Cultura, Global, Social Fabio Lozano Uribe Cultura, Global, Social Fabio Lozano Uribe

El ombligo de Sor Teresa de Calcuta

Hay personas que creen que para acercarse a la divinidad, a las élites del nirvana, y volverse un ser de luz, hay que dejar lo mundano, alejarse de la trivialidad y aprender a reirse sólo de chistes higiénicos, que no se refieran a nadie por alguna condición desventajosa; lo que deja sólo los frívolos repentismos de redes sociales que se devuelven con un “Ja” un “Jajajá” o una carita feliz.

Arriesgo, entonces, a demostrar que el humor no tiene raza, credo, ni partido político y que considerarlo como algo pueril y cochambroso es una equivocación. Sobre todo porque nuestra cultura y crianza han puesto, al frente nuestro, un cultivo interminable de papayas: veneramos a un dios que dice ser “humilde”, pero al que debemos alabar arrodillados y pedirle purificación comiendo una oblea, sin arequipe; y a quienes representan nuestros intereses democráticos, debemos llamarlos “padres de la patria” pero se comportan como unos vástagos de Mesalina, cuando nos entregan -con grandes sonrisas- las moronas de lo que se reparten en el opíparo submundo del despílfarro público.

Una gorda entra a una panadería, pide 50 roscones y el tendero le dice: ¿Sólo 50, si a usted le caben como 100? Unas personas que están desayunando -de esas que comen huevo tibio con una cucharita- se molestan con el tendero, comentan su rudeza, su falta de tacto y lo llaman -en voz baja- irrespetuoso y toda clase de adjetivos odiosos, incluido “racista” porque la señora gorda es un tanto atezada. Mientras tanto ella y el tendero, se ríen a carcajadas. Están envueltos, ambos, en ese momento irrepetible de felicidad que es: la risa compartida, la que nos revive la corriente sanguínea y nos reivindica, por un breve lapso, con la vida. Los comensales, incomodados, se van; consideran el suceso como un atropello, una burla -el jugo de naranja se les agria en las barrigas- y eso que no oyeron la respuesta: “100 es demasiado, pero deme 75 y una Coca Cola de dieta” dice la gorda, feliz de que alguien la tome en cuenta por lo que es: una señora con una obesidad mórbida y puertorriqueña, donde comer no es un crimen, no genera culpabilidad, es la razón de la existencia. Perdón: “…es la sazón de la existencia”.

Ahora, es normal, en tiempos de pandemia, considerar que la Covid 19 es un castigo de dios por nuestro mal comportamiento y que uno debe poner su granito de arena, rezando: “Por mi culpa, por mi gran culpa. Confieso ante dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Y regurgitando, pepita por pepita, los rosarios que justifican el vacío que nos han dejado los trajines de la vida social, que son los que, verdaderamente, nos convierten en gente muy ocupada, de agendas donde no cabe ni un tinto.

Al respecto de ese comportamiento de echarse la culpa, sin tenerla, empecemos por lo básico; nadie, ni siquiera Alberto Carrasquilla, peca lo suficiente para darse rejo, de esa manera, todos los domingos y días de guardar. Tan es cierto que tocó meterle, al estribillo, los pecados de pensamiento, también; eso constituye un pecado cada 56 minutos por cada mujer, 35 minutos por cada hombre, 28 minutos por cada sacerdote, 17 minutos por cada obispo,10 minutos por cada monja y 8 segundos por cada parlamentario. Sigamos con lo menos básico; confesar ante dios, vaya y venga, pero ¿quién confiesa ante los hermanos? Si eso fuera verdad el uberrimato estaría todo preso, las mafias se hubieran acabado solas y la hermandad de los masones se estaría diezmando por efectos del rumor y no del aburrimiento. Y terminemos con lo más complejo; secundando la genialidad de Ricky Martin, quien ya dio un paso adelante con la primicia de que María -apodada “la virgen” por aquello de: la misericordia- había sido nada más, ni nada menos, una madre sustituta pagada por judios disidentes para poder vender una nueva religión: la verdadera. Con una promoción de tres en uno: un hijo, un padre y un espíritu santo pero, sólo, un dios absoluto y eterno. Porque, no nos digamos mentiras, las siete palabras del sermón de Jesús, en la cruz, fueron: ¿Ustedes no saben quién es mi papá?

La realidad indica que si no fuera por la religión y la política, habría muy poco de qué echar mano para ejercitar el humor. Por supuesto que seguirían en vigencia los chistes de pastusos, pero si se empieza diciendo algo así como: “Un párroco y un senador pastusos quedan atrapados en un ascensor…” se asegura una impepinable hilaridad, de antemano.

El humor ha humillado pueblos, ha tumbado estatuas, ha destituido gobernantes y desacreditado ejecutivos hasta dejarlos en la calle. El humor ha puesto en tela de juicio principios fundamentales de la moral, ha causado actos terroristas de violencia extrema, ha desnudado a los políticos más píos y virtuosos de la historia y ha denigrado de los estamentos religiosos hasta la saciedad. Perdón: “…hasta la suciedad”.

El humor ha puesto a Sor Teresa de Calcuta, mostrando hasta el ombligo, en revistas porno-eróticas; ha echado llave al cinturón de castidad de Melania Trump cuando se encuentra con otros mandatarios; ha metido hasta 500 judios en los ceniceros de un Volkswagen; ha afirmado que: “El Corán es una mierda” porque no sirve para protegerse de las balas; y -entre muchas otras negruras- ha obligado al primer ministro del Reino Unido a tener relaciones con un cerdo, frente a las cámaras de las redes sociales del mundo entero.

Con todo y eso -oígase bien- el humor sigue y debe seguir siendo un componente sine qua non de la libertad de expresión. El día que esa sana masturbación se pierda, no habrá pandemia, ni recitaciones arrodilladas, ni arengas de plaza pública que nos socorran.

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Winonavirus: el último contagio

Pasada la crisis del Covid 19, se creó la Red Mars Inc, una multinacional enfocada a impulsar con urgencia el proyecto de tener una sucursal de la Tierra, en Marte. La crítica mundial seguía siendo la misma: “Por qué gastar esa absurda cantidad de recursos, cuando acabamos de comprobar que nuestros magros presupuestos en salud son el factor de mortalidad más grande, en caso de una pandemia.” ¡Bueno! También está comprobado que el ego supera, por amplio margen, la cordura y para el año 2050, instalados cómodamente, en la superficie de nuestro planeta vecino, había miles de científicos, ingenieros y arquitectos produciendo oxígeno, agua, aclimatando abejas, sembrando tomates, diseñando bulevares, cúpulas inmensas y líneas de transporte vertiginosas.

El 17 de octubre, de 2051, a las 15 horas, 32 minutos y 40 segundos, se perdió toda conexión entre el Complejo Interplanetario Red Mars Inc. y el centro espacial en Houston. Las pantallas se detuvieron en una línea color plata sobre un horizonte nocturno y un mensaje intermitente, en 14 idiomas, que decía: “No vuelvan, ustedes son nuestra única esperanza.” Desde ese momento, lo que parecía una buena idea, dejó de serlo; se convirtieron en una raza alienígena, con la misión de poblar una orbe hostil y ese no era realmente el plan. La razón de todo ese esfuerzo era secreta: se trataba de crear la primera ciudad cubierta del sistema solar, con todos los lujos y comodidades de los billonarios y súper millonarios terrícolas, pero en una atmósfera artificial descontaminada y construida a imagen y semejanza de sus mansiones, clubes y rascacielos. Un sitio al cual trasladar sus acojinados traseros, cuando nuestro planeta dejara, definitivamente, de ser azul y habitable. Mejor dicho: “El egoísmo a su máxima potencia.”

Con todo y que desde los telescopios marcianos, se veía nuestro planeta cada vez más transparente y aguamarina, nadie, en 15 años, se atrevió a volver, hasta que una mujer, piloto aeroespacial, violó las normas de seguridad y se escapó de Marte. Y lo hizo por la única razón posible: el amor; por eso aterrizó en la Plaza de Toros La Santamaría, porque su novio era bogotano y cuando ella aceptó la misión que los separaría -su contrato era apenas por dos años- se comprometieron a casarse, cuando ella volviera y dedicar sus vidas a quererse, tener hijos y envejecer juntos. Desde que entró a la atmósfera, la alertaron varias cosas que le encogieron el corazón, pero nada como los interminables campos, entre unas montañas y otras, de montículos abanderados con cruces maltrechas, puestas de afán, sin lápidas, ni nombres y los nubarrones de carroñeros, alrededor, famélicos. Era claro que el pillaje de la carne y los huesos había dejado atrás su feroz bacanal. La Tierra, sin duda, estaba en una fase de ajuste a las leyes naturales y como no vio signos de destrucción, la conclusión fue contundente: una pandemia que arrasó con los humanos. Ante esta realidad desgarradora, tuvo el buen juicio de bajarse con su traje de astronauta, con un pitillo fijado al casco que proveía, a su antojo, una compota llena de nutrientes y cuyo oxígeno presurizado debía durar algo menos de una semana. Las botas, aunque ligeras, hechas de un polímero sintético de alta resistencia, estaban diseñadas para una gravedad bastante menor, por lo que sus pasos eran lentos, pesados y el esfuerzo de caminar la obligaba a tomar largos descansos.

El alma le volvió al cuerpo cuando vio gente y pensó que no todo se había perdido; pero en la medida que se les acercó, descubrió unos seres asustadizos, con amplios sombreros, voluminosos morrales y la piel cubierta con papel de aluminio, que se apuraban entre un edificio y el otro, como acosados por una lluvia invisible. Sólo cuando entró a un centro comercial logró comprender el estado de las cosas, la justa dimensión del desastre. Se sentó en una vitrina, de un local vacío, que no tenía vidrio y al rato pasó desapercibida, como un muñeco de publicidad olvidado; hasta se podía recostar y dormir, por raticos, contra unos bloques de icopor enormes, amarrados con unas cintas amarillas, con letras rojas que decían: “Alto Riesgo Ecológico.” Los cuerpos de mujeres y hombres, alguna vez erectos y altivos, acusaban una visible inclinación hacia adelante y los más viejos tenían prominentes jorobas, causadas por el contrapeso, constante, de cargar balas de oxígeno a sus espaldas. La humanidad había perdido su capacidad pulmonar, por culpa de algún organismo contagioso, que podía, perfectamente, seguir en el aire, sin afectar a quienes habían quedado inmunes. ¡No podía ser otra cosa! Extraña paradoja, pensó: “La naturaleza ataca, desde su propio dolor.”

El porcentaje de lisiados era notable. Se dio cuenta de que los que estaban en silla de ruedas no eran, necesariamente, viejos sino personas, de todas las edades, obligadas a vivir pegadas a un respirador artificial, sujetado a un chasis debajo del asiento. Los tubos plásticos de entrada del oxígeno y de salida del dióxido de carbono eran una extensión de la tráquea: una trompa artificial que salía del cuello y había que apretar, o doblar, con los dedos para poder hablar, para poder sacar sonidos articulados que más que voz eran pitidos gangosos. Pese a todos los esfuerzos, se notaba, una oxigenación deficiente que afectaba la tonicidad muscular y la pigmentación de la piel, habiendo predominio de un población albina que huía del sol y se movía, hasta donde le era posible, por vías subterráneas. Lo único que mitigaba la situación, es que la tecnología había logrado mantenerse: el diálogo individual y grupal era, primordialmente, a través de aparatos celulares y pantallas telefónicas; los computadores personales -laptops- eran imprescindibles para desarrollar trabajos productivos; los televisores se hacían sobre medidas y los medios de comunicación tenían, todavía, el monopolio noticioso, incluidas las redes sociales.

Con todo y eso, la astronauta lloraba porque la ausencia de brillo en las miradas evidenciaba una falta de esperanza que la humanidad nunca había tenido. Y porque la distancia social se había vuelto costumbre: nadie se acercaba a nadie; no cogidas de mano, no sonrisas, ninguna cariñosa complicidad… ni siquiera entre padres e hijos. Los seres humanos se habían robotizado, parecían entes programados para sobrevivir un futuro improbable, sin dioses, sin utopías y lo más grave: sin poesía. Las visiones de Terry Gilliam, Michael Crichton, las hermanas Wachowski e Isaac Asimov, juntas. La realidad y la ciencia ficción fundidas en una película de terror, en que la única felicidad era el renacer del planeta, el reverdecimiento de la naturaleza y la libertad de los animales, por decreto, como derecho inalienable. Nos volvimos todos vegetarianos. Variedades de algas marinas y frutos rojos llenaban los supermercados y las legumbres, como proteína básica, eran machacadas artesanalmente y vendidas imitando las formas y sabores de los muslos de pollo, el mondongo, el tocino, la hamburguesa, etc… como sucedáneos de todos los hábitos alimenticios difíciles de abandonar que nos aceleraban la muerte. Los guepardos aún correteaban y se comían las gacelas, los colibríes seguían picando las flores, los tiburones eran los amos y señores del océano y a nosotros, los humanos, ante el miedo de volver a poner en peligro el medio ambiente, nos quedó el contentillo de poder consumir huevos y lácteos, siempre y cuando las gallinas y las vacas no tuvieran restricciones de movimiento, se les tratara con cariño y se les pusiera la música que más las relajara: Enya, Bach, Phillip Glass, Ella Fitzgerald o Alfredo Chocolate Armenteros, entre otros. Aunque había gallineros donde, con la música de Pink Floyd y Jethro Tull, lograban unos huevos magníficos.

