Santiuribismo y Urisantismo
Los historiadores tendrán, en el futuro, gran dificultad en distinguir entre Juan Manuel Santos y Alvaro Uribe Vélez. Los van a catalogar como los presidentes que antepusieron sus intereses personales a los de la nación entera y se sorprenderán de que “siendo la misma mierda” como manifiesta la mayoría de los colombianos, hayan polarizado de una manera tan tajante al país. Se dijo, en su momento que a Alfonso López Michelsen le gustaba más la plata que el poder y de él, para acá, los presidentes han salido con mayor patrimonio del que tenían cuando se posesionaron; salvo Virgilio Barco que olvidó cómo llegar al banco y Ernesto Samper que se dejó robar por sus esbirros; de resto hemos vivenciado una parábola de próceres que por sus buenos oficios como mandatarios han considerado, como un merecimiento divino, el de acopiar y acrecentar sus fortunas. Ahora bien, si nos sirve de consuelo, ese fenómeno ha sido a una escala tan ínfima comparado con países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, México o Haití –por sólo nombrar los más cercanos– que, en realidad, debemos darnos por bien servidos pues como dice el politólogo Remberto María Urumas, de la Universidad Nacional: “ Que nuestros presidentes hayan robado poco es un buen indicador de nuestra estabilidad democrática” y explica –en la misma diatriba– que la frontera entre el bien común y los intereses personales de nuestros gobernantes, es la misma que delimita las democracias de las dictaduras.
Santos y Uribe son cercanos, pero los hemos distanciado, nosotros, los electores: o es el uno, en el poder, o es el otro; o manda el páramo o manda la tierra templada; o nos ponemos la ruana o el carriel, o nos alineamos con los falso-positivos o con los cierto-negativos; no contemplamos posibilidades intermedias. Los hemos puesto en orillas distintas y ellos, nos siguen la corriente: lo que el uno afirma, el otro niega; lo que el uno pondera, el otro critica; lo que el uno construye el otro destruye y en ese discurrir les comemos cuento: creemos que el uno representa a un gobierno y que el otro representa una oposición. Falso. Los colombianos hemos propiciado un tire-y-afloje antidemocrático por los poderes de la nación; y escribo “poderes” porque vuelve y juega: el uno tiene más poder en las zonas rurales que en las ciudades; el otro tiene más poder con la guerrilla que con los paramilitares; el uno viene de familia rica y el otro ha enriquecido a toda la familia; el otro tiene más poder con los hacendados que con los industriales; el uno tiene un sentido ambiguo de la moral y el otro una moral ambigua. Santos tiene un poder de derecho y Uribe un poder de hecho y por ganar nuestras indulgencias, se están peleando por la presea que, de verdad, los diferenciaría: la paz.
Esto la convierte, entonces –a la paz– en un bastión político, un territorio electoral, unos centímetros de más en la medición de genitales que los tiene inmersos a ambos. Lo único cierto, en tal disputa, es que la paz no pertenece a los colombianos, pertenece a sus abanderados. La firma del proceso actual de La Habana sólo beneficiaría a las Farc porque les permite –en la mayoría de los casos– evadir la cárcel y limpiar sus infamias, lavar ingentes cantidades de dinero, amparados por el fisco nacional y tener un trato preferencial por parte de los estamentos de la justicia. Beneficia también a Santos, a la imagen suya y a la de su gobierno: es el albur que se ha jugado porque, en vez de meterle el diente a temas álgidos realmente urgentes como la justicia, la salud y la educación por los cuales le hubiera tocado ir contra los intereses de los políticos y por ende, perder una cantidad importante de votos cautivos, decidió tomar la línea del menor esfuerzo: buscar la paz, la consabida cortina de humo que nos distrae de los verdaderos problemas de Colombia y que durará –firmada o no, da lo mismo– hasta que los delincuentes, de siempre, con la cabeza entre la tierra, como las avestruces y el culo al aire, como todos los excluidos del proceso, cometan la primera masacre.
Uribe tuvo paz, a su medida; se alió con los paramilitares para replegar a la guerrilla y sacarla de las carreteras del país y eso nos permitió –a los colombianos– quitarnos el miedo y la incredulidad; y le permitió –a él– gobernar a sus anchas, hablar con ínfulas de pacificador y extremar unas exigencias cuyo cumplimiento forzoso resultó en la realización y afinamiento de una máquina para fabricar muertos, un sistema de multiplicación de cadáveres que, disfrazados de guerrilleros, se sumaron diariamente a las estadísticas de una guerra que “estábamos ganando”; engaño que duró hasta que sus subalternos empezaron a pelar el cobre y, hoy, se encuentran enjuiciados, sentenciados o con la vida por cárcel; engaño que, además –uno pensaría– debió ser coadyuvado por el Ministerio de Defensa. Y es que Uribe estableció unos parámetros morales tan generosos para los suyos, para quienes lo acompañaron en la administración pública de su gobierno, que, hoy, no siente el más mínimo remordimiento por quienes se dejaron agarrar: uribitos, santoyos, arangurenes, buitragos, nogueras, hurtados y demás afortunados que tuvieron, por parte del Presidente de la República, carta blanca para manejar lo suyo, con los aflojamientos de la virtud que a bien tuvieran. Como dijera el general romano Obdulius Maximus: “El botín es para repartirlo”.
En fin, acusaciones similares se le han hecho al gobierno de Santos y empezaron, como en el anterior, siendo sólo rumores que fueron tomando la forma de bestias apocalípticas. La culpa es nuestra –repito– los colombianos cometimos el peor error que una sociedad puede cometer: nos hemos aliado con el uno, sólo por estar en contra del otro. Somos santiuribistas o urisantistas como si eso nos diferenciara y es, precisamente, pensando que el uno es bueno y el otro es malo, o viceversa, la razón por la cual hemos sido incapaces de buscar alternativas más honestas y justas para Colombia.