planeta. Los niveles de contaminación han bajado, la capa de ozono se ha fortalecido, los árboles sonríen, los ríos corren con algarabía por sus cauces, los diferendos entre países están en pausa y, entre muchas otras bienaventuranzas, la humanidad se está tomando un merecido descanso para pensar en la importancia de lo cotidiano y, principalmente, para repensar el futuro. El Coronavirus nos obliga a agachar la cabeza, a reconocer la maternidad de la naturaleza y pedirle disculpas por los desacatos e intromisiones que le han robado el equilibrio y la armonía. Alguna vez fuimos sus aliados, como cualquier leopardo, como cualquier palmera o grano de arena; ahora, nuestra especie bípeda, de gran cabeza y dedo oponible, ha exacerbado su cuestionable dominio, al punto de que ya nadie se encuentra a salvo.
El conocimiento, el trabajo y la experiencia deben ser remunerados de forma justa y de forma justa el remanente de riqueza debe ser redistribuido y dedicado a evitar el hambre, a enseñar labores útiles, a mermar la explosión demográfica, a reforestar cuanto peladero hemos dejado en el desahucio y, entre miles de esfuerzos más, a privilegiar la salud, la educación y todo lo que nos salvaguarda como seres humanos, antes que seguir alimentando el cúmulo de arsenales, vigilantes y activos, con la increíble capacidad de destruir la Tierra 500 veces. Cosa absurda, porque con morir, todos, una sola vez, es suficiente; el presupuesto de las 499 veces restantes es el que necesitamos para invertir en la vida, cuyo valor, así se tratara de la última cucaracha sobreviviente del holocausto nuclear, es superior al de la muerte.
En resumen, todo lo logrado por la ciencia y la cultura debe ser extensivo a los reinos vegetal, animal y mineral y dedicado amorosamente a nuestro planeta, que aunque pequeño, al lado de Júpiter o Neptuno, ínfimo frente a la Vía Láctea y casi invisible comparado con otras galaxias cercanas o distantes, es nuestro único y verdadero universo. Este virus, que nos ataca, muere al contacto con cualquier jabón de lavar platos. Viene con corona, por eso goza de cierta nobleza, pero ¿qué pasará cuando tenga la forma de Medusa y salgan de sus orificios capilares lenguas de fuego, acompañadas de movimientos telúricos, diluvios torrenciales, ríos de lava y ciclones que barran con todo?
La cruz de Dilan
El primer sorprendido con la muerte de Dilan, debió ser el mismo Dilan. Tuvo pocos segundos para barajar, en su cabeza, cientos de hipótesis que explicaran las razones por las cuales lo estaban atacando y no encontró ninguna. De la misma manera, su agresor, todavía se debe estar preguntando las razones por las cuales terminó matando a un estudiante inocente y también, es posible, que no encuentre ninguna. Sin embargo, ante el hecho, somos muchos los que pretendemos tener una explicación y más que eso, señalamos culpables a diestra y siniestra como buscando, en nuestro fuero interno, una reivindicación del libre derecho a manifestar nuestras quejas y por el otro lado la obligación del Estado a defendernos del vandalismo y la violencia. El problema del momento aciago que estamos viviendo, desde el Paro Nacional del 21 de noviembre, es, precisamente, ese: que cada colombiano engendra, en sí mismo, una contradicción; lo que lleva a la incertidumbre y se vuelve exponencial la capacidad de creer en noticias falsas.
Por eso, lo que se diga de Dilan, de ahora en adelante, entra dentro del plano de la más absoluta subjetividad. Algunos, los más benévolos, dirán que su nombre será un símbolo imperecedero de la lucha contra la opresión, como la del hombre aquel que se paró, en Beijing, frente a los tanques que invadieron Tiananmen Square. Otros, los más religiosos, elevarán letanías a dios, nuestro señor, por su alma y encontrarán que su sacrificio no fue en vano; que, de alguna manera, su muerte lo convierte en un ángel protector de quienes alzan su voz para clamar por el cese de la injusticia y el respeto a los compromisos del gobierno con los colombianos. Los más asustados, o sea quienes le temen a la fuerza de la civilidad, a la rebelión de los desfavorecidos, buscarán en el pasado del héroe, cualquier inconsistencia, cualquier falta, cualquier ligereza, con tal de bajarlo de su pedestal y enlodarlo con la invención de una pandilla de violadores de la moral o de una conspiración para poner grafitis satánicos en las columnas del Capitolio. Y están los indignados, que son los más peligrosos, porque dirán o pensarán: “¿Quién le manda meterse con la autoridad?” dejando, así, constancia de su propia sumisión, de su consentimiento a que la democracia son las instituciones y no, como su nombre lo indica: el mandato del pueblo.
Dilan representa -con su abrupta muerte- a todos los jóvenes de Colombia que, desde temprana edad, intuyen los desajustes de nuestro sistema económico, la marrullería de nuestros políticos y el escaso futuro de quienes trabajan. Se trata de otro estudiante incomprendido, caído en la mitad de una guerra sucia, entre las tres cabezas del poder público: Santos, Petro y Uribe, adictos a mandar, solícitos y rendidos de rodillas ante un mismo dios: el dinero, manipuladores de circunstancias y con idearios cuya resonancia es inversamente proporcional a la verdad de sus intenciones. Con un discurso similar que es, en sí mismo, un contrasentido: porque cuando dicen “paz” es “guerra”; cuando dicen “honestidad” es “corrupción”; cuando dicen “cárcel” es “casa”; y, cuando sonríen, en realidad están pasando el trago amargo de no poder instaurar una dinastía que lleve su apellido hasta el final de los tiempos. Todos son culpables, menos ellos; la guerrilla, los disidentes del acuerdo de paz, los cubanos, los grupos económicos, los venezolanos, los narcotraficantes, los periodistas, los medios de comunicación, el cartel de Sinaloa, los ciudadanos-sin-miedo, todos, absolutamente todos, menos ellos y los Estados Unidos, mientras sigan girando millones de dólares a costa de nuestro ecosistema y sigan siendo nuestro escudo protector contra la barbarie venezolana. Si estuviéramos en Roma, ya hubiéramos declarado un triunvirato: Uribe, en Antioquia y el Eje Cafetero; Santos, en Bogotá y sus alrededores; y Petro, en la costa; el resto repartido entre generales de alto rango, cuyo oficio seguiría siendo el mismo: protegernos, hasta donde les es posible, de nosotros mismos.
Queda, entonces, la pregunta en el aire: ¿Quién mató a Dilan Cruz? Y la respuesta más acertada seguirá siendo: la pobreza, la física y la social. La primera es una vivencia epidérmica, aliviada, sólamente, por el cumplimiento de las políticas en salud y bienestar; y, la segunda es una vivencia racional que resulta de constatar que son los poderosos quienes viven mejor, quienes gozan de mayor libertad y quienes logran salirse con la suya. Se debe explicar a las hijas e hijos de Colombia, desde el colegio, que el poder es como la droga y que genera actitudes encontradas, de los que lo quieren porque no lo han tenido o quieren más, de los que lo necesitan para evitar los efectos del síndrome de abstinencia y de los que creen que no lo han perdido y están convencidos de que su legado sigue vigente. Ante esta realidad, son los estudiantes, los que cargan la cruz de Dilan; sus abanderados, los menos contaminados, con la convicción y el conocimiento de que es la fuerza de las masas, como recurso pacífico y fundamentado, la que puede lograr los cambios conducentes a que sean mejores las generaciones venideras.
Entonces, incumplirle a los jóvenes es peor que atacarlos, con la fuerza del ESMAD o de la policía, porque su espíritu libertario está latente y no miden las consecuencias; con el agravante de que sienten, en carne propia, las dificultades de sus familias y de su entorno. Y ahí es donde empieza el circulo vicioso porque se convencen, paradójicamente, de que lo que necesitan es: poder y empiezan a ejercerlo en la calle, que es donde se entra en contacto, de primera mano, con todos los vicios.
Crónica de un Paro anunciado
Si el Presidente Iván Duque se mostrara tan fuerte y decidido en el frente social, como lo ha hecho en el policivo y militar, los colombianos no le tendríamos tanta desconfianza. Y, eso, por no hablar de los frentes tributario, educativo y pensional, en que sus ministros lanzan anzuelos sin carnada, en un río tan revuelto que lo que se pesca es turbio y no resiste el más mínimo análisis de transparencia. O por no entrar en detalles del tiempo que ha perdido en cavar profundas trincheras para dispararle a los acuerdos de paz, donde él, a duras penas, oficia de soldado raso. O por no mencionar el esfuerzo desmedido por ganar indulgencias de Donald Trump, a costa de patear un avispero que es mejor dejar que se caiga solo; por aquello de que lo que está maduro, no aguanta mucho antes de podrirse y servir de alimento a la carroña.
El 21 de noviembre pasado hubo comparsas, con distintos ritmos e instrumentos autóctonos; hubo ríos de campesinos e indígenas, con sus quejas al hombro, buscando reacciones válidas y positivas del gobierno; hubo consignas de las centrales obreras pidiendo por salarios igualitarios con el costo de la vida; hubo caminantes de la tercera edad, en muletas y sillas de ruedas, lisiados por la iniquidad de sus pensiones y estuvieron -entre muchos otros actores de la injusta realidad colombiana- los restantes líderes sociales, de una matanza que los ha diezmado por centenas, clamando por una repartición de tierras digna para quienes la cultivan y la han usufructuado por generaciones. Si bien hubo disturbios y problemas graves del orden público, el Presidente de la República en ambas alocuciones, minimizó el lamento del pueblo a problemas cuyas soluciones -según él- se vienen trabajando desde los quince meses que ha durado su mandato y prometiendo continuar con unas conversaciones cuya contraparte, ya, se cansó de tanto palabrerío y quiere pasar a la acción, a la manifestación pública de las injusticias a las que se encuentra sometida.
Es absurdo sugerir que la intervención del Esmad, la Policía Nacional y el Ejército, garantizó la expresión libre de los colombianos que salieron a marchar por quejas sustentadas en la ausencia del Estado, en regiones de alta peligrosidad; por el pisoteo constante de los derechos constitucionales de libertad, orden, desarrollo de la personalidad y justicia; o por el mero descontento, pues estamos lejos de ser el país más feliz del mundo. Al contrario, los cielos de Bogotá decidieron llorar, la tarde del Paro Nacional, en virtud de que la vivencia de una muchedumbre buscando ser escuchada, defendiendo la paz, contra vándalos e intereses mezquinos, es -a grandes rasgos- un microcosmos de nuestra querida Colombia.
Lo que impresiona de los manifestantes en Bogotá, los que se concentraron en la Plaza de Bolívar, es que vinieron de todos los rincones del país. Lo que quiere decir que agregaron a sus penurias un viaje a las inmediaciones del páramo, para lograr una interlocución que, hasta el momento no se ha dado; y no se ha dado, por la sencilla razón de que ninguno de ellos: ni el paria, ni el cafetero, ni el artista, ni el amargado, ni el sindicalista, ni el estudiante, ni el ambientalista, ni el pensionado, ni nadie, han obtenido respuesta. No se han calibrado los descontentos para cuantificarlos, calificarlos y así, buscar canales de entendimiento. El Presidente todavía cree que se trata de problemas que se arreglan por decreto; desconoce, hasta el momento, que tener, a los manifestantes, al pie de la Casa de Nariño, es una oportunidad para invitarlos a la mesa y escucharlos. Me refiero a escucharlos, de verdad, hacerle el quite al oportunismo deshonroso de sus copartidarios, evitar las presiones beligerantes de quienes no reciben mermelada y volver a ser el candidato que, en mangas de camisa, se comprometió a la lucha social y al respeto por los acuerdos de paz. ¡Por ahí se empieza o se continúa, según sea el caso!
