
La papa caliente del "no"
Nadie se esperaba el desenlace electoral del plebiscito; ya sea porque se amañaron las encuestas o porque, de dientes para afuera, la gente dijo “sí” pero votó “no”. ¿Quién sabe? El caso es que nadie tenía una estrategia planeada para proponerle a Colombia ante la presente eventualidad y es en ese limbo que nos encontramos hoy: buscando culpables donde no los hay y respuestas donde nadie las tiene. Al menos reconocemos el triunfo de quienes no avalaron los acuerdos concluidos en La Habana, la derrota de los que pensaron que estaban en juego la paz y la guerra y la realidad de que ante tantas dudas, la mayoría de los colombianos se abstuvo de votar.
Con cajas destempladas el Presidente Santos salió, en una alocución de tres minutos, a garantizar su esfuerzo por seguir batallando la paz y sus esbirros impávidos lo apoyaron con su presencia. No propuso nada, no tranquilizó a nadie, sólo desvió la mirada hacia un punto neutro y buscó no comprometerse con ninguna solución factible pues, indudablemente, nunca pensó en perder el tire y afloje con los colombianos en las urnas; pensó, dentro de su bien conjugado poder político y mediático, que bastaba polarizar la contienda entre el “sí” de la paz y el “no” de la guerra, para tratarnos como borregos en un carrusel. Opciones B, ni C, fueron contempladas y por eso el vacío actual de propuestas proactivas por parte del Estado.
Alvaro Uribe Vélez con su pecho de pavorreal, henchido, no tiene nada que proponer, tampoco. Salvo alguna amnistía al tenor de las auspiciadas por su gobierno, el Centro Democrático no puede apoyar una renegociación porque, esto, sería reconocer los diálogos que vituperó con tanto empeño. No puede sugerir su desmonte porque pasar de salvador a mercenario no es su estilo, él prefiere escudarse en su retórica y retardar los procesos hasta que los compromisos los adquieran sus lugartenientes y sean ellos mismos los que incurran en el desgaste político o en las ilicitudes. Él es un hombre a la sombra de si mismo y sabe que entre más esté “la pelota en su cancha” -como dicen los medios- más puede distraer a la opinión colombiana de la podredumbre que arrastra el cauce de sus acciones públicas y privadas.
Ante el descalabro, Humberto de la Calle decide renunciar, como David Cameron después de los resultados del Brexit, con la diferencia de que este último contempló la derrota y anunció, de antemano, su posible dimisión. A De la Calle tampoco se le ocurrió la posibilidad de perder; con un acuerdo tan ladrilludo que llevaría años dilucidar, con un umbral que había vencido hasta la lógica matemática, con un acuerdo ya firmado, con la anuencia de tanto jurista e internacionalista de varias latitudes, con todas las encuestas del país a su favor y enceguecido por opiniones altisonantes, como: “es el acuerdo más completo del mundo” o “es una verdadera obra de arte”, no pensó en la posibilidad de una alternativa, ni siquiera discursiva, que contemplara el rechazo de los colombianos a lo pactado, bajo su dirección, con las Farc.
De igual forma, Timochenko, ni Iván Márquez saben qué decir, ni qué hacer. Cualquiera hubiera pensado que, al otro día, retomarían sus cambuches en el monte, pero la ilusión de tanta comodidad, para quienes han subvertido y arrodillado a la ley, los obnubiló y siguen prometiendo una paz que, en cierto momento, pensaron que dependía de ellos. Les cuesta trabajo entender que Colombia quiere que paguen por sus crímenes y que se sometan, con un mínimo de humildad, al escrutinio de la verdad y de la historia; ¿o es que pensaron que se las íbamos a dejar así de fácil, en virtud a que el Presidente Juan Manuel Santos necesita mostrar algún logro de su gobierno o a que pasaron de terroristas a políticos, con los solos aplausos que recibieron en Cartagena?
