
Crónica de un Paro anunciado
Si el Presidente Iván Duque se mostrara tan fuerte y decidido en el frente social, como lo ha hecho en el policivo y militar, los colombianos no le tendríamos tanta desconfianza. Y, eso, por no hablar de los frentes tributario, educativo y pensional, en que sus ministros lanzan anzuelos sin carnada, en un río tan revuelto que lo que se pesca es turbio y no resiste el más mínimo análisis de transparencia. O por no entrar en detalles del tiempo que ha perdido en cavar profundas trincheras para dispararle a los acuerdos de paz, donde él, a duras penas, oficia de soldado raso. O por no mencionar el esfuerzo desmedido por ganar indulgencias de Donald Trump, a costa de patear un avispero que es mejor dejar que se caiga solo; por aquello de que lo que está maduro, no aguanta mucho antes de podrirse y servir de alimento a la carroña.
El 21 de noviembre pasado hubo comparsas, con distintos ritmos e instrumentos autóctonos; hubo ríos de campesinos e indígenas, con sus quejas al hombro, buscando reacciones válidas y positivas del gobierno; hubo consignas de las centrales obreras pidiendo por salarios igualitarios con el costo de la vida; hubo caminantes de la tercera edad, en muletas y sillas de ruedas, lisiados por la iniquidad de sus pensiones y estuvieron -entre muchos otros actores de la injusta realidad colombiana- los restantes líderes sociales, de una matanza que los ha diezmado por centenas, clamando por una repartición de tierras digna para quienes la cultivan y la han usufructuado por generaciones. Si bien hubo disturbios y problemas graves del orden público, el Presidente de la República en ambas alocuciones, minimizó el lamento del pueblo a problemas cuyas soluciones -según él- se vienen trabajando desde los quince meses que ha durado su mandato y prometiendo continuar con unas conversaciones cuya contraparte, ya, se cansó de tanto palabrerío y quiere pasar a la acción, a la manifestación pública de las injusticias a las que se encuentra sometida.
Es absurdo sugerir que la intervención del Esmad, la Policía Nacional y el Ejército, garantizó la expresión libre de los colombianos que salieron a marchar por quejas sustentadas en la ausencia del Estado, en regiones de alta peligrosidad; por el pisoteo constante de los derechos constitucionales de libertad, orden, desarrollo de la personalidad y justicia; o por el mero descontento, pues estamos lejos de ser el país más feliz del mundo. Al contrario, los cielos de Bogotá decidieron llorar, la tarde del Paro Nacional, en virtud de que la vivencia de una muchedumbre buscando ser escuchada, defendiendo la paz, contra vándalos e intereses mezquinos, es -a grandes rasgos- un microcosmos de nuestra querida Colombia.
Lo que impresiona de los manifestantes en Bogotá, los que se concentraron en la Plaza de Bolívar, es que vinieron de todos los rincones del país. Lo que quiere decir que agregaron a sus penurias un viaje a las inmediaciones del páramo, para lograr una interlocución que, hasta el momento no se ha dado; y no se ha dado, por la sencilla razón de que ninguno de ellos: ni el paria, ni el cafetero, ni el artista, ni el amargado, ni el sindicalista, ni el estudiante, ni el ambientalista, ni el pensionado, ni nadie, han obtenido respuesta. No se han calibrado los descontentos para cuantificarlos, calificarlos y así, buscar canales de entendimiento. El Presidente todavía cree que se trata de problemas que se arreglan por decreto; desconoce, hasta el momento, que tener, a los manifestantes, al pie de la Casa de Nariño, es una oportunidad para invitarlos a la mesa y escucharlos. Me refiero a escucharlos, de verdad, hacerle el quite al oportunismo deshonroso de sus copartidarios, evitar las presiones beligerantes de quienes no reciben mermelada y volver a ser el candidato que, en mangas de camisa, se comprometió a la lucha social y al respeto por los acuerdos de paz. ¡Por ahí se empieza o se continúa, según sea el caso!
Si bien no faltaron la violencia, el miedo y la vivencia de las nuevas generaciones que evidenciaron, por primera vez, la capacidad destructiva de una sociedad pordebajeada y mantenida al margen de la seguridad y el progreso, la entraña del Paro Nacional fue pacífica y merecedora de toda la atención por parte del poder central. Las parcas reacciones del gobierno, ante los inconformes, nos pueden llevar a suponer, de pronto, que Iván Duque reconoce sus limitaciones para cumplirle a Colombia y no piensa hacer nada al respecto, sino seguir sobreaguando tres años más; y no lo escribo de mala leche sino que me pregunto: ¿Si el Paro fue anunciado porque no se prepararon respuestas más convincentes y tranquilizadores para los distintos actores de tan multitudinaria protesta? Hay que pasar de las acciones reactivas a las proactivas, so pena de que los aires de improvisación que rodean las decisiones de la Casa de Nariño sigan siendo confundidas con la falta de voluntad o, peor, con la recurrente duda: madre de todas las desconfianzas.
En el peor de los escenarios, de pronto, a Iván Duque -como a su padre putativo- lo que le conviene es la guerra; poder declarar toques de queda y conmociones interiores, a su acomodo, que distraigan la atención de la corrupción política que lo rodea -y que se niega a ver- o para sacar su agenda económica a la fuerza, tal y como Alberto Carrasquilla la tiene diseñada para amparar a los ricos y desamparar a los ya desamparados, que -al fin y al cabo- han logrado sobrevivir a la impunidad de sus explotadores, con rabietas que, afortunadamente, no pasan de blandir la única arma que conocen: la cacerola.
Bogotá lesbiana
No se puede hacer un ponqué sin levadura, o se puede, pero entonces sería imposible llamarlo “ponqué” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerlo como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que se lo coman; cosa que, en un país con hambre, pues, es más fácil.
De igual forma, no se puede hacer la paz sin justicia, o se puede, pero entonces sería imposible llamarla “paz” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerla como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que la disfruten; cosa que, en un país con violencia y corrupción, pues, es más fácil.
Dicen que Bogotá es un microcosmos del resto del país, pero eso es una falacia: aquí podemos vivir en negación de la realidad, sin problema y entrecerrando un poco los ojos, nos podemos sentir como en Edimburgo o Salt Lake City, si queremos. Es lo que, entre otras cosas, la hace vivible -o más vivible que el resto de las capitales del país- y es ese convencimiento de que aquí no está pasando nada. Imposible negar que está llena de atracadores y que amanecen unos cuantos muertos con el cuello cortado o acribillados como costales; o que la red de prostitución infantil es con anuencia de los padres, quienes reciben un roscón relleno de violación y estupro; o que la ciudad está llena de drogadictos que se chutan heroína, que cocinan metanfetaminas, que meten cocaína, que tragan éxtasis y que fuman marihuana, pero no en los parques porque eso evidenciaría algo muy grave y aquí, en la capital de Colombia, los problemas los metemos bajo el asfalto. Por eso inflamos todos los presupuestos de remiendo y mantenimiento de calles, para que en ese vacío quepa toda la podredumbre que, de otro modo, nos llegaría al cogote.
Bogotá es como los bogotanos: hipócrita, siempre abrigada, no es xenófoba pero mira de reojo al forastero, criticona, chismosa y creída; tiene abolengos, nadie sabe que son, pero tiene abolengos, alcurnia y savoir faire. Entre la Avenida de Chile y la Calle 127, entre la Autopista Norte y la Carrera Séptima, Bogotá es un oasis y de la Carrera Séptima para arriba vive lo mejor de nuestra estirpe que ya no se valora por apellidos sino por flujo de capital. Hacinados en Rosales o protegidos por altos muros de contención en Santana sus habitantes son reacios a mostrar la riqueza; porque la riqueza se acumula, no es para goces mundanos, por eso los cachacos de sangre azul parecen estar siempre atragantados y estreñidos. No lo saben, pero lo intuyen: son el reducto de colombianos que, de verdad, se comió el cuento de la paz y duermen más tranquilos porque un Premio Nobel es la prueba reina y contundente de que pasamos de ser animales salvajes a domesticados. Van a Caño Cristales en avión privado y dan gracias a dios por el final de una pesadilla que nunca tuvieron, por el final de una balacera que nunca escucharon y por el final de un conflicto del que nunca hicieron parte. Pero, como cualquier patricio de la antigua Roma o cualquier cruzado medieval, basta un enemigo en común para sacarlos del sopor de sus abullonados cojines y en este momento presente, la amenaza se llama: Claudia López.
Por eso han optado por desarrollar una estrategia bifocular, palabreja que viene del latín “bifos” que quiere decir ataque por dos flancos divididos, en este caso Galán Pachón por un lado y Uribe Turbay por el otro; y del modismo criollo “cular” que quiere decir, que les importa un culo que gane cualquiera de los dos. Lo único importante es frenar el impulso de las izquierdas, so pena de volvernos la próxima Venezuela. Parten de la base, brillante y astuta, solamente utilizada por Hitler y todos los dictadores -o presidentes con ganas de serlo- hasta nuestros días: de que el mensaje sólo tiene que ser difundido hasta la saciedad para volverlo cierto; y lo cierto, paradójicamente, es que tienen razón. Inclusive, ahora, con las redes sociales que parecen proteger la independencia y la privacidad sucede lo mismo, o peor, porque ya no puede uno jugar Pac Man o Marcianitos, mientras se sienta en el baño, sin ver a un joven con una barba que le queda grande, pretendiendo ser su papá y a otro joven, con el ceño fruncido, pretendiendo ser doña Bertha Hernández de Ospina. Dos egos enfrentados que no se van a unir, por la sencilla razón de que, por más que lo oculten, han sido encumbrados por dos fuerzas opuestas: Cambio Radical y el Centro Democrático.
Claudia López divide, entonces, las aguas y pasa por la mitad de ellas llevando todo un pueblo a cuestas, que es, nada más ni nada menos, el sustento de la democracia: hombres y mujeres con piel de frailejón, que sudan, que se trepan a un Transmilenio, que trabajan para pagar más impuestos que Sarmiento Angulo, que luchan, que manejan Uber por necesidad, que aman a Bogotá y saben que la bandera de su candidata es la anticorrupción, que su preferencia sexual es un valor agregado porque se trata de una prueba a nuestra tolerancia, de la cual saldremos airosos porque ya estamos preparados para un cambio cualitativo de esa magnitud. No en vano Lucho Garzón nos quitó la indiferencia; Mockus nos volvió cultos y ciudadanos; Clara López nos devolvió la transparencia y Gustavo Petro nos mostró el lado humano de quienes vivimos, aquí, anclados al altiplano de una cordillera donde los primeros en establecerse -se nos olvida- fueron indios de la cultura precolombina.
Revista Semana es, ya, otra cosa
Hay noticias que son falsos positivos: hechos que se disfrazan de buena fe, o se maquillan de honestidad, para ocultar verdades truculentas; para no dejar entrever las directrices que los medios de comunicación avalan para encontrar el huevo de oro entre un nido de buitres. Y por “medios de comunicación” entiéndase los grupos económicos, que en Colombia -como en todos los países- suavizan con prensa, radio y televisión los golpes mortales que, a diario, nos dan a los ciudadanos y consumidores. Desde que el Desafío Mundial, libro de Jean-Jacques Servan Schreiber, inaugurara la década de los ochenta con la primicia de que la información y no el petróleo era el poder que dominaría el mundo, cuarenta años después, cada conglomerado monopolístico, que se respete, tiene una audiencia cautiva que corresponde a segmentos importantes de sus dominios comerciales. Esta realidad, inherente a la ultranza del capitalismo, además de anómala, atenta contra el principio más importante del periodismo: la independencia.
De cómo funciona esa mecánica malsana, en Colombia, no está de más poner algunos ejemplos: ningún periodista de El Tiempo que destape algún desfalco contra los ahorradores bancarios, va a decir -so pena de perder su trabajo, prestigio y futuro- que los antecedentes datan de cuando Luis Carlos Sarmiento Angulo fomentó el UPAC, cuyo Poder Adquisitivo Constante no se refería al sueldo de quienes adquirían vivienda, por este medio, sino a la cuota galopante que, al cabo de los años, se volvía impagable; los variopintos columnistas de El Espectador fueron escogidos, con pinzas, por su reconocida independencia pero ninguno va a cometer el desatino de responder a la pregunta: ¿cómo fue que la Cervecería Bavaria logró mantener los impuestos al mínimo durante más de cinco décadas?; RCN Televisión podrá sacar los trapos al sol de Diomedes Díaz, pero ningún productor va a sugerir -a menos de que tenga alma de suicida- hacer una serie sobre Carlos Ardila Lülle y revelar el retorcido y oculto monopolio que acabó con los competidores de sus gaseosas. En fin, eso sin contar el reparto político de los noticieros de televisión, la radio como determinante de los caudales electorales y los periódicos regionales como patrimonio político y económico de candidatos a corporaciones departamentales y nacionales.
Y en el maremágnum de este panorama, como haciendo trocha, con las manos, en la mitad de la selva, surge la Revista Semana. Pareció, al principio, que se trataba de la misma mermelada con distinto sabor, pero, en un par de años, los colombianos recurrimos varias veces a sus páginas en busca de un mayor sustento noticioso, basado en fuentes propias, más análisis, menos opinión y un ánimo recursivo sin precedentes, cuyo nuevo aire sirvió para reunir una buena congregación de fieles. Dirigirse a un lector inteligente, con profesionalismo, pagó sus frutos y que su fundador fuera hijo de un expresidente y como tal identificado dentro de los delfines consentidos del Partido Liberal, pasó a un plano puramente anecdótico, dada su capacidad por mantenerse al margen de los acontecimientos. Bajo la dirección de Mauricio Vargas, la dedicación de sus investigaciones a descubrir las aristas de los escándalos que llevaron al Proceso 8000, la posicionó como un semanario comprometido con la verdad, antes que con el gobierno o cualquiera de los apostadores que sostuvieron al presidente Ernesto Samper, que si bien no cayó, quedó reducido a su oficio de mascota que, aún hoy, ejerce batiendo la cola y lamiendo zapatos que no necesitan lustre.