Si bien no faltaron la violencia, el miedo y la vivencia de las nuevas generaciones que evidenciaron, por primera vez, la capacidad destructiva de una sociedad pordebajeada y mantenida al margen de la seguridad y el progreso, la entraña del Paro Nacional fue pacífica y merecedora de toda la atención por parte del poder central. Las parcas reacciones del gobierno, ante los inconformes, nos pueden llevar a suponer, de pronto, que Iván Duque reconoce sus limitaciones para cumplirle a Colombia y no piensa hacer nada al respecto, sino seguir sobreaguando tres años más; y no lo escribo de mala leche sino que me pregunto: ¿Si el Paro fue anunciado porque no se prepararon respuestas más convincentes y tranquilizadores para los distintos actores de tan multitudinaria protesta? Hay que pasar de las acciones reactivas a las proactivas, so pena de que los aires de improvisación que rodean las decisiones de la Casa de Nariño sigan siendo confundidas con la falta de voluntad o, peor, con la recurrente duda: madre de todas las desconfianzas.
En el peor de los escenarios, de pronto, a Iván Duque -como a su padre putativo- lo que le conviene es la guerra; poder declarar toques de queda y conmociones interiores, a su acomodo, que distraigan la atención de la corrupción política que lo rodea -y que se niega a ver- o para sacar su agenda económica a la fuerza, tal y como Alberto Carrasquilla la tiene diseñada para amparar a los ricos y desamparar a los ya desamparados, que -al fin y al cabo- han logrado sobrevivir a la impunidad de sus explotadores, con rabietas que, afortunadamente, no pasan de blandir la única arma que conocen: la cacerola.
Bogotá lesbiana
No se puede hacer un ponqué sin levadura, o se puede, pero entonces sería imposible llamarlo “ponqué” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerlo como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que se lo coman; cosa que, en un país con hambre, pues, es más fácil.
De igual forma, no se puede hacer la paz sin justicia, o se puede, pero entonces sería imposible llamarla “paz” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerla como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que la disfruten; cosa que, en un país con violencia y corrupción, pues, es más fácil.
Dicen que Bogotá es un microcosmos del resto del país, pero eso es una falacia: aquí podemos vivir en negación de la realidad, sin problema y entrecerrando un poco los ojos, nos podemos sentir como en Edimburgo o Salt Lake City, si queremos. Es lo que, entre otras cosas, la hace vivible -o más vivible que el resto de las capitales del país- y es ese convencimiento de que aquí no está pasando nada. Imposible negar que está llena de atracadores y que amanecen unos cuantos muertos con el cuello cortado o acribillados como costales; o que la red de prostitución infantil es con anuencia de los padres, quienes reciben un roscón relleno de violación y estupro; o que la ciudad está llena de drogadictos que se chutan heroína, que cocinan metanfetaminas, que meten cocaína, que tragan éxtasis y que fuman marihuana, pero no en los parques porque eso evidenciaría algo muy grave y aquí, en la capital de Colombia, los problemas los metemos bajo el asfalto. Por eso inflamos todos los presupuestos de remiendo y mantenimiento de calles, para que en ese vacío quepa toda la podredumbre que, de otro modo, nos llegaría al cogote.
Bogotá es como los bogotanos: hipócrita, siempre abrigada, no es xenófoba pero mira de reojo al forastero, criticona, chismosa y creída; tiene abolengos, nadie sabe que son, pero tiene abolengos, alcurnia y savoir faire. Entre la Avenida de Chile y la Calle 127, entre la Autopista Norte y la Carrera Séptima, Bogotá es un oasis y de la Carrera Séptima para arriba vive lo mejor de nuestra estirpe que ya no se valora por apellidos sino por flujo de capital. Hacinados en Rosales o protegidos por altos muros de contención en Santana sus habitantes son reacios a mostrar la riqueza; porque la riqueza se acumula, no es para goces mundanos, por eso los cachacos de sangre azul parecen estar siempre atragantados y estreñidos. No lo saben, pero lo intuyen: son el reducto de colombianos que, de verdad, se comió el cuento de la paz y duermen más tranquilos porque un Premio Nobel es la prueba reina y contundente de que pasamos de ser animales salvajes a domesticados. Van a Caño Cristales en avión privado y dan gracias a dios por el final de una pesadilla que nunca tuvieron, por el final de una balacera que nunca escucharon y por el final de un conflicto del que nunca hicieron parte. Pero, como cualquier patricio de la antigua Roma o cualquier cruzado medieval, basta un enemigo en común para sacarlos del sopor de sus abullonados cojines y en este momento presente, la amenaza se llama: Claudia López.
Por eso han optado por desarrollar una estrategia bifocular, palabreja que viene del latín “bifos” que quiere decir ataque por dos flancos divididos, en este caso Galán Pachón por un lado y Uribe Turbay por el otro; y del modismo criollo “cular” que quiere decir, que les importa un culo que gane cualquiera de los dos. Lo único importante es frenar el impulso de las izquierdas, so pena de volvernos la próxima Venezuela. Parten de la base, brillante y astuta, solamente utilizada por Hitler y todos los dictadores -o presidentes con ganas de serlo- hasta nuestros días: de que el mensaje sólo tiene que ser difundido hasta la saciedad para volverlo cierto; y lo cierto, paradójicamente, es que tienen razón. Inclusive, ahora, con las redes sociales que parecen proteger la independencia y la privacidad sucede lo mismo, o peor, porque ya no puede uno jugar Pac Man o Marcianitos, mientras se sienta en el baño, sin ver a un joven con una barba que le queda grande, pretendiendo ser su papá y a otro joven, con el ceño fruncido, pretendiendo ser doña Bertha Hernández de Ospina. Dos egos enfrentados que no se van a unir, por la sencilla razón de que, por más que lo oculten, han sido encumbrados por dos fuerzas opuestas: Cambio Radical y el Centro Democrático.
Claudia López divide, entonces, las aguas y pasa por la mitad de ellas llevando todo un pueblo a cuestas, que es, nada más ni nada menos, el sustento de la democracia: hombres y mujeres con piel de frailejón, que sudan, que se trepan a un Transmilenio, que trabajan para pagar más impuestos que Sarmiento Angulo, que luchan, que manejan Uber por necesidad, que aman a Bogotá y saben que la bandera de su candidata es la anticorrupción, que su preferencia sexual es un valor agregado porque se trata de una prueba a nuestra tolerancia, de la cual saldremos airosos porque ya estamos preparados para un cambio cualitativo de esa magnitud. No en vano Lucho Garzón nos quitó la indiferencia; Mockus nos volvió cultos y ciudadanos; Clara López nos devolvió la transparencia y Gustavo Petro nos mostró el lado humano de quienes vivimos, aquí, anclados al altiplano de una cordillera donde los primeros en establecerse -se nos olvida- fueron indios de la cultura precolombina.
Revista Semana es, ya, otra cosa
Hay noticias que son falsos positivos: hechos que se disfrazan de buena fe, o se maquillan de honestidad, para ocultar verdades truculentas; para no dejar entrever las directrices que los medios de comunicación avalan para encontrar el huevo de oro entre un nido de buitres. Y por “medios de comunicación” entiéndase los grupos económicos, que en Colombia -como en todos los países- suavizan con prensa, radio y televisión los golpes mortales que, a diario, nos dan a los ciudadanos y consumidores. Desde que el Desafío Mundial, libro de Jean-Jacques Servan Schreiber, inaugurara la década de los ochenta con la primicia de que la información y no el petróleo era el poder que dominaría el mundo, cuarenta años después, cada conglomerado monopolístico, que se respete, tiene una audiencia cautiva que corresponde a segmentos importantes de sus dominios comerciales. Esta realidad, inherente a la ultranza del capitalismo, además de anómala, atenta contra el principio más importante del periodismo: la independencia.
De cómo funciona esa mecánica malsana, en Colombia, no está de más poner algunos ejemplos: ningún periodista de El Tiempo que destape algún desfalco contra los ahorradores bancarios, va a decir -so pena de perder su trabajo, prestigio y futuro- que los antecedentes datan de cuando Luis Carlos Sarmiento Angulo fomentó el UPAC, cuyo Poder Adquisitivo Constante no se refería al sueldo de quienes adquirían vivienda, por este medio, sino a la cuota galopante que, al cabo de los años, se volvía impagable; los variopintos columnistas de El Espectador fueron escogidos, con pinzas, por su reconocida independencia pero ninguno va a cometer el desatino de responder a la pregunta: ¿cómo fue que la Cervecería Bavaria logró mantener los impuestos al mínimo durante más de cinco décadas?; RCN Televisión podrá sacar los trapos al sol de Diomedes Díaz, pero ningún productor va a sugerir -a menos de que tenga alma de suicida- hacer una serie sobre Carlos Ardila Lülle y revelar el retorcido y oculto monopolio que acabó con los competidores de sus gaseosas. En fin, eso sin contar el reparto político de los noticieros de televisión, la radio como determinante de los caudales electorales y los periódicos regionales como patrimonio político y económico de candidatos a corporaciones departamentales y nacionales.
Y en el maremágnum de este panorama, como haciendo trocha, con las manos, en la mitad de la selva, surge la Revista Semana. Pareció, al principio, que se trataba de la misma mermelada con distinto sabor, pero, en un par de años, los colombianos recurrimos varias veces a sus páginas en busca de un mayor sustento noticioso, basado en fuentes propias, más análisis, menos opinión y un ánimo recursivo sin precedentes, cuyo nuevo aire sirvió para reunir una buena congregación de fieles. Dirigirse a un lector inteligente, con profesionalismo, pagó sus frutos y que su fundador fuera hijo de un expresidente y como tal identificado dentro de los delfines consentidos del Partido Liberal, pasó a un plano puramente anecdótico, dada su capacidad por mantenerse al margen de los acontecimientos. Bajo la dirección de Mauricio Vargas, la dedicación de sus investigaciones a descubrir las aristas de los escándalos que llevaron al Proceso 8000, la posicionó como un semanario comprometido con la verdad, antes que con el gobierno o cualquiera de los apostadores que sostuvieron al presidente Ernesto Samper, que si bien no cayó, quedó reducido a su oficio de mascota que, aún hoy, ejerce batiendo la cola y lamiendo zapatos que no necesitan lustre.
Con el comienzo del siglo entra a la dirección Alejandro Santos Rubino, otro delfín y eso incomoda al residuo de lectores, que aún no terminaba de abrazar la evidente imparcialidad de la publicación. ¡Pues, vamos para 20 años de esa combinación ganadora! Hacer una lista de las ollas podridas que han tumbado de la estufa sería inútil, por lo extensa y porque no se destaca ninguna, por encima de las otras: a todas les han impreso el mismo sello de la verdad, como certificado de excelencia. ¿Cuánto tráfico de influencias, cuánto soborno bajo la mesa y cuánta amenaza implícita les habrá tocado capear? ¿Quién sabe? El caso, es que hubieran podido -como hacen los medios de comunicación que llevan la vocería de los grupos económicos- mantenerse en la mentira, recibir publicidad de sus empresas asociadas y redactar las noticias para enredar a los incautos, para convencer a quienes permanecen en su zona de confort de que, tranquilos, nadie les está violentando esa comodidad. Revista Semana clava espinas entre las costillas y aunque en ocasiones se abstiene de abrir la herida y dejar correr la pus, su seriedad es incuestionable. A veces su diplomacia es odiosa para quienes somos iconoclastas, pero sus argumentos están basados en fuentes verificables y que han revelado hasta donde la responsabilidad y el buen juicio se los han permitido.
Con el 50% en manos de los Gilinsky, Revista Semana es, ya, otra cosa. Que Coronell se vaya y vuelva, es lo de menos; lo de más es recibirlo incondicionalmente y que, un día de estos le lleguen, como caídas del cielo, las pruebas de una fusión bancaria -cualquiera- en la que el banco adquiriente manipule el mercado para vender acciones infladas y él sea capaz de citar los antecedentes de la venta de acciones de Bancolombia, propiedad de los Gilinski, al Sindicato Antioqueño, por ejemplo. ¡Ya veremos!
Distinto a lo que hubieran querido Felipe y María López, y el mismo Alejandro Santos, Revista Semana entra, ahora, a servir como intermediaria mediática del juego de poderes en Colombia. Aunque -los primeros- conservan una importante y decisoria porción accionaria, se les siente la misma inocencia pendeja con que los Cano le vendieron El Espectador al Grupo Santo Domingo.
