Carta urgente a Fernando Corredor

Estimado Fernando:

Te quería pedir el favor de que hagas el esfuercito de no morirte antes de Semana Santa, a ver si me gano la apuesta que hicimos entre varios amigos. Ahora, si logras atinarle al Jueves Santo me gano el premio mayor y los acumulados. Con esa platica, si te sirve de consuelo, puedo contratar al chamán que evita la lluvia; acuérdate que si vamos a echar tus cenizas desde el segundo piso del “Yoqui” pues es bueno que salgan volando y no que le vayan a ensuciar los zapatos a Germán Vargas. ¿Te imaginas tus restos con la consistencia del “papié maché” sobre las solapas de tus amigos y los astracanes de tus amigas? ¡Qué oso Fernando! Hasta ahora has logrado mantener cierta dignidad procura no dejar cabos sueltos que puedan empañar las formalidades inmediatas a tu deceso.

Te lo digo con franqueza, no sé si eso de rechazar la misa como parte de tus exequias sea buena idea, acuérdate que si alguien necesita un relacionista público es Jesucristo. A él no le vendría mal una cabeza despejada, como la tuya, que le ayude a pensar en su imagen y que lo conecte con gente influyente. Nadie mejor que tú para convencerlo de que eso de codearse con hombres que huelen a pescado y andan en chanclas le está quitando fieles entre la gente pudiente. Dile, con ese desparpajo tuyo, que puedes llevarlo a las frijoladas de Olga Duque para que conozca gente como él que manda a los que mandan, y de paso aprenda lo que hacen las verdaderas élites: reunirse a hablar mierda y tirarse pedos. No sobra, tampoco, presentarle a Norberto para que lo acicale un poquito y le presente otros peluqueros que lo lleven a piscinear y, como Juan “El Bautista”, le quiten la ropa, lo zambullan en el agua y lo acompañen, en corrillo, a predicar los mandamientos de hoy: No matarás, no robarás, no cometerás adulterio, entre otros… si no tienes cómo pagar un abogado. Tú más que nadie sabe que los poderosos enmiendan sus culpas haciendo favores; por eso, si dios te mandó un cáncer sin consultarte, lo mínimo que puede hacer es tenerte de asesor de imagen o de “bouncer” en las puertas del cielo.

Desde que supe que dentro de poco habrás fallecido, que la quimoterapia, ni tus palancas le han servido mayormente a tu causa, dentro del valiente tire y afloje que has sostenido con la muerte, debo decirte –con cierto rubor– que me cuesta trabajo ponerme triste. ¡O sea! ¿A qué te quedas Fernando? ¿A volverte tan arrugado como Fabio Echeverry que la inteligencia no se te vea ni por las rendijas? ¿O tan estirado como María Isabel Espinosa de Lara, que te salga una chiverita paramuna y con eco? ¿O tan incontinente por la vejiga, como Uribe lo es por la boca? ¡De verdad Fernando! ¿A qué te quedas? ¿A ver a Samuel e Iván Moreno acomodar la justicia y demandar a la nación por haberlos tenido en la picota pública? ¿A que te inviten al cambio de nombre de la Calle 26 por el de Avenida Guido Nule Amín? ¿A que a Amparo Grisales se le empiecen a ver las costuras? ¿A seguir leyendo a Poncho Rentería? ¿A ver qué jovencitas reemplazan a Laura Acuña y Jessica Cediel? ¿A que te sigan dando recetas inútiles contra el cáncer? ¡Mejor morirse! Lo que vale la pena se va contigo, Fernando, y es esa fuerza espiritual que has ganado gracias a la enfermedad; al cangrejo que, en buena hora, supiste hacer tu amigo.

Además, no pasará nada que no esté previsto: los masones seguirán tomando whisky los martes por la nochecita; Simón Gaviria será presidente y mandará a escribir en piedra que la “no extradición” salvó a Colombia; El Bolillo reemplazará a Pékerman; Stephen Hawking se seguirá encogiendo; La Casa de Poesía Silva será dirigida por Dalita Navarro; cuando Jaqueen muera Ernesto Samper confesará que “sí sabía”; Las Farc seguirán cogiéndole un testículo a este país y los Estados Unidos el otro; todos enfrentaremos la recta final en la que te encuentras y todos, como tú, trataremos de reírnos de nuestra suerte, a sabiendas de que no se recorren los pasos, precisamente, por una súper autopista pavimentada y con carriles de vuelta; ¡no!, se recorren con una sensibilidad –según me cuentan tus más cercanos amigos– como la que nunca te ha faltado, a la que nunca le has sido ajeno y que has repartido y entregado en cada abrazo, con cada carcajada y con tus palabras de cachaco amable, paraguas, gabardina y, sobre todo, gallardía en la punta de la lengua.

