Nacionales, Negocios, Justicia, Periodismo Fabio Lozano Uribe Nacionales, Negocios, Justicia, Periodismo Fabio Lozano Uribe

Revista Semana es, ya, otra cosa

Hay noticias que son falsos positivos: hechos que se disfrazan de buena fe, o se maquillan de honestidad, para ocultar verdades truculentas; para no dejar entrever las directrices que los medios de comunicación avalan para encontrar el huevo de oro entre un nido de buitres. Y por “medios de comunicación” entiéndase los grupos económicos, que en Colombia -como en todos los países- suavizan con prensa, radio y televisión los golpes mortales que, a diario, nos dan a los ciudadanos y consumidores. Desde que el Desafío Mundial, libro de Jean-Jacques Servan Schreiber, inaugurara la década de los ochenta con la primicia de que la información y no el petróleo era el poder que dominaría el mundo, cuarenta años después, cada conglomerado monopolístico, que se respete, tiene una audiencia cautiva que corresponde a segmentos importantes de sus dominios comerciales. Esta realidad, inherente a la ultranza del capitalismo, además de anómala, atenta contra el principio más importante del periodismo: la independencia.

De cómo funciona esa mecánica malsana, en Colombia, no está de más poner algunos ejemplos: ningún periodista de El Tiempo que destape algún desfalco contra los ahorradores bancarios, va a decir -so pena de perder su trabajo, prestigio y futuro- que los antecedentes datan de cuando Luis Carlos Sarmiento Angulo fomentó el UPAC, cuyo Poder Adquisitivo Constante no se refería al sueldo de quienes adquirían vivienda, por este medio, sino a la cuota galopante que, al cabo de los años, se volvía impagable; los variopintos columnistas de El Espectador fueron escogidos, con pinzas, por su reconocida independencia pero ninguno va a cometer el desatino de responder a la pregunta: ¿cómo fue que la Cervecería Bavaria logró mantener los impuestos al mínimo durante más de cinco décadas?; RCN Televisión podrá sacar los trapos al sol de Diomedes Díaz, pero ningún productor va a sugerir -a menos de que tenga alma de suicida- hacer una serie sobre Carlos Ardila Lülle y revelar el retorcido y oculto monopolio que acabó con los competidores de sus gaseosas. En fin, eso sin contar el reparto político de los noticieros de televisión, la radio como determinante de los caudales electorales y los periódicos regionales como patrimonio político y económico de candidatos a corporaciones departamentales y nacionales.

Y en el maremágnum de este panorama, como haciendo trocha, con las manos, en la mitad de la selva, surge la Revista Semana. Pareció, al principio, que se trataba de la misma mermelada con distinto sabor, pero, en un par de años, los colombianos recurrimos varias veces a sus páginas en busca de un mayor sustento noticioso, basado en fuentes propias, más análisis, menos opinión y un ánimo recursivo sin precedentes, cuyo nuevo aire sirvió para reunir una buena congregación de fieles. Dirigirse a un lector inteligente, con profesionalismo, pagó sus frutos y que su fundador fuera hijo de un expresidente y como tal identificado dentro de los delfines consentidos del Partido Liberal, pasó a un plano puramente anecdótico, dada su capacidad por mantenerse al margen de los acontecimientos. Bajo la dirección de Mauricio Vargas, la dedicación de sus investigaciones a descubrir las aristas de los escándalos que llevaron al Proceso 8000, la posicionó como un semanario comprometido con la verdad, antes que con el gobierno o cualquiera de los apostadores que sostuvieron al presidente Ernesto Samper, que si bien no cayó, quedó reducido a su oficio de mascota que, aún hoy, ejerce batiendo la cola y lamiendo zapatos que no necesitan lustre.