Todo eso lo aprendió la astronauta, desde que abrió la escotilla de su casco y se dio cuenta de que el aire había dejado de ser mortal. Se salió de su traje y se paralizó, momentáneamente, con el júbilo de recuperar la vitalidad, pero en un mundo que, por falta de cuidado y de no haber tenido las agallas de cambiar a tiempo, sufrió una tragedia pandémica por culpa del Covid 37. Una mutación del Covid 19, que al cabo de generaciones subsecuentes, mutó a una cepa capaz de generar fibrosis pulmonar con sólo respirarlo o tener expuestos los poros de la piel. A los sobreviventes, les tocó cambiar a la fuerza. Lo fundamental fue comportarse con respeto frente a los demás seres vivos y aceptar nuestra condición de especie animal, antes que la humana; una solidaridad co-existencial que demostró lo que más sospechábamos: que las hienas se ríen de cualquier pendejada; que las cebras se pintan las rayas con pigmentos de las aceitunas negras; que las telarañas no soportan el peso de más de tres elefantes; que los pulpos siguen escribiendo a mano, se niegan a utilizar el computador; que hay hombres que se vuelven caimanes y sirenas que se meten a las piscinas; que las iguanas toman café, pero son alérgicas a la lana; que la leona es la reina de la selva; y que existe, inclusive, una zoología fantástica, recopilada por Jorge Luis Borges, hombre ciego que amaba los tigres hechos de palabras. En fin, para el año 2077 éramos, nosotros, los domesticados.

La astronauta recorrió con minucia la ciudad; su nave fue llevada a un parque de diversiones. Después de varios meses, de infructuosa búsqueda, cayó en la cuenta de que amaba a un hombre y de que ese sentimiento reparador y sublime no debería estar, necesariamente, atado a una sola persona y en la mitad de la Plaza de Bolívar, viendo cómo las ratas salían de las alcantarillas para compartir su comida con las palomas y los perros, se levantó y cogió por la Carrera Séptima, hacia el norte. Con determinación infinita, sin calcular ningún tipo de riesgos y animada por un arco iris de buenas intenciones que le salía del alma: le dio un beso a todas y cada una de las personas que encontró a su paso. Nadie rechazó su cercanía, al contrario, la reciprocidad fue inmediata, se dieron abrazos, afloraron sonrisas, se colorearon mejillas y se rescataron palabras cariñosas que muchos niños desconocían.

La astronauta, llamada Winona, se convirtió en la paciente cero de un nuevo virus; otra pandemia, cuyo contagio fue inmediato. La infección del amor se propagó a todos los países, en cuestión de unos pocos días. Los médicos buscaron la sintomatología en la poesía romántica, el cine y las telenovelas; los medios de comunicación lo llamaron, porque la originalidad también se había perdido: El winonavirus.

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Global, Espiritual, Salud, Cultura, Social Fabio Lozano Uribe Global, Espiritual, Salud, Cultura, Social Fabio Lozano Uribe

Un virus con corona

El Covid 19 podría ser un simulacro del apocalipsis. Un hombre, Juan, en la isla de Patmos, tuvo las revelaciones del fin del mundo y en su descripción escrita -que cierra el nuevo testamento- menciona a la bestia y las mortíferas y repugnantes atrocidades que escupen sus entrañas; pero nada se dice sobre un ejército de micro-partículas infecciosas, con forma de papa criolla y puntas espigadas a su alrededor, en forma de corona. Falta de imaginación, por parte de los redactores de la Biblia, con todo y que, para las primeras centurias, después de cristo, la humanidad ya había conocido plagas y pestes indomables y arrasadoras. Para los profetas hubiera sido novedoso un enemigo silencioso que no se manifestara con vómito negro, llagas o pústulas purulentas, y que en su forma más letal ataca las vías respiratorias hasta taponar los alvéolos, causar asfixia y producir fibrosis: quistes, como termitas, que dejan los pulmones como a una coladera. La verdad es que avizorar un fin del mundo sin un dramatismo sangriento, un caos torturante y acompañado de la destrucción masiva de la raza humana y todo lo que, ésta, ha construido, no es tan atractivo para manipular a los incautos que se definen, a si mismos, como: “Temerosos de dios.”

Tan incongruente ha sido el Coronavirus, con los textos bíblicos, que las iglesias decidieron cerrar sus puertas, ante la inutilidad de la oración, del sermón o la eucaristía para luchar contra una amenaza más contagiosa que la fe y más invisible que el espíritu santo. También se trata de una medida sanitaria, por supuesto, para no aglomerar tanto estornudo que vaya a contaminar los altares, lo que nos lleva a una pregunta válida: ¿que pasó con los san franciscos de Asís que salían a socorrer a los leprosos, sin importarles el contagio?

Este virus es una señal de alarma que nos obliga a redireccionar nuestra misión como seres humanos y a enfrentar, de una vez por todas, los tres grandes flagelos de la humanidad: la religión, la política y la acumulación del dinero, como prácticas insanas y mezquinas.

No podemos seguir creyendo que existe un dios tan inverosímil que nos exculpa con el sólo arrepentimiento; que reparte la misma ostia, los mismos rezos y la misma absolución de confesionario tanto para asesinos, violadores y secuestradores, como para inocentes monjitas que se avergüezan con las distracciones del clítoris.

No podemos seguir confiando la suerte de la democracia a mujeres y hombres que piensan primero en su bienestar personal, que en el prójimo al que, por juramento y discursos de plaza pública, prometen cuidar y defender.

Y, no podemos seguir comiéndonos el cuento de que las bondades del capitalismo, van de la mano con la posibilidad de ser más ricos que el Rey Midas y aprender sus mañas para convertir lo inmoral, en moral; comprar conciencias y pagar por el amor y la alabanza.

La historia no se cansa de construir pedestales para quienes, en sus delirios, se han sentido y actuado como dioses. Hombres que han caminado descalzos sobre monedas de oro; que han utilizado la cruz para colgar y dejar desangrar los cuerpos de sus enemigos; y, lo más grave, que se han otorgado, a sí mismos, la potestad para decidir entre la vida y la muerte. Herodes, Augusto, Calígula, Qin Shi Huang, Akbar I, Tamerlán, William El Conquistador, Pedro El Grande, Hernán Cortés, Louis XIV, Getulio Vargas, Idi Amín Dadá, Muamar Gaddafi… la lista es absurdamente larga y se trata de líderes todopoderosos cuyo trastorno en común es que, con sólo apretar el puño, han ostentado a su albedrío los tres poderes: la fe, la ley y la riqueza.

Ellos son el verdadero virus que ha mutado, hoy, en los albores del tercer milenio, a seres menos conspicuos, pero más ambiciosos, expertos en abarcar y apretar al mismo tiempo, envidiosos con quienes les llevan la delantera en los rankings de la revista Fortune, escondidos en la falsa filantropía -con contadas excepciones- abusadores sin escrúpulos de sus congéneres y convencidos de que el cielo y un penthouse, en Park Avenue, son la misma cosa. En este momento calculan cómo ayudar en esta pandemia -para evitar el escarnio público- pero sin descapitalizarse y como estrategia publicitaria para darle brillo a un altruismo, de mendrugos, que no amenace el fundamento de sus inflados egos.

El mundo ya no es viable, si alguna vez lo fue. No puede seguir funcionando, así, porque no es equitativo, ni justo y menos aún: humano.

Hoy, reina el Covid 19 y la crisis que está causando es beneficiosa para el planeta. Los niveles de contaminación han bajado, la capa de ozono se ha fortalecido, los árboles sonríen, los ríos corren con algarabía por sus cauces, los diferendos entre países están en pausa y, entre muchas otras bienaventuranzas, la humanidad se está tomando un merecido descanso para pensar en la importancia de lo cotidiano y, principalmente, para repensar el futuro. El Coronavirus nos obliga a agachar la cabeza, a reconocer la maternidad de la naturaleza y pedirle disculpas por los desacatos e intromisiones que le han robado el equilibrio y la armonía. Alguna vez fuimos sus aliados, como cualquier leopardo, como cualquier palmera o grano de arena; ahora, nuestra especie bípeda, de gran cabeza y dedo oponible, ha exacerbado su cuestionable dominio, al punto de que ya nadie se encuentra a salvo.

El conocimiento, el trabajo y la experiencia deben ser remunerados de forma justa y de forma justa el remanente de riqueza debe ser redistribuido y dedicado a evitar el hambre, a enseñar labores útiles, a mermar la explosión demográfica, a reforestar cuanto peladero hemos dejado en el desahucio y, entre miles de esfuerzos más, a privilegiar la salud, la educación y todo lo que nos salvaguarda como seres humanos, antes que seguir alimentando el cúmulo de arsenales, vigilantes y activos, con la increíble capacidad de destruir la Tierra 500 veces. Cosa absurda, porque con morir, todos, una sola vez, es suficiente; el presupuesto de las 499 veces restantes es el que necesitamos para invertir en la vida, cuyo valor, así se tratara de la última cucaracha sobreviviente del holocausto nuclear, es superior al de la muerte.

En resumen, todo lo logrado por la ciencia y la cultura debe ser extensivo a los reinos vegetal, animal y mineral y dedicado amorosamente a nuestro planeta, que aunque pequeño, al lado de Júpiter o Neptuno, ínfimo frente a la Vía Láctea y casi invisible comparado con otras galaxias cercanas o distantes, es nuestro único y verdadero universo. Este virus, que nos ataca, muere al contacto con cualquier jabón de lavar platos. Viene con corona, por eso goza de cierta nobleza, pero ¿qué pasará cuando tenga la forma de Medusa y salgan de sus orificios capilares lenguas de fuego, acompañadas de movimientos telúricos, diluvios torrenciales, ríos de lava y ciclones que barran con todo?

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Nacionales, Política, Social, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Política, Social, Educación Fabio Lozano Uribe

La cruz de Dilan

El primer sorprendido con la muerte de Dilan, debió ser el mismo Dilan. Tuvo pocos segundos para barajar, en su cabeza, cientos de hipótesis que explicaran las razones por las cuales lo estaban atacando y no encontró ninguna. De la misma manera, su agresor, todavía se debe estar preguntando las razones por las cuales terminó matando a un estudiante inocente y también, es posible, que no encuentre ninguna. Sin embargo, ante el hecho, somos muchos los que pretendemos tener una explicación y más que eso, señalamos culpables a diestra y siniestra como buscando, en nuestro fuero interno, una reivindicación del libre derecho a manifestar nuestras quejas y por el otro lado la obligación del Estado a defendernos del vandalismo y la violencia. El problema del momento aciago que estamos viviendo, desde el Paro Nacional del 21 de noviembre, es, precisamente, ese: que cada colombiano engendra, en sí mismo, una contradicción; lo que lleva a la incertidumbre y se vuelve exponencial la capacidad de creer en noticias falsas.

Por eso, lo que se diga de Dilan, de ahora en adelante, entra dentro del plano de la más absoluta subjetividad. Algunos, los más benévolos, dirán que su nombre será un símbolo imperecedero de la lucha contra la opresión, como la del hombre aquel que se paró, en Beijing, frente a los tanques que invadieron Tiananmen Square. Otros, los más religiosos, elevarán letanías a dios, nuestro señor, por su alma y encontrarán que su sacrificio no fue en vano; que, de alguna manera, su muerte lo convierte en un ángel protector de quienes alzan su voz para clamar por el cese de la injusticia y el respeto a los compromisos del gobierno con los colombianos. Los más asustados, o sea quienes le temen a la fuerza de la civilidad, a la rebelión de los desfavorecidos, buscarán en el pasado del héroe, cualquier inconsistencia, cualquier falta, cualquier ligereza, con tal de bajarlo de su pedestal y enlodarlo con la invención de una pandilla de violadores de la moral o de una conspiración para poner grafitis satánicos en las columnas del Capitolio. Y están los indignados, que son los más peligrosos, porque dirán o pensarán: “¿Quién le manda meterse con la autoridad?” dejando, así, constancia de su propia sumisión, de su consentimiento a que la democracia son las instituciones y no, como su nombre lo indica: el mandato del pueblo.

Dilan representa -con su abrupta muerte- a todos los jóvenes de Colombia que, desde temprana edad, intuyen los desajustes de nuestro sistema económico, la marrullería de nuestros políticos y el escaso futuro de quienes trabajan. Se trata de otro estudiante incomprendido, caído en la mitad de una guerra sucia, entre las tres cabezas del poder público: Santos, Petro y Uribe, adictos a mandar, solícitos y rendidos de rodillas ante un mismo dios: el dinero, manipuladores de circunstancias y con idearios cuya resonancia es inversamente proporcional a la verdad de sus intenciones. Con un discurso similar que es, en sí mismo, un contrasentido: porque cuando dicen “paz” es “guerra”; cuando dicen “honestidad” es “corrupción”; cuando dicen “cárcel” es “casa”; y, cuando sonríen, en realidad están pasando el trago amargo de no poder instaurar una dinastía que lleve su apellido hasta el final de los tiempos. Todos son culpables, menos ellos; la guerrilla, los disidentes del acuerdo de paz, los cubanos, los grupos económicos, los venezolanos, los narcotraficantes, los periodistas, los medios de comunicación, el cartel de Sinaloa, los ciudadanos-sin-miedo, todos, absolutamente todos, menos ellos y los Estados Unidos, mientras sigan girando millones de dólares a costa de nuestro ecosistema y sigan siendo nuestro escudo protector contra la barbarie venezolana. Si estuviéramos en Roma, ya hubiéramos declarado un triunvirato: Uribe, en Antioquia y el Eje Cafetero; Santos, en Bogotá y sus alrededores; y Petro, en la costa; el resto repartido entre generales de alto rango, cuyo oficio seguiría siendo el mismo: protegernos, hasta donde les es posible, de nosotros mismos.

Queda, entonces, la pregunta en el aire: ¿Quién mató a Dilan Cruz? Y la respuesta más acertada seguirá siendo: la pobreza, la física y la social. La primera es una vivencia epidérmica, aliviada, sólamente, por el cumplimiento de las políticas en salud y bienestar; y, la segunda es una vivencia racional que resulta de constatar que son los poderosos quienes viven mejor, quienes gozan de mayor libertad y quienes logran salirse con la suya. Se debe explicar a las hijas e hijos de Colombia, desde el colegio, que el poder es como la droga y que genera actitudes encontradas, de los que lo quieren porque no lo han tenido o quieren más, de los que lo necesitan para evitar los efectos del síndrome de abstinencia y de los que creen que no lo han perdido y están convencidos de que su legado sigue vigente. Ante esta realidad, son los estudiantes, los que cargan la cruz de Dilan; sus abanderados, los menos contaminados, con la convicción y el conocimiento de que es la fuerza de las masas, como recurso pacífico y fundamentado, la que puede lograr los cambios conducentes a que sean mejores las generaciones venideras.