Con el comienzo del siglo entra a la dirección Alejandro Santos Rubino, otro delfín y eso incomoda al residuo de lectores, que aún no terminaba de abrazar la evidente imparcialidad de la publicación. ¡Pues, vamos para 20 años de esa combinación ganadora! Hacer una lista de las ollas podridas que han tumbado de la estufa sería inútil, por lo extensa y porque no se destaca ninguna, por encima de las otras: a todas les han impreso el mismo sello de la verdad, como certificado de excelencia. ¿Cuánto tráfico de influencias, cuánto soborno bajo la mesa y cuánta amenaza implícita les habrá tocado capear? ¿Quién sabe? El caso, es que hubieran podido -como hacen los medios de comunicación que llevan la vocería de los grupos económicos- mantenerse en la mentira, recibir publicidad de sus empresas asociadas y redactar las noticias para enredar a los incautos, para convencer a quienes permanecen en su zona de confort de que, tranquilos, nadie les está violentando esa comodidad. Revista Semana clava espinas entre las costillas y aunque en ocasiones se abstiene de abrir la herida y dejar correr la pus, su seriedad es incuestionable. A veces su diplomacia es odiosa para quienes somos iconoclastas, pero sus argumentos están basados en fuentes verificables y que han revelado hasta donde la responsabilidad y el buen juicio se los han permitido.
Con el 50% en manos de los Gilinsky, Revista Semana es, ya, otra cosa. Que Coronell se vaya y vuelva, es lo de menos; lo de más es recibirlo incondicionalmente y que, un día de estos le lleguen, como caídas del cielo, las pruebas de una fusión bancaria -cualquiera- en la que el banco adquiriente manipule el mercado para vender acciones infladas y él sea capaz de citar los antecedentes de la venta de acciones de Bancolombia, propiedad de los Gilinski, al Sindicato Antioqueño, por ejemplo. ¡Ya veremos!
Distinto a lo que hubieran querido Felipe y María López, y el mismo Alejandro Santos, Revista Semana entra, ahora, a servir como intermediaria mediática del juego de poderes en Colombia. Aunque -los primeros- conservan una importante y decisoria porción accionaria, se les siente la misma inocencia pendeja con que los Cano le vendieron El Espectador al Grupo Santo Domingo.
Los Petrificados
Tres circunstancias marcaron las honras fúnebres de Belisario Betancur: El Ave María cantado en arameo, la misma lengua que se hablaba en Caldea cuando nació Jesús; La hábil narrativa con que el expresidente Santos terminó alabándose, a él mismo, haciendo una semblanza del fallecido, en velado paralelo con la suya; y las declaraciones de Agustín Caimán Guarachas, liberal-belisarista -de los poquísimos que quedan- y excandidato a la gobernación de Norte de Santander, quien proclamó, frente a los medios de comunicación, saliendo de la velación en la Academia de la Lengua, la creación de un nuevo partido político. “(…) conservador pero de izquierda, socialista pero de gente culta, de voces indignadas pero a la vez esperanzadas” así dijo y remató su perorata: “Se trata de un partido honesto, como no queda ningún otro en el horizonte político colombiano.”
El comunicado no pasó de ser una nota altisonante y escasa ante el marasmo de información que los noticieros trasmitieron sobre el hijo prójimo de Amagá, quien fuera precursor de los diálogos de paz con los alzados en armas y a quien le tocara, durante su gobierno, lidiar con dos de las tragedias más duras de nuestro país: la Avalancha de Armero y la Toma del Palacio de Justicia. Esta última realizada por el M-19, financiada por los narcotraficantes y la cual, habiendo dejado 98 personas muertas -incluidos 11 magistrados- y 6 personas desaparecidas, fue premiada, cuatro años después, con la amnistía de los integrantes del grupo guerrillero, cómplices de la masacre, quienes se reintegraron a la vida civil y política del país. De ese proceso y una asertiva vida pública, de más de treinta años, al servicio de las necesidades del pueblo, es que se fragua el protagonismo de Gustavo Petro Urrego, cuya discursiva social e inteligente obtuvo más de ocho millones de votos en las pasadas elecciones presidenciales.
Caimán Guarachas descontento por el poco cuidado que mostraron los periódicos, la radio y la televisión con su declaración inicial, redactó un manifiesto, lo publicó en las redes sociales y convocó a un lanzamiento de su recién creado movimiento en la Plaza de Bolívar. Sin hacerse muchas ilusiones, el día señalado se trasladó al lugar desde el mediodía y espero a los manifestantes en las escaleras del Capitolio con un altavoz de pilas, una canasta de cerveza vacía para utilizar como tarima y un sánduche de atún con huevo para contener los bajonazos de azúcar que le daban, sin falta, a las cinco de la tarde. Y para hacer un cuento largo… corto, el sánduche quedó en su envoltura de papel de aluminio, intacto, en el bolsillo de su trajinada chaqueta, porque a las cinco de la tarde la Plaza de Bolívar estaba a reventar, con gente venida de todos los rincones de nuestro territorio y pancartas que gritaban: “Petro ladrón”, “Petro bandido”, “Abajo Petro”, “Petro candidato a la Picota” y otras expresiones de lenguaje irrepetible y recocidos panfletarios. La policía rodeó la plaza para evitar imprevistos, pero la muchedumbre de manera respetuosa bajó el volumen de su clamor, durante el discurso de Caimán Guarachas, que se extendió hasta entrada la noche y que fue vitoreado y festejado como cualquier gol de la Selección Colombia.
Yo estuve esa tarde gloriosa, pero no escuché nada porque el altavoz, comprado en Pepe Ganga y cargado con baterías de segunda mano, no cumplió su cometido de cubrir más de 10 o 15 metros a la redonda. Por lo tanto, como nunca llegaron los periodistas -no se “olieron” la chiva, como dicen- sólo tengo para mis lectores un resumen del manifiesto, realizado por algún entusiasta, fotocopiado en hojas de papel mal cortadas por la mitad y repartidas como volantes, en la esquina de la Casa del Florero. Sin encabezados, ni nada, en letras de molde, dice así: “Petrificados estamos quienes votamos, coyunturalmente, por Gustavo Petro, en las pasadas elecciones presidenciales, convencidos de que hubiera sido el presidente capaz de desmontar el aparato de corrupción del Estado, alimentado desde el Congreso de la República, por senadores y representantes del Centro Democrático y Cambio Radical. Hemos presenciado boquiabiertos y desilusionados el video en que el exguerrillero recibe una gruesa suma de dinero, sobre la cual no ha dado explicación fehaciente alguna. Lo que ya no importa porque, a estas alturas, no se trata de argumentos convincentes; se trata de un lobo con piel de oveja recibiendo, en un ambiente tórrido, con una conversación en tono rastrero y salivando como un depredador frente a su presa, fajos de billetes, en bloque, recién salidos del banco. Los indignados y engañados por quien empuña de frente la “V” de la victoria, con la mano izquierda, mientras hace “pistola” con la derecha, a sus espaldas, hemos decidido emprender las cruzadas que sean necesarias para quemar cuantos rabos de paja sigan mancillando el poder democrático de nuestra amada Colombia.”
Seguir apoyando a Gustavo Petro, como contrapeso a la ignominia de la corrupción, más que una paradoja es una contradicción, más que una contradicción es un peligro. Al creciente grupo que debe mermar, sin duda, el caudal electoral de las izquierdas, ha dado en bien llamarse: Los Petrificados y con ese nombre, en los próximos días, van a crear, de la mano con Agustín Caimán Guarachas, un partido político que sea, de verdad, honesto, transparente y humano.
Carrasquilladas
Este artículo, señor lector, puede no interesarle. Se trata de un tema recocido que no pretende ahondar sobre nada nuevo; sólo puntualizar en el hecho de que un Ministro de Hacienda inmoral logró quedarse, plácidamente, en su cartera, sin tener que dar explicaciones. ¡Bueno, eso no es cierto! Sí dio explicaciones, las esperadas y la principal: que él era la persona idónea para prestar las asesorías sobre un atraco que él mismo planeó y en el cual no tuvo que encapucharse, ni sacar el arma, ni amenazar a nadie, ni salir corriendo. Y digo “inmoral” por no llamarlo delincuente porque según mis fuentes en derecho penal, al no haberse probado una ilegalidad contemplada por la norma, el delito no se tipifica. Prima, entonces, la leguleyada de que: “mi único crimen fue tratar de llevar agua a municipios donde hasta las lagartijas mueren de sed”, donde la gente debe caminar kilómetros, ida y vuelta, en dirección a los ríos y quebradas, con contenedores a cuestas, para poder soltar el inodoro -donde los hay- lavar los platos o hacer una limonada.
La jugada de Carrasquilla fue tan hábil, tan fina, tan de cuello blanco, que es de admirar. No le tocó recurrir a morder los contratos de su administración, no le tocó sacar de la caja menor del ministerio para echarle gasolina a su propio carro o pagar los mariachis de una serenata, no tuvo que untarle la mano a ningún intermediario, sólo tuvo que lanzar el anzuelo: lograr la aprobación de un rubro para entregarle a los municipios, con destinación específica, préstamos impagables, a largo plazo, pero contantes y sonantes para los alcaldes de turno. Algunos de ellos, muy pocos, hicieron los acueductos; pero la mayoría se robó la plata, porque para eso fueron nombrados: para usufructuar, en beneficio propio, de los haberes de la nación; que es, hoy por hoy, la definición de la política colombiana. Mientras tanto se sentó -Carrasquilla- a esperar que pidieran sus asesorías sobre un tema que nadie más conocía y apenas picaron los primeros peces -que ni gordos tenían que ser- él ya tenía un tinglado “off shore” para ocultar el pago de sus honorarios del fisco nacional; y del ojo público porque, al fin y al cabo, la corrosión causada por su mala fe, le debió producir -asumo- una especie de gastritis del alma. La maniobra, o sea la ilicitud no pudo ser probada y no porque fuera imposible hacerlo, sino porque el Estado, con los niños consentidos, no se esfuerza mucho en señalar sus malas conductas y menos amparados por un presidente y un expresidente que tienen montado un acto como de ventriloquía.
“Acto como de ventriloquía” -símil poco original, que se ha utilizado hasta la saciedad para definir la relación entre el jefe y el subalterno del Centro Democrático, pero que no por eso deja de ser acertado- en el cual, un senador, le tiene metida la mano entera, hasta el cogote, al mandatario de la nación -no pregunten por dónde- para dominarlo a su antojo. Iván Duque, así se llama el muñeco, ha tratado de que no se note tan impropia cercanía y ha hecho cositas por su lado, pero sacar a un ministro es, como quedó demostrado, más alto que su vuelo. Y es curioso, porque paradójicamente es el muñeco quien tiene la autoridad moral para hacerlo pues nunca ha infringido la ley, ni cometido actos inmorales, es un buena gente embelasado por el poder y eso le pasa a cualquiera. Dejarse comer a cuento por un presunto hampón es más un acto de estupidez que otra cosa; pero eso también le pasa a cualquiera, justificable solamente si logra tomar plena posesión de su cargo, con todo lo que eso implica: acabar con la corrupción y sobre todo la que tiene frente a sus narices.
Y es que nos hemos vuelto permisivos, los colombianos, todos los colombianos. Ministros con mejores títulos, han caído por mucho menos, pero eran otras épocas, en que la dignidad era más importante que la plata. Una vez conocida la fechoría, a Carrasquilla qué le importa que lo llamen oportunista o atracador en los cocteles, o en el Gun Club, si tiene ocho mil millones de pesos regados por todo el Caribe. Esa es la verdadera moralidad de hoy: la avidez por el dinero es perdonable, bajo una sola e indispensable condición: cuando se consigue. Y debe ser en considerables cantidades porque, además, hay un adendum a esa certidumbre: que entre más se roba, más fácil es evitar las consecuencias; por eso el aumento de la riqueza ilícita es proporcional al miedo de templar en la cárcel. Aunque, inclusive, parece que hasta la prisión es llevadera si, uno, ya tiene asegurado su futuro para cuando salga y el de sus hijos y el de su esposa y el del amante de su esposa. ¡Por plata todo se justifica! Y ese convencimiento es la semilla de la corrupción, por eso el cambio debe ser de mentalidad. Empezando por la suya señor Presidente; usted debe pasar de ser un marranito con crocs a ser un toro con los cachos afilados, sin dejarse decorar con banderillas, ni poner la pica, ni sufrir la estocada. La faena es suya. Usted es el que debe matar al torero -o por lo menos encerrarlo- apagarle el traje de luces y no permitir que las carrasquilladas se multipliquen, se vuelvan en otro parámetro de normalidad para su equipo de trabajo y que todos, pensando en dejar su negocio personal planeado, le tiren a usted pedazos de carne para mantenerlo contento, para alimentar al muñeco que pone la cara frente a los medios de comunicación, como un emoticón y esa quijada que se le cae sin mayor control.
El problema con Alberto Carrasquilla es que como la hizo, no la pagó y sigue en su cargo, está empoderado. Con cipote espaldarazo suyo señor Presidente, saliva ante la posibilidad de acrecentar su fortuna, para él y los de su calaña, así sea a costa de los menos favorecidos que, como ya vimos: no le importan.
Ser Jíbaro Paga
“Si te llegas a perder o tienes problemas en la calle, busca a un uniformado” ese era el consejo normal para un adolescente que se veía con los amigos en los parques, en las esquinas o en el recién inaugurado Unicentro, hace más de cuarenta años. Eso nunca ha aplicado, porque los jóvenes le tienen tanto pavor a los hampones, como a la policía. “La tomba” o “tombos” como se les decía, por esas épocas, no eran de confiar, menos ahora, cuyos agentes hacen más parte de los problemas de las grandes ciudades que de sus soluciones. Todo lo hacen por una mordida, se llenan los bolsillos con el temor de la gente a la consecuencia más ínfima: pasar unas horas en una comisaría donde cualquier cosa puede suceder. Entre más pobre es el barrio donde se produce una detención, más se trueca el soborno por dinero, en especie. El imperativo de la carne es también un aliciente para quienes mal ejercen la autoridad al amparo de su investidura.
El Presidente Duque lo único que está haciendo es poner en bandeja de plata la posibilidad de requisar hombres y mujeres, de trece años para arriba -si no menos- con la única excusa de buscar una mínima dosis de marihuana, cocaína, LSD, éxtasis, poppers, speed o metanfetaminas. Hoy en día, los morrales vienen con toda clase de compartimientos secretos, pero eso no es impedimento para buscar entre los brasieres, los calzoncillos y otros pliegues más personales. Cualquier persona desprevenida, cuyo consumo sea asumido con responsabilidad, puede ser molestada y espulgada de la droga y de un par de billetes, con la amenaza de una multa o repercusiones mayores. La policía sabe que la gente, común y corriente, no conoce los detalles de las leyes y por eso a punta de voz grave y bolillo se dan sus mañas; en el mejor de los casos, para toquetear y robar a quienes esta nueva medida convierte en víctimas. Sin contar, por supuesto, con el hecho de que parte de la droga decomisada sea consumida por los mismos uniformados o revendida, a los mismos jíbaros.