Con el comienzo del siglo entra a la dirección Alejandro Santos Rubino, otro delfín y eso incomoda al residuo de lectores, que aún no terminaba de abrazar la evidente imparcialidad de la publicación. ¡Pues, vamos para 20 años de esa combinación ganadora! Hacer una lista de las ollas podridas que han tumbado de la estufa sería inútil, por lo extensa y porque no se destaca ninguna, por encima de las otras: a todas les han impreso el mismo sello de la verdad, como certificado de excelencia. ¿Cuánto tráfico de influencias, cuánto soborno bajo la mesa y cuánta amenaza implícita les habrá tocado capear? ¿Quién sabe? El caso, es que hubieran podido -como hacen los medios de comunicación que llevan la vocería de los grupos económicos- mantenerse en la mentira, recibir publicidad de sus empresas asociadas y redactar las noticias para enredar a los incautos, para convencer a quienes permanecen en su zona de confort de que, tranquilos, nadie les está violentando esa comodidad. Revista Semana clava espinas entre las costillas y aunque en ocasiones se abstiene de abrir la herida y dejar correr la pus, su seriedad es incuestionable. A veces su diplomacia es odiosa para quienes somos iconoclastas, pero sus argumentos están basados en fuentes verificables y que han revelado hasta donde la responsabilidad y el buen juicio se los han permitido.

Con el 50% en manos de los Gilinsky, Revista Semana es, ya, otra cosa. Que Coronell se vaya y vuelva, es lo de menos; lo de más es recibirlo incondicionalmente y que, un día de estos le lleguen, como caídas del cielo, las pruebas de una fusión bancaria -cualquiera- en la que el banco adquiriente manipule el mercado para vender acciones infladas y él sea capaz de citar los antecedentes de la venta de acciones de Bancolombia, propiedad de los Gilinski, al Sindicato Antioqueño, por ejemplo. ¡Ya veremos!

Distinto a lo que hubieran querido Felipe y María López, y el mismo Alejandro Santos, Revista Semana entra, ahora, a servir como intermediaria mediática del juego de poderes en Colombia. Aunque -los primeros- conservan una importante y decisoria porción accionaria, se les siente la misma inocencia pendeja con que los Cano le vendieron El Espectador al Grupo Santo Domingo.

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Los nietos de la dictadura

Nadie hace mejores zapatos que el hijo del zapatero. En el mismo sentido, nadie dicta mejor que el hijo del dictador y ¡ni hablar! del nieto del dictador: éste debe dictar de lo lindo, con comas y tildes y todo. La hija del dictador es otra cosa, ésta, por lo general, es consentida; criada como el ganado de engorde, sin ponerle límites a su ingesta de placeres y comodidades.

Dictadores hay buenos y hay malos, eso decía Carlos Medellín en las clases de cívica que daba en su colegio, el Claustro Moderno. El éxito de un gobierno no está necesariamente en el régimen, en la estructura del Estado o en su capacidad administrativa, está en sus líderes; en su honestidad, su insaciable búsqueda del bien común y, en el caso de las democracias, su empeño por garantizar el equilibrio entre los poderes públicos.

Al General Gustavo Rojas Pinilla, único dictador que tuvo Colombia en el Siglo XX -por lo menos, el único declarado como tal- le debemos agradecer tres cosas: que acabó con la masacre entre liberales y conservadores que venía azotando al país, después de una centuria larga de guerras civiles; que se retiró del solio de Bolívar cuando la sociedad civil se lo pidió, evitando mayores desafueros por parte de los militares; y, que después de ganar las elecciones que le esquilmaron, la noche aciaga del 19 de abril de 1970, le entregó pacíficamente la presidencia a Misael Pastrana Borrero, como acto de contrición personal y por no arruinar lo que se había logrado con el Frente Nacional. O sea que fue un buen dictador y, mucho más, si lo comparamos con Rafael Leonidas Trujillo, Juan Vicente “El Bagre” Gómez o Getulio Vargas, para sólo nombrar tres latinoamericanos desbocados y malquerientes.

Ahora bien, este artículo no es para escribir sobre él, o sobre su ilustre hija, o el par de joyas que resultaron ser sus nietos; ¡no! es para escribir sobre otro dictador, éste sí bastante regular.

Se llamaba Ramiro Estampida del Buen Pastor y era dueño de todo el garbanzo que se cultivaba en Colombia cinco o seis décadas atrás. Era ciego, por lo que dictaba cartas y memorandos todo el día; de ahí -la sociedad es sabia en eso- su apelativo de “El Dictador”. Además, como tal, era pésimo: atropellaba las frases y muchas las dejaba sin terminar; gritaba del desespero a las mil secretarias que tuvo -estenógrafas para ser más exactos-; se comía las eses y las ces, o sea que procuraba no usar expresiones como “sociedad civil” o “acción legislativa”; le ponía acento a palabras que usualmente no tienen: “charreteras” la pronunciaba con la pompa de una sobreesdrújula, “libertad” la tildaba como grave y, por ejemplo, otras palabras como privilegio, privilegiar, privilegiando, en todas sus formas, acepciones y conjugaciones, las usaba sin razón y sin medida.