Entonces, incumplirle a los jóvenes es peor que atacarlos, con la fuerza del ESMAD o de la policía, porque su espíritu libertario está latente y no miden las consecuencias; con el agravante de que sienten, en carne propia, las dificultades de sus familias y de su entorno. Y ahí es donde empieza el circulo vicioso porque se convencen, paradójicamente, de que lo que necesitan es: poder y empiezan a ejercerlo en la calle, que es donde se entra en contacto, de primera mano, con todos los vicios.

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Nacionales, Social, Trabajo, Gobierno, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Social, Trabajo, Gobierno, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe

Crónica de un Paro anunciado

Si el Presidente Iván Duque se mostrara tan fuerte y decidido en el frente social, como lo ha hecho en el policivo y militar, los colombianos no le tendríamos tanta desconfianza. Y, eso, por no hablar de los frentes tributario, educativo y pensional, en que sus ministros lanzan anzuelos sin carnada, en un río tan revuelto que lo que se pesca es turbio y no resiste el más mínimo análisis de transparencia. O por no entrar en detalles del tiempo que ha perdido en cavar profundas trincheras para dispararle a los acuerdos de paz, donde él, a duras penas, oficia de soldado raso. O por no mencionar el esfuerzo desmedido por ganar indulgencias de Donald Trump, a costa de patear un avispero que es mejor dejar que se caiga solo; por aquello de que lo que está maduro, no aguanta mucho antes de podrirse y servir de alimento a la carroña.

El 21 de noviembre pasado hubo comparsas, con distintos ritmos e instrumentos autóctonos; hubo ríos de campesinos e indígenas, con sus quejas al hombro, buscando reacciones válidas y positivas del gobierno; hubo consignas de las centrales obreras pidiendo por salarios igualitarios con el costo de la vida; hubo caminantes de la tercera edad, en muletas y sillas de ruedas, lisiados por la iniquidad de sus pensiones y estuvieron -entre muchos otros actores de la injusta realidad colombiana- los restantes líderes sociales, de una matanza que los ha diezmado por centenas, clamando por una repartición de tierras digna para quienes la cultivan y la han usufructuado por generaciones. Si bien hubo disturbios y problemas graves del orden público, el Presidente de la República en ambas alocuciones, minimizó el lamento del pueblo a problemas cuyas soluciones -según él- se vienen trabajando desde los quince meses que ha durado su mandato y prometiendo continuar con unas conversaciones cuya contraparte, ya, se cansó de tanto palabrerío y quiere pasar a la acción, a la manifestación pública de las injusticias a las que se encuentra sometida.

Es absurdo sugerir que la intervención del Esmad, la Policía Nacional y el Ejército, garantizó la expresión libre de los colombianos que salieron a marchar por quejas sustentadas en la ausencia del Estado, en regiones de alta peligrosidad; por el pisoteo constante de los derechos constitucionales de libertad, orden, desarrollo de la personalidad y justicia; o por el mero descontento, pues estamos lejos de ser el país más feliz del mundo. Al contrario, los cielos de Bogotá decidieron llorar, la tarde del Paro Nacional, en virtud de que la vivencia de una muchedumbre buscando ser escuchada, defendiendo la paz, contra vándalos e intereses mezquinos, es -a grandes rasgos- un microcosmos de nuestra querida Colombia.

Lo que impresiona de los manifestantes en Bogotá, los que se concentraron en la Plaza de Bolívar, es que vinieron de todos los rincones del país. Lo que quiere decir que agregaron a sus penurias un viaje a las inmediaciones del páramo, para lograr una interlocución que, hasta el momento no se ha dado; y no se ha dado, por la sencilla razón de que ninguno de ellos: ni el paria, ni el cafetero, ni el artista, ni el amargado, ni el sindicalista, ni el estudiante, ni el ambientalista, ni el pensionado, ni nadie, han obtenido respuesta. No se han calibrado los descontentos para cuantificarlos, calificarlos y así, buscar canales de entendimiento. El Presidente todavía cree que se trata de problemas que se arreglan por decreto; desconoce, hasta el momento, que tener, a los manifestantes, al pie de la Casa de Nariño, es una oportunidad para invitarlos a la mesa y escucharlos. Me refiero a escucharlos, de verdad, hacerle el quite al oportunismo deshonroso de sus copartidarios, evitar las presiones beligerantes de quienes no reciben mermelada y volver a ser el candidato que, en mangas de camisa, se comprometió a la lucha social y al respeto por los acuerdos de paz. ¡Por ahí se empieza o se continúa, según sea el caso!

Si bien no faltaron la violencia, el miedo y la vivencia de las nuevas generaciones que evidenciaron, por primera vez, la capacidad destructiva de una sociedad pordebajeada y mantenida al margen de la seguridad y el progreso, la entraña del Paro Nacional fue pacífica y merecedora de toda la atención por parte del poder central. Las parcas reacciones del gobierno, ante los inconformes, nos pueden llevar a suponer, de pronto, que Iván Duque reconoce sus limitaciones para cumplirle a Colombia y no piensa hacer nada al respecto, sino seguir sobreaguando tres años más; y no lo escribo de mala leche sino que me pregunto: ¿Si el Paro fue anunciado porque no se prepararon respuestas más convincentes y tranquilizadores para los distintos actores de tan multitudinaria protesta? Hay que pasar de las acciones reactivas a las proactivas, so pena de que los aires de improvisación que rodean las decisiones de la Casa de Nariño sigan siendo confundidas con la falta de voluntad o, peor, con la recurrente duda: madre de todas las desconfianzas.

En el peor de los escenarios, de pronto, a Iván Duque -como a su padre putativo- lo que le conviene es la guerra; poder declarar toques de queda y conmociones interiores, a su acomodo, que distraigan la atención de la corrupción política que lo rodea -y que se niega a ver- o para sacar su agenda económica a la fuerza, tal y como Alberto Carrasquilla la tiene diseñada para amparar a los ricos y desamparar a los ya desamparados, que -al fin y al cabo- han logrado sobrevivir a la impunidad de sus explotadores, con rabietas que, afortunadamente, no pasan de blandir la única arma que conocen: la cacerola.

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Cultura, Espiritual, Educación, Social Fabio Lozano Uribe Cultura, Espiritual, Educación, Social Fabio Lozano Uribe

El amor como purgante

No conozco a nadie con un entendimiento del amor. Supongo que son múltiples los factores que lo hacen indefinible y es, de pronto, en esa etérea falta de concreción que se encuentra su verdadera esencia. Por eso es un tema recurrente en las conversaciones cotidianas, porque cualquier nuevo sentido, cualquier nuevo grumo de este batido inagotable es, básicamente, un descubrimiento; como las tajadas de un ponqué universal, en la que cada una revela la más sutil variación de alguno de sus infinitos sabores.

El amor resiste la trivialidad. Los eternos corazones rojos -que ahora también vienen con los colores del arco iris- con sus manidas frases de cajón, le pueden llegar a personas para las cuales significan un flotador en medio del huracán o la certeza vital de que podemos ser melancólicos, haber fracasado en todos los intentos e inclusive haber sufrido injustamente y sin embargo merece la pena permanecer del lado contrario a la muerte. O del lado contrario a la maldad, porque es claro que nadie, en estado de enamoramiento, comete un asesinato. Un atraco, tal vez sí, pero para comprarle entradas al cine y dulces a quien se regocija con su amor.

La bondad es lo que hace popocho al amor. Es la levadura, la harina, los huevos, el azúcar, el sabor a canela o naranja rallada, y el calor constante del horno. La bondad es lo que predica el Dalai Lama, pero también Doña Ercilia, la dueña de la tienda de abarrotes, que me manda pandeyucas a domicilio y a la que una bala perdida le quitó, hace años, la capacidad de procrear. La bondad no tiene prensa, por eso pareciera que la maldad gana terreno pero ¡pamplinas! es el pegamento que nos une, que sublimamos entre dos, que mantenemos encendido en el seno del hogar y con actitud amable hacia los demás.

Amar a alguien es amar a todos los seres del planeta y me refiero a: todos, sin distingo de género, raza, nivel socio-económico y especie animal o vegetal. Se ama también el atardecer, las estrellas, los copos de nieve, la arena de la playa, el rocío, la brisa vespertina, los cinturones Gucci y el olor a tabaco. Nadie ama la sangre derramada inútilmente, ni las bacterias gastrointestinales, ni el relleno Doña Juana, ni los estragos del escorbuto, sin embargo existen mujeres y hombres de luz que claman amarlo todo, inclusive al odio mismo, al enemigo y a las formas miméticas del diablo. Ellos llevan el péndulo hasta el extremo opuesto de lo que significa dolor y guerra, y con su gesto compasivo, de Quijote o Sor Teresa de Calcuta, logran equilibrar lo que parece irreconciliable y aligerar la pugna entre los opuestos.

Espontáneo o trabajado durante años en una relación de pareja, egoísta o holístico como el Budismo tibetano impartido desde la cima del mundo, tiene, el amor, dos grandes clasificaciones: la particular y la general. “Yo amo a mi perro, pero odio al resto de los habitantes de la Tierra” o “amo todo el contenido del universo, salvo las verrugas” son afirmaciones posibles entre la cantidad de posibilidades estratosféricas de que somos capaces los seres vivos cuando hablamos del amor. ¡Vaya realidad! No importa que se trate del abundante “I love you” gringo, del romántico “je t’aime” francés o del reservado “te amo” en español, amar o no amar algo, o a alguien, es la reiterada respuesta ante cualquier valoración. Desde la minúscula división que provoca el espermatozoide cuando penetra el óvulo, hasta dios -exista o no exista- la manifestación más común que nos nace es, por exceso o por defecto: el amor.

Nos referimos, entonces, a un espacio general de la existencia. El amor existe, independientemente de los juicios del observador, entre lo más ramplón o lo más extraordinario: la cadencia con que se revuelve el café por las mañanas, el líder social que muere por intereses corruptos y cuyo último pensamiento lo dedica a quienes trató de ayudar o la estrella del rock, en concierto, que no se cansa en su afán por darle la mano a todos sus fanáticos. Ejemplos hay millones de millones y por más benevolentes, no podemos descartar el amor de los ambiciosos por acrecentar su dinero, el amor de los soberbios por ensalzar su propio ego, el amor de los psicópatas por sacrificar a sus víctimas o el amor del adicto por consumir la droga que lo está matando. El amor por el amor, cualquiera que este sea, va desde el desvarío de quienes lo cargan, a la espalda, como una maldición; el éxtasis de aquellos que lo consideran la fuerza primordial que cambia el rumbo del torrente sanguíneo y mueve montañas; o la inmediatez de quienes se lo toman como un purgante, obligatorio para tener sexo sin compromiso, para no caer en la indigencia absoluta o no desfallecer ante la tragedia.

Lo que nos lleva al problema medular del amor y es que, en su forma ideal, debería ser incondicional pero en la práctica no lo es. Nuestra humanidad está limitada -uno- por los instintos animales que aún conservamos y que nos han servido para la supervivencia: la desconfianza, la supremacía del más fuerte, el rechazo a quienes podrían convertirse en amenaza, el miedo a lo desconocido, la evasión permanente de lo que nos causa dolor y entre muchos otros: la creencia, a veces escondida pero siempre latente, de que somos mejores que otros congéneres similares a nosotros mismos. Y -dos- por las barreras de crianza y calidad de vida que de acuerdo a las circunstancias de nuestro nacimiento, nos hayan tocado en suerte.

Significa, entonces, que por instinto y gravámenes socio-económicos -principalmente- le hemos quitado al amor su utilidad de generar alivio. Te amo con la condición de que no mires, ni te acerques a otra; de que rechaces a quienes contradicen tus fundamentos; de que sigas trepando la escala social; de que no dejes de ir al gimnasio o te engordes demasiado; de que no demuestres tus debilidades; de que seas fiel hasta la muerte; de que vayas a misa los domingos y creas en lo que dice la palabra de dios; de que nunca pierdas el buen humor, ni falte el dinero, ni te salgan arrugas, ni ronques, ni eructes, ni dejes el inodoro sin soltar, ni pelos en la ducha, ni cuelgues tus brassieres en los grifos de la ducha. O sea… está bien que el amor resiste la trivialidad, pero lo que no resiste es ser trivializado.

La cultura ha dado pasos gigantes en minimizar diferencias, pero aún construimos muros; nos dejamos distanciar por la educación y la dicción del lenguaje; le tenemos aversión a los que aman la promiscuidad y huimos de quienes aman en solitario; dividimos el mundo entre quienes rompen nuestras mismas reglas y aquellos que no las rompen o rompen otras; y, lo más terrible, odiamos detalles de nosotros mismos que envidiamos en mujeres y hombres que son la representación de la sociedad de consumo, con la desventaja de que los consideramos más adecuados para el amor. De todas maneras, aunque nadie lo entiende o nadie lo desentiende de la misma manera, en cuanto a las incontables variables del amor, el péndulo oscila entre dos extremos: el de quienes, para vivir en armonía, lo incorporan a cada célula de su ser y quienes, para salir de una urgencia, se lo toman de un golpe, cada que lo necesitan.

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Nacionales, Justicia, Social, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Justicia, Social, Educación Fabio Lozano Uribe

Ser Jíbaro Paga

“Si te llegas a perder o tienes problemas en la calle, busca a un uniformado” ese era el consejo normal para un adolescente que se veía con los amigos en los parques, en las esquinas o en el recién inaugurado Unicentro, hace más de cuarenta años. Eso nunca ha aplicado, porque los jóvenes le tienen tanto pavor a los hampones, como a la policía. “La tomba” o “tombos” como se les decía, por esas épocas, no eran de confiar, menos ahora, cuyos agentes hacen más parte de los problemas de las grandes ciudades que de sus soluciones. Todo lo hacen por una mordida, se llenan los bolsillos con el temor de la gente a la consecuencia más ínfima: pasar unas horas en una comisaría donde cualquier cosa puede suceder. Entre más pobre es el barrio donde se produce una detención, más se trueca el soborno por dinero, en especie. El imperativo de la carne es también un aliciente para quienes mal ejercen la autoridad al amparo de su investidura.