En el peor de los casos, las violaciones de menores, adolescentes, mayorcitas y mayorcitos, y adultos, aumentarán, por parte de quienes tienen la obligación de velar por su integridad. Esta afirmación no incluye a la mayoría, le puede chocar a mucha gente y de dientes para afuera puede ser considerada un desacato, pero todos sabemos que es verdad. Y lo sabemos porque existen antecedentes alarmantes y, principalmente, porque no hay unos principios de justicia superior, a ninguna escala, ni ocurren mecanismos para resolver problemas sociales que sean educativos y no restrictivos. Además, la gravedad del problema no la conocemos en toda su extensión, porque todo ocurre a la sombra de los sitios de consumo, que pueden ser: cualquier baño de rumbeadero, cualquier trastienda o cualquier parapeto, mal iluminado, al fondo de un patio. El jíbaro, en cambio, es prevenido, lleva en un bolsillo la droga y en el otro billetes doblados, en cuatro, que quepan en la palma de la mano en el momento de saludar a los policías, porque los conocen y hasta se soplan sus porros juntos. La Ley debe nacer de la realidad y no solamente de las buenas intenciones; y menos de aquellas que ya han probado su ineficacia.
Deje de ser iluso señor Presidente, no se ponen las compresas frías antes que el antibiótico; y menos, se ponen con la promesa de un antibiótico que no ha sido formulado. Una vez que el antibiótico funciona, no hay ni siquiera necesidad de ponerlas, porque distraen la atención de otros síntomas y otras enfermedades. Ha sido ampliamente comprobado que a los jóvenes los atrae más lo prohibido que cualquier otra cosa, con el agravante de que los recursos que el gobierno se gasta en este tipo de medidas inútiles, no se los gastaría nunca en comprar flautas y acordeones para las niñas y niños de primaria, ni en multiplicar las canchas de fútbol o poner a los poetas a declamar en los rincones más apartados de Colombia, por ejemplo. Perseguir la dosis mínima -como su nombre lo indica- es pensar en chiquito, es dejar de lado el forcejeo político para incentivar, con grandes proyectos culturales y educativos, el interés de la juventud por formas vitales de pasar el tiempo.
Ser Jíbaro Paga debería ser el nombre de este nuevo programa -ahora que ser pilo, ya no tiene tanta importancia- porque el efecto inmediato es el aumento de los precios de la droga y no necesariamente la baja del consumo. Si parte del argumento del gobierno es negar que drogarse tiene que ver con el libre desarrollo de la personalidad, pues tomar alcohol tampoco debería serlo. Y, éste, trátese de cerveza, vino, whisky, vodka, tequila o muchos otros licores con mayor capacidad de obnubilar los sentidos, son el primer paso hacía el barillo, hacía la primera línea de cocaína y de ahí a los opiáceos fumados, respirados o inyectados, pasando por las mezclas químicas que se consiguen en pastillas de diversos colores. A un problema macro no se le pueden dar soluciones micro y menos una que incita a que la policía se siga aprovechando de la miseria de la drogadicción. No nos digamos mentiras, son los drogadictos, en últimas, los más perjudicados, porque sus padres no van a reconocer, ante un tercero, su estado; porque la sociedad los destierra sin miramientos, como a una plaga; porque el gobierno piensa en mantener contentos a toda una pléyade de luis carlos sarmientos angulos antes que a la gente necesitada de ayuda médica y psicológica. Tomar decisiones para ganar puntos mediáticos es contraproducente y más, señor Presidente, sin una infraestructura que la sostenga: un estado de justicia social, económica, política y epidérmica, que sea la base de la pirámide, para que los colombianos desarrollemos una verdadera confianza por nuestras instituciones y sus respectivos uniformes.
El anómalo Ordóñez
Hay tipos así, que salen a la calle y se avergüenzan de sus congéneres porque no van a misa todas las mañanas, porque se ponen bermudas, crocs sin medias, se toman de la mano con sus parejas y en las esquinas o los paraderos de buses, se dan un beso. Hay tipos así, como el anómalo Ordóñez, que cuando llegan a un puesto de poder se les sale ese ser reprimido que llevan dentro y ejercen su cargo con odio, como si dios les estuviera dando la tan esperada oportunidad del desquite. El desquite de vivir en un mundo asquiento en el que los negros andan, por ahí, sin cadenas; en que dos hombres se pueden casar; en que un costeño pelichurco estuvo a dos millones de votos de la Presidencia de la República; en que se puede tener sexo antes del matrimonio y dos mujeres meterse la mano por debajo de la falda. El desquite de no poder llevar una existencia de acuerdo a los valores que otorgan los cargos ejecutivos, de inmunidad, de reverencia ante la investidura y el derecho a esclavizar a los subalternos; una vida en que tipos, como él, puedan tener la razón por sobre todas las cosas, amparados en las enseñanzas de la Iglesia y en la supremacía de las clases sociales.
Hay tipos así, como el evangelista argentino Oswaldo Loburo que después de sus prédicas dominicales sobre el amor filial, le daba unas golpizas a su mujer, tan tremendas, que lo llevaron a la cárcel dos veces; tipos como Sir Lancelot Auburn, miembro de la Cámara de los Lores que mientras fue el representante más reconocido de la línea dura contra los homosexuales, en Inglaterra, cometió actos de sodomía con marineros somalíes y libios que atracaban en los puertos de Poole y de Hastings; tipos como el presbítero mormón Rupert Macadamia que infectó de SIDA a más de diez prostitutas, a su mujer y a una de sus hijas; como el industrial Félix Alberto Cuesta, aplaudido benefactor de la Asociación Defensora de Animales, que los fines de semana cazaba patos, en su finca de Sabanalarga y que despescuezaba, él mismo, con los solos nudillos; o, como monseñor Bertoldini, que en su pequeña parroquia de Padua, conformó un coro de niños cantores que lo terminaron asesinando, a cuchilladas, por pederasta y porque los obligaba a copular entre ellos. En fin, hay tipos así, como el anómalo Ordóñez que no le renovó el contrato de trabajo a las secretarias con copas de brasier mayor a 34 B y a las restantes, que se quedaron, las obligó a ponerse falda y a usarla por debajo de la rodilla.
Me refiero a Anderson Ordóñez, antiguo jefe de personal de una conocida empresa de cultivadores de banano. Obtuvo su puesto por estar entre el corrillo de sapos que le brillaban los zapatos a los miembros de la junta directiva y que aseguró con dos pares de mancornas que le regaló, al presidente y al gerente general, con el Divino Niño esculpido en marfil y una imitación de diamante incrustada en el ombligo. Como dato curioso, al lado de su escritorio mantenía, siempre, una jofaina, con agua tibia, donde se lavaba las manos después de firmar las resoluciones tramitadas por su oficina. Y lo traigo a colación porque desde que lo nombraron para representar a la compañía, ante el gremio bananero, le han restregado los trapos sucios de su administración y criticado su forma de pavonearse por encima de los demás, como si Jesucristo fuera de su misma estirpe y llevara consigo los deberes de una personal e irreprochable inquisición.
Tenemos, entonces, que el anómalo Ordóñez anda por ahí, tan campante, tratando de imponer su voluntad con sus sermones de sapiencia correctiva. Su forma de ser –o actitud– pasaría totalmente desapercibida, en el ambiente procaz y liberalizado de los cultivadores, si no es porque su nuevo cargo tiene que ver con el futuro de la industria, con la tolerancia, con la paridad entre hombres y mujeres y con las convicciones humanas que ven cada día y con mayor desdén a la religión y a la política, como intérpretes de la realidad constreñida de los trabajadores. Con su nombramiento y esa soberbia inyectada por el poder, nada de raro tiene que se le despierten las ganas de llegar a ser el Presidente del Gremio –como alguna vez pensó– y con ese objetivo, se lance en una cruzada para atrapar incautos entre la masa de gente sumisa que, aún, le teme a los designios de dios, a las arbitrariedades de las élites y al ¿qué dirán?
¿Qué dirán si a mi hijo lo cogen masturbándose en el baño del colegio? ¿Qué dirán si mi hija compara sus genitales con los de su amiguito del kínder? ¿Qué dirán si mando instalar el paquete de canales para adultos de Claro? ¿Qué dirán si comparto mi soltería con una acompañante, prepago, a 150.000 pesos la hora, en un motel de Chapinero? ¿Qué dirán si –cómo dice Felipe Zuleta– no me salgo del clóset, sino lo destrozo? ¿Qué dirán si dejo que mis hijos y sus primitos jueguen desnudos en la pileta del jardín? ¿Qué dirán si abrazo al portero del edificio y cojo a besos a la señora que me plancha la ropa? ¿Qué dirán? Del temor a esa pregunta, es que se aprovechan las personas como el anómalo Ordóñez para sojuzgar su entorno humano, para arribar a los puestos que amerita su propia escala de valores y para procurar un viciado y mal entendido bien común.
La Consulta Anticorrupción debió ser más humana que política
Claudia López, Angélica Lozano, Jorge Robledo, Gustavo Petro, Sergio Fajardo, Antanas Mockus y Antonio Navarro, entre muchos otros, fueron los promotores de la Consulta Anticorrupción que se cayó por falta de unos quinientos mil votos. No importa, lo más seguro es que redunde en un reconocimiento importante para las bancadas de la oposición y cada vez más, se vayan desatornillando del poder quienes disponen, para sus bolsillos, de las billonarias sumas que nos roban del fisco. Parece, sin embargo, que hubo una falla de estrategia y que se hubiera podido rebasar ampliamente el umbral si la convocatoria hubiera sido más humana que política.
Lo digo porque basados en los resultados de la investigación más importante sobre corrupción que se ha hecho en nuestro país, la de la Universidad Externado de Colombia, lo que, de verdad, nos está carcomiendo por dentro es la corrupción social y no necesariamente la penal, contra la cual hay leyes de sobra que -como sabemos- poco se aplican. El exmagistrado Juan Carlos Henao, rector del Externado e impulsador de la investigación, lo expresó de la siguiente manera: “(…) tiene que haber sanción penal, ¿cierto? Pero más que la sanción penal lo que se perdió fue la sanción social en Colombia, que es mucho más importante. (…) La cultura del ‘vivo’ se reproduce en la corrupción. Porque el corrupto también se ha vuelto alguien exitoso en esta cultura colombiana, que para mí viene mucho de la cultura del mafioso. (…) El enfoque que arroja el estudio, sin perder la parte normativa, es más de atacar la deformación cultural que tenemos los colombianos”. (Entrevista especial para El Tiempo, realizada por María Isabel Rueda)
En ese orden de ideas La Consulta debió ser del siguiente tenor:
VOTO PARA CONSULTA POR UNA CULTURA ANTICORRUPCIÓN
1 - RECUPERACIÓN DE LOS VALORES Y PRINCIPIOS EN LOS QUE SE BASA LA VIDA EN SOCIEDAD DE LAS COLOMBIANAS Y COLOMBIANOS
SI O NO: ¿Aprueba usted que las personas honestas tengan el privilegio de ser quienes se ganen la estima de la comunidad como ejemplo a seguir; que la buena fe sea el cristal con que miramos a los demás; y, que las normas sean vistas como un medio para vivir en armonía y no como medidas que restringen el desarrollo de la personalidad delictiva?
2 - INTEGRACIÓN PARTICIPATIVA CON GRUPOS DE DISTINTOS ORÍGENES, ESTRATOS SOCIALES, CULTURALES Y ECONÓMICOS
SI O NO: ¿Aprueba usted que se realicen jornadas inclusivas en las que cada colombiana y colombiano tenga la oportunidad de compartir experiencias -como comidas, tertulias o actos de solidaridad- con gente más pobre o más rica, de diferentes razas y países, que provengan de comunidades indígenas, de diversas tradiciones, dialectos y modos de vida?
3 - INTERACCIÓN COMUNITARIA CON FAMILIAS Y PERSONAS DE DISTINTAS CREENCIAS RELIGIOSAS, SEXUALES Y POLÍTICAS
SI O NO: ¿Aprueba usted que sus hijas, hijos, esposa, esposo, vecinas, vecinos, conocidas y conocidos interactuen, cada que tengan la oportunidad, con ateos, agnósticos, cristianos, católicos, evangelistas, ortodoxos, mormones, lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, intersexuales, liberales, conservadores, radicales, izquierdistas y partidarios de Uribe, Petro, Fajardo u Ordóñez, por ejemplo?
4 - SEÑALAMIENTO Y DENUNCIA DEL DELITO COMO PROPÓSITO NACIONAL E IMPOSTERGABLE
SI O NO: ¿Aprueba usted que se señale y se denuncie social y policialmente la deshonestidad, sin miramientos de raza, patrimonio o apellidos, a quienes incurran en comportamientos tan mínimos como el robo de un artículo de mercado y tan graves como el enriquecimiento ilícito, la violación de niños, el secuestro y el asesinato?
5 - ERRADICACIÓN DE LA CULTURA MAFIOSA COMO IDEAL DE VIDA
SI O NO: ¿Aprueba usted, como un compromiso familiar y ciudadano, dejar de enaltecer a los ricos cuyo patrimonio ha sido construido por medio del delito; no referirse más a los pablos escobares como símbolos de la colombianidad; y, no mencionar la palabra “verraco” o cualquiera de sus sinónimos como significado de quien sale airoso de una fechoría o un crimen?
6 - SUFICIENTE ILUSTRACIÓN SOBRE LAS DECISIONES Y LOS REPRESENTANTES DE LAS RAMAS DEL PODER PUBLICO
SI O NO: ¿Aprueba usted que recaiga, en los medios de comunicación estatales y privados, la responsabilidad de proveer la información que permita tener conocimientos asertivos, en materia política y electoral, con contenidos serios y fundamentados por investigaciones éticas; para opinar y votar en consecuencia?
7 - EDUCACIÓN DEMOCRÁTICA IMPARTIDA DESDE NIÑAS Y NIÑOS CON USO DE RAZÓN HASTA PERSONAS DE LA TERCERA EDAD
SI O NO: ¿Aprueba usted que se tomen cursos obligatorios de cívica y democracia en la primaria, el bachillerato, la universidad, por los medios de comunicación, las redes sociales y con entrada libre, en los centros educativos y culturales de todos los municipios de nuestro país?