Había logrado apaciguar las huestes de los vendedores de lenteja que, históricamente, se peleaban la supremacía de la plaza de mercado con los vendedores de fríjol. Ambos bandos, aunque poderosos, estaban disgregados, destrozados internamente por estrategias contradictorias de venta; entre más rivalizaron ¡vaya paradoja! más terminaron por parecerse. Y como “en río revuelto ganancia de pescadores” el Dictador logró introducir el garbanzo como única proteína vegetal entre los productos de la “Canasta Familiar” y gozar de reducciones de impuestos y, de paso, hacer uso de prebendas que de otro modo le hubieran estado vedadas. Así se hacían las fortunas en Colombia, antes, cuando la gente se servía de las influencias y buscaba hacerle zancadillas a la ley y a los vecinos. ¡Cosas inauditas del siglo pasado!

En cuestión de un par de años la familia Estampida se colocó en el curubito de la sociedad capitalina y nacional. Por ende, los garbanceros -cultivadores, distribuidores y vendedores- se volvieron de mejor familia, también, y pasaron de la plaza de mercado a la plaza pública; se convirtieron en una fuerza política de muchos brazos disidentes-conservadores-armados que se infiltraron en los aparatos ejecutivo y legislativo de los municipios, los departamentos y el país, así como en la espesura de las urbes y las profundidades de la selva. El Dictador murió y se le dieron las honras fúnebres de los hombres que dictan, con mano firme, su destino y el de los demás a su alrededor. Su hija, quien se había casado con un vendedor de fríjol negro, engendraba en ella misma la dicotomía de ser una rolliza comadrona de club y juego de cartas vespertino y/o una líder del movimiento popular garbancero; cuyos miembros dejaron de cultivar, distribuir y vender garbanzo, y se acomodaron dentro de la holgura política que provee otro tipo de clientela: la de un Establishment, como el nuestro, abierto a la democracia participativa.

Gozaban, entonces y por decirlo mejor, de su capacidad electoral; que si bien se fue acabando con el correr del tiempo, siempre alcanzó para que los hijos de ella no tuvieran mayores problemas en la vida, salvo el inconveniente pasajero de haber despilfarrado, con sus acciones políticas y administrativas, el capital económico, político y ético de su familia. Les decían -la sociedad es sabia en eso- “los nietos de la dictadura” y con la diligencia y cuidado que corresponde a cualquier delfín, se encargaron de que nada los distrajera de su aventajado destino: no en vano, habían nacido para las ideas de alto vuelo: el Estado, su infraestructura, sus obras públicas… y todas esas cosas importantes a las que se dedican las personas que anteponen el bien común al personal, y viceversa.

A todo efecto, su causa, pensaba su progenitora quien, desde jovencitos, se dio cuenta que uno era bueno y el otro era malo, como Caín; bastaba ver la mugre que salía del cuello blanco de sus camisas. Ese era el motivo de sus desvelos, por ellos recorrió el país con arengas socializantes, repartiendo estampitas de su padre y adjudicando casas a las familias pobres, para lograr con su ejemplo el cometido de que el uno ejerciera una verdadero influencia sobre el otro. ¡Y así fue! Por eso, hoy, aunque con várices como salchichas y una soledad de caserón enrejado, es una mujer que no tiene por qué quejarse de su suerte; la diferencia entre sus hijos que nadie había notado nunca, nadie la nota, ahora, tampoco, pues entre ambos mataron a Abel, pero antes mataron al burro con la ayuda de la serpiente que se quedó a vivir en el paraíso.

¡Pobres bisnietos! Si fueron criados con la misma castrante -¿o castrense?- lógica deben estar pensando que mejor tener papás ricos aunque deshonrados, antes que la ignominia -dios no lo permita- de volver a cultivar garbanzo.


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