El Presidente Duque lo único que está haciendo es poner en bandeja de plata la posibilidad de requisar hombres y mujeres, de trece años para arriba -si no menos- con la única excusa de buscar una mínima dosis de marihuana, cocaína, LSD, éxtasis, poppers, speed o metanfetaminas. Hoy en día, los morrales vienen con toda clase de compartimientos secretos, pero eso no es impedimento para buscar entre los brasieres, los calzoncillos y otros pliegues más personales. Cualquier persona desprevenida, cuyo consumo sea asumido con responsabilidad, puede ser molestada y espulgada de la droga y de un par de billetes, con la amenaza de una multa o repercusiones mayores. La policía sabe que la gente, común y corriente, no conoce los detalles de las leyes y por eso a punta de voz grave y bolillo se dan sus mañas; en el mejor de los casos, para toquetear y robar a quienes esta nueva medida convierte en víctimas. Sin contar, por supuesto, con el hecho de que parte de la droga decomisada sea consumida por los mismos uniformados o revendida, a los mismos jíbaros.

En el peor de los casos, las violaciones de menores, adolescentes, mayorcitas y mayorcitos, y adultos, aumentarán, por parte de quienes tienen la obligación de velar por su integridad. Esta afirmación no incluye a la mayoría, le puede chocar a mucha gente y de dientes para afuera puede ser considerada un desacato, pero todos sabemos que es verdad. Y lo sabemos porque existen antecedentes alarmantes y, principalmente, porque no hay unos principios de justicia superior, a ninguna escala, ni ocurren mecanismos para resolver problemas sociales que sean educativos y no restrictivos. Además, la gravedad del problema no la conocemos en toda su extensión, porque todo ocurre a la sombra de los sitios de consumo, que pueden ser: cualquier baño de rumbeadero, cualquier trastienda o cualquier parapeto, mal iluminado, al fondo de un patio. El jíbaro, en cambio, es prevenido, lleva en un bolsillo la droga y en el otro billetes doblados, en cuatro, que quepan en la palma de la mano en el momento de saludar a los policías, porque los conocen y hasta se soplan sus porros juntos. La Ley debe nacer de la realidad y no solamente de las buenas intenciones; y menos de aquellas que ya han probado su ineficacia.

Deje de ser iluso señor Presidente, no se ponen las compresas frías antes que el antibiótico; y menos, se ponen con la promesa de un antibiótico que no ha sido formulado. Una vez que el antibiótico funciona, no hay ni siquiera necesidad de ponerlas, porque distraen la atención de otros síntomas y otras enfermedades. Ha sido ampliamente comprobado que a los jóvenes los atrae más lo prohibido que cualquier otra cosa, con el agravante de que los recursos que el gobierno se gasta en este tipo de medidas inútiles, no se los gastaría nunca en comprar flautas y acordeones para las niñas y niños de primaria, ni en multiplicar las canchas de fútbol o poner a los poetas a declamar en los rincones más apartados de Colombia, por ejemplo. Perseguir la dosis mínima -como su nombre lo indica- es pensar en chiquito, es dejar de lado el forcejeo político para incentivar, con grandes proyectos culturales y educativos, el interés de la juventud por formas vitales de pasar el tiempo.

Ser Jíbaro Paga debería ser el nombre de este nuevo programa -ahora que ser pilo, ya no tiene tanta importancia- porque el efecto inmediato es el aumento de los precios de la droga y no necesariamente la baja del consumo. Si parte del argumento del gobierno es negar que drogarse tiene que ver con el libre desarrollo de la personalidad, pues tomar alcohol tampoco debería serlo. Y, éste, trátese de cerveza, vino, whisky, vodka, tequila o muchos otros licores con mayor capacidad de obnubilar los sentidos, son el primer paso hacía el barillo, hacía la primera línea de cocaína y de ahí a los opiáceos fumados, respirados o inyectados, pasando por las mezclas químicas que se consiguen en pastillas de diversos colores. A un problema macro no se le pueden dar soluciones micro y menos una que incita a que la policía se siga aprovechando de la miseria de la drogadicción. No nos digamos mentiras, son los drogadictos, en últimas, los más perjudicados, porque sus padres no van a reconocer, ante un tercero, su estado; porque la sociedad los destierra sin miramientos, como a una plaga; porque el gobierno piensa en mantener contentos a toda una pléyade de luis carlos sarmientos angulos antes que a la gente necesitada de ayuda médica y psicológica. Tomar decisiones para ganar puntos mediáticos es contraproducente y más, señor Presidente, sin una infraestructura que la sostenga: un estado de justicia social, económica, política y epidérmica, que sea la base de la pirámide, para que los colombianos desarrollemos una verdadera confianza por nuestras instituciones y sus respectivos uniformes.

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Educación, Social, Trabajo Fabio Lozano Uribe Educación, Social, Trabajo Fabio Lozano Uribe

La felicidad está sobrevalorada

“La felicidad prolongada es aburridora, debe tener su justa medida” afirma Constance Brouillard, docente emérita de la Faculté des Arts Psycologiques, del Instituto Tchéky Karyo, que queda en la ciudad francesa de Chaumont-sur-la-Loire. Y esto es sólo una afirmación aleatoria, de las tantas que aparecen sorpresivamente en sus libros y textos universitarios, porque su tesis principal -a nivel corporativo, principalmente- es: que tanta felicidad es nociva. Piensa que los libros de autoayuda están agobiando al mundo y que la tendencia a rechazar las emociones negativas genera desequilibrios graves en la personalidad, que atentan contra el bienestar de las personas y por ende, el correcto desarrollo de sus funciones laborales.

Nada de esto es nuevo. La potencialización de la alegría y la supresión a guillotina limpia de la tristeza, la frustración o la rabia es un fenómeno que homologa a la humanidad alrededor de un sentimiento, como la felicidad, que así como es de reconfortante, es de inútil. Los espartanos, por ejemplo, sospechaban de quienes revelaban demasiada contentura y los tachaban de indolentes; su bienestar estaba en el rigor de hacerle frente a la frugalidad austera de la vida militar y a las inclemencias de la guerra. El movimiento surrealista del Siglo XX sacó al arte de sus tibias y cómodas aguas de la belleza y mostró los monstruos ocultos detrás del pensamiento, sin mediaciones racionales, ni morales. El Tao, filosofía dual de Lao-Tsé, originada en China quinientos años antes de Jesucristo, contempla la relación del hombre con la naturaleza y busca el equilibrio de los opuestos, por lo tanto las tormentas, los sismos, los accidentes geográficos y los incendios -por nombrar algunos- son parte integral de la armonía holística y espiritual del universo.

La felicidad como actitud positiva constante y arrolladora es una invención de la sociedad de consumo, del capitalismo, del mercado, de los publicistas y aún peor, de los políticos y de los nuevos evangelistas escondidos detrás de sus altares de icopor. En el ámbito corporativo está prohibido sentir tristeza o debilidad so pena de sacrificar la productividad y para evitar esas faltas de carácter se han creado consignas, actividades de socialización y terapias de sesgo psicoanalítico basadas en Walter Rizo, Deepak Chopra o Louise Hay. Para dar un ejemplo, la película “En busca de la felicidad” de director desconocido y con la actuación de Will Smith, tuvo un volumen de espectadores sorprendente siendo que se trata de una producción más, sobre los nobles esfuerzos de un don nadie que explota su talento para enriquecerse. Como ésta, hay infinidad de muestras y testimonios de quienes empacan, distribuyen y venden el producto: Felicidad, bajo la “infalible” ecuación de: piensa positivo, no desfallezcas, trabaja, sacrifícate por ese trabajo, no desfallezcas, piensa positivo, focalízate en tus metas convertibles en dinero, multiplícalo, piensa positivo, no desfallezcas, multiplícalo exponencialmente = y serás feliz.

Pensamos, con relativa certeza, que una mujer vestida de blanco recibiendo una lluvia de arroz, a la salida de una iglesia: es feliz; que una pareja experimentando el nacimiento de su primer hijo: es feliz; que un hombre saliendo de la cárcel, después de diez o más años: es feliz; que un ganador de lotería: es feliz; que el padre de familia que recibe su primer sueldo, en el trabajo de sus sueños: es feliz; que una quinceañera recibiendo su primer beso, detrás de los arbustos: es feliz; que el paciente al que le devuelven la vista, con una cirugía: es feliz; que el estudiante que lanza el birrete al aire, después de graduarse como ingeniero o médico: es feliz; que el fiel subalterno, después de treinta años instalando espejos retrovisores, durante su primera semana de pensionado se debe sentir feliz; y, que cualquier persona que le declara su amor a otra y es correspondida, también lo es. El problema es la creencia sistematizada de que esos momentos son alargables y que su elasticidad resiste el tiempo y el espacio. Pero, nada más equivocado. Si nos esforzamos, por ejemplo, en no sentir envidia, celos, desconsuelo, miedo o cualquier otro sentimiento de esos que afloran por el simple hecho de ser humanos, estaremos dejando minas quiebrapatas a lo largo de esta trocha espesa y llena de desvíos que llamamos: vida. Inclusive programamos a nuestros hijos para la felicidad y tratamos de erradicar sus pensamientos negativos, callando los nuestros, los propios y poniendo cara de ponqué en todas las situaciones; como las caritas felices y los “jajás” que ponemos en Facebook para alentar a los interlocutores.

Brouillard hace un llamado a que nos reconozcamos integralmente con toda nuestra carga de negatividad. “El ser humano es envidioso, egoísta, débil, tímido, cobarde, inseguro, proclive al odio y a la mezquindad” dice y propone una revaluación del positivismo a ultranza que el mundo nos exige para salir adelante. Muchas veces nuestro trabajo se afecta porque estamos tristes o enamorados y no somos capaces de decírselo al jefe en esos términos, lo que deshumaniza el ambiente laboral, cuya única excusa para una equivocación es estar enfermos o haber enterrado a la abuela o la madre el día anterior. Sus enseñanzas por controvertidas que parezcan, se podrían resumir así: la melancolía, la nostalgia, el dolor, el desaliento, la rabia, el rencor, el desprecio -entre muchos otros sentimientos negativos- identificados y bajo control, son un refugio. Disfrútalos, porque la felicidad es, además: ¡agotadora!

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Nacionales, Política, Sexualidad, Social, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Política, Sexualidad, Social, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe

La Consulta Anticorrupción debió ser más humana que política

Claudia López, Angélica Lozano, Jorge Robledo, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Antanas Mockus y Antonio Navarro, entre muchos otros, fueron los promotores de la Consulta Anticorrupción que se cayó por falta de unos quinientos mil votos. No importa, lo más seguro es que redunde en un reconocimiento importante para las bancadas de la oposición y cada vez más, se vayan desatornillando del poder quienes disponen, para sus bolsillos, de las billonarias sumas que nos roban del fisco. Parece, sin embargo, que hubo una falla de estrategia y que se hubiera podido rebasar ampliamente el umbral si la convocatoria hubiera sido más humana que política.

Lo digo porque basados en los resultados de la investigación más importante sobre corrupción que se ha hecho en nuestro país, la de la Universidad Externado de Colombia, lo que, de verdad, nos está carcomiendo por dentro es la corrupción social y no necesariamente la penal, contra la cual hay leyes de sobra que -como sabemos- poco se aplican. El exmagistrado Juan Carlos Henao, rector del Externado e impulsador de la investigación, lo expresó de la siguiente manera: “(…) tiene que haber sanción penal, ¿cierto? Pero más que la sanción penal lo que se perdió fue la sanción social en Colombia, que es mucho más importante. (…) La cultura del ‘vivo’ se reproduce en la corrupción. Porque el corrupto también se ha vuelto alguien exitoso en esta cultura colombiana, que para mí viene mucho de la cultura del mafioso. (…) El enfoque que arroja el estudio, sin perder la parte normativa, es más de atacar la deformación cultural que tenemos los colombianos”. (Entrevista especial para El Tiempo, realizada por María Isabel Rueda)

En ese orden de ideas La Consulta debió ser del siguiente tenor:

VOTO PARA CONSULTA POR UNA CULTURA ANTICORRUPCIÓN

1 - RECUPERACIÓN DE LOS VALORES Y PRINCIPIOS EN LOS QUE SE BASA LA VIDA EN SOCIEDAD DE LAS COLOMBIANAS Y COLOMBIANOS

SI O NO: ¿Aprueba usted que las personas honestas tengan el privilegio de ser quienes se ganen la estima de la comunidad como ejemplo a seguir; que la buena fe sea el cristal con que miramos a los demás; y, que las normas sean vistas como un medio para vivir en armonía y no como medidas que restringen el desarrollo de la personalidad delictiva?

2 - INTEGRACIÓN PARTICIPATIVA CON GRUPOS DE DISTINTOS ORÍGENES, ESTRATOS SOCIALES, CULTURALES Y ECONÓMICOS

SI O NO: ¿Aprueba usted que se realicen jornadas inclusivas en las que cada colombiana y colombiano tenga la oportunidad de compartir experiencias -como comidas, tertulias o actos de solidaridad- con gente más pobre o más rica, de diferentes razas y países, que provengan de comunidades indígenas, de diversas tradiciones, dialectos y modos de vida?

3 - INTERACCIÓN COMUNITARIA CON FAMILIAS Y PERSONAS DE DISTINTAS CREENCIAS RELIGIOSAS, SEXUALES Y POLÍTICAS

SI O NO: ¿Aprueba usted que sus hijas, hijos, esposa, esposo, vecinas, vecinos, conocidas y conocidos interactuen, cada que tengan la oportunidad, con ateos, agnósticos, cristianos, católicos, evangelistas, ortodoxos, mormones, lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, intersexuales, liberales, conservadores, radicales, izquierdistas y partidarios de Uribe, Petro, Fajardo u Ordóñez, por ejemplo?