Loable esfuerzo, de todas maneras, el de los proponentes y votantes, cuyos resultados deben ser avalados por la Presidencia de la República independientemente del umbral, pues cada punto sacó más de once millones de votos, con todo y que Iván Duque no tuvo la suficiente vehemencia en su apoyo mediático. Pero el gobierno y todas las colombianas y colombianos debemos tomar cartas en el asunto, sencillamente porque el sentido común lo demanda, para que no quede la impresión de que la corrupción sigue ganando terreno y porque también es una responsabilidad humana la que tenemos de cambiar los paradigmas que estrechen y eliminen los espacios sociales que le hemos dado a la delincuencia.
La papa caliente del "no"
Nadie se esperaba el desenlace electoral del plebiscito; ya sea porque se amañaron las encuestas o porque, de dientes para afuera, la gente dijo “sí” pero votó “no”. ¿Quién sabe? El caso es que nadie tenía una estrategia planeada para proponerle a Colombia ante la presente eventualidad y es en ese limbo que nos encontramos hoy: buscando culpables donde no los hay y respuestas donde nadie las tiene. Al menos reconocemos el triunfo de quienes no avalaron los acuerdos concluidos en La Habana, la derrota de los que pensaron que estaban en juego la paz y la guerra y la realidad de que ante tantas dudas, la mayoría de los colombianos se abstuvo de votar.
Con cajas destempladas el Presidente Santos salió, en una alocución de tres minutos, a garantizar su esfuerzo por seguir batallando la paz y sus esbirros impávidos lo apoyaron con su presencia. No propuso nada, no tranquilizó a nadie, sólo desvió la mirada hacia un punto neutro y buscó no comprometerse con ninguna solución factible pues, indudablemente, nunca pensó en perder el tire y afloje con los colombianos en las urnas; pensó, dentro de su bien conjugado poder político y mediático, que bastaba polarizar la contienda entre el “sí” de la paz y el “no” de la guerra, para tratarnos como borregos en un carrusel. Opciones B, ni C, fueron contempladas y por eso el vacío actual de propuestas proactivas por parte del Estado.
Alvaro Uribe Vélez con su pecho de pavorreal, henchido, no tiene nada que proponer, tampoco. Salvo alguna amnistía al tenor de las auspiciadas por su gobierno, el Centro Democrático no puede apoyar una renegociación porque, esto, sería reconocer los diálogos que vituperó con tanto empeño. No puede sugerir su desmonte porque pasar de salvador a mercenario no es su estilo, él prefiere escudarse en su retórica y retardar los procesos hasta que los compromisos los adquieran sus lugartenientes y sean ellos mismos los que incurran en el desgaste político o en las ilicitudes. Él es un hombre a la sombra de si mismo y sabe que entre más esté “la pelota en su cancha” -como dicen los medios- más puede distraer a la opinión colombiana de la podredumbre que arrastra el cauce de sus acciones públicas y privadas.
Ante el descalabro, Humberto de la Calle decide renunciar, como David Cameron después de los resultados del Brexit, con la diferencia de que este último contempló la derrota y anunció, de antemano, su posible dimisión. A De la Calle tampoco se le ocurrió la posibilidad de perder; con un acuerdo tan ladrilludo que llevaría años dilucidar, con un umbral que había vencido hasta la lógica matemática, con un acuerdo ya firmado, con la anuencia de tanto jurista e internacionalista de varias latitudes, con todas las encuestas del país a su favor y enceguecido por opiniones altisonantes, como: “es el acuerdo más completo del mundo” o “es una verdadera obra de arte”, no pensó en la posibilidad de una alternativa, ni siquiera discursiva, que contemplara el rechazo de los colombianos a lo pactado, bajo su dirección, con las Farc.
De igual forma, Timochenko, ni Iván Márquez saben qué decir, ni qué hacer. Cualquiera hubiera pensado que, al otro día, retomarían sus cambuches en el monte, pero la ilusión de tanta comodidad, para quienes han subvertido y arrodillado a la ley, los obnubiló y siguen prometiendo una paz que, en cierto momento, pensaron que dependía de ellos. Les cuesta trabajo entender que Colombia quiere que paguen por sus crímenes y que se sometan, con un mínimo de humildad, al escrutinio de la verdad y de la historia; ¿o es que pensaron que se las íbamos a dejar así de fácil, en virtud a que el Presidente Juan Manuel Santos necesita mostrar algún logro de su gobierno o a que pasaron de terroristas a políticos, con los solos aplausos que recibieron en Cartagena?
Los colombianos, salvo pedir una justicia que no llega ni cojeando, tampoco sabemos cómo reaccionar a la negativa del plebiscito por coadjuvar con la reinserción de las Farc a un bienestar jurídico e institucional inmerecido. Podemos rodear al Presidente, es cierto, pero ¿en torno a qué? o podemos dejar que nos pasen por la faja y se aplique un acuerdo ya firmado y en ciernes de cumplirse, pero ¿a qué costo? Una imposición de un grupo alzado en armas, al margen de la ley, sería un golpe a la democracia, la que se sostiene gracias a que la decisión del pueblo debe ser acatada como prioridad número uno. El sino de Colombia parece ser el de la ambivalencia ¿Por qué no cumplirle a los abstencionistas y resolverles las dudas? ¿Por qué no retomar el Acuerdo desde el momento en que se salió de madre? Porque suponemos, los colombianos, que en algún momento las Farc estuvieron dispuestas a entregar mucho más de lo que les fue concedido ¿o no?
La Lógica Timochenko
Ante la imposibilidad de luchar contra el delito, preferimos excusarlo; y en eso los colombianos somos expertos: hemos inventado todos los subterfugios posibles para justificar desde una infracción, hasta una masacre. “Me incluyo” dice Sor Enilda Changüas, administradora financiera de su congregación, quien remata: “Por cincuenta mil pesos, compramos un aparatico que engaña el contador de la luz, lo vuelve más lento; y con trampitas, así, es que ahorramos”. De igual manera, debemos incluirnos todos porque nada que haga más parte de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, que hacer las cosas independientemente de lo que la norma indique y justificarlas como indispensables en algún aspecto de nuestros quehaceres y trabajos.
Qué pensarán los familiares de quienes han muerto en cautiverio, cuando Timochenko avala el secuestro como una forma de financiación de la guerra. Nada, supongo yo. Provistos de esa nueva piel que le nace a las víctimas, gruesa e imperturbable, que así como les permite hacer el duelo de la tragedia sufrida, en la misma medida los aleja de la felicidad. Pero ¿qué pensarán, esos mismos familiares, cuando Timochenko al decirlo y su mensaje ser híper multiplicado por los medios de comunicación, nos entra por un oído y nos sale por el otro? Nada, tampoco, porque como ellos, hemos terminado por entender que vivimos en país corrupto: y que estamos hechos a imagen y semejanza de un padre-Estado-pedestal que ejerce y acepta el delito como modus operandi y actuamos en consecuencia.
Vivimos inmersos -y en eso los medios de comunicación son, en buena medida, culpables- entre la maldad y la apología del delito. Convivimos con acciones que, de acuerdo al desempeño de cada persona -y por dar sólo algunos ejemplos- se expresan así: El desocupado: “Por cada diligencia que le hago, a mi mamá, le sonsaco una platica y con eso es que me pago el vicio”; El agente de transito: “Si no fuera por las tajaditas que le saco a los infractores, no tendría para mantener dos amantes”; El gerente del supermercado: “Los proveedores me dan alguito por ponerles sus productos, a la vista, sino con qué le apuesto a las peleas de perros, en mi barrio”; Los soldados: “Encontramos a unos campesinos robando gallinas y tocó matarlos para cumplir con nuestra cuota mensual de guerrilleros muertos en combate”; El asaltante: “La hembrita me dio la plata pero, de todas maneras, la chuzé para poderla violar, es que uno tiene sus necesidades”; El jefe guerrillero: “Pues sí, nos tocó secuestrar gringos y colombianos ricos, para financiar nuestra lucha contra el poder estatal”. Esa es la Lógica Timochenko, hemos llegado al extremo, inclusive, de escuchar, sin que se nos prendan las alarmas: “¡Sí, yo lo hice y qué! ¡Uno debe vivir de algo! ¿O no?”
Los diálogos de paz, en la Habana, demuestran lo laxos que nos hemos vuelto, de lo lejos que ha llegado la permisividad del Estado en materia de Justicia; pero ese también se ha vuelto un tema que nos resbala. Los colombianos, todos, abrazamos nuestra forma de ser: fronteriza en cuanto a los asuntos con la ley; salvo los desentendidos que, de todas, maneras conocemos al portero, del amigo, del vecino, del amante de la Chueca mocha, que nos haga el favorcito, la vuelta, el catorce, cuando necesitamos conseguir algo, por medio de una dudosa conducta. Así somos ¿qué le vamos a hacer? y nos preciamos de nuestra habilidad; la llamamos recursividad, creatividad y la destacamos como una forma de pensar por fuera de la caja y eso es cierto, metimos la honestidad, los valores, la virtud y todas esas cosas lindas que le escuchamos enumerar a nuestros abuelos, en una caja, le pusimos una cerradura y botamos la llave ¡con todo y caja!
Llevamos una generación y media -aproximadamente, digo yo- pensando y actuando con la Lógica Timochenko, por eso ya no notamos las arbitrariedades y contradicciones sociales y humanas que se dan a nuestro alrededor. Ni vemos, ni oímos, ni entendemos por la sencilla razón de que todos somos víctimas: las directas, que de su bolsillo, en carne viva, han financiado a los alzados en armas; las indirectas, que somos los cobardes, llenos de miedo, que gritamos por Facebook y a veces, salimos con pancartas a la calle y los victimarios que, pese a su cercanía con la lesa humanidad, todavía alegan ser víctimas del sistema y le atribuyen, a éste, la culpa de sus quebrantamientos.
La Lógica Timochenko tiene sus obvias raíces en Maquiavelo y la enjundia de pensamiento y filosofía política reunida en Cuba, la están aplicando. Sin darse cuenta la están validando, para que se arraigue lo más posible y dure otro par de gobiernos o hasta que ni éstos mismos se puedan financiar. Como toda lógica empezará a fisurarse, a indigestarse por la acumulación de contradicciones, a agonizar con la ponzoña de su propia bilis; para, eventualmente, morir y darle paso a un renacimiento que gravite por encima de todos los argumentos exculpatorios, sin excepción: ¡porque son, precisamente, las excepciones a las reglas, las que nos están matando!
La paz se afirma, no se firma
Se llegó el 2016 y no hubo que apurarlo y tampoco nadie está pensando en reinventárselo o cambiarlo por otro año, con otra nomenclatura u otras expectativas. El nuevo año se irá acomodando a su ritmo, se irá instalando en la memoria de los vivos y cumplirá con su lapso; de la mano con los acontecimientos se irá escribiendo la historia y ésta, también tendrá vida propia así nuestro mandatario de turno piense que su destino es cambiarla y que una firma es todo lo que necesita para darle un sentido de logro, a su gobierno, que mucha falta le hace.
Se firman los cheques, como prueba de autenticidad de la transacción. Se firman las obras de arte, como demostración de identidad del artista. Se firman los artículos como legitimación de la responsabilidad sobre lo que se escribe. Existe, inclusive, la expresión “póngale la firma” –a algo– para aseverar el compromiso con una acción o con una idea. Se firman las causas, como apoyo a que mejore una situación o a que deje de cometerse una injusticia. ¿Pero la paz? ¿Cómo puede una persona, o un grupo humano, asegurar con su firma algo tan relativo, incontrolable y que depende de tantos factores? El lector pensará, en este punto, que ciertamente no se firma la paz sino un listado de acuerdos para que, ésta, sea posible entre las partes; lo que es –por decir lo menos– risible porque donde no hay principios morales y priman las conveniencias políticas y económicas, cualquier acuerdo, que pretenda una humanidad tan grande, pierde automáticamente su validez.
No hay pacto de amor posible –por ejemplo– entre una pareja, mientras haya infidelidad; menos aun una firma estableciendo una componenda con unas reglas de conducta, es absurdo; si la imposibilidad de la convivencia es evidente y alguno, de los dos, ha incurrido, por acción u omisión, en conductas oprobiosas o criminales ¿qué sentido tiene hablar de amor, si no es para distraer la atención de los problemas que verdaderamente subyacen?
Las pírricas enseñanzas del conflicto judeo-palestino –otro ejemplo– es que no se puede establecer el “no odio” por decreto y que los tratados internacionales y sus acercamientos son inútiles mientras los cambios históricos no se hayan dado. Aún, hoy, las madres en Jerusalén se insultan y desean la muerte de los vástagos contrarios en la contienda. La foto de los niños israelíes escribiendo palabras soeces en la superficie metálica de las bombas, previo a su lanzamiento, es más diciente que cualquiera de los elaborados discursos de Netanyahu en contra de los esfuerzos de redención árabe, con Occidente.
El Virreinato Español –otro ejemplo más– apoyó temporalmente los esfuerzos republicanos de la Independencia, mientras organizó la reconquista. No en vano el Acta de Independencia, firmada en Bogotá el 20 de julio de 1810, expresa como objetivos primordiales: defender la religión católica, a nuestro amado monarca Fernando VII y la libertad de la patria. Muchas actas de independencia se firmaron, subsecuentemente y todas fallaron en su empeño por darle una justa dimensión al proceso histórico de la Independencia.
Los presidentes de Colombia se han vuelto mesiánicos, superdotados: ellos son la historia; y nada hay de más antipático y contraproducente, con el agravante de que a los interlocutores de las Farc, en Cuba, les han dado también esa calidad supérstite para presionarlos a finalizar un conflicto, que ya no depende –si alguna vez lo hizo– de ellos. Se ha perdido el tiempo, sin duda. Humberto de la Calle Lombana, otrora tajante y de una sola pieza, ahora, también pretende ser un determinador del destino colombiano y con esa sensación, de que: “nosotros somos la alternativa de paz que necesita Colombia” se sienta, a la mesa, con sus contertulios y al sonar de los mojitos brindan con la expresión: “La paz. Ahora o nunca”.