Cien capítulos de soledad
Tengo un romance de vieja data con Amaranta Úrsula, quien le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado a los genitales de Aureliano Babilonia; y amo a Penélope Cruz por sus muslos elásticos, su piel aduraznada y el maretaje de su presencia, con el que ha logrado sortear las arenas movedizas de Hollywood. Pero, si por dar un ejemplo, la española representara a la primera, personificando el carácter matriarcal de su tatarabuela y la inocente belleza de su tía Remedios, en la serie sobre Cien años de soledad anunciada por Netflix, los dos mundos en los que vivo, el cine y la literatura, colisionarían. El impacto equivaldría -me temo- a un derrame cerebral; con el peligro que eso conlleva: el de quedar en el limbo de un autismo tropical, sin más opciones que amarrarme a la sombra de un castaño y esperar la muerte y las visitas del fantasma de Prudencio Aguilar, con la lanza atravesada en la garganta y la cara de Alvaro Bayona o Waldo Urrego.
El problema, valga la verdad, no es que Consuelo Luzardo y Amparo Grisales pudieran agarrarse de las mechas por ser Úrsula Iguarán o Marbelle adueñarse de Pilar Ternera, es mucho más profundo, más letal: que los verdaderos personajes de Macondo dejen de existir con la dimensión que nacieron de la pluma de su autor. Gabo lo sabía, conocía el peligro de que un cataclismo así pudiera suceder y por eso -según lo declaró varias veces- Cien Años de Soledad no podría ser llevada al cine sino cincuenta años después de su muerte. Me imagino que, en la letra menuda del testamento, no quedó la prohibición expresa de llevarla a la televisión, razón por la cual, sus hijos, se han lanzado a la aventura de tratar de interpretar a su padre, como productores de la serie. ¡Nada más peligroso! Pues no es, precisamente, el parentesco consanguíneo lo que permite una mayor objetividad; al contrario, en este caso la novela actúa como una hermana expúrea que, en su momento, compitió por los aprecios de quien los trajera a la vida. Baste decir, que sólo quienes han tomado distancia con las creaciones artísticas -y obligatoriamente con sus autores- son capaces de una representación asertiva de una obra literaria enfrentada a la puerilidad de los guiones seriados y la materialidad irrefutable de la imagen en movimiento.
Mi única opción, declaro, será la de no ver el producido de Netflix sobre Macondo por la sencilla razón de que el poder visual destruye la memoria de lo leído. No lo digo peyorativamente pero es muy raro que alguien lea el libro de una película recién vista pues al intelecto no le queda nada, o muy poco, por construir. He tenido, además, perdidas sensibles en la reducida sala de espera de mis amores literarios: María Iribarne, la de Sábato; Floripedes Guimaraes, la de Amado; Urania, la de Vargas Llosa; Blanca, la de Isabel Allende; e Ilona, la de Mutis. Todas olvidadas frente al celuloide, como por ensalmo, ante la falsa creencia de que el cine las revive, siendo que las saca del imaginario y las escupe a la realidad, sin misericordia.
Después de que Santiago Nassar fuera representado por un imberbe y afeminado actor francés y de que Ornella Muti haya pretendido perder la virginidad en Santa Cruz de Mompox, durante el rodaje de Crónica de una Muerte Anunciada; la misma en que Lina Botero dice un par de lineas -con el mismo tono de la presentadora de noticias culturales que, otrora, fue- para regocijo y mofa de la audiencia colombiana. Después de que Javier Bardem malograra un Florentino Ariza sombrío y con los desenfados ocultos de una Cartagena hipócrita, a horcajadas entre los siglos diecinueve y veinte, en El amor en los Tiempos del Cólera, dirigida por Mike Newell sin tener en cuenta la circularidad de los amores seniles y pensando que su historia era la de un hombre que hizo una lista pormenorizada de sus seiscientas veintidós amantes. Y, después de que, el mismo Gabo, hubiera afirmado que el único director de cine capaz de llevar el Otoño del Patriarca al cine, hubiera sido Akira Kurosawa; dejando por sentado que una obra de tal magnitud sólo puede, para no caer en la banalidad de las comparaciones, ser resemantizada en otro idioma, en otra cultura, en otra lejanía. Después de todo eso… y por poner otro ejemplo… no puede ser Flora Martínez -todavía en nuestro imaginario como la puta asesina de Rosario Tijeras- quien suba al cielo, lívida de pureza, elevada por las sabanas que, después de dejarlas secar en el patio, ayudara a doblar a su bisabuela.
Hollywood es, por definición: cosmética, y Macondo es un pueblo miserable, lleno de magia, pero miserable, donde la riqueza de lo que se cuece está en las terquedades y vaivenes de los Buendía, en su visión de mundo enclavada entre la sierra tórrida y las ciénagas inexpugnables; capados de mar y en contacto con las profecías y las maravillas de la invención que, de tiempo en tiempo, llegaban con los gitanos; alejados del mundanal ruido y sin embargo dominados por un gobierno central, que se lanzó en una guerra civil fratricida y pírrica entre partidos políticos. De resto, Rodrigo y Gonzalo García Barcha no conocen este país. El primero ha dirigido y escrito tres películas magistrales: Things you can tell just by looking at her, Nine lives y Albert Knobbs, además de producir y dirigir un centenar de capítulos de series de televisión pero todas, o la mayoría, bajo los parámetros de la sociedad norteamericana. Otra cosa han sido los montajes teatrales de Jorge Alí Triana, un colombiano de los de aquí y que conoce el sabor, el espesor y el justo tono escarlata de la sangre de José Arcadio Buendía recorriendo las calles de Macondo, hasta llegar a los pies de su madre para anunciarle, de primera mano, la efemérides de su muerte.
Hasta ahora, la información de Netflix, de los herederos del premio Nobel y de los medios de comunicación ha sido parca, al respecto; pero se vislumbran frases altisonantes como: “Macondo brillará en las redes digitales”, “Las series de televisión son la nueva novelística” o “Cien capítulos de soledad”, con la posibilidad de que James Cameron o Steven Spielberg hagan una saga de Melquíades y su parábola transhumante; o de que Guillermo Del Toro se invente una secuela de hombres con cola de cerdo, en que Aureliano (el último), en vez de morir devorado por las hormigas, renace como un zombie de seis patas interpretado por Danny de Vito. Triste futuro. El sino trágico de los Buendía continúa, hasta que su historia se trivialice por completo.
El amor como purgante
No conozco a nadie con un entendimiento del amor. Supongo que son múltiples los factores que lo hacen indefinible y es, de pronto, en esa etérea falta de concreción que se encuentra su verdadera esencia. Por eso es un tema recurrente en las conversaciones cotidianas, porque cualquier nuevo sentido, cualquier nuevo grumo de este batido inagotable es, básicamente, un descubrimiento; como las tajadas de un ponqué universal, en la que cada una revela la más sutil variación de alguno de sus infinitos sabores.
El amor resiste la trivialidad. Los eternos corazones rojos -que ahora también vienen con los colores del arco iris- con sus manidas frases de cajón, le pueden llegar a personas para las cuales significan un flotador en medio del huracán o la certeza vital de que podemos ser melancólicos, haber fracasado en todos los intentos e inclusive haber sufrido injustamente y sin embargo merece la pena permanecer del lado contrario a la muerte. O del lado contrario a la maldad, porque es claro que nadie, en estado de enamoramiento, comete un asesinato. Un atraco, tal vez sí, pero para comprarle entradas al cine y dulces a quien se regocija con su amor.
La bondad es lo que hace popocho al amor. Es la levadura, la harina, los huevos, el azúcar, el sabor a canela o naranja rallada, y el calor constante del horno. La bondad es lo que predica el Dalai Lama, pero también Doña Ercilia, la dueña de la tienda de abarrotes, que me manda pandeyucas a domicilio y a la que una bala perdida le quitó, hace años, la capacidad de procrear. La bondad no tiene prensa, por eso pareciera que la maldad gana terreno pero ¡pamplinas! es el pegamento que nos une, que sublimamos entre dos, que mantenemos encendido en el seno del hogar y con actitud amable hacia los demás.
Amar a alguien es amar a todos los seres del planeta y me refiero a: todos, sin distingo de género, raza, nivel socio-económico y especie animal o vegetal. Se ama también el atardecer, las estrellas, los copos de nieve, la arena de la playa, el rocío, la brisa vespertina, los cinturones Gucci y el olor a tabaco. Nadie ama la sangre derramada inútilmente, ni las bacterias gastrointestinales, ni el relleno Doña Juana, ni los estragos del escorbuto, sin embargo existen mujeres y hombres de luz que claman amarlo todo, inclusive al odio mismo, al enemigo y a las formas miméticas del diablo. Ellos llevan el péndulo hasta el extremo opuesto de lo que significa dolor y guerra, y con su gesto compasivo, de Quijote o Sor Teresa de Calcuta, logran equilibrar lo que parece irreconciliable y aligerar la pugna entre los opuestos.
Espontáneo o trabajado durante años en una relación de pareja, egoísta o holístico como el Budismo tibetano impartido desde la cima del mundo, tiene, el amor, dos grandes clasificaciones: la particular y la general. “Yo amo a mi perro, pero odio al resto de los habitantes de la Tierra” o “amo todo el contenido del universo, salvo las verrugas” son afirmaciones posibles entre la cantidad de posibilidades estratosféricas de que somos capaces los seres vivos cuando hablamos del amor. ¡Vaya realidad! No importa que se trate del abundante “I love you” gringo, del romántico “je t’aime” francés o del reservado “te amo” en español, amar o no amar algo, o a alguien, es la reiterada respuesta ante cualquier valoración. Desde la minúscula división que provoca el espermatozoide cuando penetra el óvulo, hasta dios -exista o no exista- la manifestación más común que nos nace es, por exceso o por defecto: el amor.
Nos referimos, entonces, a un espacio general de la existencia. El amor existe, independientemente de los juicios del observador, entre lo más ramplón o lo más extraordinario: la cadencia con que se revuelve el café por las mañanas, el líder social que muere por intereses corruptos y cuyo último pensamiento lo dedica a quienes trató de ayudar o la estrella del rock, en concierto, que no se cansa en su afán por darle la mano a todos sus fanáticos. Ejemplos hay millones de millones y por más benevolentes, no podemos descartar el amor de los ambiciosos por acrecentar su dinero, el amor de los soberbios por ensalzar su propio ego, el amor de los psicópatas por sacrificar a sus víctimas o el amor del adicto por consumir la droga que lo está matando. El amor por el amor, cualquiera que este sea, va desde el desvarío de quienes lo cargan, a la espalda, como una maldición; el éxtasis de aquellos que lo consideran la fuerza primordial que cambia el rumbo del torrente sanguíneo y mueve montañas; o la inmediatez de quienes se lo toman como un purgante, obligatorio para tener sexo sin compromiso, para no caer en la indigencia absoluta o no desfallecer ante la tragedia.
Lo que nos lleva al problema medular del amor y es que, en su forma ideal, debería ser incondicional pero en la práctica no lo es. Nuestra humanidad está limitada -uno- por los instintos animales que aún conservamos y que nos han servido para la supervivencia: la desconfianza, la supremacía del más fuerte, el rechazo a quienes podrían convertirse en amenaza, el miedo a lo desconocido, la evasión permanente de lo que nos causa dolor y entre muchos otros: la creencia, a veces escondida pero siempre latente, de que somos mejores que otros congéneres similares a nosotros mismos. Y -dos- por las barreras de crianza y calidad de vida que de acuerdo a las circunstancias de nuestro nacimiento, nos hayan tocado en suerte.
Significa, entonces, que por instinto y gravámenes socio-económicos -principalmente- le hemos quitado al amor su utilidad de generar alivio. Te amo con la condición de que no mires, ni te acerques a otra; de que rechaces a quienes contradicen tus fundamentos; de que sigas trepando la escala social; de que no dejes de ir al gimnasio o te engordes demasiado; de que no demuestres tus debilidades; de que seas fiel hasta la muerte; de que vayas a misa los domingos y creas en lo que dice la palabra de dios; de que nunca pierdas el buen humor, ni falte el dinero, ni te salgan arrugas, ni ronques, ni eructes, ni dejes el inodoro sin soltar, ni pelos en la ducha, ni cuelgues tus brassieres en los grifos de la ducha. O sea… está bien que el amor resiste la trivialidad, pero lo que no resiste es ser trivializado.