4 - SEÑALAMIENTO Y DENUNCIA DEL DELITO COMO PROPÓSITO NACIONAL E IMPOSTERGABLE

SI O NO: ¿Aprueba usted que se señale y se denuncie social y policialmente la deshonestidad, sin miramientos de raza, patrimonio o apellidos, a quienes incurran en comportamientos tan mínimos como el robo de un artículo de mercado y tan graves como el enriquecimiento ilícito, la violación de niños, el secuestro y el asesinato?

5 - ERRADICACIÓN DE LA CULTURA MAFIOSA COMO IDEAL DE VIDA

SI O NO: ¿Aprueba usted, como un compromiso familiar y ciudadano, dejar de enaltecer a los ricos cuyo patrimonio ha sido construido por medio del delito; no referirse más a los pablos escobares como símbolos de la colombianidad; y, no mencionar la palabra “verraco” o cualquiera de sus sinónimos como significado de quien sale airoso de una fechoría o un crimen?

6 - SUFICIENTE ILUSTRACIÓN SOBRE LAS DECISIONES Y LOS REPRESENTANTES DE LAS RAMAS DEL PODER PUBLICO

SI O NO: ¿Aprueba usted que recaiga, en los medios de comunicación estatales y privados, la responsabilidad de proveer la información que permita tener conocimientos asertivos, en materia política y electoral, con contenidos serios y fundamentados por investigaciones éticas; para opinar y votar en consecuencia?

7 - EDUCACIÓN DEMOCRÁTICA IMPARTIDA DESDE NIÑAS Y NIÑOS CON USO DE RAZÓN HASTA PERSONAS DE LA TERCERA EDAD

SI O NO: ¿Aprueba usted que se tomen cursos obligatorios de cívica y democracia en la primaria, el bachillerato, la universidad, por los medios de comunicación, las redes sociales y con entrada libre, en los centros educativos y culturales de todos los municipios de nuestro país?

Loable esfuerzo, de todas maneras, el de los proponentes y votantes, cuyos resultados deben ser avalados por la Presidencia de la República independientemente del umbral, pues cada punto sacó más de once millones de votos, con todo y que Iván Duque no tuvo la suficiente vehemencia en su apoyo mediático. Pero el gobierno y todas las colombianas y colombianos debemos tomar cartas en el asunto, sencillamente porque el sentido común lo demanda, para que no quede la impresión de que la corrupción sigue ganando terreno y porque también es una responsabilidad humana la que tenemos de cambiar los paradigmas que estrechen y eliminen los espacios sociales que le hemos dado a la delincuencia.

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Internacionales, Política, Social Fabio Lozano Uribe Internacionales, Política, Social Fabio Lozano Uribe

Trump: el payaso que se quitó la nariz

Es una necedad, la de criticar a Trump a ultranza, sin darle, por lo menos, el beneficio de la duda. La democracia es una obra humana y como tal contempla, como una de sus fortalezas, que no siempre gobiernen los mismos y que las diversas facciones de una nación se turnen en el poder. Quienes están asustados por las arbitrariedades de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos es porque no tienen fe en su sistema político y eso es lo realmente grave. Si un payaso que nos ha entretenido, durante un año y medio largo, logra desarrollar e implementar la mayoría de las incongruencias que propuso para hacerse elegir pues: “apaguen y váyanse”.

Además -la de los necios- se trata de una crítica rabiosa, del tipo que pierde fácilmente su objetividad. Los demócratas, que se consideran, ellos mismos, inteligentes y moderados incurren ahora en generalidades sin fundamento y terminan diciendo falsedades, de a peso, como que ya no queda gente decente en Washington, que la familia Trump hace parte del crimen organizado o que los cargos más importantes han sido adjudicados a personas que sólo persiguen su bienestar y no el del común de la gente. Es como si Donald Trump para congraciarse con quienes no votaron por él hubiera debido nombrar gente menos reaccionaria o de derecha, siendo que su campaña no giró, precisamente, alrededor de la mesura y el equilibrio; eso hubiera sido un engaño a sus electores y aunque un presidente se debe a la nación entera, debe respetar los designios de quienes lo eligieron. Trump tendrá que moderarse pero por efecto del enfrentamiento sistémico con el Congreso, la Procuraduría y la Corte y no como resultado del señalamiento desesperado de quienes no resisten un cambio tan drástico, de quienes piensan que cualquier política en contrario a su pensamiento es un retroceso.

No sobra pensar positivo; la elección de Trump es, antes que todo, la oportunidad para acelerar las transformaciones que necesita la principal potencia del mundo occidental y corregir las falencias del partido demócrata. Las primeras, son las derivadas del capitalismo: pareciera que la promesa de tener más plata en el bolsillo es más importante que la educación o la salud, la diplomacia o los esfuerzos por salvar el planeta, porque lo cierto es que los Estados Unidos propenden por priorizar la riqueza, la obtención de capital y el mismo Donald Trump es verdaderamente un ejemplo a seguir en ese sentido. Los gringos han construido una ideología en torno a un desueto American Dream que, hoy por hoy, se traduce en la obtención de dinero, por encima de cualquier otro ánimo intelectual, espiritual o altruista. Las segundas, son consecuencia de haber escogido como alternativa, en el tono y los mensajes de la campaña electoral, la de rebajarse al mismo nivel procaz e injurioso de la contraparte, lo que le hizo un contrapeso innecesario al carisma y al honroso liderazgo de Barack Obama. Pasar de un presidente transparente, en todo sentido, a una candidata con varios rabos de paja fue un error inconcebible y crucial, que un candidato con menos asuntos que ocultar hubiera subsanado. 

A estas alturas, satanizar a Donald Trump es contraproducente porque el descontento no puede ser la semilla del odio. Seguir polarizando al país es reproducir y multiplicar las razones por las cuales muchas civilizaciones y naciones, a lo largo de la historia, han caído en la guerra civil previo a su desmoronamiento. “Dividámonos y nos vencerán” podría decirse al respecto de esta nueva guerra fría que arranca con China, la que continúa con la solapada Rusia y las muchas otras subvencionadas y a punta de serlo por cuenta del norte de América. Las diferencias internas, entre nacionales, pasaron de los argumentos, a los insultos, a los brotes de violencia, en los últimos 18 meses y con la posesión del nuevo presidente no han cesado. Muchas democracias han resistido peores megalómanos que Donald Trump, pero aquellas que han sucumbido ante la desmoralización social y a la intolerancia han perdido su puesto en la historia y eso sería fatal para los Estados Unidos. ¿A menos que quisieran que, en un par de generaciones, los jóvenes, desde Maryland a California, se estén rasgando los ojos, quirúrgicamente, para estar a la moda?

Que un payaso se quite la nariz es grave porque cuando las tonterías deben ser tomadas en serio, se dan pasos en falso y hacia atrás; pero se trata de los traspiés normales de la historia, los que invitan a recapacitar y a mejorar, los que evidencian los problemas urgentes y la forma de corregirlos. El emperador Qin Shi Huang también fue declarado loco cuando proyectó la Muralla China -por las mismas razones del muro paralelo al Río Grande: alejar a los vecinos- sin pensar que, pese a que en su construcción perdieron la vida 10 millones de trabajadores, un día sería el anhelo de multitudes de turistas y un orgullo para los astronautas que la miran, más allá de la atmósfera, desde sus escotillas presurizadas. No hay nada nuevo bajo el sol, la humanidad ha vivido una montaña rusa entre la sensatez y la insensatez; no se nos olvide.


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Internacionales, Educación, Deporte, Social Fabio Lozano Uribe Internacionales, Educación, Deporte, Social Fabio Lozano Uribe

Messiánico

Así se llamaba el Club de admiradores de Lionel Messi, entre las calles de Belgrano y Cifuentes, que esta semana cerró sus puertas, con un acto insípido y falto de apasionamiento y la frase lapidaria: “No nos rompás más las pelotas, boludo”. “Lionel Messi es un mal ejemplo para la juventud” aseveró Rogelio Pontes Berruecos, frente a los medios de comunicación, el presidente de Messiánico -la congregación que alcanzó a durar casi once años- y quien al echar candado exclamó: “¡Es que, la verdad, ya no tenemos nada que admirarle a Messi; que se quede en Europa, que se vuelva español o italiano ¿qué sé yo? o que se dedique a jugar canicas o voleybol de playa!” Con el anuncio del astro del fútbol argentino de dejar la Selección de su país, los noticieros aderezaron la primicia con las reacciones de sus fanáticos quienes, decepcionados, quemaron camisetas, inventaron consignas y revivieron el viejo y siempre incandescente amor por Diego Armando Maradona quien, como dijo el mismo Rogelio: “Se avergonzó, él mismo, varias veces, pero nunca a los argentinos”. Dos cuadras más abajo, Marahedonismo sigue existiendo y hoy, tiene más miembros que nunca.

Messiánico fue el epicentro donde se originó la ola de silencio que tuvo a Argentina callada, durante más de quince minutos -¡vaya estupor!- después de que Messi fallara el penalti que le dio la victoria a los chilenos, quienes se llevaron la Copa América en un partido, llamado “de revancha” que replicó la final del campeonato anterior, realizado el año anterior, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile y cuyo resultado resultó siendo, fatídicamente: igual. Y escribo “fatídicamente” porque, como un adolescente, Messi tuvo la reacción de quien no sabe perder y de a quien no le sirve un segundo puesto; su rabieta, para llamar la atención, hacerse la víctima o ambas cosas, terminó con la desmedida reacción de renunciar al seleccionado de su país y a su puesto como capitán del equipo. Lo que es una forma de decir: “La culpa es de la organización, del cuerpo técnico, de las directivas, del continente, del universo, pero no mía”. “Hice lo que humanamente pude” será la respuesta del jugador No. 1 del mundo a su regreso de las vacaciones y ante su lavada de manos, obviando la utilización del plural -en su fraseo- como le pasa, a veces, cuando se le siente esa amarga sensación de nadie está conmigo y todos están contra mí. Fue triste ver cómo a su alrededor, después de finalizado el partido, sus compañeros se preocuparon por levantarle la moral, con una condescendencia indigna para un deporte que se juega en equipo y ante la circunstancia, nada deleznable, de haber quedado subcampeones de la Copa.

Tal vez, el mermado messianismo de los miembros no hubiera hecho mella hasta el extremo de acabar con el Club, si no es porque dicha situación, con la misma intensidad, sentido de victimización y rabieta, ocurrió en el pasado Mundial de Fútbol, durante la final y con la misma actitud derrotista y apocalíptica que niega, de plano, la frase universal del deporte: “Lo importante es competir” y que conlleva la esencia del verdadero espíritu deportivo, desde los juegos olímpicos en Grecia, de fortalecer la amistad entre los pueblos, de darle una alternativa distinta y sana a los conflictos planetarios y de puntualizar en que lo importante no es ganar sino llevar con dignidad la camiseta de un país, a la par con la hermosa alegoría de que, ésta, la sudamos todos; sobre todo los jóvenes para quienes el deporte significa una vida alejada de los peligros de la violencia, la descomposición social y la falta de oportunidades. Entre más grande la fama, más grande la responsabilidad y Lionel Messi ha fallado en entender el significado de ser él mismo, como futbolista y como argentino; parece no importarle y al respecto sus defensores han jugado la carta del mal que sufre: Autismo de Asperger y que lo excusa de no ser un hombre multidimensional y más bien encerrado, solo, como un retardado superdotado -por ponerlo de alguna manera- en su meta de ganar a ultranza, las máximas preseas, sin que el camino recorrido, la travesía y las pequeñas victorias tengan importancia.

Nuestra Selección Colombia ganó el tercer puesto en esta última Copa América, ante los Estados Unidos y aunque en algunos partidos sus jugadores se comportaron como autistas, al final no les reprochamos nada; aceptamos sus eventuales metidas de pata, sus incoherencias y sus veleidades porque, mal que bien, somos, todos, los que trasladamos el balón y ansiamos la sacudida de la malla. Ninguno es uno solo: todos somos falcaos, james, cuadrados, farides, morenos, ospinas, aguilares, murillos e inclusive: pekermanes.


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Internacionales, Educación, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Internacionales, Educación, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

Si mis padres fueran homosexuales

Sería más feliz, más respetuoso de las debilidades humanas, de las minorías y de quienes sufren injusticias; sería más sensible, más poeta y más consecuente con lo bueno que tengo y no con lo que deseo. Mi vida estaría desprovista del machismo implícito en las relaciones heterosexuales y de cuya hegemonía ha sido culpable el género masculino y su influencia, en la sociedad preeminentemente patriarcal, de los últimos veinticinco mil años. La crianza judeo-cristiana no me hubiera forzado a que mis expectativas de vida contemplaran una mujer de la que dependiera mi felicidad, el cuidado de mis hijos y la cocción de mis alimentos, por lo tanto, hubiera sido más respetuoso de los anhelos del otro, independientemente de su credo, su raza o su preferencia sexual.

Si mis padres fueran homosexuales, sería más despreocupado de las morales que vician el libre desarrollo de la personalidad. No hubiera dejado que un hombre, disfrazado de omnipotencia, me sermoneara los domingos, sobre cosas que le son ajenas: como el cariño genital, las caricias después del desayuno o con el desayuno y las ganas de levantarle la falda a la profesora o a mis compañeras del colegio. Hubiera comprendido, más temprano en la vida, que la grandeza de Jesús reside, precisamente, en no haber sido el hijo de dios y en que se tergiversaron sus palabras cuando a su amor, por el próximo, se le dio un carácter tan celestial que lo sacaron del cuerpo: su ámbito natural e irrefutable. ¡Qué necedad la de las monjas, los sacerdotes y sus prelados que predican y practican la castidad; se la pasan enclaustrados, entre personas de su mismo género y después se hacen los desentendidos ante la homosexualidad!