Los colombianos, salvo pedir una justicia que no llega ni cojeando, tampoco sabemos cómo reaccionar a la negativa del plebiscito por coadjuvar con la reinserción de las Farc a un bienestar jurídico e institucional inmerecido. Podemos rodear al Presidente, es cierto, pero ¿en torno a qué? o podemos dejar que nos pasen por la faja y se aplique un acuerdo ya firmado y en ciernes de cumplirse, pero ¿a qué costo? Una imposición de un grupo alzado en armas, al margen de la ley, sería un golpe a la democracia, la que se sostiene gracias a que la decisión del pueblo debe ser acatada como prioridad número uno. El sino de Colombia parece ser el de la ambivalencia ¿Por qué no cumplirle a los abstencionistas y resolverles las dudas? ¿Por qué no retomar el Acuerdo desde el momento en que se salió de madre? Porque suponemos, los colombianos, que en algún momento las Farc estuvieron dispuestas a entregar mucho más de lo que les fue concedido ¿o no?
Santiuribismo y Urisantismo
Los historiadores tendrán, en el futuro, gran dificultad en distinguir entre Juan Manuel Santos y Alvaro Uribe Vélez. Los van a catalogar como los presidentes que antepusieron sus intereses personales a los de la nación entera y se sorprenderán de que “siendo la misma mierda” como manifiesta la mayoría de los colombianos, hayan polarizado de una manera tan tajante al país. Se dijo, en su momento que a Alfonso López Michelsen le gustaba más la plata que el poder y de él, para acá, los presidentes han salido con mayor patrimonio del que tenían cuando se posesionaron; salvo Virgilio Barco que olvidó cómo llegar al banco y Ernesto Samper que se dejó robar por sus esbirros; de resto hemos vivenciado una parábola de próceres que por sus buenos oficios como mandatarios han considerado, como un merecimiento divino, el de acopiar y acrecentar sus fortunas. Ahora bien, si nos sirve de consuelo, ese fenómeno ha sido a una escala tan ínfima comparado con países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, México o Haití –por sólo nombrar los más cercanos– que, en realidad, debemos darnos por bien servidos pues como dice el politólogo Remberto María Urumas, de la Universidad Nacional: “ Que nuestros presidentes hayan robado poco es un buen indicador de nuestra estabilidad democrática” y explica –en la misma diatriba– que la frontera entre el bien común y los intereses personales de nuestros gobernantes, es la misma que delimita las democracias de las dictaduras.
Santos y Uribe son cercanos, pero los hemos distanciado, nosotros, los electores: o es el uno, en el poder, o es el otro; o manda el páramo o manda la tierra templada; o nos ponemos la ruana o el carriel, o nos alineamos con los falso-positivos o con los cierto-negativos; no contemplamos posibilidades intermedias. Los hemos puesto en orillas distintas y ellos, nos siguen la corriente: lo que el uno afirma, el otro niega; lo que el uno pondera, el otro critica; lo que el uno construye el otro destruye y en ese discurrir les comemos cuento: creemos que el uno representa a un gobierno y que el otro representa una oposición. Falso. Los colombianos hemos propiciado un tire-y-afloje antidemocrático por los poderes de la nación; y escribo “poderes” porque vuelve y juega: el uno tiene más poder en las zonas rurales que en las ciudades; el otro tiene más poder con la guerrilla que con los paramilitares; el uno viene de familia rica y el otro ha enriquecido a toda la familia; el otro tiene más poder con los hacendados que con los industriales; el uno tiene un sentido ambiguo de la moral y el otro una moral ambigua. Santos tiene un poder de derecho y Uribe un poder de hecho y por ganar nuestras indulgencias, se están peleando por la presea que, de verdad, los diferenciaría: la paz.