La cultura ha dado pasos gigantes en minimizar diferencias, pero aún construimos muros; nos dejamos distanciar por la educación y la dicción del lenguaje; le tenemos aversión a los que aman la promiscuidad y huimos de quienes aman en solitario; dividimos el mundo entre quienes rompen nuestras mismas reglas y aquellos que no las rompen o rompen otras; y, lo más terrible, odiamos detalles de nosotros mismos que envidiamos en mujeres y hombres que son la representación de la sociedad de consumo, con la desventaja de que los consideramos más adecuados para el amor. De todas maneras, aunque nadie lo entiende o nadie lo desentiende de la misma manera, en cuanto a las incontables variables del amor, el péndulo oscila entre dos extremos: el de quienes, para vivir en armonía, lo incorporan a cada célula de su ser y quienes, para salir de una urgencia, se lo toman de un golpe, cada que lo necesitan.
Los Petrificados
Tres circunstancias marcaron las honras fúnebres de Belisario Betancur: El Ave María cantado en arameo, la misma lengua que se hablaba en Caldea cuando nació Jesús; La hábil narrativa con que el expresidente Santos terminó alabándose, a él mismo, haciendo una semblanza del fallecido, en velado paralelo con la suya; y las declaraciones de Agustín Caimán Guarachas, liberal-belisarista -de los poquísimos que quedan- y excandidato a la gobernación de Norte de Santander, quien proclamó, frente a los medios de comunicación, saliendo de la velación en la Academia de la Lengua, la creación de un nuevo partido político. “(…) conservador pero de izquierda, socialista pero de gente culta, de voces indignadas pero a la vez esperanzadas” así dijo y remató su perorata: “Se trata de un partido honesto, como no queda ningún otro en el horizonte político colombiano.”
El comunicado no pasó de ser una nota altisonante y escasa ante el marasmo de información que los noticieros trasmitieron sobre el hijo prójimo de Amagá, quien fuera precursor de los diálogos de paz con los alzados en armas y a quien le tocara, durante su gobierno, lidiar con dos de las tragedias más duras de nuestro país: la Avalancha de Armero y la Toma del Palacio de Justicia. Esta última realizada por el M-19, financiada por los narcotraficantes y la cual, habiendo dejado 98 personas muertas -incluidos 11 magistrados- y 6 personas desaparecidas, fue premiada, cuatro años después, con la amnistía de los integrantes del grupo guerrillero, cómplices de la masacre, quienes se reintegraron a la vida civil y política del país. De ese proceso y una asertiva vida pública, de más de treinta años, al servicio de las necesidades del pueblo, es que se fragua el protagonismo de Gustavo Petro Urrego, cuya discursiva social e inteligente obtuvo más de ocho millones de votos en las pasadas elecciones presidenciales.
Caimán Guarachas descontento por el poco cuidado que mostraron los periódicos, la radio y la televisión con su declaración inicial, redactó un manifiesto, lo publicó en las redes sociales y convocó a un lanzamiento de su recién creado movimiento en la Plaza de Bolívar. Sin hacerse muchas ilusiones, el día señalado se trasladó al lugar desde el mediodía y espero a los manifestantes en las escaleras del Capitolio con un altavoz de pilas, una canasta de cerveza vacía para utilizar como tarima y un sánduche de atún con huevo para contener los bajonazos de azúcar que le daban, sin falta, a las cinco de la tarde. Y para hacer un cuento largo… corto, el sánduche quedó en su envoltura de papel de aluminio, intacto, en el bolsillo de su trajinada chaqueta, porque a las cinco de la tarde la Plaza de Bolívar estaba a reventar, con gente venida de todos los rincones de nuestro territorio y pancartas que gritaban: “Petro ladrón”, “Petro bandido”, “Abajo Petro”, “Petro candidato a la Picota” y otras expresiones de lenguaje irrepetible y recocidos panfletarios. La policía rodeó la plaza para evitar imprevistos, pero la muchedumbre de manera respetuosa bajó el volumen de su clamor, durante el discurso de Caimán Guarachas, que se extendió hasta entrada la noche y que fue vitoreado y festejado como cualquier gol de la Selección Colombia.
Yo estuve esa tarde gloriosa, pero no escuché nada porque el altavoz, comprado en Pepe Ganga y cargado con baterías de segunda mano, no cumplió su cometido de cubrir más de 10 o 15 metros a la redonda. Por lo tanto, como nunca llegaron los periodistas -no se “olieron” la chiva, como dicen- sólo tengo para mis lectores un resumen del manifiesto, realizado por algún entusiasta, fotocopiado en hojas de papel mal cortadas por la mitad y repartidas como volantes, en la esquina de la Casa del Florero. Sin encabezados, ni nada, en letras de molde, dice así: “Petrificados estamos quienes votamos, coyunturalmente, por Gustavo Petro, en las pasadas elecciones presidenciales, convencidos de que hubiera sido el presidente capaz de desmontar el aparato de corrupción del Estado, alimentado desde el Congreso de la República, por senadores y representantes del Centro Democrático y Cambio Radical. Hemos presenciado boquiabiertos y desilusionados el video en que el exguerrillero recibe una gruesa suma de dinero, sobre la cual no ha dado explicación fehaciente alguna. Lo que ya no importa porque, a estas alturas, no se trata de argumentos convincentes; se trata de un lobo con piel de oveja recibiendo, en un ambiente tórrido, con una conversación en tono rastrero y salivando como un depredador frente a su presa, fajos de billetes, en bloque, recién salidos del banco. Los indignados y engañados por quien empuña de frente la “V” de la victoria, con la mano izquierda, mientras hace “pistola” con la derecha, a sus espaldas, hemos decidido emprender las cruzadas que sean necesarias para quemar cuantos rabos de paja sigan mancillando el poder democrático de nuestra amada Colombia.”
Seguir apoyando a Gustavo Petro, como contrapeso a la ignominia de la corrupción, más que una paradoja es una contradicción, más que una contradicción es un peligro. Al creciente grupo que debe mermar, sin duda, el caudal electoral de las izquierdas, ha dado en bien llamarse: Los Petrificados y con ese nombre, en los próximos días, van a crear, de la mano con Agustín Caimán Guarachas, un partido político que sea, de verdad, honesto, transparente y humano.
Carrasquilladas
Este artículo, señor lector, puede no interesarle. Se trata de un tema recocido que no pretende ahondar sobre nada nuevo; sólo puntualizar en el hecho de que un Ministro de Hacienda inmoral logró quedarse, plácidamente, en su cartera, sin tener que dar explicaciones. ¡Bueno, eso no es cierto! Sí dio explicaciones, las esperadas y la principal: que él era la persona idónea para prestar las asesorías sobre un atraco que él mismo planeó y en el cual no tuvo que encapucharse, ni sacar el arma, ni amenazar a nadie, ni salir corriendo. Y digo “inmoral” por no llamarlo delincuente porque según mis fuentes en derecho penal, al no haberse probado una ilegalidad contemplada por la norma, el delito no se tipifica. Prima, entonces, la leguleyada de que: “mi único crimen fue tratar de llevar agua a municipios donde hasta las lagartijas mueren de sed”, donde la gente debe caminar kilómetros, ida y vuelta, en dirección a los ríos y quebradas, con contenedores a cuestas, para poder soltar el inodoro -donde los hay- lavar los platos o hacer una limonada.
La jugada de Carrasquilla fue tan hábil, tan fina, tan de cuello blanco, que es de admirar. No le tocó recurrir a morder los contratos de su administración, no le tocó sacar de la caja menor del ministerio para echarle gasolina a su propio carro o pagar los mariachis de una serenata, no tuvo que untarle la mano a ningún intermediario, sólo tuvo que lanzar el anzuelo: lograr la aprobación de un rubro para entregarle a los municipios, con destinación específica, préstamos impagables, a largo plazo, pero contantes y sonantes para los alcaldes de turno. Algunos de ellos, muy pocos, hicieron los acueductos; pero la mayoría se robó la plata, porque para eso fueron nombrados: para usufructuar, en beneficio propio, de los haberes de la nación; que es, hoy por hoy, la definición de la política colombiana. Mientras tanto se sentó -Carrasquilla- a esperar que pidieran sus asesorías sobre un tema que nadie más conocía y apenas picaron los primeros peces -que ni gordos tenían que ser- él ya tenía un tinglado “off shore” para ocultar el pago de sus honorarios del fisco nacional; y del ojo público porque, al fin y al cabo, la corrosión causada por su mala fe, le debió producir -asumo- una especie de gastritis del alma. La maniobra, o sea la ilicitud no pudo ser probada y no porque fuera imposible hacerlo, sino porque el Estado, con los niños consentidos, no se esfuerza mucho en señalar sus malas conductas y menos amparados por un presidente y un expresidente que tienen montado un acto como de ventriloquía.
“Acto como de ventriloquía” -símil poco original, que se ha utilizado hasta la saciedad para definir la relación entre el jefe y el subalterno del Centro Democrático, pero que no por eso deja de ser acertado- en el cual, un senador, le tiene metida la mano entera, hasta el cogote, al mandatario de la nación -no pregunten por dónde- para dominarlo a su antojo. Iván Duque, así se llama el muñeco, ha tratado de que no se note tan impropia cercanía y ha hecho cositas por su lado, pero sacar a un ministro es, como quedó demostrado, más alto que su vuelo. Y es curioso, porque paradójicamente es el muñeco quien tiene la autoridad moral para hacerlo pues nunca ha infringido la ley, ni cometido actos inmorales, es un buena gente embelasado por el poder y eso le pasa a cualquiera. Dejarse comer a cuento por un presunto hampón es más un acto de estupidez que otra cosa; pero eso también le pasa a cualquiera, justificable solamente si logra tomar plena posesión de su cargo, con todo lo que eso implica: acabar con la corrupción y sobre todo la que tiene frente a sus narices.
Y es que nos hemos vuelto permisivos, los colombianos, todos los colombianos. Ministros con mejores títulos, han caído por mucho menos, pero eran otras épocas, en que la dignidad era más importante que la plata. Una vez conocida la fechoría, a Carrasquilla qué le importa que lo llamen oportunista o atracador en los cocteles, o en el Gun Club, si tiene ocho mil millones de pesos regados por todo el Caribe. Esa es la verdadera moralidad de hoy: la avidez por el dinero es perdonable, bajo una sola e indispensable condición: cuando se consigue. Y debe ser en considerables cantidades porque, además, hay un adendum a esa certidumbre: que entre más se roba, más fácil es evitar las consecuencias; por eso el aumento de la riqueza ilícita es proporcional al miedo de templar en la cárcel. Aunque, inclusive, parece que hasta la prisión es llevadera si, uno, ya tiene asegurado su futuro para cuando salga y el de sus hijos y el de su esposa y el del amante de su esposa. ¡Por plata todo se justifica! Y ese convencimiento es la semilla de la corrupción, por eso el cambio debe ser de mentalidad. Empezando por la suya señor Presidente; usted debe pasar de ser un marranito con crocs a ser un toro con los cachos afilados, sin dejarse decorar con banderillas, ni poner la pica, ni sufrir la estocada. La faena es suya. Usted es el que debe matar al torero -o por lo menos encerrarlo- apagarle el traje de luces y no permitir que las carrasquilladas se multipliquen, se vuelvan en otro parámetro de normalidad para su equipo de trabajo y que todos, pensando en dejar su negocio personal planeado, le tiren a usted pedazos de carne para mantenerlo contento, para alimentar al muñeco que pone la cara frente a los medios de comunicación, como un emoticón y esa quijada que se le cae sin mayor control.
El problema con Alberto Carrasquilla es que como la hizo, no la pagó y sigue en su cargo, está empoderado. Con cipote espaldarazo suyo señor Presidente, saliva ante la posibilidad de acrecentar su fortuna, para él y los de su calaña, así sea a costa de los menos favorecidos que, como ya vimos: no le importan.