¡Qué partida de engreídos! Los colombianos, no pusimos en sus manos dicha responsabilidad; el Presidente Santos se la abrogó –de las interpretaciones de su horóscopo personal y ante el delirio de que la historia depende de él y no al contrario– y montó el tinglado que terminará con: una firma, otro brindis y un acto indecoroso, avalado por la prensa, la opinión pública calificada y las expectativas de un proceso, mal llamado: postconflicto. Colombia se encuentra entre Santos y Uribe, entre la terquedad y el desquicio, sin que ninguno de los dos reconozca la humildad de los grandes hombres: los que son instrumentos de la circunstancia y no un mero bolígrafo al servicio de sus intereses personales y políticos.
San Diomedes
Que los parlamentarios colombianos tramiten una Ley de Honores para celebrar las proezas musicales y mundanas del cantautor de música vallenata Diomedes Díaz, vaya y venga; es como honrar a uno de los suyos: hombres del pueblo que han trepado a las altas esferas de la sociedad, por la ardua y difícil escalera que lleva a la fama, al poder y a la delincuencia, para, finalmente, luchar por una anhelada impunidad. Ahora, la Iglesia, el Arzobispado de La Junta, en cabeza de Monseñor Eladio Arzayús Velandia ha empezado el proceso de beatificación, del conocido personaje, ante el Vaticano.
“Se trata de un papeleo demorado, pero estamos confiados en poder demostrar la índole milagrosa de uno de nuestros fieles más queridos” dijo el reverendo, a las cadenas noticiosas del país, después de una misa, por la salvación del alma del cantante y compositor, a la que asistieron sus cuarenta y cinco hijos, sus treinta y cuatro esposas-amantes-concubinas-compañeras-de-cama y sus guardaespaldas, muchos de los cuales –ahí empiezan los milagros– se parecen a los hijos; y es porque a Diomedes le gustaba, después de sus prédicas de acordeón, caja y guacharaca, compartir la carne y el vino con sus más cercanos colaboradores, tal y como rezan los evangelios. “¡Era tan devoto!” dicen quienes lo acompañaron en sus correrías que las líneas de cocaína le quedaban en forma de cruz y se persignaba antes de consumirlas y multiplicarlas para regocijo de sus acompañantes, algunos de los cuales –de acuerdo a lo previsto en la Santa Biblia– lo negaron, lo traicionaron y estuvieron entre quienes pidieron, entre vitores y gritos de espanto, para él, la corona de espinas y su subsecuente crucifixión.
“¡Su vida entera es un milagro!” exclamó, en otra oportunidad, Monseñor Arzayús haciendo referencia al hecho incontrovertible de que el hombre, nacido en un corregimiento pobre y perdido entre el veredal guajiro, había logrado conquistar el corazón de los colombianos con un repertorio alentador de las costumbres cristianas, pues Diomedes Díaz le cantó al amor, a la honestidad, al cariño de pareja, a la fidelidad, a la hombría y a la virginidad; valores, todos, que cultivó en su vida y que fueron equiparables a su devoción por Jesucristo, a quien le reza: “Todo lo que yo trabaje, todo es para ti; tú eres quien tiene derecho, todo es para ti; lo que guardo aquí en mi pecho, todo es para ti; el amor que es lo mas grande, todo es para ti”.
Como todo santo, también, tuvo su propio viacrucis: fue acusado de asesinar a una de sus sacerdotisas, a una de sus musas, cuyo cuerpo brutalizado y lleno de sustancias alucinógenas fue encontrado, al borde de una carretera, en las cercanías de Tunja. La noticia fue tan dura para el vallenatero que se sumió en una apoplejía que lo inmovilizó durante un par de años, obligado a cargar con la cruz de infamia que lo acompañó hasta su muerte; pero el milagro se le hizo: se levantó, caminó sobre las aguas y de los orificios en sus manos y pies fue arrastrado a la cárcel, de donde salió a los tres días; bueno, en realidad, fue más tiempo, pero las celebraciones de su resurrección fueron tan apoteósicas que los historiadores, con esa ebriedad propia de acercarse al aura de la santidad, terminaran por hacer los ajustes necesarios para que San Diomedes aparezca en los frisos y vitrales de las catedrales –desde Valledupar hasta Riohacha– junto a San Rafael Escalona, San Francisco El Hombre y San Juancho Rois cuyas beatificaciones también se encuentran en curso.
La oficina de canonizaciones del Vaticano tiene un archivero completo dedicado a Colombia y que los prelados miran, de vez en cuando, para reírse de nuestra ingenuidad; esto es, si se le puede llamar así a nuestro desdén por la gente de bien y nuestro infinito amor por las ovejas descarriadas; porque, el nuestro, es un país que le rinde culto a la delincuencia: nos encomendamos primero a las almas de Pablo Escobar, de Tirofijo o de la monita retrechera antes que reconocer la vida sacrificada de quienes trabajan sin más armas que el decoro y la perseverancia; nos colgamos medallas con sus efigies, les inventamos oraciones, coplas, trovas y vallenatos; peregrinamos hasta sus tumbas y les ofrecemos penitencia por su cuidado y milagros; y la prueba de esta afición por privilegiar la contravención y el bandidaje es que RCN y Caracol, sin falta, se pelean por producir telenovelas que ensalzan su memoria y deifican las acciones de sus vidas.
Como escribe Joaquín Robles Zabala, periodista de la Revista Semana “Diomedes Díaz Maestre fue muchas y otras cosas que se le endilgan: periquero, extravagante, mujeriego, loco, machista, ostentoso y, en ocasiones, entre un trago y otro, se le daba por toquetear las entrepiernas de sus amigos”; pero pareciera que con la excusa de que la vida pública e intima de un artista debe ser juzgada independientemente de su obra, nos piden, tanto la Iglesia como el Capitolio, que seamos benévolos, por lo menos, con sus canciones y sus letras, interpretadas y escritas para inspirar los más virtuosos y reveladores sermones dominicales sobre: el arrepentimiento, el perdón y la vida monacal de los juglares que encarnan la leyenda vallenata.
Las bondades de Pretelt
La justicia dejó de ser un absoluto, se convirtió en una veterana que ofrece sus tetas caídas y su entrepierna saqueada mil veces, a quien requiera de sus favores. Tan es así, que Alejandro Ordóñez habla de unos estándares mínimos de la justicia y se me ocurre pensar que Jorge Pretelt los cumple y que no es un mal tipo sino que tiene un sentido propio de la honestidad: cometer delitos menores, como robar, mentir y desfalcar, pero sólo en beneficio propio o del uribismo. Ese ha sido el sentido ético del milenio, sino que ha cambiado –un tanto– con el último gobierno, en el que se permite delinquir en beneficio propio, del santismo y ¡vaya paradoja! también en beneficio de la paz.
Ramiro Bejarano insiste que los sucesos actuales de la Rama Jurisdiccional son más graves que la Toma del Palacio de Justicia donde se quemaron las instalaciones, los archivos con millares de folios incriminatorios del narcotráfico y se asesinaron a sangre fría magistrados que más que jueces eran oráculos. Yo no estoy de acuerdo, lo que él no entiende es que ahora el aparato judicial es más relajado: se cierran los juzgados con cualquier conato de huelga y eso está bien, porque 15 días de vacaciones en diciembre no es suficiente para descansar de un trabajo tan sobrecargado; se encarcela a los delincuentes de cuello blanco en cómodas caballerizas ¡no faltaba más! para que no se vayan a contagiar del lumpen presidiario; se le otorga, incluidos guerrilleros y paramilitares, perdón y olvido a cualquiera con más de mil millones de pesos, regla que aplica también para las reinas de belleza; los magistrados gozan de cuotas para sus familiares dentro de las instituciones de la misma rama u otras del gobierno; y, si en vez de decir “concepto” dicen “concecto”, o de decir “expediente” dicen “etspediente” eso, ya, a nadie le importa. Es la nueva –y consabida– forma de comportamiento en lo judicial. Doctor Bejarano no se despeluque, mientras se cumplan –repito– unos mínimos estándares de justicia como muy inteligentemente dijo el Procurador Ordóñez; palabras que quedarán –por supuesto– escritas en sus tomos de memorias: “Elegías para una canonización”.
Volvamos, entonces, a la esencia de este artículo; Jorge Pretelt no es un mal tipo sino que su cara le quita seriedad a sus actos, pues se parece al abuelo de la familia Munster. Por eso y porque es un godo recalcitrante, de esos que durante la adolescencia, en su natal Montería, cerraba los ojos al ver pasar una burra, la gente no ve fácilmente sus bondades; pero, la verdad, han sido muchos los avances logrados durante su carrera, su magisterio y en el escaso mes y medio que lleva como presidente de la Corte Constitucional.
Candidato al doctorado en derecho de la Universidad Alfonso X El Sabio, en Madrid, España, el doctor Pretelt es experto en Derecho Electoral y específicamente, en el tema de las “ternas de uno” en el que apoya el argumento de que el ternado más opcionado colabore o saque de la manga, el nombre de los otros dos. Le salió el tiro por la culata cuando Mario Iguarán ganó el pulso por la Fiscalía General de la Nación, en la que cinco mil millones salidos del bolsillo de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, parece que inclinaron la balanza en su desfavor, pues, desde el principio, él fue el favorito para ocupar la cabeza del ente acusatorio; esto le enseñó a nunca bajar la guardia por eso, ahora, ante las acusaciones de haber recibido un millonario soborno, en vez de renunciar, pide una licencia, generando un antecedente de solidaridad, desde el seno de nuestra justicia, para que otros presuntos delincuentes se atornillen a su escritorio, así se lleven por delante la institución que representan.
Con su esposa Martha Ligia Patrón, quien trabaja en un alto cargo de la Procuraduría General de la Nación, cercano al despacho del doctor Ordóñez, han auxiliado a desplazados de la región de Urabá y antes que verlos dejar sus tierras con las manos vacías, por cuenta del desalojo forzoso al que los paramilitares los han sometido, los Pretelt han comprado sus predios; por precios bastante menores al de su verdadero avalúo pero, como dicen: “Algo es algo peor es nada”. La Fiscalía cree ¡qué injusticia! que ellos son cómplices de la invasión paramilitar a los fundios adquiridos, por lo que han llamado a la doctora Patrón a comparecer ante las instancias judiciales y responder por crímenes de guerra y de lesa humanidad; el doctor Pretelt como buen marido y padre de familia ha esgrimido que su mujer no puede cumplir con la diligencia, pues debe salir del país con su hija menor de edad, quien se encuentra muy afectada por la persecución de que han sido objeto, los últimos 20 días.
Se pide a grito herido que renuncien todos los magistrados y parece que tal acción sería conveniente para el presidente Santos, ante la consideración de que la Corte no se muestra favorable a avalar los entuertos jurídicos del proceso de paz. Por lo pronto Jorge Pretelt ha pedido que cambien las sillas de la Sala Constitucional por excusados, con eso cada magistrado puede deliberar mientras hace lo suyo y de paso, se disimula un poco el olor de la podredumbre que se está destapando.
Paz mata Justicia
En Colombia hay paz y hay guerra, lo que no hay es Justicia; y no la hay porque nuestros gobernantes siguen contando con los votos de la subversión para fortalecer su caudal político. Los diálogos son eso: la negociación del paquete de leyes que se debe expedir para que los alzados en armas tengan plena libertad de inclinar la balanza de la única justicia que conocemos: la electoral.
No importa que traficantes de droga, asesinos y secuestradores queden amnistiados y su reinserción a la vida civil dependa de sumarse a los anillos de pobreza urbanos sin otra opción que dedicarse a la misma criminalidad. No importa que Timochenko recobre el estatus político de las Farc y sus esbirros sean elegidos alcaldes. Importa menos aun que siga habiendo colombianos dejados a su suerte desprovista de ley y de Estado, porque siempre habrá a quien echarle la culpa de la “guerra”. Siempre habrá con quien negociar una siguiente “paz” y, así, a quien echarle la culpa de la “guerra” venidera, la de despuesito y así sucesivamente en un ping pong sin maya, sin mesa y sin raquetas porque normatividad que garantice una misma Justicia para todos es lo que no hay.
Podemos vivir en tiempos de paz y en tiempos de guerra, de acuerdo a los titulares de El Tiempo, lo que no podemos es vivir sin Justicia; y eso es lo que nos está asfixiando. El gobierno de Uribe es un buen ejemplo de tal patología. Poner uniformados en las carreteras fue una manera de vendernos la ilusión del despeje de nuestras vías respiratorias, hasta que caímos en la cuenta de que eso se logró diseñando una justicia abundante para los paramilitares y otra precaria para la guerrilla. ¡Qué sorpresa! ¿Nos preguntamos de dónde viene el asma crónica que padecemos?
Todos los colombianos quieren paz, pero no todos quieren Justicia y menos los que tienen la suya propia de acuerdo a apellidos, capacidad adquisitiva, capacidad criminal, patrimonio o nexos con el poder. Una es la justicia para los Rastrojos y otra para los Uniandinos; una para Inocencio Meléndez y otra para Emilio Tapia; una para Sabas Pretelt y otra para Yidis Medina; una para Nicolás Castro y otra para Jerónimo Uribe; una para el pederasta con las uñas sucias y otra para el violador con el cuello blanco. A la paz le damos aire y a la guerra le damos fuego, mientras la justicia recibe palmaditas en la espalda.
Tengo una amiga que se llama Paz Guerra, prima hermana de Vida Guerra la modelo cubana. Pendenciera pero suave y relajada en los momentos del amor. Cuando la llaman por su nombre se abre de piernas con facilidad, como si no hubiera derrotero distinto a la necesidad de lograr un estado de prolongado paroxismo. Cuando saca a relucir el apellido se descompone, se vuelve obstinada en resolver los conflictos que la afligen y en señalar a los culpables de sus falencias o desvirtudes; o sea, en una tarde puede pasar de entregar el goce de sus dadivosos muslos a empuñar la espada del rencor y desatar las rencillas más inútiles. Sin embargo, es justa. Sus principios rigen su vida, no los sacrifica por ganar una pelea o por mantener un ardoroso romance. Están ahí, hacen parte de su estructura como ser humano.