Hubiera comprendido a tiempo, que el sexo consensual no tiene porque ser vergonzoso, en ningún tipo de situación: que los niños se tocan, que las niñas se tocan, que la masturbación es maravillosa, que hombres y mujeres sienten placer al unísono, que el culo es una zona erógena como el cuello, las axilas, los poros de la piel o cada una de las neuronas; que las palabras no deben ser restrictivas, sino amplias e invitadoras de lo que queremos: “Tócame, chúpame, huéleme, escúpeme y úntame tus babas entre los muslos; usa tu meñique, tu pezón, tu tetilla, tu testículo, tu imaginación, tu vocabulario y dame placer. Pídeme lo mismo y más, otras cosas que sean de tu ocurrencia y si, de paso, nos enamoramos ¡mejor aún! podemos pensar en un futuro juntos porque no me importa que tengas pene o vagina, o que te hayas tatuado a la virgen María embarazada, en la parte baja de la espalda: ¡Te amo! y lo demás es irrelevante”.

Si mis padres fueran homosexuales hubiera estado mejor preparado para el mundo que se nos viene encima, en el cual, de no zanjar nuestras diferencias, no habrá -de verdad- ni dios, ni ley, ni superhéroe, ni poder humano que nos salven del desahucio. La cultura que nos distingue de la fauna, no nos aleja de ésta: somos -hembras y machos- putos como las gallinas, cacorros como los perros, promiscuos como los zorros, solapados como las hienas, carnívoros como los leones, rastreros como las culebras, mentirosos como los chacales y entre muchas otras certezas, más destructores de nuestro entorno que toda la fauna junta. La cultura que nos distingue de los animales  -contrario a lo que se nos enseña- nos acerca en lo fundamental: la carga biológica que nos obliga a satisfacer nuestras necesidades y el respeto instintivo por la naturaleza.

Es natural, entonces, que dos hombres o dos mujeres adopten hijos y formen un hogar, de otro modo estaríamos negando la única fuerza con la posibilidad de salvarnos de un final prematuro y horrible: el amor. Nada que dañe más a la humanidad que el mesianismo religioso, que es lo mismo que el totalitarismo político y que son las caras contrapuestas de una misma moneda: el poder. Cualquier persona que, en pleno uso de sus facultades mentales y de su libre albedrío, elabore un discurso que le ponga limitaciones, condiciones o cortapisas al amor es porque cree primero en las leyes de los hombres que en las de la naturaleza; es un acto que, además de terco y obstinado, desdice de su integridad como ser humano y de lo embebido que se encuentra en las normatividades expúreas de la iglesia o del gobierno.

Voy a buscar dos mujeres melcochudas que me adopten, que se embadurnen entre ellas, que me amamanten al tiempo y así, recibir su savia y renovar la mía por una menos resistente al cambio, más liberadora y más alejada de las convenciones que me marcan: para reconocer, por fin, que me quedo con el beso entre Madonna, Britney Spears y Christina Aguilera y no con el saludo del Presidente Obama al Papa Francisco que, aunque tierno y lleno de buenas intenciones, no me concierne.


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Nacionales, Política, Justicia, Social Fabio Lozano Uribe Nacionales, Política, Justicia, Social Fabio Lozano Uribe

La Lógica Timochenko

Ante la imposibilidad de luchar contra el delito, preferimos excusarlo; y en eso los colombianos somos expertos: hemos inventado todos los subterfugios posibles para justificar desde una infracción, hasta una masacre. “Me incluyo” dice Sor Enilda Changüas, administradora financiera de su congregación, quien remata: “Por cincuenta mil pesos, compramos un aparatico que engaña el contador de la luz, lo vuelve más lento; y con trampitas, así, es que ahorramos”. De igual manera, debemos incluirnos todos porque nada que haga más parte de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, que hacer las cosas independientemente de lo que la norma indique y justificarlas como indispensables en algún aspecto de nuestros quehaceres y trabajos.

Qué pensarán los familiares de quienes han muerto en cautiverio, cuando Timochenko avala el secuestro como una forma de financiación de la guerra. Nada, supongo yo. Provistos de esa nueva piel que le nace a las víctimas, gruesa e imperturbable, que así como les permite hacer el duelo de la tragedia sufrida, en la misma medida los aleja de la felicidad. Pero ¿qué pensarán, esos mismos familiares, cuando Timochenko al decirlo y su mensaje ser híper multiplicado por los medios de comunicación, nos entra por un oído y nos sale por el otro? Nada, tampoco, porque como ellos, hemos terminado por entender que vivimos en país corrupto: y que estamos hechos a imagen y semejanza de un padre-Estado-pedestal que ejerce y acepta el delito como modus operandi y actuamos en consecuencia.

Vivimos inmersos -y en eso los medios de comunicación son, en buena medida, culpables- entre la maldad y la apología del delito. Convivimos con acciones que, de acuerdo al desempeño de cada persona -y por dar sólo algunos ejemplos- se expresan así: El desocupado: “Por cada diligencia que le hago, a mi mamá, le sonsaco una platica y con eso es que me pago el vicio”; El agente de transito: “Si no fuera por las tajaditas que le saco a los infractores, no tendría para mantener dos amantes”; El gerente del supermercado: “Los proveedores me dan alguito por ponerles sus productos, a la vista, sino con qué le apuesto a las peleas de perros, en mi barrio”; Los soldados: “Encontramos a unos campesinos robando gallinas y tocó matarlos para cumplir con nuestra cuota mensual de guerrilleros muertos en combate”; El asaltante: “La hembrita me dio la plata pero, de todas maneras, la chuzé para poderla violar, es que uno tiene sus necesidades”; El jefe guerrillero: “Pues sí, nos tocó secuestrar gringos y colombianos ricos, para financiar nuestra lucha contra el poder estatal”. Esa es la Lógica Timochenko, hemos llegado al extremo, inclusive, de escuchar, sin que se nos prendan las alarmas: “¡Sí, yo lo hice y qué! ¡Uno debe vivir de algo! ¿O no?”

Los diálogos de paz, en la Habana, demuestran lo laxos que nos hemos vuelto, de lo lejos que ha llegado la permisividad del Estado en materia de Justicia; pero ese también se ha vuelto un tema que nos resbala. Los colombianos, todos, abrazamos nuestra forma de ser: fronteriza en cuanto a los asuntos con la ley; salvo los desentendidos que, de todas, maneras conocemos al portero, del amigo, del vecino, del amante de la Chueca mocha, que nos haga el favorcito, la vuelta, el catorce, cuando necesitamos conseguir algo, por medio de una dudosa conducta. Así somos ¿qué le vamos a hacer? y nos preciamos de nuestra habilidad; la llamamos recursividad, creatividad y la destacamos como una forma de pensar por fuera de la caja y eso es cierto, metimos la honestidad, los valores, la virtud y todas esas cosas lindas que le escuchamos enumerar a nuestros abuelos, en una caja, le pusimos una cerradura y botamos la llave ¡con todo y caja!

Llevamos una generación y media -aproximadamente, digo yo- pensando y actuando con la Lógica Timochenko, por eso ya no notamos las arbitrariedades y contradicciones sociales y humanas que se dan a nuestro alrededor. Ni vemos, ni oímos, ni entendemos por la sencilla razón de que todos somos víctimas: las directas, que de su bolsillo, en carne viva, han financiado a los alzados en armas; las indirectas, que somos los cobardes, llenos de miedo, que gritamos por Facebook y a veces, salimos con pancartas a la calle y los victimarios que, pese a su cercanía con la lesa humanidad, todavía alegan ser víctimas del sistema y le atribuyen, a éste, la culpa de sus quebrantamientos.

La Lógica Timochenko tiene sus obvias raíces en Maquiavelo y la enjundia de pensamiento y filosofía política reunida en Cuba, la están aplicando. Sin darse cuenta la están validando, para que se arraigue lo más posible y dure otro par de gobiernos o hasta que ni éstos mismos se puedan financiar. Como toda lógica empezará a fisurarse, a indigestarse por la acumulación de contradicciones, a agonizar con la ponzoña de su propia bilis; para, eventualmente, morir y darle paso a un renacimiento que gravite por encima de todos los argumentos exculpatorios, sin excepción: ¡porque son, precisamente, las excepciones a las reglas, las que nos están matando!


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El último vendedor ambulante

Le decían Don Zacas y era la persona más famosa de su esquina. Nunca quiso diversificarse e hizo perros calientes hasta que cayó muerto, de un infarto, al día siguiente de elegido Enrique Peñalosa como alcalde de Bogotá, por segunda vez. Echaba las salchichas a hervir, el pan a calentar en un horno del año de Upa y los servía de tres clases: el “con de todo” salsa de tomate, mayonesa, mostaza, piña y papas fritas molidas por encima; el “sencillo” sin piña y el “mexicano” con ají. Se sentaba debajo de un paraguas, de los que regalaba Granahorrar, hace como treinta años y dormía siestas, intermitentes, a lo largo del día; con esa habilidad que tienen los boyacenses de dormir sentados, sin perder noción de lo que sucede alrededor.

Como él, muchos otros vendedores ambulantes, es como si también hubieran muerto ese día porque con la derrota, en las urnas, de las izquierdas que los venían amparando, el futuro de la venta callejera ha quedado, de nuevo, en entredicho; por no decir que en cuidados intensivos, a la espera de las operaciones policivas para devolverlos a sus casas y tener que darse mañas para vivir del polvo, de las pequeñas violencias o de cualquier otro familiar más afortunado. A esa limpieza la llamarán “reubicación” y las esquinas por donde pasan los ricos van a recobrar ese aire desolado e higiénico, que tanto le gusta a los urbanizadores y tecnócratas. No le faltaba razón, entonces, a Don Zacarías Panqueva, natural de Tibasosa, que cuando subieron los andenes para inducir al uso obligado de los parqueaderos, por parte de los usuarios del automóvil, exclamó: “¡Los ricos, ahora cuidan carros; no demoran, también, en vender perros calientes!”

Peñalosa ha diversificado el ámbito de sus amistades, por no decir que el de los contribuyentes a sus campañas políticas. Más de quince años después, no son sólo los que se lucraron -y se siguen lucrando- de los parqueaderos sino, por nombrar algunos, los que están enfilando baterías para quedarse con las esquinas de Bogotá. A saber:

José Elias Boquerón, el lechonero más rico del país tiene diseñados, con la ayuda de expertos en carrocerías para motos, un lote inicial de 500 carritos fritadores de chicharrón, cuyos platos, en forma de cono, irían acompañados de yuca, papa y gaseosa. Sus tres hijos, los herederos del emporio económico que, hoy, incluye producción y distribución de productos agrícolas y derivados del petróleo -llamados, con cariño, por sus subalternos: los Tres Cerditos- están en conversaciones con Ardila Lulle y están buscando una alianza con Aceicol para la consecución de una mezcla especial de margarina líquida que se descomponga menos, ante los altibajos del clima.

Manuel Vicente Marmolejo -hijo de un prominente senador de la costa, ya fallecido- quien ha manejado la franquicia, para Colombia, de Churros & Crisp Incorporated, desde hace más de 20 años importó, de Corea -antes de que a Carlos Mattos lo echaran de la Hyundai- unos vehículos motorizados, del tamaño de un carrito de helado, con capacidad para llevar perecederos congelados, paquetes de fritos, pan y gaseosa. Estas sanducheras, con ruedas, ya están nacionalizadas y la compañía de Marmolejo contrató a la firma de lobbyistas Garmendia, Insignares, Montes y Cadavid para quedarse, en la repartición del botín, con las entradas y salidas de los puentes y vías peatonales de Transmilenio. 

Basten este par de ejemplo, entre bastantes más. Se supo también que un franquiciante anónimo va a traer los Sugar Green Manguitos que están en todos los centros comerciales de La Florida; que Wraps & Go ya tiene inversionistas bogotanos para sus “ventanas rodantes” y lo más preocupante -porque puede causar un problema de seguridad, sin precedentes- se dice en los clubes que la Alcaldía está pensando en arrasar con los sanandresitos, como hizo con San Victorino y hacer parques temáticos con las programadoras que se le midan a convertir sus telenovelas en un parque de diversiones.

Así las cosas, Bogotá perderá lo que le queda de mosaico racial y social, de muestrario de nuestra colombianidad, de nuestra recursividad y gastronomía callejera. La evidencia de nuestra pobreza quedará oculta, en barrios donde a Peñalosa le han robado, incontables veces, la bicicleta y todo será para el bien de unos cuantos políticos que han logrado vender el espejismo de que nuestra ciudad, como la Gran Manzana, aguantaría -¿por qué no?- una sucursal de Disney en el Centro Andino.


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La paz se afirma, no se firma

Se llegó el 2016 y no hubo que apurarlo y tampoco nadie está pensando en reinventárselo o cambiarlo por otro año, con otra nomenclatura u otras expectativas. El nuevo año se irá acomodando a su ritmo, se irá instalando en la memoria de los vivos y cumplirá con su lapso; de la mano con los acontecimientos se irá escribiendo la historia y ésta, también tendrá vida propia así nuestro mandatario de turno piense que su destino es cambiarla y que una firma es todo lo que necesita para darle un sentido de logro, a su gobierno, que mucha falta le hace.

Se firman los cheques, como prueba de autenticidad de la transacción. Se firman las obras de arte, como demostración de identidad del artista. Se firman los artículos como legitimación de la responsabilidad sobre lo que se escribe. Existe, inclusive, la expresión “póngale la firma” –a algo– para aseverar el compromiso con una acción o con una idea. Se firman las causas, como apoyo a que mejore una situación o a que deje de cometerse una injusticia. ¿Pero la paz? ¿Cómo puede una persona, o un grupo humano, asegurar con su firma algo tan relativo, incontrolable y que depende de tantos factores? El lector pensará, en este punto, que ciertamente no se firma la paz sino un listado de acuerdos para que, ésta, sea posible entre las partes; lo que es –por decir lo menos– risible porque donde no hay principios morales y priman las conveniencias políticas y económicas, cualquier acuerdo, que pretenda una humanidad tan grande, pierde automáticamente su validez.

No hay pacto de amor posible –por ejemplo– entre una pareja, mientras haya infidelidad; menos aun una firma estableciendo una componenda con unas reglas de conducta, es absurdo; si la imposibilidad de la convivencia es evidente y alguno, de los dos, ha incurrido, por acción u omisión, en conductas oprobiosas o criminales ¿qué sentido tiene hablar de amor, si no es para distraer la atención de los problemas que verdaderamente subyacen?