Iván Duque: buen mediocampista, mal arquero
El partido apenas comienza, es cierto, pero ya se notan fallas tangibles de estrategia y de física preparación. Lo primero, es que Iván Duque fue elegido Director Técnico del Equipo Colombia y que se ponga los guayos para jugar, así sea el capitán y lleve el número diez a sus espaldas, pues es una muestra de buena voluntad y de trabajo en conjunto, pero estar en el campo, de un lado para otro, le hace perder la perspectiva general del juego. “No importa” pensará él, hay que sudar la camiseta, al unísono con los demás jugadores y no perder de vista el balón; hasta que entienda que está pagando una primiparada muy cara porque no ha metido ningún gol y en contra ya lleva uno y tres autogoles. Lo segundo es que, sobre lo poco en que tiene control, lo ha hecho bien. Es diligente, se levanta temprano, se está tomando muy en serio su entrenamiento, defiende lo indefendible, se pone rodilleras y reemplaza al arquero cuando lo considera necesario, produce iniciativas, nada muy novedoso, pero las produce -no está cruzado de brazos- está recorriendo el país, buscando su sintonía y -bueno o malo- ha estado impasible ante la controversia; el problema es que al campo contrario, al de la oposición, que a veces pareciera jugar de local, no le ha hecho mella alguna. Sus tiros, ni los de sus compañeros, se han acercado al arco adversario; como tampoco han podido evitar la marrullería de la terna arbitral (conformada por las bancadas independientes) en ciernes de cobrarle la más mínima contravención.
Así las cosas, sin tener la experiencia ni las habilidades de un Lionel Messi o un Cristiano Ronaldo, Iván Duque debe jugar en profundidad, dejar la inmediatez de los pases cortos y abrir los espacios que le permitan tener dominio de la cancha. Por querer hacerlo todo ya, para el medio tiempo la falta de aliento va a ser apremiante y las debilidades van a ser aprovechadas por los tres, o cuatro, coequiperos que buscan, con desespero, su propio protagonismo. El fútbol tiene una dinámica maravillosa, Señor Presidente, y es que mientras se metan goles la imagen es lo de menos; se pueden sacrificar sus índices, que a los espectadores -en últimas- no les dicen nada y focalizarse en sumar anotaciones. Es imperativo neutralizar las arremetidas de López, Lozano, Petro y Robledo, principalmente; aleros izquierdos y zurdos que sin tener planteamientos concretos, todavía, sus mínimas acciones producen efervescencia en las tribunas. Valga decir, que sólo en occidental numerada se acusa cierta circunspección; no hay una palpable ovación a los contrincantes; aplauden con timidez el par de tiros libres que se han cobrado, pero se les ve incómodos en sus sillas; como faltos de confianza; como temerosos de que súbitamente cambie la dirección del viento; como que preferirían una lesión que entronizara a su reemplazo, que, con su número once, se ha fogueado más en la delantera. Con todo y que sigue en la banca, Ramírez sabría cómo complacer más a quien oficia de Director Técnico y toma las decisiones, algunas en la sombra y otras a plena luz del día, a las cuales usted, Señor Presidente, no se da por aludido, mientras trata de lucirse con gambetas y chilenitas que aunque vistosas, hasta ahora han sido meramente decorativas.
Después de vencer a los españoles el Equipo Colombia, en dos siglos, ha cambiado varias veces el color del uniforme y la marca de los guayos, pero, en esencia, ha sido dirigido por las mismas personas: familias tradicionales que, desde extremos distintos de la derecha, han propendido por mantener la riqueza entre ellos mismos, por pensar en el bien común en términos de generar trabajo para sus empresas y hacer las suficientes mejoras en la calidad de vida para mantener un estado permanente de “progreso”. Dicho sistema, o alineación estratégica -como para pretender que seguimos hablando de fútbol- bajo el paraguas inmenso y permeable de la democracia, dejó de funcionar. Se pudrió. Se está cayendo a pedazos porque la dirigencia, desde el tronco de sus tres grandes ramas, se chupo la savia: el alimento natural de los principios éticos. Y no es por ponerle más peso en los hombros, Señor Presidente, pero en sus manos está la supremacía de esa tradición a la que tanto apego le tienen los diez millones de colombianos que lo respaldan, de los cuales gran parte son portadores de la purulencia que usted -con las mismas orejeras, o anteojeras, que su mentor le pone a los caballos- no puede ver, se niega a ver o lo que es peor no la percibe porque antes que al país, usted se le debe al prócer que lo subió al pedestal de la gloria.
¿Qué prima, entonces, el agradecimiento a su promotor-mentor-padre putativo o la enjundia de sus genes y su crianza? Si alguien conocía sobre los bemoles de la gloria era su padre, estimado Iván; en la carne propia de El Libertador y el General Santander, entendió sobre los tire y aflojes del poder, pero siempre en defensa de la moral y el bienestar de la patria “por encima de los partidos.” Y, si alguien conoce las responsabilidades de la estirpe es su madre, estimado Iván; a través de ella usted ha heredado la decencia como fundamento de las acciones de las grandes mujeres y de los grandes hombres y debe reclamarla de quienes lo acompañan en su lucha. Don Simón Rodríguez nunca requirió favor alguno de Bolívar; ni se le hubiera ocurrido opacarlo o determinar el curso de su independencia que es la misma nuestra. Piénselo bien Ivancito, salvo su buena voluntad, usted no tiene con qué ganar el partido; es imperativo, de todas maneras, que construya su propio pedestal y se la juegue por lo que prometió: que los veintidós jugadores, la banca, los espectadores y quienes ven con expectativa el partido, se pongan la misma camiseta, rompan las reglas que usted mismo se ha dejado imponer -porque de otra manera no será posible- y procuremos, entre todos, como en una gesta de colombianos descalzos, abrir la trocha y afianzar el terreno que el Equipo Colombia necesita para vencer a su verdadero enemigo: la corrupción.
Ser Jíbaro Paga
“Si te llegas a perder o tienes problemas en la calle, busca a un uniformado” ese era el consejo normal para un adolescente que se veía con los amigos en los parques, en las esquinas o en el recién inaugurado Unicentro, hace más de cuarenta años. Eso nunca ha aplicado, porque los jóvenes le tienen tanto pavor a los hampones, como a la policía. “La tomba” o “tombos” como se les decía, por esas épocas, no eran de confiar, menos ahora, cuyos agentes hacen más parte de los problemas de las grandes ciudades que de sus soluciones. Todo lo hacen por una mordida, se llenan los bolsillos con el temor de la gente a la consecuencia más ínfima: pasar unas horas en una comisaría donde cualquier cosa puede suceder. Entre más pobre es el barrio donde se produce una detención, más se trueca el soborno por dinero, en especie. El imperativo de la carne es también un aliciente para quienes mal ejercen la autoridad al amparo de su investidura.
El Presidente Duque lo único que está haciendo es poner en bandeja de plata la posibilidad de requisar hombres y mujeres, de trece años para arriba -si no menos- con la única excusa de buscar una mínima dosis de marihuana, cocaína, LSD, éxtasis, poppers, speed o metanfetaminas. Hoy en día, los morrales vienen con toda clase de compartimientos secretos, pero eso no es impedimento para buscar entre los brasieres, los calzoncillos y otros pliegues más personales. Cualquier persona desprevenida, cuyo consumo sea asumido con responsabilidad, puede ser molestada y espulgada de la droga y de un par de billetes, con la amenaza de una multa o repercusiones mayores. La policía sabe que la gente, común y corriente, no conoce los detalles de las leyes y por eso a punta de voz grave y bolillo se dan sus mañas; en el mejor de los casos, para toquetear y robar a quienes esta nueva medida convierte en víctimas. Sin contar, por supuesto, con el hecho de que parte de la droga decomisada sea consumida por los mismos uniformados o revendida, a los mismos jíbaros.
En el peor de los casos, las violaciones de menores, adolescentes, mayorcitas y mayorcitos, y adultos, aumentarán, por parte de quienes tienen la obligación de velar por su integridad. Esta afirmación no incluye a la mayoría, le puede chocar a mucha gente y de dientes para afuera puede ser considerada un desacato, pero todos sabemos que es verdad. Y lo sabemos porque existen antecedentes alarmantes y, principalmente, porque no hay unos principios de justicia superior, a ninguna escala, ni ocurren mecanismos para resolver problemas sociales que sean educativos y no restrictivos. Además, la gravedad del problema no la conocemos en toda su extensión, porque todo ocurre a la sombra de los sitios de consumo, que pueden ser: cualquier baño de rumbeadero, cualquier trastienda o cualquier parapeto, mal iluminado, al fondo de un patio. El jíbaro, en cambio, es prevenido, lleva en un bolsillo la droga y en el otro billetes doblados, en cuatro, que quepan en la palma de la mano en el momento de saludar a los policías, porque los conocen y hasta se soplan sus porros juntos. La Ley debe nacer de la realidad y no solamente de las buenas intenciones; y menos de aquellas que ya han probado su ineficacia.
Deje de ser iluso señor Presidente, no se ponen las compresas frías antes que el antibiótico; y menos, se ponen con la promesa de un antibiótico que no ha sido formulado. Una vez que el antibiótico funciona, no hay ni siquiera necesidad de ponerlas, porque distraen la atención de otros síntomas y otras enfermedades. Ha sido ampliamente comprobado que a los jóvenes los atrae más lo prohibido que cualquier otra cosa, con el agravante de que los recursos que el gobierno se gasta en este tipo de medidas inútiles, no se los gastaría nunca en comprar flautas y acordeones para las niñas y niños de primaria, ni en multiplicar las canchas de fútbol o poner a los poetas a declamar en los rincones más apartados de Colombia, por ejemplo. Perseguir la dosis mínima -como su nombre lo indica- es pensar en chiquito, es dejar de lado el forcejeo político para incentivar, con grandes proyectos culturales y educativos, el interés de la juventud por formas vitales de pasar el tiempo.
Ser Jíbaro Paga debería ser el nombre de este nuevo programa -ahora que ser pilo, ya no tiene tanta importancia- porque el efecto inmediato es el aumento de los precios de la droga y no necesariamente la baja del consumo. Si parte del argumento del gobierno es negar que drogarse tiene que ver con el libre desarrollo de la personalidad, pues tomar alcohol tampoco debería serlo. Y, éste, trátese de cerveza, vino, whisky, vodka, tequila o muchos otros licores con mayor capacidad de obnubilar los sentidos, son el primer paso hacía el barillo, hacía la primera línea de cocaína y de ahí a los opiáceos fumados, respirados o inyectados, pasando por las mezclas químicas que se consiguen en pastillas de diversos colores. A un problema macro no se le pueden dar soluciones micro y menos una que incita a que la policía se siga aprovechando de la miseria de la drogadicción. No nos digamos mentiras, son los drogadictos, en últimas, los más perjudicados, porque sus padres no van a reconocer, ante un tercero, su estado; porque la sociedad los destierra sin miramientos, como a una plaga; porque el gobierno piensa en mantener contentos a toda una pléyade de luis carlos sarmientos angulos antes que a la gente necesitada de ayuda médica y psicológica. Tomar decisiones para ganar puntos mediáticos es contraproducente y más, señor Presidente, sin una infraestructura que la sostenga: un estado de justicia social, económica, política y epidérmica, que sea la base de la pirámide, para que los colombianos desarrollemos una verdadera confianza por nuestras instituciones y sus respectivos uniformes.
La felicidad está sobrevalorada
“La felicidad prolongada es aburridora, debe tener su justa medida” afirma Constance Brouillard, docente emérita de la Faculté des Arts Psycologiques, del Instituto Tchéky Karyo, que queda en la ciudad francesa de Chaumont-sur-la-Loire. Y esto es sólo una afirmación aleatoria, de las tantas que aparecen sorpresivamente en sus libros y textos universitarios, porque su tesis principal -a nivel corporativo, principalmente- es: que tanta felicidad es nociva. Piensa que los libros de autoayuda están agobiando al mundo y que la tendencia a rechazar las emociones negativas genera desequilibrios graves en la personalidad, que atentan contra el bienestar de las personas y por ende, el correcto desarrollo de sus funciones laborales.
