Ser Jíbaro Paga

“Si te llegas a perder o tienes problemas en la calle, busca a un uniformado” ese era el consejo normal para un adolescente que se veía con los amigos en los parques, en las esquinas o en el recién inaugurado Unicentro, hace más de cuarenta años. Eso nunca ha aplicado, porque los jóvenes le tienen tanto pavor a los hampones, como a la policía. “La tomba” o “tombos” como se les decía, por esas épocas, no eran de confiar, menos ahora, cuyos agentes hacen más parte de los problemas de las grandes ciudades que de sus soluciones. Todo lo hacen por una mordida, se llenan los bolsillos con el temor de la gente a la consecuencia más ínfima: pasar unas horas en una comisaría donde cualquier cosa puede suceder. Entre más pobre es el barrio donde se produce una detención, más se trueca el soborno por dinero, en especie. El imperativo de la carne es también un aliciente para quienes mal ejercen la autoridad al amparo de su investidura.

El Presidente Duque lo único que está haciendo es poner en bandeja de plata la posibilidad de requisar hombres y mujeres, de trece años para arriba -si no menos- con la única excusa de buscar una mínima dosis de marihuana, cocaína, LSD, éxtasis, poppers, speed o metanfetaminas. Hoy en día, los morrales vienen con toda clase de compartimientos secretos, pero eso no es impedimento para buscar entre los brasieres, los calzoncillos y otros pliegues más personales. Cualquier persona desprevenida, cuyo consumo sea asumido con responsabilidad, puede ser molestada y espulgada de la droga y de un par de billetes, con la amenaza de una multa o repercusiones mayores. La policía sabe que la gente, común y corriente, no conoce los detalles de las leyes y por eso a punta de voz grave y bolillo se dan sus mañas; en el mejor de los casos, para toquetear y robar a quienes esta nueva medida convierte en víctimas. Sin contar, por supuesto, con el hecho de que parte de la droga decomisada sea consumida por los mismos uniformados o revendida, a los mismos jíbaros.

En el peor de los casos, las violaciones de menores, adolescentes, mayorcitas y mayorcitos, y adultos, aumentarán, por parte de quienes tienen la obligación de velar por su integridad. Esta afirmación no incluye a la mayoría, le puede chocar a mucha gente y de dientes para afuera puede ser considerada un desacato, pero todos sabemos que es verdad. Y lo sabemos porque existen antecedentes alarmantes y, principalmente, porque no hay unos principios de justicia superior, a ninguna escala, ni ocurren mecanismos para resolver problemas sociales que sean educativos y no restrictivos. Además, la gravedad del problema no la conocemos en toda su extensión, porque todo ocurre a la sombra de los sitios de consumo, que pueden ser: cualquier baño de rumbeadero, cualquier trastienda o cualquier parapeto, mal iluminado, al fondo de un patio. El jíbaro, en cambio, es prevenido, lleva en un bolsillo la droga y en el otro billetes doblados, en cuatro, que quepan en la palma de la mano en el momento de saludar a los policías, porque los conocen y hasta se soplan sus porros juntos. La Ley debe nacer de la realidad y no solamente de las buenas intenciones; y menos de aquellas que ya han probado su ineficacia.

Deje de ser iluso señor Presidente, no se ponen las compresas frías antes que el antibiótico; y menos, se ponen con la promesa de un antibiótico que no ha sido formulado. Una vez que el antibiótico funciona, no hay ni siquiera necesidad de ponerlas, porque distraen la atención de otros síntomas y otras enfermedades. Ha sido ampliamente comprobado que a los jóvenes los atrae más lo prohibido que cualquier otra cosa, con el agravante de que los recursos que el gobierno se gasta en este tipo de medidas inútiles, no se los gastaría nunca en comprar flautas y acordeones para las niñas y niños de primaria, ni en multiplicar las canchas de fútbol o poner a los poetas a declamar en los rincones más apartados de Colombia, por ejemplo. Perseguir la dosis mínima -como su nombre lo indica- es pensar en chiquito, es dejar de lado el forcejeo político para incentivar, con grandes proyectos culturales y educativos, el interés de la juventud por formas vitales de pasar el tiempo.

Ser Jíbaro Paga debería ser el nombre de este nuevo programa -ahora que ser pilo, ya no tiene tanta importancia- porque el efecto inmediato es el aumento de los precios de la droga y no necesariamente la baja del consumo. Si parte del argumento del gobierno es negar que drogarse tiene que ver con el libre desarrollo de la personalidad, pues tomar alcohol tampoco debería serlo. Y, éste, trátese de cerveza, vino, whisky, vodka, tequila o muchos otros licores con mayor capacidad de obnubilar los sentidos, son el primer paso hacía el barillo, hacía la primera línea de cocaína y de ahí a los opiáceos fumados, respirados o inyectados, pasando por las mezclas químicas que se consiguen en pastillas de diversos colores. A un problema macro no se le pueden dar soluciones micro y menos una que incita a que la policía se siga aprovechando de la miseria de la drogadicción. No nos digamos mentiras, son los drogadictos, en últimas, los más perjudicados, porque sus padres no van a reconocer, ante un tercero, su estado; porque la sociedad los destierra sin miramientos, como a una plaga; porque el gobierno piensa en mantener contentos a toda una pléyade de luis carlos sarmientos angulos antes que a la gente necesitada de ayuda médica y psicológica. Tomar decisiones para ganar puntos mediáticos es contraproducente y más, señor Presidente, sin una infraestructura que la sostenga: un estado de justicia social, económica, política y epidérmica, que sea la base de la pirámide, para que los colombianos desarrollemos una verdadera confianza por nuestras instituciones y sus respectivos uniformes.

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