Esto la convierte, entonces –a la paz– en un bastión político, un territorio electoral, unos centímetros de más en la medición de genitales que los tiene inmersos a ambos. Lo único cierto, en tal disputa, es que la paz no pertenece a los colombianos, pertenece a sus abanderados. La firma del proceso actual de La Habana sólo beneficiaría a las Farc porque les permite –en la mayoría de los casos– evadir la cárcel y limpiar sus infamias, lavar ingentes cantidades de dinero, amparados por el fisco nacional y tener un trato preferencial por parte de los estamentos de la justicia. Beneficia también a Santos, a la imagen suya y a la de su gobierno: es el albur que se ha jugado porque, en vez de meterle el diente a temas álgidos realmente urgentes como la justicia, la salud y la educación por los cuales le hubiera tocado ir contra los intereses de los políticos y por ende, perder una cantidad importante de votos cautivos, decidió tomar la línea del menor esfuerzo: buscar la paz, la consabida cortina de humo que nos distrae de los verdaderos problemas de Colombia y que durará –firmada o no, da lo mismo– hasta que los delincuentes, de siempre, con la cabeza entre la tierra, como las avestruces y el culo al aire, como todos los excluidos del proceso, cometan la primera masacre.
Uribe tuvo paz, a su medida; se alió con los paramilitares para replegar a la guerrilla y sacarla de las carreteras del país y eso nos permitió –a los colombianos– quitarnos el miedo y la incredulidad; y le permitió –a él– gobernar a sus anchas, hablar con ínfulas de pacificador y extremar unas exigencias cuyo cumplimiento forzoso resultó en la realización y afinamiento de una máquina para fabricar muertos, un sistema de multiplicación de cadáveres que, disfrazados de guerrilleros, se sumaron diariamente a las estadísticas de una guerra que “estábamos ganando”; engaño que duró hasta que sus subalternos empezaron a pelar el cobre y, hoy, se encuentran enjuiciados, sentenciados o con la vida por cárcel; engaño que, además –uno pensaría– debió ser coadyuvado por el Ministerio de Defensa. Y es que Uribe estableció unos parámetros morales tan generosos para los suyos, para quienes lo acompañaron en la administración pública de su gobierno, que, hoy, no siente el más mínimo remordimiento por quienes se dejaron agarrar: uribitos, santoyos, arangurenes, buitragos, nogueras, hurtados y demás afortunados que tuvieron, por parte del Presidente de la República, carta blanca para manejar lo suyo, con los aflojamientos de la virtud que a bien tuvieran. Como dijera el general romano Obdulius Maximus: “El botín es para repartirlo”.
En fin, acusaciones similares se le han hecho al gobierno de Santos y empezaron, como en el anterior, siendo sólo rumores que fueron tomando la forma de bestias apocalípticas. La culpa es nuestra –repito– los colombianos cometimos el peor error que una sociedad puede cometer: nos hemos aliado con el uno, sólo por estar en contra del otro. Somos santiuribistas o urisantistas como si eso nos diferenciara y es, precisamente, pensando que el uno es bueno y el otro es malo, o viceversa, la razón por la cual hemos sido incapaces de buscar alternativas más honestas y justas para Colombia.
Las bondades de Pretelt
La justicia dejó de ser un absoluto, se convirtió en una veterana que ofrece sus tetas caídas y su entrepierna saqueada mil veces, a quien requiera de sus favores. Tan es así, que Alejandro Ordóñez habla de unos estándares mínimos de la justicia y se me ocurre pensar que Jorge Pretelt los cumple y que no es un mal tipo sino que tiene un sentido propio de la honestidad: cometer delitos menores, como robar, mentir y desfalcar, pero sólo en beneficio propio o del uribismo. Ese ha sido el sentido ético del milenio, sino que ha cambiado –un tanto– con el último gobierno, en el que se permite delinquir en beneficio propio, del santismo y ¡vaya paradoja! también en beneficio de la paz.