Nuestra amiga Colombia, en cambio, es injusta. Se comporta distinto según el marrano. Se acuesta con unos por una poca plata y a otros les pasa la cuenta como si engendrara en ella el Jardín de las Delicias. Deja que los más encumbrados le levanten la falda y se acomoden en sus bajos fondos, mientras se pone retrechera con los menos favorecidos o con menos recursos para negociar caricias o comodidades adicionales. Su proxeneta de turno conoce tales comportamientos y los alienta al extremo de tratar, de tú a tú, a sus más acérrimos enemigos y de congraciarse con quienes la han vejado y utilizado con desconsideración. ¡Cómo será! Que proxenetas anteriores le coquetean todavía, no se acostumbran a la nostalgia de haberla tenido, de no haberla podido usufructuar por más tiempo. Nuestra pobre amiga, entonces, acoge la paz y alimenta la guerra -es su modus operandi, no sabe otra cosa- pero sin parámetros de Justicia porque quienes se la gozan están más prostituidos que ella y se acostumbraron al río revuelto de su pesca milagrosa.
Con los nuevos diálogos de paz y sus buenos augurios por parte de los sapos y de los ingenuos, empieza también la campaña por la reelección del actual Presidente de la República. Un proceso de paz en curso, con buena prensa, es su boleto al próximo cuatrenio. Para prometer la paz sólo se necesita estar en guerra y eso, en Colombia, se puede hacer en cualquier momento porque velamos por que sigan ahí los culpables de siempre. Prometer Justicia, en cambio, es prometer un ajuste de cuentas interno que enfrentaría los poderes públicos, que socavaría la tranquilidad política mínima para garantizar la gobernabilidad y que pondría en la picota pública a protagonistas y antagonistas que así no sean cercanos, o ni siquiera indispensables, coadyuvan en la obtención, mantenimiento y cuidado de lo que verdaderamente está en juego: el poder.
Incontables escritos de gente muy seria y comprometida con la crítica constructiva en este país señalaron el fracaso de la Reforma a la Justicia como “una crisis sin precedentes en Colombia.” ¡Por supuesto, no es para menos! Nos trataron de engañar a todos, absolutamente a todos; además pelaron el cobre, se dejaron ver la mezquindad de lo que mascullan y la sin vergüenza con la que actúan. La paz en Colombia es una panacea ilusoria. Un sofisma de distracción que sigue poniendo votos por eso su bandera es recogida del suelo y lavada cuantas veces sea necesario, como mecanismo para soslayar las verdaderas dolencias y evitar los dolorosos tratamientos y curas que necesita nuestro país.
Dan risa los columnistas que dicen que con los diálogos de paz Juan Manuel Santos de manera valerosa se está jugando su imagen, sobre todo porque no se está jugando nada; jugarse su imagen sería exigirle una Justicia igual a quienes la fundamentan y la aplican, así hagan parte de su caudal reelectoral. Seguimos, además, con la percepción errónea, pero cada vez más arraigada, de que si la imagen del Presidente permanece inalterable -en el caso de los presentes diálogos, por ejemplo- es que las cosas van bien, de que la paz está cerca y como eso es lo que queremos oír los colombianos pues seguiremos votando por la continuidad de esa ilusión siendo que lo verdaderamente lamentable en este país es que: Paz mata justicia.
Conviene terminar este artículo con la frase de María Isabel Rueda que la excusa de cualquier exabrupto: “Ojalá me equivoque” y Juan Manuel Santos con la asesoría de los noruegos resulte -digo yo- ser el redentor que necesita Colombia y, como Andrés Pastrana, suene también para el premio Nobel de la Paz que, vaya coincidencia, se decide y se entrega en Oslo.
Samuel Nule Uribito
Su padre era poderoso, su madre aristocrática y su abuelo fue durante 30 años el verdadero dueño del país, mientras la banda presidencial se la intercambiaban entre sus esbirros al vaivén de los clamores electorales más diversos. A nadie de su estirpe le habían expedido nunca una orden de captura, pero una anomalía del destino lo tiene “tras las rejas” en un casino de oficiales de alto rango. Le dieron el club por cárcel, dicen los más agrios críticos de su gestión administrativa, en uno de los cargos más encumbrados del poder ejecutivo de una república cualquiera, que como Colombia, se persigna frente al Sagrado Corazón pero busca, a toda costa, la bendición de los Estados Unidos.
Costeño por lo Nule y paisa por lo Uribito, Samuel se pasó la vida entre la procrastinación y las ganas de trabajar. Sin embargo, si pegaba un moco en la pared, era el moco mejor puesto del mundo entero, alabado por todos, enaltecido por los más lúcidos y elevado, por decreto, a patrimonio cultural de la nación. Sacó buenas notas en el colegio y la universidad gracias a que sus padres eran benefactores de las instituciones que lo vieron crecer y hacerse lo suficientemente hombrecito para señalar con el dedo y pedir cosas y favores a su antojo. No aprendió mucho más. Sus exigencias, al principio, eran las normales de un muchacho proclive al consentimiento, pero se fueron volviendo violatorias del código penal en tal medida que, hoy, se encuentra custodiado por el ejército y esperando un juicio por enriquecimiento ilícito que –valga sea decirlo– es el menor de sus delitos.
Lo más curioso es que no se le ve realmente triste. Cuando la prensa le saca fotos de visitas familiares o tomándole la mano a su esposa, por supuesto que lagrimea y lanza un gesto de vulnerabilidad mil veces practicado frente al espejo; pero se le siente transpirar una confianza inexplicable. En cada requisa le sacan de su sitio de reclusión toda clase de divertimentos digitales, revistas pornográficas, menús de restaurantes “gourmet”, cuentas de televisión satelital, licor, recetas médicas, inclusive le encontraron detrás del clóset una mesa plegable de póquer, cartas usadas y ficheros. Cuando pueden, ciertos medios destacan una sobriedad inexistente; titulan con expresiones como “reposo intelectual” o “periodo sabático” y mencionan palabras como yoga, estudio y literatura. Una cámara indiscreta lo cogió dándole plata en efectivo a una pálida y voluptuosa rubia, y no faltaron editoriales que, al otro día, lo describieron como un políglota tomando clases de sueco.
Ronda, entonces, la pregunta: ¿Por qué tan fresco? Por bien que le vaya: sus hijos tendrán ya la mácula del ratero; su reputación será la misma de cualquier malnacido, deshonesto y débil de carácter; su nombre aparecerá en Google al tiempo con el de los narcotraficantes más buscados; su historia, a la postre, será más recordada que las victorias y logros de sus antepasados, cada que lo mencionen será para compararlo con algún criminal o para señalar una corrupción tan profunda y corrosiva que a alguien de tan ilustre cuna le pareció, de alguna manera, “normal” acrecentar su fortuna con recursos ajenos.
Lo otro, es que las familias influyentes de las repúblicas bananeras funcionan como la realeza. No tanto porque dispongan de una corte interminable de pajes y bufones, si no porque se convencen de que su poder emana de dios; y como reinan a su antojo como centro de un microcosmos alfombrado de rojo en el que todos se comportan como puticas, dispuestos a entregar cualquier cosa, o asumir cualquier posición, a cambio de dinero, pues cada soborno, cada prevaricato, o cada abuso verbal, sexual o humano, que va quedando impune se constituye en una constancia más de su divinidad. Por eso, cuando van a parar a la cárcel, donde por obra –literal– “del espíritu santo” son separados de los delincuentes comunes y alejados de los barrotes y las sudaderas rayadas, lo que reciben es una prueba más de su intocabilidad; y si a esto se le suma una cuenta de unos cuantos millones de dólares en las islas caimán –libre de los compromisos y las cortapisas de su herencia familiar y política– es entendible que estén dispuestos al cautiverio y al cerco de la prensa, pues la posibilidad de una condena corta a cambio de una vida posterior, a sus anchas, lo justifica. El presente, en la cárcel, no deja de ser fastidioso pero es perfectamente soportable, pues al fin y al cabo la actividad a la que se ven abocados no dista mucho de lo que han hecho siempre: nada. Ven, entonces, pasar las horas mientras piensan en un exilio futuro; en Miami, seguramente, pues –como dicen– es mejor ser boca de ratón que cabeza decapitada de león.
La realidad escueta es que Samuel Nule Uribito se ha quedado solo. Lleva tanto tiempo llamando amigos a sus secuaces que los de verdad son, apenas, un recuerdo difuso de la adolescencia, o cuando jugaban, de pantalón corto, a policías y ladrones. Lleva tanto tiempo llenando de lujos a su mujer para acallar su conciencia que la confunde, en sus fantasías cortesanas, con las piernilargas que le cobran de frente por algo de tibieza y el reconocimiento, a gritos, de su hombría. Lleva tanto tiempo enriqueciendo a quienes gravitan a su alrededor que, ahora, sin poder untarles la mano por más tiempo, lo más seguro es que se volteen en su contra: de esa jauría, como siempre, los mandos medios serán los que paguen las mayores condenas, los políticos los que queden en la picota pública y los abogados los que se salgan con la suya.
No importa el país, samueles nules uribitos hay en todos lados. Nacen con la plata y los apellidos –o uno de los dos– par hacer en su vida algo importante por la comunidad. Estudian derecho, en su mayoría, donde se les estimula a trabajar y romperse las vestiduras por el bien común; donde aprenden sobre antepasados que fueron más allá, que sacrificaron sus vidas por los demás, por la libertad, por la justicia, por la democracia y otros principios maravillosos. Maman de su crianza esa noción de que nada les puede ser negado y de que nada les falta porque todo lo tienen y ahí, precisamente ahí, pierden la conexión con la realidad: su zona de confort se supedita a la cantidad de dinero que se necesita para conservarla, mejorarla y mantenerla trepada en la estratosfera por encima de todos; y a eso se dedican: a cuidar un nivel socio-económico tan afortunado que es, en últimas, lo que los define.
Con todo y eso, nuestro Samuel Nule Uribito –o sea, el de esta historia– no podría vivir sin la envidia que le tienen los demás: de ésta es que se alimenta, ésta es realmente la argamasa que soporta la piedra de su pedestal. Él sabe que, a la postre, lo que importa es la plata y que todo se puede perder, hasta la dignidad, pero no la plata, ni, por consiguiente, la gente que los alaba por tenerla, ni los oportunistas que, sintonizados con esta misma visión, manifiestan la misma reverente admiración por el evasor fiscal, que por el prevaricador, el narcotraficante, el estafador o el guerrillero. Hampón es el que se queda sin cinco, el que roba porque tiene hambre, el que mata por encargo, el que secuestra para una organización o el que viola porque está enfermo; los autores intelectuales, los que mueven los hilos del titiritero, son delincuentes de cuello blanco que, como Samuel Nule Uribito, se acogen a sentencias anticipadas y, en su mayoría, salen libres con relativa facilidad para dedicarle el resto de la vida a limpiar su nombre con el mismo desmanchador que usan, en casa, para sus camisas almidonadas.
Margarita y Mateo: los mató la felicidad
Uno no se cansa de mirar la foto de Margarita y de Mateo. Una muchacha y un muchacho lindos, de rasgos caucásico, criollo libaneses, dientes blancos y parejos, la frente amplia de quienes han estudiado y el ceño fruncido de los que se cuestionan todo. Se les nota la buena crianza, su piel revela la tersura de quienes han gozado del bienestar como forma ideal de vida. Casi que se les oye la dicción castellana del altiplano que, al hablar, delata su origen acomodado, sobre todo por fuera de su zona de confort: Bogotá, de Rosales a La Carolina. Mientras sus amigos estaban pasando navidad y año nuevo en Miami, bronceándose en los centros comerciales y aventurándose a probar nuevas versiones de videojuegos, ellos estaban como Adán y Eva en el paraíso sin darse cuenta de que, en realidad, eran un par de moscas en un mar de leche. Debían ir cogidos de la mano bajo el sol calcinante del mediodía. Llevaban chanclas de cuero y ropas de colores suaves sobre los vestidos de baño. Se les acercaron por sorpresa, o con algún vano subterfugio, y sin asomos de clemencia los mataron a quemarropa con tiros en la cara.
Pasó que Colombia es un país violento, que Urabá es un techo bananero que oculta bajo sus ramas una cocina donde se cuecen las drogas, con el secuestro, el boleteo y los consecuentes ajustes de cuentas; pasó que nos comimos el cuento de la seguridad democrática y que a una pareja llevada por el amor entre ellos y a la naturaleza le pareció interesante -biólogos ambos- romántico y liberador, tomar por una vía aledaña a San Bernardo del Viento y adentrarse inadvertidamente en tierras de la banda criminal “los urabeños”; pasó también que uno de sus objetos de estudio era el ecosistema manglar que en esa parte de Córdoba es espeso y sirve de escondite al narcotráfico para sacar, desde ahí, la cocaína en rápidas embarcaciones hasta Panamá; pasó que los vieron felices y eso, en el reducto criminal que dejó Mancuso, es inadmisible; como lo es en la mayor parte del país, salvo en el territorio cuadriculado de las páginas sociales y el intercambio de imbecilidades de los programas de televisión que dan los buenos días.
Uno debería poder señalar un punto cualquiera de nuestra geografía y arrancar para allá con la mochila al hombro, un par de bluyines y un ipod. Uno debería poder dedicarle un fin de semana a buscar esmeraldas en Muzo y Somondoco, o buscar oro a orillas del Baudó sin más haberes que una coladera, una carpa y un repelente contra los mosquitos. Uno debería poder adentrarse en la selva del Amazonas y que el único peligro fueran los caimanes y las anacondas. Uno debería bajar, desde el pico hasta la playa, a todo lo largo de la Sierra Nevada de Santa Marta en un carro de balineras, o hacer la travesía del Río Magdalena como hasta hace medio siglo se hacía en barcos de rueda y vapor traídos del Misisipi.
Los botánicos, los zoólogos, los historiadores y los artistas deberían hacerle seguimiento a la Expedición Botánica emprendida por José Celestino Mutis, y otros ilustres científicos, hace doscientos años; como se pretendió hacerlo en el gobierno de Betancur, al tiempo que se promovía un Diálogo Nacional con los alzados en armas que dio como resultado la infiltración de éstos a las zonas suburbanas de las ciudades pequeñas, medianas y grandes del país. Los cinematógrafos deberían poder filmar los carnavales del diablo en Riosucio, el festival de la bandola criolla en Casanare, los bailes y la música de San Basilio de Palenque, entre miles de ejemplos más; como lo hiciera la serie Yuruparí, para la televisión colombiana, en los ochenta.