Nada de esto es nuevo. La potencialización de la alegría y la supresión a guillotina limpia de la tristeza, la frustración o la rabia es un fenómeno que homologa a la humanidad alrededor de un sentimiento, como la felicidad, que así como es de reconfortante, es de inútil. Los espartanos, por ejemplo, sospechaban de quienes revelaban demasiada contentura y los tachaban de indolentes; su bienestar estaba en el rigor de hacerle frente a la frugalidad austera de la vida militar y a las inclemencias de la guerra. El movimiento surrealista del Siglo XX sacó al arte de sus tibias y cómodas aguas de la belleza y mostró los monstruos ocultos detrás del pensamiento, sin mediaciones racionales, ni morales. El Tao, filosofía dual de Lao-Tsé, originada en China quinientos años antes de Jesucristo, contempla la relación del hombre con la naturaleza y busca el equilibrio de los opuestos, por lo tanto las tormentas, los sismos, los accidentes geográficos y los incendios -por nombrar algunos- son parte integral de la armonía holística y espiritual del universo.
La felicidad como actitud positiva constante y arrolladora es una invención de la sociedad de consumo, del capitalismo, del mercado, de los publicistas y aún peor, de los políticos y de los nuevos evangelistas escondidos detrás de sus altares de icopor. En el ámbito corporativo está prohibido sentir tristeza o debilidad so pena de sacrificar la productividad y para evitar esas faltas de carácter se han creado consignas, actividades de socialización y terapias de sesgo psicoanalítico basadas en Walter Rizo, Deepak Chopra o Louise Hay. Para dar un ejemplo, la película “En busca de la felicidad” de director desconocido y con la actuación de Will Smith, tuvo un volumen de espectadores sorprendente siendo que se trata de una producción más, sobre los nobles esfuerzos de un don nadie que explota su talento para enriquecerse. Como ésta, hay infinidad de muestras y testimonios de quienes empacan, distribuyen y venden el producto: Felicidad, bajo la “infalible” ecuación de: piensa positivo, no desfallezcas, trabaja, sacrifícate por ese trabajo, no desfallezcas, piensa positivo, focalízate en tus metas convertibles en dinero, multiplícalo, piensa positivo, no desfallezcas, multiplícalo exponencialmente = y serás feliz.
Pensamos, con relativa certeza, que una mujer vestida de blanco recibiendo una lluvia de arroz, a la salida de una iglesia: es feliz; que una pareja experimentando el nacimiento de su primer hijo: es feliz; que un hombre saliendo de la cárcel, después de diez o más años: es feliz; que un ganador de lotería: es feliz; que el padre de familia que recibe su primer sueldo, en el trabajo de sus sueños: es feliz; que una quinceañera recibiendo su primer beso, detrás de los arbustos: es feliz; que el paciente al que le devuelven la vista, con una cirugía: es feliz; que el estudiante que lanza el birrete al aire, después de graduarse como ingeniero o médico: es feliz; que el fiel subalterno, después de treinta años instalando espejos retrovisores, durante su primera semana de pensionado se debe sentir feliz; y, que cualquier persona que le declara su amor a otra y es correspondida, también lo es. El problema es la creencia sistematizada de que esos momentos son alargables y que su elasticidad resiste el tiempo y el espacio. Pero, nada más equivocado. Si nos esforzamos, por ejemplo, en no sentir envidia, celos, desconsuelo, miedo o cualquier otro sentimiento de esos que afloran por el simple hecho de ser humanos, estaremos dejando minas quiebrapatas a lo largo de esta trocha espesa y llena de desvíos que llamamos: vida. Inclusive programamos a nuestros hijos para la felicidad y tratamos de erradicar sus pensamientos negativos, callando los nuestros, los propios y poniendo cara de ponqué en todas las situaciones; como las caritas felices y los “jajás” que ponemos en Facebook para alentar a los interlocutores.
Brouillard hace un llamado a que nos reconozcamos integralmente con toda nuestra carga de negatividad. “El ser humano es envidioso, egoísta, débil, tímido, cobarde, inseguro, proclive al odio y a la mezquindad” dice y propone una revaluación del positivismo a ultranza que el mundo nos exige para salir adelante. Muchas veces nuestro trabajo se afecta porque estamos tristes o enamorados y no somos capaces de decírselo al jefe en esos términos, lo que deshumaniza el ambiente laboral, cuya única excusa para una equivocación es estar enfermos o haber enterrado a la abuela o la madre el día anterior. Sus enseñanzas por controvertidas que parezcan, se podrían resumir así: la melancolía, la nostalgia, el dolor, el desaliento, la rabia, el rencor, el desprecio -entre muchos otros sentimientos negativos- identificados y bajo control, son un refugio. Disfrútalos, porque la felicidad es, además: ¡agotadora!
El anómalo Ordóñez
Hay tipos así, que salen a la calle y se avergüenzan de sus congéneres porque no van a misa todas las mañanas, porque se ponen bermudas, crocs sin medias, se toman de la mano con sus parejas y en las esquinas o los paraderos de buses, se dan un beso. Hay tipos así, como el anómalo Ordóñez, que cuando llegan a un puesto de poder se les sale ese ser reprimido que llevan dentro y ejercen su cargo con odio, como si dios les estuviera dando la tan esperada oportunidad del desquite. El desquite de vivir en un mundo asquiento en el que los negros andan, por ahí, sin cadenas; en que dos hombres se pueden casar; en que un costeño pelichurco estuvo a dos millones de votos de la Presidencia de la República; en que se puede tener sexo antes del matrimonio y dos mujeres meterse la mano por debajo de la falda. El desquite de no poder llevar una existencia de acuerdo a los valores que otorgan los cargos ejecutivos, de inmunidad, de reverencia ante la investidura y el derecho a esclavizar a los subalternos; una vida en que tipos, como él, puedan tener la razón por sobre todas las cosas, amparados en las enseñanzas de la Iglesia y en la supremacía de las clases sociales.
Hay tipos así, como el evangelista argentino Oswaldo Loburo que después de sus prédicas dominicales sobre el amor filial, le daba unas golpizas a su mujer, tan tremendas, que lo llevaron a la cárcel dos veces; tipos como Sir Lancelot Auburn, miembro de la Cámara de los Lores que mientras fue el representante más reconocido de la línea dura contra los homosexuales, en Inglaterra, cometió actos de sodomía con marineros somalíes y libios que atracaban en los puertos de Poole y de Hastings; tipos como el presbítero mormón Rupert Macadamia que infectó de SIDA a más de diez prostitutas, a su mujer y a una de sus hijas; como el industrial Félix Alberto Cuesta, aplaudido benefactor de la Asociación Defensora de Animales, que los fines de semana cazaba patos, en su finca de Sabanalarga y que despescuezaba, él mismo, con los solos nudillos; o, como monseñor Bertoldini, que en su pequeña parroquia de Padua, conformó un coro de niños cantores que lo terminaron asesinando, a cuchilladas, por pederasta y porque los obligaba a copular entre ellos. En fin, hay tipos así, como el anómalo Ordóñez que no le renovó el contrato de trabajo a las secretarias con copas de brasier mayor a 34 B y a las restantes, que se quedaron, las obligó a ponerse falda y a usarla por debajo de la rodilla.
Me refiero a Anderson Ordóñez, antiguo jefe de personal de una conocida empresa de cultivadores de banano. Obtuvo su puesto por estar entre el corrillo de sapos que le brillaban los zapatos a los miembros de la junta directiva y que aseguró con dos pares de mancornas que le regaló, al presidente y al gerente general, con el Divino Niño esculpido en marfil y una imitación de diamante incrustada en el ombligo. Como dato curioso, al lado de su escritorio mantenía, siempre, una jofaina, con agua tibia, donde se lavaba las manos después de firmar las resoluciones tramitadas por su oficina. Y lo traigo a colación porque desde que lo nombraron para representar a la compañía, ante el gremio bananero, le han restregado los trapos sucios de su administración y criticado su forma de pavonearse por encima de los demás, como si Jesucristo fuera de su misma estirpe y llevara consigo los deberes de una personal e irreprochable inquisición.
Tenemos, entonces, que el anómalo Ordóñez anda por ahí, tan campante, tratando de imponer su voluntad con sus sermones de sapiencia correctiva. Su forma de ser –o actitud– pasaría totalmente desapercibida, en el ambiente procaz y liberalizado de los cultivadores, si no es porque su nuevo cargo tiene que ver con el futuro de la industria, con la tolerancia, con la paridad entre hombres y mujeres y con las convicciones humanas que ven cada día y con mayor desdén a la religión y a la política, como intérpretes de la realidad constreñida de los trabajadores. Con su nombramiento y esa soberbia inyectada por el poder, nada de raro tiene que se le despierten las ganas de llegar a ser el Presidente del Gremio –como alguna vez pensó– y con ese objetivo, se lance en una cruzada para atrapar incautos entre la masa de gente sumisa que, aún, le teme a los designios de dios, a las arbitrariedades de las élites y al ¿qué dirán?
¿Qué dirán si a mi hijo lo cogen masturbándose en el baño del colegio? ¿Qué dirán si mi hija compara sus genitales con los de su amiguito del kínder? ¿Qué dirán si mando instalar el paquete de canales para adultos de Claro? ¿Qué dirán si comparto mi soltería con una acompañante, prepago, a 150.000 pesos la hora, en un motel de Chapinero? ¿Qué dirán si –cómo dice Felipe Zuleta– no me salgo del clóset, sino lo destrozo? ¿Qué dirán si dejo que mis hijos y sus primitos jueguen desnudos en la pileta del jardín? ¿Qué dirán si abrazo al portero del edificio y cojo a besos a la señora que me plancha la ropa? ¿Qué dirán? Del temor a esa pregunta, es que se aprovechan las personas como el anómalo Ordóñez para sojuzgar su entorno humano, para arribar a los puestos que amerita su propia escala de valores y para procurar un viciado y mal entendido bien común.
La Consulta Anticorrupción debió ser más humana que política
Claudia López, Angélica Lozano, Jorge Robledo, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Antanas Mockus y Antonio Navarro, entre muchos otros, fueron los promotores de la Consulta Anticorrupción que se cayó por falta de unos quinientos mil votos. No importa, lo más seguro es que redunde en un reconocimiento importante para las bancadas de la oposición y cada vez más, se vayan desatornillando del poder quienes disponen, para sus bolsillos, de las billonarias sumas que nos roban del fisco. Parece, sin embargo, que hubo una falla de estrategia y que se hubiera podido rebasar ampliamente el umbral si la convocatoria hubiera sido más humana que política.
Lo digo porque basados en los resultados de la investigación más importante sobre corrupción que se ha hecho en nuestro país, la de la Universidad Externado de Colombia, lo que, de verdad, nos está carcomiendo por dentro es la corrupción social y no necesariamente la penal, contra la cual hay leyes de sobra que -como sabemos- poco se aplican. El exmagistrado Juan Carlos Henao, rector del Externado e impulsador de la investigación, lo expresó de la siguiente manera: “(…) tiene que haber sanción penal, ¿cierto? Pero más que la sanción penal lo que se perdió fue la sanción social en Colombia, que es mucho más importante. (…) La cultura del ‘vivo’ se reproduce en la corrupción. Porque el corrupto también se ha vuelto alguien exitoso en esta cultura colombiana, que para mí viene mucho de la cultura del mafioso. (…) El enfoque que arroja el estudio, sin perder la parte normativa, es más de atacar la deformación cultural que tenemos los colombianos”. (Entrevista especial para El Tiempo, realizada por María Isabel Rueda)
En ese orden de ideas La Consulta debió ser del siguiente tenor:
VOTO PARA CONSULTA POR UNA CULTURA ANTICORRUPCIÓN
1 - RECUPERACIÓN DE LOS VALORES Y PRINCIPIOS EN LOS QUE SE BASA LA VIDA EN SOCIEDAD DE LAS COLOMBIANAS Y COLOMBIANOS
SI O NO: ¿Aprueba usted que las personas honestas tengan el privilegio de ser quienes se ganen la estima de la comunidad como ejemplo a seguir; que la buena fe sea el cristal con que miramos a los demás; y, que las normas sean vistas como un medio para vivir en armonía y no como medidas que restringen el desarrollo de la personalidad delictiva?