Las pírricas enseñanzas del conflicto judeo-palestino –otro ejemplo– es que no se puede establecer el “no odio” por decreto y que los tratados internacionales y sus acercamientos son inútiles mientras los cambios históricos no se hayan dado. Aún, hoy, las madres en Jerusalén se insultan y desean la muerte de los vástagos contrarios en la contienda. La foto de los niños israelíes escribiendo palabras soeces en la superficie metálica de las bombas, previo a su lanzamiento, es más diciente que cualquiera de los elaborados discursos de Netanyahu en contra de los esfuerzos de redención árabe, con Occidente.

El Virreinato Español –otro ejemplo más– apoyó temporalmente los esfuerzos republicanos de la Independencia, mientras organizó la reconquista. No en vano el Acta de Independencia, firmada en Bogotá el 20 de julio de 1810, expresa como objetivos primordiales: defender la religión católica, a nuestro amado monarca Fernando VII y la libertad de la patria. Muchas actas de independencia se firmaron, subsecuentemente y todas fallaron en su empeño por darle una justa dimensión al proceso histórico de la Independencia.

Los presidentes de Colombia se han vuelto mesiánicos, superdotados: ellos son la historia; y nada hay de más antipático y contraproducente, con el agravante de que a los interlocutores de las Farc, en Cuba, les han dado también esa calidad supérstite para presionarlos a finalizar un conflicto, que ya no depende –si alguna vez lo hizo– de ellos. Se ha perdido el tiempo, sin duda. Humberto de la Calle Lombana, otrora tajante y de una sola pieza, ahora, también pretende ser un determinador del destino colombiano y con esa sensación, de que: “nosotros somos la alternativa de paz que necesita Colombia” se sienta, a la mesa, con sus contertulios y al sonar de los mojitos brindan con la expresión: “La paz. Ahora o nunca”.

¡Qué partida de engreídos! Los colombianos, no pusimos en sus manos dicha responsabilidad; el Presidente Santos se la abrogó –de las interpretaciones de su horóscopo personal y ante el delirio de que la historia depende de él y no al contrario– y montó el tinglado que terminará con: una firma, otro brindis y un acto indecoroso, avalado por la prensa, la opinión pública calificada y las expectativas de un proceso, mal llamado: postconflicto. Colombia se encuentra entre Santos y Uribe, entre la terquedad y el desquicio, sin que ninguno de los dos reconozca la humildad de los grandes hombres: los que son instrumentos de la circunstancia y no un mero bolígrafo al servicio de sus intereses personales y políticos.


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Peñalosa elevado

Tengo un amigo, Walter Murales de la Peña; un hombre estrato seis, culto y con esa altísima autoestima de quienes han labrado su vida a pulso, de la pobreza a la riqueza. Cuando le preguntan, en esta época de elecciones municipales, por el candidato de su preferencia, contesta que: Peñalosa; pero lo hace como un reflejo condicionado, como si el estatus socio-económico también obligara a tener una consecuente fórmula electoral. Los ricos pueden votar por Pardo, también, pero nunca por las izquierdas so pena de que les hagan zancadilla en el Gun Club o los dejen de invitar a las frijoladas de doña Olga Duque de Ospina.

De todas maneras, Walter Murales hace uso de la reserva electoral y vota por quien le da la gana, pero en el momento de hablar de política, en los cocteles y recepciones de ocasión, se apodera, de su labia y discursiva, la más rampante hipocresía. Manotea en el aire y frunce el ceño para repudiar a los vendedores ambulantes que se acercan, en los semáforos, a su Mercedes Benz; despotrica contra los taxistas y dice que sus subalternos son todos usuarios de Uber; y, se refiere a Clara López Obregón, como Clara de Romero e inventa que su paso por Harvard fue, meramente, un intercambio veraniego de canabis y libros de Herbert Marcuse.

Traigo a colación este amigo, mío, porque me temo que la mayoría de quienes se manifiestan adeptos a Enrique Peñalosa, para la Alcaldía de Bogotá, son como él: peñalosistas de dientes para afuera, pero que terminan votando por opciones que consideran más factibles, menos volátiles y más apegadas a la realidad: menos urbanismo y calzadas oxigenadas y multicolores y más pragmatismo a la hora de luchar contra las mafias; de frenar los monopolios que nos saquean, a cuentagotas, a los ciudadanos; y, más equidad para los estratos menos favorecidos. Los ricos –los que llamamos: acomodados– son muy pocos y no son la fuerza que determina un alcalde capitalino; se precian de Transmilenio como un logro de todos y les gusta porque el chofer y el servicio doméstico, llegan más temprano, por las mañanas, a trabajar; logro que además –valga repetir– lo consideramos como un esfuerzo de todos los bogotanos, por eso no deja de ser antipático que Peñalosa lo señale como su gran éxito, cada que toma un micrófono y repite el periplo de su recorrido político y administrativo.

Puntear en las encuestas lo ha elevado, lo tiene hablando de utopías cada vez más distantes y como disco rayado, la idea del metro, o tranvía, colgado de las nubes –como alternativa al metro subterráneo– se ha convertido en su caballito de batalla: más bonito, más rápido, más barato, más cómodo para construir y más fácil de llevar a los confines de esta ciudad ya, de por sí, anclada a dos mil seiscientos metros de altura, en una cordillera majestuosa, donde, ni siquiera, hemos sido capaces de implementar, adecuadamente, un servicio de trenes. Si bien es cierto que Peñalosa representa la Bogotá que queremos, se trata, precisamente, de la que no podemos tener; porque, como decía el maestro Echandía, esto no es Dinamarca, sino Cundinamarca.

No se nos olvide –tampoco– que Santos ha introducido al ambiente político, como fórmula para acceder y mantener el poder, la corrupción mediática: el grueso de la información noticiosa, salvo las columnas de opinión de unos pocos –cada vez más pocos– está supeditada a la preferencia política y a los intereses económicos; de igual modo, las encuestas son, también, cada vez menos, el reflejo de la realidad electoral y están compradas, de antemano. A esto, hay que sumarle el agravante de que a Enrique Peñalosa, en las últimas tres elecciones, se le ha caído la votación por debajo del sesenta por ciento de lo que indica su “rating”, eso es imposible soslayarlo y es, además, la razón por la cual Rafael Pardo y Clara López han sido tan precavidos a la hora de unir sus fuerzas con él.

Enrique Peñalosa sabe, por la experiencia de su propia carne, que su elección está lejos de ser ganada, todavía; por eso, las ínfulas triunfalistas de Cambio Radical se están convirtiendo en un factor grande de desavenencia con los bogotanos, que le puede mermar votos –donde sí los tiene– en los estratos altos. Carlos Fernando Galán y Rodrigo Lara Restrepo andan a la pata del candidato, como la estela que genera un cometa, robando cámara y trasladando a la palestra el contrapunteo político que tienen con Horacio Serpa y con el Partido Liberal. Ambos jóvenes, cuyo ímpetu nace de una tragedia similar, deberían olvidar sus egos y mostrar a sus coequiperos que, en el caso de Bogotá, son interesantes, diversos y con una vocación de servicio que, los dos primeros, han venido opacando con su malentendida necesidad de figuración. O sea que entre las rencillas prosaicas de las figuras del partido y las nebulosas discursivas del candidato puede que, después de estas elecciones, ya no quede Peñalosa para más rato.


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San Diomedes

Que los parlamentarios colombianos tramiten una Ley de Honores para celebrar las proezas musicales y mundanas del cantautor de música vallenata Diomedes Díaz, vaya y venga; es como honrar a uno de los suyos: hombres del pueblo que han trepado a las altas esferas de la sociedad, por la ardua y difícil escalera que lleva a la fama, al poder y a la delincuencia, para, finalmente, luchar por una anhelada impunidad. Ahora, la Iglesia, el Arzobispado de La Junta, en cabeza de Monseñor Eladio Arzayús Velandia ha empezado el proceso de beatificación, del conocido personaje, ante el Vaticano.

“Se trata de un papeleo demorado, pero estamos confiados en poder demostrar la índole milagrosa de uno de nuestros fieles más queridos” dijo el reverendo, a las cadenas noticiosas del país, después de una misa, por la salvación del alma del cantante y compositor, a la que asistieron sus cuarenta y cinco hijos, sus treinta y cuatro esposas-amantes-concubinas-compañeras-de-cama y sus guardaespaldas, muchos de los cuales –ahí empiezan los milagros– se parecen a los hijos; y es porque a Diomedes le gustaba, después de sus prédicas de acordeón, caja y guacharaca, compartir la carne y el vino con sus más cercanos colaboradores, tal y como rezan los evangelios. “¡Era tan devoto!” dicen quienes lo acompañaron en sus correrías que las líneas de cocaína le quedaban en forma de cruz y se persignaba antes de consumirlas y multiplicarlas para regocijo de sus acompañantes, algunos de los cuales –de acuerdo a lo previsto en la Santa Biblia– lo negaron, lo traicionaron y estuvieron entre quienes pidieron, entre vitores y gritos de espanto, para él, la corona de espinas y su subsecuente crucifixión.

“¡Su vida entera es un milagro!” exclamó, en otra oportunidad, Monseñor Arzayús haciendo referencia al hecho incontrovertible de que el hombre, nacido en un corregimiento pobre y perdido entre el veredal guajiro, había logrado conquistar el corazón de los colombianos con un repertorio alentador de las costumbres cristianas, pues Diomedes Díaz le cantó al amor, a la honestidad, al cariño de pareja, a la fidelidad, a la hombría y a la virginidad; valores, todos, que cultivó en su vida y que fueron equiparables a su devoción por Jesucristo, a quien le reza: “Todo lo que yo trabaje, todo es para ti; tú eres quien tiene derecho, todo es para ti; lo que guardo aquí en mi pecho, todo es para ti; el amor que es lo mas grande, todo es para ti”.

Como todo santo, también, tuvo su propio viacrucis: fue acusado de asesinar a una de sus sacerdotisas, a una de sus musas, cuyo cuerpo brutalizado y lleno de sustancias alucinógenas fue encontrado, al borde de una carretera, en las cercanías de Tunja. La noticia fue tan dura para el vallenatero que se sumió en una apoplejía que lo inmovilizó durante un par de años, obligado a cargar con la cruz de infamia que lo acompañó hasta su muerte; pero el milagro se le hizo: se levantó, caminó sobre las aguas y de los orificios en sus manos y pies fue arrastrado a la cárcel, de donde salió a los tres días; bueno, en realidad, fue más tiempo, pero las celebraciones de su resurrección fueron tan apoteósicas que los historiadores, con esa ebriedad propia de acercarse al aura de la santidad, terminaran por hacer los ajustes necesarios para que San Diomedes aparezca en los frisos y vitrales de las catedrales –desde Valledupar hasta Riohacha– junto a San Rafael Escalona, San Francisco El Hombre y San Juancho Rois cuyas beatificaciones también se encuentran en curso.

La oficina de canonizaciones del Vaticano tiene un archivero completo dedicado a Colombia y que los prelados miran, de vez en cuando, para reírse de nuestra ingenuidad; esto es, si se le puede llamar así a nuestro desdén por la gente de bien y nuestro infinito amor por las ovejas descarriadas; porque, el nuestro, es un país que le rinde culto a la delincuencia: nos encomendamos primero a las almas de Pablo Escobar, de Tirofijo o de la monita retrechera antes que reconocer la vida sacrificada de quienes trabajan sin más armas que el decoro y la perseverancia; nos colgamos medallas con sus efigies, les inventamos oraciones, coplas, trovas y vallenatos; peregrinamos hasta sus tumbas y les ofrecemos penitencia por su cuidado y milagros; y la prueba de esta afición por privilegiar la contravención y el bandidaje es que RCN y Caracol, sin falta, se pelean por producir telenovelas que ensalzan su memoria y deifican las acciones de sus vidas.

Como escribe Joaquín Robles Zabala, periodista de la Revista Semana “Diomedes Díaz Maestre fue muchas y otras cosas que se le endilgan: periquero, extravagante, mujeriego, loco, machista, ostentoso y, en ocasiones, entre un trago y otro, se le daba por toquetear las entrepiernas de sus amigos”; pero pareciera que con la excusa de que la vida pública e intima de un artista debe ser juzgada independientemente de su obra, nos piden, tanto la Iglesia como el Capitolio, que seamos benévolos, por lo menos, con sus canciones y sus letras, interpretadas y escritas para inspirar los más virtuosos y reveladores sermones dominicales sobre: el arrepentimiento, el perdón y la vida monacal de los juglares que encarnan la leyenda vallenata.


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Petro El Grande

“Te llamarán ‘El Grande’ en adelante y tu nombre retumbará, a lo largo de los siglos, por toda la eternidad” le hubieran cantado a Gustavo Petro, al proclamarlo emperador en algún momento más afortunado de la historia de la humanidad. No es para menos: un hombre que se cargó el fusil, al hombro, para luchar por la democracia; que lideró un proceso para amnistiar a los suyos –a quienes lucharon con nobleza– y poder dar la cara desde un frente aún más peligroso: el político; que fue uno de los parlamentarios más destacados del Senado de la República, al que accedió con la tercera votación mayoritaria del país; y, que a cargo de Bogotá, como Alcalde Mayor, ha salido airoso de uno de los retos más difíciles de su vida: el de no dejarse joder por las élites capitalinas; merece que se le compongan muchos himnos y de que se le construya una catedral.

¿Cuáles élites? Aquellas que se mostraron imperturbables –o poco afectadas– con el Alcalde anterior, pese a que se embolsilló, no menos de ciento veinticinco mil millones de pesos ($125.000.000.000.oo) pero que a Petro sí han tratado como a un enemigo público, número uno, por su pobre cuna, tal vez; porque creó una Secretaría para la Mujer, en una ciudad de machos cabríos; porque se preocupó por la atención de LGBTI, con un Centro de Ciudadanía especializado, en una ciudad donde preferimos ocultar esas anomalías; o, porque abrió, al público, centros para la atención de abortos –permitidos por la ley– en una ciudad cristiana y pía como el prepucio del Divino Niño. ¿Quién Sabe? Tal vez, lo odian por ser de la costa, por tener el pelo ondulado o porque usa la gorra terciada a la izquierda; o, porque sus apellidos son Petro Urrego y eso suena feo: a brego, borrego y labriego y lo imaginarán de por allá, del campo, con mugre en las uñas y costumbres indignas del Palacio Liévano.

