Iván Duque: buen mediocampista, mal arquero

El partido apenas comienza, es cierto, pero ya se notan fallas tangibles de estrategia y de física preparación. Lo primero, es que Iván Duque fue elegido Director Técnico del Equipo Colombia y que se ponga los guayos para jugar, así sea el capitán y lleve el número diez a sus espaldas, pues es una muestra de buena voluntad y de trabajo en conjunto, pero estar en el campo, de un lado para otro, le hace perder la perspectiva general del juego. “No importa” pensará él, hay que sudar la camiseta, al unísono con los demás jugadores y no perder de vista el balón; hasta que entienda que está pagando una primiparada muy cara porque no ha metido ningún gol y en contra ya lleva uno y tres autogoles. Lo segundo es que, sobre lo poco en que tiene control, lo ha hecho bien. Es diligente, se levanta temprano, se está tomando muy en serio su entrenamiento, defiende lo indefendible, se pone rodilleras y reemplaza al arquero cuando lo considera necesario, produce iniciativas, nada muy novedoso, pero las produce -no está cruzado de brazos- está recorriendo el país, buscando su sintonía y -bueno o malo- ha estado impasible ante la controversia; el problema es que al campo contrario, al de la oposición, que a veces pareciera jugar de local, no le ha hecho mella alguna. Sus tiros, ni los de sus compañeros, se han acercado al arco adversario; como tampoco han podido evitar la marrullería de la terna arbitral (conformada por las bancadas independientes) en ciernes de cobrarle la más mínima contravención.

Así las cosas, sin tener la experiencia ni las habilidades de un Lionel Messi o un Cristiano Ronaldo, Iván Duque debe jugar en profundidad, dejar la inmediatez de los pases cortos y abrir los espacios que le permitan tener dominio de la cancha. Por querer hacerlo todo ya, para el medio tiempo la falta de aliento va a ser apremiante y las debilidades van a ser aprovechadas por los tres, o cuatro, coequiperos que buscan, con desespero, su propio protagonismo. El fútbol tiene una dinámica maravillosa, Señor Presidente, y es que mientras se metan goles la imagen es lo de menos; se pueden sacrificar sus índices, que a los espectadores -en últimas- no les dicen nada y focalizarse en sumar anotaciones. Es imperativo neutralizar las arremetidas de López, Lozano, Petro y Robledo, principalmente; aleros izquierdos y zurdos que sin tener planteamientos concretos, todavía, sus mínimas acciones producen efervescencia en las tribunas. Valga decir, que sólo en occidental numerada se acusa cierta circunspección; no hay una palpable ovación a los contrincantes; aplauden con timidez el par de tiros libres que se han cobrado, pero se les ve incómodos en sus sillas; como faltos de confianza; como temerosos de que súbitamente cambie la dirección del viento; como que preferirían una lesión que entronizara a su reemplazo, que, con su número once, se ha fogueado más en la delantera. Con todo y que sigue en la banca, Ramírez sabría cómo complacer más a quien oficia de Director Técnico y toma las decisiones, algunas en la sombra y otras a plena luz del día, a las cuales usted, Señor Presidente, no se da por aludido, mientras trata de lucirse con gambetas y chilenitas que aunque vistosas, hasta ahora han sido meramente decorativas.

Después de vencer a los españoles el Equipo Colombia, en dos siglos, ha cambiado varias veces el color del uniforme y la marca de los guayos, pero, en esencia, ha sido dirigido por las mismas personas: familias tradicionales que, desde extremos distintos de la derecha, han propendido por mantener la riqueza entre ellos mismos, por pensar en el bien común en términos de generar trabajo para sus empresas y hacer las suficientes mejoras en la calidad de vida para mantener un estado permanente de “progreso”. Dicho sistema, o alineación estratégica -como para pretender que seguimos hablando de fútbol- bajo el paraguas inmenso y permeable de la democracia, dejó de funcionar. Se pudrió. Se está cayendo a pedazos porque la dirigencia, desde el tronco de sus tres grandes ramas, se chupo la savia: el alimento natural de los principios éticos. Y no es por ponerle más peso en los hombros, Señor Presidente, pero en sus manos está la supremacía de esa tradición a la que tanto apego le tienen los diez millones de colombianos que lo respaldan, de los cuales gran parte son portadores de la purulencia que usted -con las mismas orejeras, o anteojeras, que su mentor le pone a los caballos- no puede ver, se niega a ver o lo que es peor no la percibe porque antes que al país, usted se le debe al prócer que lo subió al pedestal de la gloria.

¿Qué prima, entonces, el agradecimiento a su promotor-mentor-padre putativo o la enjundia de sus genes y su crianza? Si alguien conocía sobre los bemoles de la gloria era su padre, estimado Iván; en la carne propia de El Libertador y el General Santander, entendió sobre los tire y aflojes del poder, pero siempre en defensa de la moral y el bienestar de la patria “por encima de los partidos.” Y, si alguien conoce las responsabilidades de la estirpe es su madre, estimado Iván; a través de ella usted ha heredado la decencia como fundamento de las acciones de las grandes mujeres y de los grandes hombres y debe reclamarla de quienes lo acompañan en su lucha. Don Simón Rodríguez nunca requirió favor alguno de Bolívar; ni se le hubiera ocurrido opacarlo o determinar el curso de su independencia que es la misma nuestra. Piénselo bien Ivancito, salvo su buena voluntad, usted no tiene con qué ganar el partido; es imperativo, de todas maneras, que construya su propio pedestal y se la juegue por lo que prometió: que los veintidós jugadores, la banca, los espectadores y quienes ven con expectativa el partido, se pongan la misma camiseta, rompan las reglas que usted mismo se ha dejado imponer -porque de otra manera no será posible- y procuremos, entre todos, como en una gesta de colombianos descalzos, abrir la trocha y afianzar el terreno que el Equipo Colombia necesita para vencer a su verdadero enemigo: la corrupción.

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