2 - INTEGRACIÓN PARTICIPATIVA CON GRUPOS DE DISTINTOS ORÍGENES, ESTRATOS SOCIALES, CULTURALES Y ECONÓMICOS
SI O NO: ¿Aprueba usted que se realicen jornadas inclusivas en las que cada colombiana y colombiano tenga la oportunidad de compartir experiencias -como comidas, tertulias o actos de solidaridad- con gente más pobre o más rica, de diferentes razas y países, que provengan de comunidades indígenas, de diversas tradiciones, dialectos y modos de vida?
3 - INTERACCIÓN COMUNITARIA CON FAMILIAS Y PERSONAS DE DISTINTAS CREENCIAS RELIGIOSAS, SEXUALES Y POLÍTICAS
SI O NO: ¿Aprueba usted que sus hijas, hijos, esposa, esposo, vecinas, vecinos, conocidas y conocidos interactuen, cada que tengan la oportunidad, con ateos, agnósticos, cristianos, católicos, evangelistas, ortodoxos, mormones, lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, intersexuales, liberales, conservadores, radicales, izquierdistas y partidarios de Uribe, Petro, Fajardo u Ordóñez, por ejemplo?
4 - SEÑALAMIENTO Y DENUNCIA DEL DELITO COMO PROPÓSITO NACIONAL E IMPOSTERGABLE
SI O NO: ¿Aprueba usted que se señale y se denuncie social y policialmente la deshonestidad, sin miramientos de raza, patrimonio o apellidos, a quienes incurran en comportamientos tan mínimos como el robo de un artículo de mercado y tan graves como el enriquecimiento ilícito, la violación de niños, el secuestro y el asesinato?
5 - ERRADICACIÓN DE LA CULTURA MAFIOSA COMO IDEAL DE VIDA
SI O NO: ¿Aprueba usted, como un compromiso familiar y ciudadano, dejar de enaltecer a los ricos cuyo patrimonio ha sido construido por medio del delito; no referirse más a los pablos escobares como símbolos de la colombianidad; y, no mencionar la palabra “verraco” o cualquiera de sus sinónimos como significado de quien sale airoso de una fechoría o un crimen?
6 - SUFICIENTE ILUSTRACIÓN SOBRE LAS DECISIONES Y LOS REPRESENTANTES DE LAS RAMAS DEL PODER PUBLICO
SI O NO: ¿Aprueba usted que recaiga, en los medios de comunicación estatales y privados, la responsabilidad de proveer la información que permita tener conocimientos asertivos, en materia política y electoral, con contenidos serios y fundamentados por investigaciones éticas; para opinar y votar en consecuencia?
7 - EDUCACIÓN DEMOCRÁTICA IMPARTIDA DESDE NIÑAS Y NIÑOS CON USO DE RAZÓN HASTA PERSONAS DE LA TERCERA EDAD
SI O NO: ¿Aprueba usted que se tomen cursos obligatorios de cívica y democracia en la primaria, el bachillerato, la universidad, por los medios de comunicación, las redes sociales y con entrada libre, en los centros educativos y culturales de todos los municipios de nuestro país?
Loable esfuerzo, de todas maneras, el de los proponentes y votantes, cuyos resultados deben ser avalados por la Presidencia de la República independientemente del umbral, pues cada punto sacó más de once millones de votos, con todo y que Iván Duque no tuvo la suficiente vehemencia en su apoyo mediático. Pero el gobierno y todas las colombianas y colombianos debemos tomar cartas en el asunto, sencillamente porque el sentido común lo demanda, para que no quede la impresión de que la corrupción sigue ganando terreno y porque también es una responsabilidad humana la que tenemos de cambiar los paradigmas que estrechen y eliminen los espacios sociales que le hemos dado a la delincuencia.
El Duque que se convirtió en Rey
En un país no tan lejano, de colorida flora y especies anfibias por doquier, vivía un Duque que disfrutaba plenamente del trabajo y el esfuerzo de sus súbditos -a quienes consideraba sus amigos- por cuidar con esmero los cultivos y el ganado de su heredad. Su padre había muerto hacía poco y era mucha la falta que le hacía como su guía y mentor. Pensaba en él cada que salía a dar largas caminatas que le hacían olvidar la pena de haberlo perdido. Recordaba sus mutuos instantes de felicidad y sus más claras enseñanzas: seguir los principios de honestidad y transparencia por sobre todas las cosas; trabajar hasta que sangren los nudillos y duela la espalda; y, alejarse de las zalamerías del poder. No sobra decir, que el ambiente del reino estaba en estado de excitación pues, hacía un par de semanas, el Rey había sido destituido por formar y entrenar un ejército, paralelo al oficial, para su servicio exclusivo; favorecer a los príncipes con oportunidades que les permitieran enriquecerse sin mayores esfuerzos; y, haber sobornado testigos que lo acusaban de delitos atroces.
Experto en la caza con arcabuz, nuestro Duque participaba en las ferias de los pueblos y siempre que ganaba los concursos de tiro al blanco, guardaba la medalla y repartía el premio, en dinero, con los fieles servidores que lo acompañaban en sus correrías. Fue tal el reconocimiento de sus habilidades que lo invitaron a la corte para demostrarlas. Se quedó varías semanas en una de las ciento veinticuatro habitaciones del palacio y, allí, entre pares de su alcurnia, sorprendió por su carisma y su talante de joven emprendedor, obediente y de argumentos sensatos acerca del manejo político y público de la monarquía. Conoció al Regente interino -reemplazo temporal del Rey, después de su destitución- quien le dio un pésame tardío por la muerte de su padre y le contó que era imperativo escoger al próximo rey lo más pronto posible y lo invitó a un cónclave, durante el cual los nobles que participaran escogerían, entre ellos, al nuevo soberano. Se disculpó con el Regente y le dijo, de memoria, una de las frases insignes de su padre: “Duque que pretenda ser Rey, no será ni buen Duque, ni buen Rey”. Hizo las correspondientes venias y retomó el camino hacia sus tierras y sus gentes que lo estaban esperando y donde era cada vez más evidente la prosperidad.
Al día siguiente, como todos los lunes, salió temprano a recorrer la vasta propiedad de su ducado y al lado del camino una chispa refulgente lo hizo parar, se bajó de su caballo y tomó en sus manos lo que resultó ser una moneda de oro; a los pocos pasos encontró otra moneda de oro y después otra y otra y otra y otra, cada vez menos distanciadas, la una con la siguiente, hasta encontrarlas en montoncitos. Sin cansarse de recogerlas, como si tanto brillo lo llenara de renovadas energías, llenó sus alforjas y al tomar la última, justo antes de llegar al borde de un acantilado, se encontró con un indigente, apoyado en un bastón y una capucha que ocultaba su cara: “Ese dinero es para que lo repartas con tu pueblo”. Su voz cavernosa, de oráculo, fue tan contundente que el Duque se devolvió al galope y por la calle principal, hasta la plaza mayor, tiró manotadas de oro, a diestra y siniestra, hasta que todos sus vasallos lo vitorearon como nunca antes y le expresaron un amor y vocación de servicio incondicionales. Al llegar a su castillo, con el pecho henchido de tan exacerbados elogios, se encontró, de nuevo, con el indigente que, haciendo el bastón de lado, le dijo: “¿Se siente bien, verdad, el pueblo entero a tus pies?” Se descubrió la cabeza y el Duque reconoció, de inmediato, al Rey destituido, que le alargó la mano, con su voluminoso Anillo de Mando, coronado por un diamante negro e inmenso, para que se lo besara y… poniéndose de rodillas, se lo besó.
Entre los dos forjaron una alianza que parecía amistosa, al principio, pero que se fue volviendo la de cualquier siervo con su amo. A cambio de recorrer el reino, en carruajes tirados por alazanes árabes y conocer fortalezas de altas torres y frisos de mármol en los frontispicios, el Duque era, cada vez, más servil, con quien fuera Rey y añorara el poder hasta el más implorante lloro. Buscaron adeptos a nuevas causas que fueron inventando por el camino, mientras se detenían en todas las comarcas y por supuesto, en cada visita, a cada noble, el Rey depuesto fue agregando más promesas y más alardes sobre la honestidad y transparencia de sus actos y del reinado que, según él, le arrebataron; cuando la verdad era que había comprado aliados con cargos en la corte, dádivas en especie de sus inmensas propiedades y la entrega de títulos nobiliarios a cuatreros y secuaces de baja estopa. Lastimera situación, porque cuando el Duque volvió a sus dominios le parecieron los más michicatos y pobres del reino, y concluyó que sus esfuerzos eran, a duras penas, los de un noble sin mayores aspiraciones. Sus valores y principios habían cambiado por los de su nuevo mentor y fueron opacando -como por ensalmo- las enseñanzas de su padre.
El resto de la historia es, ya, bien conocida por todos. El Duque participó en el cónclave y ganó por una mayoría que si bien fue amplia, no desarticuló la creciente oposición, de hombres con mayor hidalguía que estaban en contra de tanto boato, poder y riqueza. El día de la coronación sus palabras fueron las de un hombre pletórico de buena fe, sin embargo el Rey depuesto, entre bambalinas le alargó de nuevo su Anillo de Mando y de nuevo, nuestro Duque convertido en Rey… arrodillado, se lo besó.
Moraleja: Si eres Rey, asegúrate de que el Anillo de Mando sea tuyo; así te toque cercenar el dedo o la cabeza de quien, por tercera vez, te lo ponga de frente.
Hugh Hefner: un lobo disfrazado de satín
Hugh Hefner colgó las pantuflas. Los medios de comunicación han repetido, hasta la saciedad, sus peripecias de alcoba que no han sido novedad para nadie, pues él, en vida, se encargó de darlas a conocer añadiendo las candentes intimidades, de sus relaciones amorosas, con las conejitas de su revista Playboy. Una parábola, a lo largo de cinco décadas, que, en términos generales, ha sido la envidia de todos los hombres adultos y heterosexuales del hemisferio occidental. Pareciera que vivir en piyama, en una mansión de veintidos cuartos, salas de juego, spa y dispensadores de Viagra en todas las esquinas, con mujeres semidesnudas en la piscina y en los baños, tomando el sol y cocteles a deshoras, con servicios como los de cualquier hotel cinco estrellas es: lo que todo hombre anhela. ¿Me pregunto si vivir en tanguitas y los afeites al aire, con la lacerante mirada masculina encima y con la prioridad de estar a la mano para cualquier desmadre es lo que las mujeres, por su parte, quisieran? Me atrevo a responder que no, salvo aquellas que han sido convertidas en objeto de consumo -como un aguardiente o una paleta de vainilla con chocolate- porque son o emulan con las modelos cuyos atributos físicos son expuestos de forma cosmética y “artística” en una publicación cuyo tiraje llega hasta las droguerías de cualquier ciudad o pueblo insignificante.
Por fin, con su cuerpo flácido entre un cajón, “Hef” como le decían sus amigos descansa de tanta voluptuosidad, alrededor de su existencia y empieza su canonización como el santo varón que inició y fue artífice de la revolución sexual en los Estados Unidos, replicada, a sus anchas, por el capitalismo mundial y la sociedad de consumo. O sea, se atrevió a mostrar vaginas y pezones, en todo su esplendor, a promover el sexo y el entretenimiento y ahora es un ícono de la cultura de la humanidad. ¡Vaya paradoja! Playboy, sin duda, ha sido una marca reconocida por romper tabúes y sacar al cuerpo femenino de sus incómodas represiones y ropajes, pero ¿a qué precio? ¿Al del menosprecio de la mujer como ser inteligente? o ¿al despliegue de su incapacidad para lograr y mantener una plena igualdad con el hombre? Son muchas las preguntas al respecto. Sin tener que contestarlas, estoy seguro que la mujer de hoy no ve en Hugh Hefner a ningún revolucionario sino, más bien, a un viejo reverdecido, decadente y hasta proxeneta. O sea, no es el Ché Guevara que murió por una causa libertaria o Gandhi que se armó con la paz para detener la guerra; se trató de un capitalista emprendedor que identificó las necesidades fálicas de su género y actuó en consecuencia. Netflix podrá hacer una serie de cien capítulos con los acontecimientos ocurridos en su mansión de California, pero con su ideario ni el editor más imaginativo alcanza a publicar un folleto. Afirmar que Hugh Hefner fue algo más que un exitoso hombre de negocios es como decir que Linda Lovelace, con su garganta profunda, ayudó a construir los paradigmas filosóficos de la intimidad.