¡No importa! El caso es que le entorpecieron la gestión, “le debilitaron la debilidad” como diría Perogrullo; al plan de mejoramiento del Sistema Integrado del Transporte Público, esencial para aligerar el flujo vehicular, le atrasaron la entrega de los buses, detuvieron el desmonte de las rutas que no pertenecían al nuevo sistema, retardaron –con excusas técnico-burocráticas la entrega de paraderos y lo más ignominioso: los bancos se pusieron retrecheros con Coobus y Egobus las empresas de los pequeños propietarios ¡claro! poniendo en peligro la infraestructura financiera de toda la operación. Digámoslo, de una vez, quienes mueven los hilos del poder bogotano prefieren mirar al infinito y más allá, con un alcalde permisivo como Samuel Moreno y hasta normal les parecerá que, por hacer lo propio, se quede con su propina. Detestan a Petro de una forma tan visceral, que aunque le dio un golpe importante al hampa poniendo en cintura el porte de armas de fuego, ni siquiera, eso, le reconocieron: los medios de comunicación, apoyados por las encuestas de ellos mismos –que es lo que siempre hacen– salieron a decir la imbecilidad de que sí, que efectivamente los homicidios habían bajado pero no, así, los demás delitos.

Puede que exagere, un poquito; de pronto Petro no tiene la enjundia de los grandes emperadores que nacieron con sus mullidas nalgas en el trono, pero algo tiene de Napoleón o Trajano, que se hicieron de la nada, tuvieron mente revolucionaria y principalmente, soportaron con estoicismo las arremetidas de los más poderosos. ¡O algo de Jesucristo ¿por qué no?! Sin contar las zancadillas que le hicieron de congresista, lo suyo ha sido un viacrucis: trataron de anular su inscripción como candidato a la Alcaldía; desde que se posesionó ya le estaban buscando causales de destitución y desafortunadamente, dio papaya, por cambiar el modelo de recolección de basuras –uno de los fortines privados más onerosos para los bogotanos– fue a parar a la picota pública e incurrió “en torpezas en la toma de decisiones” según los entendidos que, después, la Procuraduría convirtió en “gestión dolosa” y lo destituyó del cargo. Gustavo Petro pasó una triste navidad, de 2013, pero resuscitó a los tres meses reencauchado y con más ánimos, que es, precisamente, la actitud de los verdaderos líderes.

Según Crispino Sutamerchán, comentarista radial de la Cadena Arriba Colombia, a Petro, su decisión de cerrar la Plaza de la Santamaría, como matadero de toros, lo indispuso con los más pudientes; porque perder ese cordón umbilical con la Madre Patria, la oportunidad de ver sangre una tarde de domingo, mostrar las amantes de turno y éstas, a su vez, lucir sus louis vuittones y sus jimmy choos, les dio en la pepa del disgusto. “¿Cómo se atreve? ¡Malnacido! ¡Hasta asesino será!" le gritan desde los campos de golf, sin darse cuenta –porque además no les importa– que abrazar las izquierdas es, también, garantizar el equilibrio de las derechas; pero bueno –digo yo– les hará falta Petro cuando Alejandro Ordóñez sea Presidente de la República y se persiga a quienes no comulguen con su autoritarismo a ultranza.

Afortunadamente, ahí está Clara López quien integra lo mejor de ambos mundos, cuyo entusiasmo por servir a los bogotanos supera a Pardo y en gestión política y conciliación de los diversos actores, a Peñalosa.


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La Candy Crush Saga

“La mayoría de mis amigos son del siguiente calibre: postean fotos de ellos mismos, enfundados en sus vestidos Armani y con los nudos de sus corbatas de seda perfectamente triangulares, a punto de tomar decisiones trascendentales para el medio en que desarrollan sus actividades económicas; a los cinco minutos, su celular expide un comunicado, corto y directo a la pepa: Tu amigo te invita a jugar Candy Crush Saga", decía Alberto Mengano Lafaurie, a sus contertulios de ocasión, durante una recepción en la Embajada del Reino Unido para conmemorar los 60 años en el trono de la Reina Isabel.

Hacia las nueve y media de la noche, después de sendos pasabocas, hubo un brindis y rodó la champaña durante largo rato. Alberto se encontró con una vieja amiga –de esas tan lanzadas que la voz parece que le saliera del escote– comentaron los mismos tres, o cuatro, chismes de moda en el ambiente diplomático colombiano y en el momento de salir, cuando se estaba despidiendo de la Canciller a quien llamaba por su nombre de pila, sintió que le halaban el brazo. Era un agente del servicio secreto que lo llevó hasta un rincón, poco iluminado, de la casa para decirle, de manera incisiva “deme nombres, necesito nombres de las personas que juegan Candy Crush, se lo ruego estamos tratando de salvar al mundo, de ese flagelo”. Alberto se intimidó y con voz entrecortada dijo “no soy un soplón” por lo que el agente lo sacudió por el cuello de la camisa, mientras exclamaba “¡hágalo por el bien de la humanidad!”, al instante salió corriendo y se evaporó entre la gente, eso sí: le dejó una tarjeta en la mano con un teléfono.

A los pocos días, las conjeturas de Alberto se disiparon, pues wikileaks reveló el listado de las personas adictas a jugar Candy Crush a nivel mundial: el piloto del avión de Malasia Airlines MH370, desaparecido hace más de un año; el príncipe Harry cuando no está subido en un helicóptero haciendo prácticas de tiro; Kim Jong-Un el joven mandatario norcoreano, que juega, inclusive, durante los desfiles militares; Fernando Alonso los últimos tres años, se precia de haber sido el primero en completar mil niveles; Cristina Kirchner a quien se le oyó decir: “puede que las encuestas no me sean favorables, pero mi puntaje de Candy Crush está por las nubes”; entre otras, y en la lista también aparecen: Justin Bieber, Kim Kardashian, París Hilton, Rafael Nadal, Chelsea Clinton, Mark Zuckerberg, Donald Trump, Oprah Winfrey, etc… y los únicos colombianos que aparecen son: Juanes, Samuel Moreno y Radamel Falcao García. Los medios internacionales increparon severamente a los integrantes de dicha lista, los pusieron en la picota pública porque calcularon que, por cada 100 niveles, debían gastar alrededor de 2 semanas, jugando entre 4 y 5 horas diarias.

Después de ese suceso, de esa filtración deshonrosa la gente empezó a jugar a escondidas; si a uno lo encontraban en un baño metiendo cocaína, era menos grave que con el celular entre las manos eliminando hileras de dulcesitos. Jugar Candy Crush se volvió causal para despidos laborales y para le separación de matrimonios, tanto civiles como por la iglesia. “Dios castiga la procastinación digital” decían los curas en los sermones dominicales, aleccionados por los últimos comunicados del Vaticano vetando, por su perversidad, ciertas aplicaciones para los celulares. Una nueva versión salió al mercado, la Candy Crush Saga Incognito, con el atractivo de ser totalmente silenciosa y con un dispositivo que, con sólo quitar los dedos de la pantalla, está se convierte –de acuerdo a los ajustes del usuario– en páginas de Word, hojas de cálculo de Excel, o cualquier otro pantallazo predeterminado: desde ecuaciones cosmológicas hasta pornografía.

Alberto empezó a ser fuertemente presionado para que soltara los nombres de sus amigos, dedicados a la turbia actividad candicrochera; lo interrogaron durante varios días, le pusieron fotografías de conocidos y desconocidos para que, él, los señalara con el dedo, los humillara ante la sociedad y ante el país; lo amenazaron con torturarlo y lo tuvieron, en solitario, durante varios días. Demacrado y sin aliento lo sacaron, le ofrecieron café pero orinaron la cafetera, le ofrecieron bandeja paisa pero escupieron en el plato; finalmente, desfallecido les dijo que sólo les podía dar un nombre y se lanzó con el que más le pareció que cumplía con los requisitos de un hombre que de dientes para afuera tiene un cargo de responsabilidad, pero de dientes para adentro es solamente un hijo de papi simpaticón y que frunce el ceño ante los periodistas, como inmerso en cavilaciones importantísimas: Simón Gaviria. Y, como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas, Alberto fue bañado, vestido y alimentado en un Corral Gourmet antes de dejarlo en su casa.

A Simón Gaviria lo encontraron las autoridades durmiendo la siesta, en el carro, protegido por sus guardaespaldas, en el parqueadero del Jockey Club y ante los medios de comunicación declaró que, efectivamente, que él jugaba Candy Crush todos los días y que eso le permitía mantenerse enfocado en una sola cosa; en pocas palabras, lo que dijo, exactamente, fue: “Es una forma de ejercitar mi lucidez”.


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El efecto Uber

Los bogotanos pensamos, al principio, que “úber” era el apócope de “ubérrimo” por lo que asumimos que se trataba de otro negocio de los hermanos Uribe Moreno, al amparo de su padre, especialistas en enriquecerse aprovechando información privilegiada. Pero no. Se trata de un servicio de taxi que funciona por medio de una aplicación para Windows phone, Android e IOS, lo que lo hace más rápido en la recogida que los taxis convencionales, más cómodo y sin la molestia de manejar dinero en efectivo –la carrera se prepaga con tarjeta de crédito– lo que evita el atraco a sus conductores. Las condiciones de higiene y comodidad del vehículo son óptimas y aunque es más costosa la carrera, parte de la premisa, cierta por demás, de que “quien tiene la plata para comprar teléfonos celulares de alta tecnología, la tiene para tomar este agradable y novedoso servicio”. Uber inició operaciones hace cinco años y se presta actualmente en más de 300 ciudades, a nivel internacional, incluidas el 80 por ciento de las capitales del mundo.

“Se trata de un golpe bajo para los taxis amarillos” –los Uber son blancos– dice Don Uldarico Peña, la cabeza sobresaliente de los taxistas, de siempre, señalados generalmente por su mal genio, su olor trasnochado y sus indebidas jornadas de 12 a 15 horas.

Los usuarios de taxi en Bogotá han venido, paulatinamente, equilibrando la balanza entre blancos y amarillos; y es que, estos últimos, todos los días dan excusas para que la gente se cambie: “yo por allá no lo llevo patroncito”, “usted me va diciendo por donde, porque yo, por esos lados, no conozco”, “no tengo vueltas, señora, mire a ver si le cambian el billete en alguna parte” y a la par con frases despedidoras, los hay que ponen espejitos, frente a la palanca de cambios, para mirarle las piernas a las mujeres que se suben; algunos exceden los límites de velocidad a su antojo; otros siguen cobrando, a los incautos, el doble o el triple de la tarifa; y hay un porcentaje –a veces alarmante– que se presta para el consabido paseo millonario.

“Por eso es que las cosas están cambiando” dice don Uldarico Peña y le muestra, a los periodistas que lo visitan, un reel de testimoniales que, eventualmente, piensa subir a You Tube:

Francina Tabares dice que: “Apenas el taxista supo que era el día de mi cumpleaños me ofreció una chupeta, en forma de vela, dejó abierta la recepción de la antena y todos los taxistas con la misma frecuencia me cantaron e Sapo Verde”.

“El taxista me presentó a su esposa, sentada de copiloto” dice Darío Cavanzo y agrega: “la vieja me ofreció manicure, pedicure, masajes de todas clases y como no acepté ninguno, me armó un pegadito de marihuana. Me lo cobraron, claro, pero me sentí muy bien atendido”.

Doña Josefina Coscuez de Aramburo comenta, sonrojada frente a la cámara, que le tocó un taxista que le cantó a capella sus boleros favoritos. “Qué voz la de ese hombre, interpretó a Lucho Gatica, Leo Marini y Armando Manzanero. Con decirles que llegué 20 años más joven a mi casa”.

“A mí, me salvaron la vida” dice el abogado Camilo Insignares, quien camino de Paloquemao, a presentar los fundamentos de una demanda contra el Estado, olvidó su cédula y el taxista se las arregló para que un compañero la recogiera y la llevara –arriesgando velocidades mayores de las permitidas– hasta el juzgado.

Cuenta, por ejemplo, Ezequiel Miramonte, que tomó un taxi de esos que tienen las ventanas de atrás polarizadas y recostaderas abullonadas. “El taxista me ofreció una revista. El asiento del copiloto parecía la vitrina de una droguería” dice, de forma divertida y cuenta que, antes de pasársela, el taxista le pregunta: “¿El señor desea una revista de negocios, noticiosa, de chismes de farándula o de relax?” A lo cual, él contesta “de relax”. Acto seguido le pasan una revista Penthouse, plastificada y una cajita de Kleenex.

Así las cosas, es claro que los taxistas bogotanos, de toda la vida, piensan dar la pelea por competir contra los advenedizos. Algunos han instalado, ya, sistemas de Home Theater con Surround y 3D en las cabinas de sus carros; otros han puesto cojinería floreada, echado perfume primaveral y escogido en Spotify playlists de música californiana; y, otros pocos –cuando se trata de usuarios que están haciendo una diligencia, que no les toma mucho tiempo- ofrecen la devuelta a mitad de precio. Están en mora de montar un sistema de “millas” como el de las aerolíneas y ofrecer acumulación de “kilómetros” por cada carrera según la distancia recorrida.

Están, además, próximos a salir, en horario triple A –dice, también, don Uldarico Peña– dos comerciales: uno que muestra a un taxista molesto porque le rayaron el carro y que, en vez de sacar un chuzo, o una cruceta, para pelear, saca una pistola de agua y alega, amistosamente, cantando en verso, como si fuera un rapero; y otro en el que sale Natalia Paris en paños menores, entre un taxi, diciendo que: “Son tan cómodos los taxis amarillos, que le dan, a una, ganas de quitarse la ropa”.


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