Los ambientalistas deberían poder, a sus anchas, buscar la protección de nuestras especies endémicas de fauna y flora que están amenazadas y/o en vías de extinción; ya sea por efectos de la caza y pesca indiscriminadas, de los cultivos y laboratorios ilícitos que todo lo arrasan o de los intereses de los coleccionistas, comerciantes y farmaceutas internacionales que subrepticiamente promueven el robo de nuestros recursos naturales. Los estudiantes deberían pasar más tiempo haciendo estudios de campo que encerrados en las bibliotecas o navegando, escalando y abriendo trocha, a punta de mouse y teclado, por internet donde el conocimiento general está masticado y rumiado para saciar la mentalidad estrecha de la mediocridad.
Las autoridades deberían poder proteger a los mateos y a las margaritas que surgen entre las nuevas generaciones, por la simple y sencilla razón de que no son muchos, de que también -por lo visto- están amenazados y en vías de extinción. Los universitarios maravillados con Colombia y con el ánimo altruista de estudiarla y proteger sus valores naturales y humanos son escasos. Los pocos que hay no reciben los estímulos suficientes porque nuestro país no cuenta con entidades educativas, privadas o públicas, que sean realmente generosas con sus presupuestos de investigación y menos cuando esta requiere de usurpar territorios de los que somos intermitentemente soberanos. Es una lástima que nuestra juventud sea, en esencia, urbana en una de las esquinas del mundo más biodiversas y con la gama de colores más extensa entre el azul y el verde.
Entonces, si parte de nuestro fracaso ha sido que no podemos cuidar ni garantizar el futuro de nuestros hijos ¿cómo podemos decir que Colombia es feliz? Los encuestadores dicen que, en el ranking de la felicidad, somos el sexto país del mundo y nada puede ser más contrario a la realidad que tal afirmación. ¡No es posible! Afirmarlo es decir que vivimos de espaldas al dolor de nuestra gente y que la esperanza dejó de habitar entre nosotros. Decir que somos felices, pese a las adversidades, es lo mismo que claudicar, es lo mismo que declararnos: el reino moribundo de la hipocresía. Somos un pueblo adolorido, con gente anónima que dedica su trabajo a los demás o que regala al menos una sonrisa al día; somos compasivos, dispuestos a ayudar al vecino, amables entre nosotros mismos, querendones con la familia y los animales; celebramos desde un gol hasta un Tratado de Libre Comercio; nos gozamos la embarrada de una reina de belleza, nos reímos de un mal chiste, de nuestros mandatarios, de las colas, de los trancones, del sistema de salud, del salario mínimo y tenemos una capacidad inmensa de sobreponernos a la tristeza, a la injusticia, a la miseria, a la falta de oportunidades y, entre millones de cosas, a los designios de dios… pero no somos felices.
Nos gusta pensar que a Margarita y a Mateo los mataron por oligarcas, eso minimiza el impacto que la tragedia le imprime a nuestra sensibilidad. Nos gusta pensar que ¿quién les manda meterse en la boca del lobo? eso nos distancia de cualquier culpa indirecta o cualquier posibilidad más arriesgada que: volver a salir a la calle a protestar, marcar “me gusta” en una página de Facebook o hacer una significativa donación a la fundación que surja de esta repetible tragedia. Lo cierto, es que nadie se va a hacer cargo de los manatíes que Mateo iba a cuidar como inicio de su vida profesional al servicio del medio ambiente. Lo cierto es que -valga repetir- jóvenes así de valerosos no abundan y los que podrían serlo se dejan encausar, por la imperceptible coacción social y familiar, hacia destinos más previsibles que les permitan preocuparse de los tiburones sin aletas, los osos pandas, los tigres de bengala, la selva húmeda, el bosque tropical, la tala de árboles, la pesca con dinamita, la trata de blancas y cantidades de otras infamias de la depredación del hombre contra la naturaleza, pero con la opción de cambiar de canal o ponerle “mute” al control de la televisión.
Si fuéramos felices conoceríamos más a la señora felicidad ¿o señorita? ¿viuda, tal vez? ¿minusválida? ¿enferma? la manejaríamos mejor, la anhelaríamos menos, la perseguiríamos sin tanta ansiedad, con más cordura y estaríamos más predispuestos al amor, más vulnerables y receptivos a la bondad, menos desconfiados, total e infinitamente más vivos: como Margarita y Mateo el mediodía aciago en que tomaron un camino equivocado y con esa felicidad inocultable que por no ser común en esos lares finalmente los mató.
El aborto recreativo: idea para un proyecto de ley
Hay mujeres que son vegetarianas porque no resisten la idea de ser cómplices en el sacrificio de nuestros congéneres del reino animal, sin embargo no tienen en tan alta estima o no son tan misericordes con los tomates, ni a los champiñones, por ejemplo, y si se trata de abortar, no hay problema, mientras la cita no caiga en un día de pico y placa.
Hemos, sin duda, trivializado un tema que antes era de vida o muerte y ahora es de oportunidad, de “timing”, de respetar derechos y opciones de vida. De repente, nueve meses es demasiado tiempo, hay otras prioridades: el ascenso laboral, la figura, el postgrado; además está el problema de que los hijos es mejor tenerlos en pareja, en lo posible del mismo sexo, y darles leche materna directamente del seno y, hasta donde se pueda: quererlos.
Marina Cediel se levantó, la mañana siguiente al “prom”, sin acordarse exactamente con quien se había acostado. Al entrar al baño vio que su dispositivo intrauterino seguía ahí, en un estuche azul sobre el lavabo, desde la noche anterior y al revisar su cartera se dio cuenta que los 3 condones que había pedido a la droguería estaban intactos. Camino al club -pensó- se tomaría la píldora del día siguiente pero entre recoger a dos amigas y echarle gasolina al carro, fue otra cosa que también se le olvidó. A los quince días: retraso de la menstruación y el consejo, muy a tiempo, de su mejor amiga “¡Di que tienes que estudiar mucho este fin de semana!” y le mandó una dirección y un número de teléfono a su Blackberry.
Carlos y María Adelaida Contreras soñaban con ser padres, cambiaron de apartamento y el cuarto extra lo pintaron de amarillo pollito, “unisex”, y le pusieron calcomanías de Bob Esponja a las paredes. Dejaron de utilizar anticonceptivos y sus padres llamaban, cada semana, a ver si su primer nieto, o nieta, ya estaba en camino. Inclusive le pondrían Camilo a un niño, Carolina a una niña y los padrinos serían Juan Manuel, hermano de ella y Marujita, tía de él. El milagro de la concepción no se hizo esperar, pero en la tarde del mismo día en que les anunciaron el embarazo, a él le dieron el traslado al Brasil por el que tanto había luchado y que mejoraba sustancialmente su sueldo y su carrera. Abortaron, de común acuerdo, al fin y al cabo oportunidades de trabajo, como esa, no se dan todos los días.
El sexo en el matrimonio no siempre es consensual, a veces es a regañadientes y otras -más de las que uno cree- podría constituirse en violación. La prueba, en derecho, es deficiente en este tipo de intimidades pero el abuso de alcohol y drogas, la frustración y el machismo pueden desencadenar violencia en las relaciones de pareja. Tal es el caso de Maritza, quien si no es amarrada, golpeada y sometida con arremetidas brutales no tendría vida sexual pues su esposo no logra una erección de otra manera. Ella, a su 24 años, ha abortado 2 veces a escondidas, pues no se atreve a tener un hijo en esa situación de riesgo latente; está esperando a que se le pase el amor para poderse marchar sin que le duela tanto. Cuando va a misa pide por él, nunca se le ha ocurrido excusarse ante el altísimo por haber abortado; lo considera, en su caso, un acto de caridad sublime.
Cecilia Estupiñán es adicta al sexo, nunca ha abortado pero no tendría ningún problema en hacerlo. Sólo le interesa el trance químico-cerebral que le produce el orgasmo y ha dirigido su vida para conseguir la mayor cantidad posible de éstos, sin que tengan demasiada importancia las calidades de la contraparte que presta el servicio, o que sirve de vehículo para que éste se cumpla. Sin distingos de género, cantidad, nivel socio-económico, edad o raza, ella donde le propongan y a la hora que le propongan entabla una relación -difícil de llamar: íntima- en la que una eventual omisión de cualquier método anti-conceptivo no es razón suficiente para cancelar el encuentro. Inclusive, ella alienta comportamientos aún más lesivos con frases como: “¡No importa, quiero sentirte de verdad, al natural!” o “¡Déjame toda chorreada por dentro!” Cuando está “sobria” teme haber contraído el VIH o algo infeccioso que pueda producir asco, quedar embarazada es la menor de sus preocupaciones.
Ana Ximena, una niña, mayor de edad, violada por su padre, decidió continuar el embarazo hasta el final; cosa que causó gran admiración en su Iglesia Evangélica Pan y Vino y Rezos para el Camino. Esto la convirtió en un ejemplo a destacar entre la comunidad, hasta que un domingo, en que la felicitaron públicamente, alcanzó a decir por el micrófono antes de que se lo quitaron a la fuerza: “Bueno.. a mí se me ocurre… después de pensarlo mucho… que si la virgen María no abortó un hijo que también era del padre, pues, ninguna mujer tiene por qué…”
Las mujeres abortan, o no abortan, por múltiples razones sin importar lo que la ley diga, o no diga, al respecto. En Colombia, ésta no permite interrumpir un embarazo como resultado del sexo recreativo, ni acepta argumentos socio-económicos, ni poblacionales que lo posibiliten; sólo cobija el aborto en casos que son la gran minoría: violación (siempre difícil de probar), malformaciones graves del feto y riesgo de la vida de la madre. Sin embargo, por poquito que abarque, es una ley ganada a pulso que sirve como primera línea de fuego para enfrentar y ganar batallas posteriores; sobre todo cuando primen las razones matemáticas en un mundo que, demográficamente al límite, no pueda -como ya sucede- ofrecer a sus habitantes una aceptable calidad de vida.
Ante la realidad actual, la religión y la ética siguen dando tumbos de ciego. La calidad de la vida deberá determinar la concepción, y no al contrario, para estar preparados el día aciago en que la humanidad tendrá que restringir -o condenar en el peor de los casos- globalmente la procreación. Antes de convertirse en un privilegio para los genéticamente superiores y en un delito capital para los demás, será durante mucho tiempo una frontera difusa, una contravención: la mujer que habiendo fracasado en todos los intentos por evitar un embarazo, por descuido, olvido o porque la obnubila el sentimiento maternal, deberá, en un término exigido y señalado por la ley: abortar.
Como vamos, cada vez habrá menos filosofía, evangelio, sermón, diatriba o sentido común que piense lo contrario. Lo sano sería ir tramitando un proyecto de ley que proponga el aborto recreativo basado en las razones por las cuales, de verdad, se aborta; con eso estaremos defendiendo a la ciudadanía de que -de vuelta al oscurantismo- se prohíba el sexo y con eso ¡dios no lo quiera! se penalice la masturbación, cuyo único aliciente será que, mentalmente hablando, los parlamentarios conservadores de la Comisión Primera serán los primeros en recibir una condena.
El biógrafo de Gadafi es colombiano
Volvió al país hace un par de semanas, presentó su pasaporte libio, y el de su mujer, en el aeropuerto El Dorado y aunque aún conserva la vieja cédula de ciudadanía colombiana, su nombre, por maltratos del tiempo, es ilegible por lo que las autoridades lo registraron con el nombre adoptado en su ya lejana iniciación al Islam: Saif Al-Mulazim. Lo hicieron pasar por una puerta especial pero no porque despertara sospechas, o le hubiera faltado algún trámite en inmigración, sino porque ella -cubierta por un burka gris oscuro- acusa un estado de avanzada invalidez.
+ Espere le consigo un taxi en el que quepa la silla de ruedas, patrón. + Le decía el señor que les cargó las maletas hasta la acera donde los dejó sin recibir respuesta a su pregunta, ni propina. + ¡Muertos de hambre! + Exclamó en voz baja, sin notar que la pareja fue abordada por un par de agentes que se identificaron como miembros de la Interpol. Su misión: sacarle información al hombre que, según datos altamente confidenciales, es el biógrafo del Coronel Muamar el Gadafi, depuesto líder del régimen totalitario que se prolongó en Libia por más de 40 años.
+ Fui de los pocos que tenía permiso para lavarle los pies, cosa que nunca hice por nadie más y que me causó enemistades entre su cerrado círculo familiar. + Fue lo primero que dijo este hombre, de maneras formales y hablar pausado, mientras les registraban sus pertenencias con un aparato electrónico, en busca de cualquier tipo de disco duro, me supongo. Los instalaron en un cuarto del Club Militar y les contaron, por vulnerarlos, tal vez, que estaban a pocas cuadras de la embajada americana. Sus interlocutores lo interrogarían sin tregua durante 10 días pero esa noche, después de poner la silla de ruedas en dirección a La Meca, los dejaron descansar.
Pese a las presiones y a la posibilidad, siempre latente, de que lo fueran a torturar Saif narraba con notable precisión detalles de la vida de Gadafi y se distraía horas enteras en los pormenores más insignificantes de las caravanas que organizaba por el desierto; en realidad, nada que le pudiera servir a las autoridades internacionales para encontrarlo o para ir engrosando su expediente, o sea ninguna prueba nueva, de las muchas que ya existen para cuando se pueda, eventualmente, juzgarlo por delitos contra la humanidad. Al libio-colombiano no le dieron tiempo de leer la declaración completa, 484 folios a doble espacio, que dejó firmada el día que lo dejaron, finalmente, cumplir su sueño: irse para Riohacha; lugar donde naciera, en el seno de una familia católica, 64 años atrás. Su mujer se adaptó rápido al cambio, al fin y al cabo la Guajira, como la mayor parte del territorio libio, es desértica y el sol enciende con el mismo ánimo de derretirlo todo.
Se instalaron en una casa de bahareque que había en uno de los recodos de la playa, la tomaron sin pedir permiso y contrataron a la familia de negros retintos que la habitaban para que les cocinaran, limpiaran, pescaran y fritaran lo que daba el mar que tenían enfrente; el hijo bastante inquieto, de 11 años, jugaba con la señora, zarandeaba su silla de ruedas hasta que un día pasó lo inevitable: su burka se enredó en los dedos de mico del niño y dejó al descubierto su cara con bigote, perfectamente afeitada, en los pómulos y la barbilla, y unas gafas finísimas de sol. Para su tranquilidad y para no echar a perder el esfuerzo de haberse escondido en un país pro gringo donde no lo buscarían, el Coronel le cortó la lengua al mucharejo, sin pensarlo dos veces, y se la echó a los perros. Sus padres no creyeron del todo la culpabilidad de los animales pero fueron recompensados con creces por sus servicios, por lo que nunca elevaron mayor queja; al contrario, estaban agradecidos con el cambio repentino de suerte. Les pareció curioso que una señora tuviera la voz como tan ronca y se tapara toda con telas oscuras a plena luz del día pero nunca ¡ni más faltaba! pusieron en evidencia su extrañeza.