Es de vital interés, entonces, saber de qué revolución sexual están hablando las cadenas de televisión y la prensa, al respecto del fallecido personaje, pero nada parece tener sustancia. Otra cosa es el significado de Playboy en la cotidianidad de los seres humanos o por lo menos de aquellos con el poder adquisitivo para leer y mirar sus páginas. Al principio fue tachada de pornográfica y la iglesia excomulgó su contenido. Con el correr del tiempo otras revistas y otros medios han producido una carnalidad tan excesiva que la famosa revista se ha ganado un estatus más exquisito, apoyada, además, por su contenido textual que literariamente es digerible y en muchos casos extraordinario con escritos de Vladimir Nabokov, Ray Bradbury, Ian Fleming, Jack Kerouac, Norman Mailer, John Updike, Truman Capote, Gabriel García Márquez y Haruki Murakami, para solo nombrar algunos. “La magia del contraste” titularán los más atrevidos, sugiriendo una alta intelectualidad versus una baja cerebralidad, porque no nos digamos mentiras el cuestionario que le hacen a la conejita del mes, la que aparece en el afiche de la mitad de la revista (centerfold), es como el que le hacen a las reinas de belleza, en nuestro país y eso lo dice todo. El estereotipo de que “los caballeros las prefieren brutas” es, en gran medida, gracias a Playboy y al sequito de pelipintadas que con sus disfraces de conejitas tenían -o tienen- como prioridad la satisfacción de los hombres. Nada más retrógrado.
La verdadera revolución sexual la estamos viviendo ahora, en que los jóvenes asumen su homosexualidad sin tanta tragedia, en que las comunidades LGTBI manifiestan, con marchas coloridas y pacíficas, la necesidad de que se les reconozcan los derechos elementales de cualquier ciudadano a expresar su sexualidad, a casarse y a formar una familia. Los antecedentes de sus logros son los de los verdaderos defensores de los derechos humanos: Martin Luther King, Molly Brown, Harvey Milk, Betty Friedan, Upton Sinclair, Gloria Steinem, Khalil Gibran, Rosa Parks, Desmond Tutu y Malala Yousafzai, entre miles de otros, pero nunca Hugh Hefner que no pasa de ser un lobo disfrazado de satín.
Trump: el payaso que se quitó la nariz
Es una necedad, la de criticar a Trump a ultranza, sin darle, por lo menos, el beneficio de la duda. La democracia es una obra humana y como tal contempla, como una de sus fortalezas, que no siempre gobiernen los mismos y que las diversas facciones de una nación se turnen en el poder. Quienes están asustados por las arbitrariedades de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos es porque no tienen fe en su sistema político y eso es lo realmente grave. Si un payaso que nos ha entretenido, durante un año y medio largo, logra desarrollar e implementar la mayoría de las incongruencias que propuso para hacerse elegir pues: “apaguen y váyanse”.
Además -la de los necios- se trata de una crítica rabiosa, del tipo que pierde fácilmente su objetividad. Los demócratas, que se consideran, ellos mismos, inteligentes y moderados incurren ahora en generalidades sin fundamento y terminan diciendo falsedades, de a peso, como que ya no queda gente decente en Washington, que la familia Trump hace parte del crimen organizado o que los cargos más importantes han sido adjudicados a personas que sólo persiguen su bienestar y no el del común de la gente. Es como si Donald Trump para congraciarse con quienes no votaron por él hubiera debido nombrar gente menos reaccionaria o de derecha, siendo que su campaña no giró, precisamente, alrededor de la mesura y el equilibrio; eso hubiera sido un engaño a sus electores y aunque un presidente se debe a la nación entera, debe respetar los designios de quienes lo eligieron. Trump tendrá que moderarse pero por efecto del enfrentamiento sistémico con el Congreso, la Procuraduría y la Corte y no como resultado del señalamiento desesperado de quienes no resisten un cambio tan drástico, de quienes piensan que cualquier política en contrario a su pensamiento es un retroceso.
No sobra pensar positivo; la elección de Trump es, antes que todo, la oportunidad para acelerar las transformaciones que necesita la principal potencia del mundo occidental y corregir las falencias del partido demócrata. Las primeras, son las derivadas del capitalismo: pareciera que la promesa de tener más plata en el bolsillo es más importante que la educación o la salud, la diplomacia o los esfuerzos por salvar el planeta, porque lo cierto es que los Estados Unidos propenden por priorizar la riqueza, la obtención de capital y el mismo Donald Trump es verdaderamente un ejemplo a seguir en ese sentido. Los gringos han construido una ideología en torno a un desueto American Dream que, hoy por hoy, se traduce en la obtención de dinero, por encima de cualquier otro ánimo intelectual, espiritual o altruista. Las segundas, son consecuencia de haber escogido como alternativa, en el tono y los mensajes de la campaña electoral, la de rebajarse al mismo nivel procaz e injurioso de la contraparte, lo que le hizo un contrapeso innecesario al carisma y al honroso liderazgo de Barack Obama. Pasar de un presidente transparente, en todo sentido, a una candidata con varios rabos de paja fue un error inconcebible y crucial, que un candidato con menos asuntos que ocultar hubiera subsanado.
A estas alturas, satanizar a Donald Trump es contraproducente porque el descontento no puede ser la semilla del odio. Seguir polarizando al país es reproducir y multiplicar las razones por las cuales muchas civilizaciones y naciones, a lo largo de la historia, han caído en la guerra civil previo a su desmoronamiento. “Dividámonos y nos vencerán” podría decirse al respecto de esta nueva guerra fría que arranca con China, la que continúa con la solapada Rusia y las muchas otras subvencionadas y a punta de serlo por cuenta del norte de América. Las diferencias internas, entre nacionales, pasaron de los argumentos, a los insultos, a los brotes de violencia, en los últimos 18 meses y con la posesión del nuevo presidente no han cesado. Muchas democracias han resistido peores megalómanos que Donald Trump, pero aquellas que han sucumbido ante la desmoralización social y a la intolerancia han perdido su puesto en la historia y eso sería fatal para los Estados Unidos. ¿A menos que quisieran que, en un par de generaciones, los jóvenes, desde Maryland a California, se estén rasgando los ojos, quirúrgicamente, para estar a la moda?
Que un payaso se quite la nariz es grave porque cuando las tonterías deben ser tomadas en serio, se dan pasos en falso y hacia atrás; pero se trata de los traspiés normales de la historia, los que invitan a recapacitar y a mejorar, los que evidencian los problemas urgentes y la forma de corregirlos. El emperador Qin Shi Huang también fue declarado loco cuando proyectó la Muralla China -por las mismas razones del muro paralelo al Río Grande: alejar a los vecinos- sin pensar que, pese a que en su construcción perdieron la vida 10 millones de trabajadores, un día sería el anhelo de multitudes de turistas y un orgullo para los astronautas que la miran, más allá de la atmósfera, desde sus escotillas presurizadas. No hay nada nuevo bajo el sol, la humanidad ha vivido una montaña rusa entre la sensatez y la insensatez; no se nos olvide.
La papa caliente del "no"
Nadie se esperaba el desenlace electoral del plebiscito; ya sea porque se amañaron las encuestas o porque, de dientes para afuera, la gente dijo “sí” pero votó “no”. ¿Quién sabe? El caso es que nadie tenía una estrategia planeada para proponerle a Colombia ante la presente eventualidad y es en ese limbo que nos encontramos hoy: buscando culpables donde no los hay y respuestas donde nadie las tiene. Al menos reconocemos el triunfo de quienes no avalaron los acuerdos concluidos en La Habana, la derrota de los que pensaron que estaban en juego la paz y la guerra y la realidad de que ante tantas dudas, la mayoría de los colombianos se abstuvo de votar.
Con cajas destempladas el Presidente Santos salió, en una alocución de tres minutos, a garantizar su esfuerzo por seguir batallando la paz y sus esbirros impávidos lo apoyaron con su presencia. No propuso nada, no tranquilizó a nadie, sólo desvió la mirada hacia un punto neutro y buscó no comprometerse con ninguna solución factible pues, indudablemente, nunca pensó en perder el tire y afloje con los colombianos en las urnas; pensó, dentro de su bien conjugado poder político y mediático, que bastaba polarizar la contienda entre el “sí” de la paz y el “no” de la guerra, para tratarnos como borregos en un carrusel. Opciones B, ni C, fueron contempladas y por eso el vacío actual de propuestas proactivas por parte del Estado.
Alvaro Uribe Vélez con su pecho de pavorreal, henchido, no tiene nada que proponer, tampoco. Salvo alguna amnistía al tenor de las auspiciadas por su gobierno, el Centro Democrático no puede apoyar una renegociación porque, esto, sería reconocer los diálogos que vituperó con tanto empeño. No puede sugerir su desmonte porque pasar de salvador a mercenario no es su estilo, él prefiere escudarse en su retórica y retardar los procesos hasta que los compromisos los adquieran sus lugartenientes y sean ellos mismos los que incurran en el desgaste político o en las ilicitudes. Él es un hombre a la sombra de si mismo y sabe que entre más esté “la pelota en su cancha” -como dicen los medios- más puede distraer a la opinión colombiana de la podredumbre que arrastra el cauce de sus acciones públicas y privadas.
Ante el descalabro, Humberto de la Calle decide renunciar, como David Cameron después de los resultados del Brexit, con la diferencia de que este último contempló la derrota y anunció, de antemano, su posible dimisión. A De la Calle tampoco se le ocurrió la posibilidad de perder; con un acuerdo tan ladrilludo que llevaría años dilucidar, con un umbral que había vencido hasta la lógica matemática, con un acuerdo ya firmado, con la anuencia de tanto jurista e internacionalista de varias latitudes, con todas las encuestas del país a su favor y enceguecido por opiniones altisonantes, como: “es el acuerdo más completo del mundo” o “es una verdadera obra de arte”, no pensó en la posibilidad de una alternativa, ni siquiera discursiva, que contemplara el rechazo de los colombianos a lo pactado, bajo su dirección, con las Farc.
De igual forma, Timochenko, ni Iván Márquez saben qué decir, ni qué hacer. Cualquiera hubiera pensado que, al otro día, retomarían sus cambuches en el monte, pero la ilusión de tanta comodidad, para quienes han subvertido y arrodillado a la ley, los obnubiló y siguen prometiendo una paz que, en cierto momento, pensaron que dependía de ellos. Les cuesta trabajo entender que Colombia quiere que paguen por sus crímenes y que se sometan, con un mínimo de humildad, al escrutinio de la verdad y de la historia; ¿o es que pensaron que se las íbamos a dejar así de fácil, en virtud a que el Presidente Juan Manuel Santos necesita mostrar algún logro de su gobierno o a que pasaron de terroristas a políticos, con los solos aplausos que recibieron en Cartagena?
Los colombianos, salvo pedir una justicia que no llega ni cojeando, tampoco sabemos cómo reaccionar a la negativa del plebiscito por coadjuvar con la reinserción de las Farc a un bienestar jurídico e institucional inmerecido. Podemos rodear al Presidente, es cierto, pero ¿en torno a qué? o podemos dejar que nos pasen por la faja y se aplique un acuerdo ya firmado y en ciernes de cumplirse, pero ¿a qué costo? Una imposición de un grupo alzado en armas, al margen de la ley, sería un golpe a la democracia, la que se sostiene gracias a que la decisión del pueblo debe ser acatada como prioridad número uno. El sino de Colombia parece ser el de la ambivalencia ¿Por qué no cumplirle a los abstencionistas y resolverles las dudas? ¿Por qué no retomar el Acuerdo desde el momento en que se salió de madre? Porque suponemos, los colombianos, que en algún momento las Farc estuvieron dispuestas a entregar mucho más de lo que les fue concedido ¿o no?
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