Ramiro Bejarano insiste que los sucesos actuales de la Rama Jurisdiccional son más graves que la Toma del Palacio de Justicia donde se quemaron las instalaciones, los archivos con millares de folios incriminatorios del narcotráfico y se asesinaron a sangre fría magistrados que más que jueces eran oráculos. Yo no estoy de acuerdo, lo que él no entiende es que ahora el aparato judicial es más relajado: se cierran los juzgados con cualquier conato de huelga y eso está bien, porque 15 días de vacaciones en diciembre no es suficiente para descansar de un trabajo tan sobrecargado; se encarcela a los delincuentes de cuello blanco en cómodas caballerizas ¡no faltaba más! para que no se vayan a contagiar del lumpen presidiario; se le otorga, incluidos guerrilleros y paramilitares, perdón y olvido a cualquiera con más de mil millones de pesos, regla que aplica también para las reinas de belleza; los magistrados gozan de cuotas para sus familiares dentro de las instituciones de la misma rama u otras del gobierno; y, si en vez de decir “concepto” dicen “concecto”, o de decir “expediente” dicen “etspediente” eso, ya, a nadie le importa. Es la nueva –y consabida– forma de comportamiento en lo judicial. Doctor Bejarano no se despeluque, mientras se cumplan –repito– unos mínimos estándares de justicia como muy inteligentemente dijo el Procurador Ordóñez; palabras que quedarán –por supuesto– escritas en sus tomos de memorias: “Elegías para una canonización”.
Volvamos, entonces, a la esencia de este artículo; Jorge Pretelt no es un mal tipo sino que su cara le quita seriedad a sus actos, pues se parece al abuelo de la familia Munster. Por eso y porque es un godo recalcitrante, de esos que durante la adolescencia, en su natal Montería, cerraba los ojos al ver pasar una burra, la gente no ve fácilmente sus bondades; pero, la verdad, han sido muchos los avances logrados durante su carrera, su magisterio y en el escaso mes y medio que lleva como presidente de la Corte Constitucional.
Candidato al doctorado en derecho de la Universidad Alfonso X El Sabio, en Madrid, España, el doctor Pretelt es experto en Derecho Electoral y específicamente, en el tema de las “ternas de uno” en el que apoya el argumento de que el ternado más opcionado colabore o saque de la manga, el nombre de los otros dos. Le salió el tiro por la culata cuando Mario Iguarán ganó el pulso por la Fiscalía General de la Nación, en la que cinco mil millones salidos del bolsillo de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, parece que inclinaron la balanza en su desfavor, pues, desde el principio, él fue el favorito para ocupar la cabeza del ente acusatorio; esto le enseñó a nunca bajar la guardia por eso, ahora, ante las acusaciones de haber recibido un millonario soborno, en vez de renunciar, pide una licencia, generando un antecedente de solidaridad, desde el seno de nuestra justicia, para que otros presuntos delincuentes se atornillen a su escritorio, así se lleven por delante la institución que representan.
Con su esposa Martha Ligia Patrón, quien trabaja en un alto cargo de la Procuraduría General de la Nación, cercano al despacho del doctor Ordóñez, han auxiliado a desplazados de la región de Urabá y antes que verlos dejar sus tierras con las manos vacías, por cuenta del desalojo forzoso al que los paramilitares los han sometido, los Pretelt han comprado sus predios; por precios bastante menores al de su verdadero avalúo pero, como dicen: “Algo es algo peor es nada”. La Fiscalía cree ¡qué injusticia! que ellos son cómplices de la invasión paramilitar a los fundios adquiridos, por lo que han llamado a la doctora Patrón a comparecer ante las instancias judiciales y responder por crímenes de guerra y de lesa humanidad; el doctor Pretelt como buen marido y padre de familia ha esgrimido que su mujer no puede cumplir con la diligencia, pues debe salir del país con su hija menor de edad, quien se encuentra muy afectada por la persecución de que han sido objeto, los últimos 20 días.