Los dos hombres podían pasar días enteros sin hablar porque, en realidad, Saif no tenía el rango, ni el derecho, de dirigir palabra alguna a quién él reconocía como su amo y determinador de su destino. Una noche, sin embargo, Gadafi le preguntó: “¿Qué le dijo a los agentes que lo interrogaron?”
+ Lo convenido. + Contestó el libio-colombiano, sin mirarlo a los ojos y esperó un gesto para proseguir con la respuesta. +
+ Que usted tenía un doble que lo reemplazaba en las audiencias y las labores aburridas de su administración, que además era experto en cortar cintas inaugurales; que usted ponía a sus generales a vigilarse entre sí, para dificultar cualquier unión conspiradora en su contra; que sus enemigos dejaron apenas unos cuantos huesos del amor de su vida, y de su hijo, porque los mandaron asesinar por una jauría de perros que les arrancaron las entrañas; que usted recibió a cuanto dictador derrocado se veía abocado al exilio, y buscaba refugio seguro, para tener con quienes jugar a las cartas durante las tardes de bochorno; que usted, mi Coronel, le vendió el mar a los Estados Unidos y que en varias oportunidades decretó que el tiempo no pasara y durara detenido hasta nueva orden; que a usted le disfrazaban las putas de colegialas para que las conquistara con dulces a la salida del colegio; que usted sirvió a la mesa la cabeza de su ministro de defensa, recién cocinada, y le mandó poner una ramita de perejil en la boca; que usted trató de canonizar a su mismísima madre, ante la Santa Sede; y, que usted, entre muchas otras cosas, había muerto y resucitado a su antojo pero que está destinado a vivir más de 107 años y menos de 232, expirar de muerte natural y bocabajo, en la misma posición en que duerme todas las noches. +
Muamar el Gadafi nacido en la misma orilla del continente vecino, piensa que la teoría del devenir, de Heráclito, aplica sólo para el agua dulce; no deja de pensar que el agua del mar es toda la misma y que, como la vida, se repite en ciclos previsibles, por lo que está seguro de que Libia volverá a ser suya algún día. Es consciente de que más que reinar, lo suyo es la paciencia, enseñanza que le dejaron las incontables travesías por el desierto.
Por su lado, la Interpol se da cuenta que la declaración de Saif no es más que un sartal de tramas literarias extrapoladas del Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez y ordena su detención por falso testimonio. El problema es que mañana será demasiado tarde para aprenderlo, se pasó a Venezuela donde sigue lavándole los pies con la reverencia de siempre, al hombre más buscado por los rebeldes libios, los mercenarios contratados por el CNT (Consejo Nacional de Transición), la OTAN, los franceses, los ingleses y cuanto cazador de recompensas existe.
Las gemelas Torres
Las gemelas Eliana y Patricia Torres fueron asesinadas de una manera atroz, de eso hace diez años y nos volvemos a poner de luto para los actos de rememoración. Eran lo mejorcito de la familia más influyente del país. Altas, imponentes y ejecutivas, la clase más próspera de la sociedad entraba y salía de sus oficinas; sus fiestas se constituían en un centro de poder y de negocios que le daba prestigio automático a quien fuera invitado. Eran, de lejos, las mujeres más notorias en el panorama económico de la ciudad.
Una mañana de septiembre fueron tomadas por asalto. Unos hombres con el uniforme de TV Cable entraron a los dos lujosos penthouse que habitaban en un edificio de la misma calle que la Bolsa de Valores, al norte de Bogotá; las amarraron, las violaron con palos de escoba, las sacaron desnudas a una terraza amplia y, a la vista de los medios de comunicación que ya habían sido alertados y que no demoraron en instalarse en los techos aledaños más altos, le improvisaron un juicio a la oligarquía y leyeron una sentencia de catorce páginas que nunca se recuperó y de la que no se entendieron sino unas pocas consignas. Acto seguido, les regaron gasolina encima y sin tiros de gracia, o paliativo alguno, las inmolaron y una vez cesó la horrenda gritería botaron sus cuerpos calcinados, a la calle, desde el piso 23 en que vivían desde que su padre les construyera y les regalara el edificio. Los perpetradores reivindicaron el hecho a nombre del SECA (Separatistas de la Costa Atlántica), descubrieron sus rostros -había una mujer- se tomaron de las manos y, entre rezos balbuceantes, se lanzaron al vacío.
La comunidad local enmudeció, se recibieron condolencias de los demás países y, toda la prensa y los noticieros del planeta, condenaron el abominable crimen. Sumidos en una depresión colectiva, en un estupor paralizante, durante un par de años las alusiones al respecto fueron escasas pero, hoy, a una década del suceso se conocen, en gran medida, las reacciones de los principales protagonistas y grupos afectados por el acto terrorista que partió en dos la historia de Colombia.
Pese a nuestra vena democrática trópico-paramuna; los costeños, sin mayores distingos de procedencia, color y/o rango social, fueron injustamente señalados y se les empezó a tratar con especial dureza, sobre todo en la capital, independientemente de que se tratara de guajiros, samarios o monterianos, por ejemplo. Sus familias fueron proscritas de los principales clubes sociales, de los conjuntos cerrados y sus hijos -éstos sin entender por qué- de los colegios más conservadores. Iguales reacciones hubo contra ellos en Medellín, Cali, Bucaramanga y otras ciudades del eje centro-oriente-occidental del país. En un aparato jurisdiccional tan lento como el nuestro, paradójicamente, los procesos contra personas, naturales y jurídicas, de la costa se agilizaron y en mayor medida que lo normal resultaron en condenas, así como en penas de mayor rigor. En muchas gasolineras buscaban excusas absurdas para no atenderlos, había ferreterías que les negaban la venta de material inflamable y redadas de policía cuyo único objetivo era el de requisar, con inusitada minucia, los carros con placas de los departamentos caribeños.
El líder del SECA, fue buscado por las milicias del Estado, la Interpol y mercenarios cazarecompensas. Su imagen fue satanizada y toda su familia identificada y perseguida por espías e informantes. Se especuló sobre su paradero y su estoica capacidad de vivir hasta en las cavernas; su alianza con varios grupos guerrilleros era ampliamente conocida por lo que se le buscó en el Magdalena Medio, en la Sierra de la Macarena y en el Caguán. Los marines no pudieron atraparlo y se tachó a Álvaro Uribe Vélez de estar poco interesado en hacerlo, por lo que se habló de posibles intereses económicos entre su familia y un par de los quinientos primos y hermanos del magnicida.
Finalmente, fue dado de baja, durante la actual administración del Presidente Santos, por un grupo élite del Ejército Nacional, que lo sorprendió a plena luz del día en la discreta mansión de un barrio residencial del centro de Caracas. Fue asesinado como consecuencia del operativo y su cuerpo fue desaparecido en el mar para evitar la exaltación de sus restos por parte de los fanáticos; tampoco se mostraron fotografías del cadáver.
El gobierno condenó el terrorismo en todas sus formas; y, para no dejar impune una afrenta tan oprobiosa, encontró unos estibadores con camisetas de camuflaje caminando por las playas de Buenaventura y los acusó de conspirar contra el Estado y ser el foco de todos los terroristas del mundo. Instigó búsquedas debajo de las camas, entre las canecas de la basura, en los pliegues de las cortinas, en los entrepisos y en las vigas de los techos; trajo organismos internacionales para que ayudaran en las pesquisas y de paso mostrarles los arsenales enteros de caucheras e insecticidas que se habían encontrado. Sin pedir permiso, ni preguntar demasiado, se sitió el puerto, se bombardeó hasta la última casa y se tomó posesión de los bienes de producción de la región con la excusa de que, pese a no ser de la Costa Atlántica, ¡los costeños son todos menudencia de un mismo plato!
No faltó ¡claro! quienes dijeran que se trató de un montaje organizado por fuerzas oscuras del Gobierno Uribe, para darle un derrotero a su administración distinto al de favorecer con la mano derecha a los Estados Unidos, y con la izquierda a los paramilitares; o para justificar chuzadas, repartición de notarías y falsos positivos. ¿Quién sabe? Igual, otra causa de insatisfacción es la de las personas que deploran la poca trascendencia que se le da a un acontecimiento delictivo que se repite, con la misma sevicia y mayor cantidad de muertos, en escenarios socio-económicos menos importantes y en rincones del mundo donde las víctimas no son símbolo de nada, ni le interesan a nadie y son lloradas por un puñado de familiares que no tienen presupuesto para hacerles un monumento, ni el apoyo de un país que los acompañe a recordarlos, ni el ánimo para ponerle un nombre al sitio de la masacre.
El mismo día, apareció una mujer torturada, y estrellada contra el piso, en las oficinas generales del DAS y su director salió a decir que dicho infortunio hacia parte del mismo crimen.
La Reina de Paloquemao
+ Relate la demandada ¿qué la indujo a dedicarse a la agricultura? +
La mujer, de muslos largos y perfumados, que se había mantenido de pie como en una sesión solemne, antes de contestar, decide sentarse y al cruzar las piernas interrumpe cualquier asomo de movimiento en el juzgado. Una gota de tinto se detiene antes de caer en una camisa blanca y lo único que ocupa los pensamientos del juez es ¿a qué horas será que me puedo tomar una foto con esta hembrita? La sustanciadora, en cambio, conoce el fenómeno –ella misma es de las que no escapa al manoseo de las miradas masculinas– por eso pone su cara de pitbull engallado y repite la pregunta del juez, con una voz que alerta la jauría:
+ ¿De cuándo a acá resultó, la demandante, agricultora? Se ruega responder con urgencia. +
No se nos olvide que la mujer es actriz, por lo que presuponemos que tiene un parlamento aprendido para tratar de zafarse del delito que se le imputa: tráfico de influencias con el objeto de manipular el otorgamiento de prebendas agrícolas destinadas a campesinos de bajos ingresos; o sea a familias de economías tan apretadas como el brassier que usa para destacar sus ojos color almendra. A su lado el abogado defensor, con Blackberry color dorado, toma la palabra y responde:
+ La señorita, aquí presente y quien no tiene antecedentes penales, no niega que poco sabe de las labores del campo pero asegura que para ella es un orgullo el hecho de haber sembrado y cultivado, durante su reinado, semillas de paz en un país como el nuestro, vapuleado por la guerra. +
Acto seguido, hace un guiño a su defendida Exreina Nacional de la Melcocha y la Papa Sabanera, y le da un par de palmaditas como para tocarla un poquito, como para saciar la ansiedad de género que, por más protocolos y etiquetas, se encuentra aún en su estado más salvaje. Ella, que también ha sido modelo del calendario Texaco y presentadora de un noticiero regional, dentro de su lógica de hembra coronada que, en términos de Raimundo Angulo, equivale a ser parte de la diplomacia internacional, se pregunta para sus adentros:
+ ¿Cuál será el problema? Tengo Pilates en media hora. + La sustanciadora, que también tiene agendada una limpieza del aura, pregunta para agilizar:
+ Diga la demandada ¿qué motivó que se dejara convencer de su exnovio para firmar los documentos que la incriminan? +
Consciente de que ese era el momento esperado, el momento de la verdad: en cámara lenta se echa el cabello para atrás, copia dos o tres movimientos de Sharon Stone –de la escena cumbre de la película Bajos Instintos– y, con pura dicción de telenovela mexicana, dice:
+ El amor. +
Debió imaginar que, en ese instante, el juez sacaría el código pertinente y leería un inciso que dictaminara, palabras más palabras menos, lo siguiente: “No pueden hacer parte de proceso penal alguno las mujeres que, en pleno uso de sus atributos físicos, se encuentren en un estado de enamoramiento tal, que, obnubiladas por tan noble y reparador sentimiento, cometan el mismo delito, contravención o infracción que el del sujeto amado.” O, en su defecto, el texto propuesto por un parlamentario urabeño, hoy encarcelado, que en ponencia presentada el 23 de abril, de 2003, leía ante sus colegas: “Reinas, virreinas y finalistas de reinados de la belleza, del café, del mar, del cardamomo, de las bebidas energizantes o de la marimonda, para citar sólo algunos, serán eximidas de responsabilidad penal en consideración a su investidura. […]”
El juez, antes de dar por terminada la indagatoria, se levanta, carraspea y pregunta con movimiento elíptico del antebrazo:
+ ¿La interrogada tiene algo más que agregar? + A lo que ella responde saliéndose valerosamente del guión preconcebido:
+ Pues, si ustedes quisieran promover los juzgados como un sitio agradable y familiar, poner tolditos y hacer un parquesito, por ejemplo, o sea emprender un remozamiento de la imagen de Paloquemao; se me ocurre que yo podría, sin costo alguno, obviamente (baja a conveniencia el volumen de la voz) ser la modelo de la campaña de publicidad. + Anota la actriz-diva-reina-presentadora y el contenido de su escote da un respingo, un saltico, pequeño. Si algo le había enseñado la experiencia es que esas son las cositas que generan confianza en lo que una mujer dice.
Ella, aunque inconsciente aún de la dimensión de su problema, deploraba, en un momento de debilidad, haber creído en su exnovio. Había mantenido su negativa a hacer parte de un negocio que en realidad no entendía y lo frenteó muchas veces al respecto. Había rechazado todos los argumentos: sus conexiones, el apoyo de su papi, la valorización de las fincas, todos, salvo el que echó por la borda su paciencia y que con la voz de un connotado playboy samario debió sonar, más o menos, así: “Además, no se te olvide, tú eres mi Reina, lo que tú hagas por mí, tú sabes, tú más que nadie sabe, que yo lo haría por ti con los ojos cerrados.” Inclusive, parece que le sumó a la estrategia un anillo de compromiso; cosa que no es extraña de un oportunista de cuello blanco. No en vano, pertenece a una de esas familias que de manera intermitente entran y salen de las revistas sociales, de los clubes y de la cárcel. En cambio, la responsabilidad de ella es tan moral como su credibilidad de empresaria-mujer-exitosa-independiente. Una figura pública de la que lo mínimo que se espera es que sepa decir ¡no! bajo cualquier circunstancia, presión indebida o trastorno mental: como el amor.
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