Yo si voy a vivir un rato más que tú, afortunadamente, y espero no morir tan pobre y jodido; pero anímate Fernando, dicen que a los muertos les siguen creciendo las orejas y a ti, sin duda, se te calentarán porque nos has dejado un anecdotario apoteósico y maravilloso que todos recordaremos; es más, no hay manera de que lo olvidemos porque, no nos digamos mentiras, con los años te has vuelto bastante repetitivo. Trataremos, además, de ser lo más ecuánimes y justos contigo una vez te hayas ido; como muerto que se respete –no será fácil– pero diremos que la lagartería era parte de tu trabajo y le indilgaremos tus chistes malos a otros amigos menos queridos que tú. Pasaremos por alto cuando llegabas a las reuniones de Alcohólicos Anónimos creyendo que era un encuentro de masones y esperamos, de todo corazón, que ellos hagan lo mismo por las veces que hiciste lo contrario. Al cabo de un tiempo, vas a ver, te recordarán por lo mismo que a Lucho Bermúdez: San, San, San Fernando.

En fin, Corredor –como te han dicho siempre– piensa que los siete mil millones de habitantes actuales de este planeta, en trescientos años seremos todos parte del mismo cocido; y que sin importar dónde ¿en qué sitio? estaremos, sin duda, mejor que en este mundo superpoblado, estrecho y con gente que habrá olvidado la risa como parte fundamental de la vida; preocupados, como sin duda estarán, por sus raciones diarias de agua y comida. Habrá gente de clase alta, por supuesto, pero reducida a su mínima expresión, sin necesidad de relacionistas públicos porque su prioridad será la de esconderse de quienes los mantienen con vida; o sea, de los demás: subalternos y proletarios de una raza transgénica de humanos-pala, humanos-bisturí, humanos-pistola, etc… injertos de mujeres y hombres conectados desde su nacimiento a una herramienta de trabajo y, todo, para suplir el “bienestar” de una minoría cibernética de humanoides tan supremamente ricos que, más allá de toda comprensión, renunciarán a las emociones por la promesa de una relativa inmortalidad. ¡Imagina Fernando! Agradece que conociste la buena vida porque de eso no va a haber mucho más: en un par de siglos estará supeditada a la producción interminable de clones y microorganismos de cilicio introducidos en el cerebro para suplir las funciones básicas de memoria y reacciones instintivas. Lo único que no harán las máquinas será recordar que si bien la gente se moría de enfermedades tan tremendas como el cáncer, eran capaces de darle una trascendencia especial a su quehacer como ser humano, basado en el sentido del amor y el buen humor frente a la vida.

Me alegra, y no puedo dejar de decírtelo, que le hagas fiestas y carantoñas a tu situación terminal porque en Bogotá nadie lo hace. Vivimos en una ciudad donde nos da pena morirnos, o reconocer que sufrimos, o llorar. Somos corajudos para cosas de poca monta, como robarle el periódico al vecino, criticar a los ministros, echarle balota negra a los nuevos ricos que quieren pertenecer al club, meter la mano en el erario público, echar discursos, tergiversar al socio, demandar al amigo, mentarle la madre al hermano y putear a dios; pero hipócritas y cobardes en lo fundamental, en lo que requiere de un acopio humano tal que preferimos amar sin compromiso, vivir sin arriesgar el pellejo, susurrar los orgasmos, calcular las palabras, ahorrar los abrazos y morirnos con la puerta cerrada en un cuarto de la Fundación Santa Fe.

Querido Fernando, aquí o allá nos veremos pronto. Un amigo latinoamericano enumeraba las personas grandiosas que se iba a encontrar después de la vida, incluidas su mujer y su hija que murieron en un trágico accidente de avión; y decía, en alguno de sus monólogos poéticos: “… y si tenés una enfermedad terminal, te pueden pasar dos cosas, las dos extraordinarias: sobrevivir, en cuyo caso conocerés la humil-dad que tanta paz nos aporta; o morir, en cuyo caso salís de este cuerpo tan ingrato y estorboso.” Te dedico estas palabras de Facundo Cabral y cuenta con mi presencia en tu cremación, a menos que tenga cita con la manicurista.

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