Se pide a grito herido que renuncien todos los magistrados y parece que tal acción sería conveniente para el presidente Santos, ante la consideración de que la Corte no se muestra favorable a avalar los entuertos jurídicos del proceso de paz. Por lo pronto Jorge Pretelt ha pedido que cambien las sillas de la Sala Constitucional por excusados, con eso cada magistrado puede deliberar mientras hace lo suyo y de paso, se disimula un poco el olor de la podredumbre que se está destapando.
Racatapún Chin Chin
El coronel Uriel Oviedo fue el primero en determinar el peligro. “¡Sembraron la Plaza de Bolívar de minas quiebrapatas!” exclamó, después de que un burro, un vendedor de perros calientes y un grupo de tres niñas, camino del colegio, volaran por los aires. Veinte minutos más tarde, cuando el perímetro se encontraba acordonado, dos incrédulos ciclistas traspasaron las cintas y las señales preventivas, desoyeron los pitos y los gritos de la policía y cuando se pensó que iban a llegar al otro lado, con tres metros y medio segundo de diferencia, sus cuerpos quedaron desmembrados por descargas explosivas brotadas del piso como un chorro instantáneo de fuego.
En Cuba, la dirigencia de las Farc, apoltronada frente a los medios de comunicación, aun con los mondadientes de después del desayuno, en la boca y luciendo distintos colores de camisetas Lacoste, lamentaron el suceso y señalaron al Comando Polvorete –su enemigo consuetudinario– de ser los culpables de tal afrenta a los diálogos de paz. “Esos hijueputas, lo que quieren es jodernos” le dijo, uno de ellos, a Humberto de la Calle Lombana, en privado. Éste último, con su intuición de sabueso, pensó que si bien las fuerzas contrarias al proceso estaban, ahora sí, dispuestas a jugársela toda para que las conversaciones en La Habana fracasaran, había que sopesar otras posibilidades más sombrías.
Tres días después, el presidente Santos, aterrizó en El Dorado, dando fin a una maratónica gira por los países de la cuenca del Pacífico y lo primero que hizo fue visitar la Plaza de Bolívar –que le quedaba en el camino– en compañía del coronel Oviedo. Se pararon junto a las columnas del Capitolio y la visión fue desoladora: los restos mortales fueron recogidos por una grúa con brazos de cincuenta metros, pero la sangre no había podido ser limpiada; la basura se acumulaba a los pies del Libertador y las palomas caminaban, cejijuntas, a sus anchas, pues su peso es inocuo para el efecto de hacer estallar alguna bomba. El presidente se molestó ante la inercia del Estado, pues era poco o nada lo que se había hecho en el intento por desminar el área, pero el coronel le explicó que ya había una comisión de científicos y militares, dilucidando la forma de hacerlo. Lo más grave es que como ninguna organización delictiva salió a declarar la autoría del hecho, pues veladamente los periódicos y las revistas semanales fieles al gobierno, fueron vendiendo la idea de que el Comando Polvorete estaba detrás del asunto, al tiempo que rescataban las fotos –publicadas mil veces– del expresidente Uribe mirándole los genitales a un caballo, en compañía de Yadiro Polvorete Fosca, alias “Verruga”. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran los culpables, no se podía declarar una paz concertada mientras el centro neurálgico de la capital colombiana estuviera agónico con ese sarampión de explosivos, a punto de estallar, frente a la Alcaldía, el Palacio de Justicia, el Capitolio, el Arzopispado, la Catedral Primada y a una cuadra de la Casa de Nariño.
Los citadinos sufrimos en carne propia la inseguridad con que se camina en el campo, porque el fenómeno se replicó, en menor escala, en algunos parques, ciclovías y centros comerciales. Una marca reconocida de prótesis articulares, abrió sucursal en Bogotá y el libro más vendido fue el de “La utopía del desminado” escrito por el serbio Borislav Maranko que explica, de forma sencilla y cuidadosa, que el compromiso de desmantelar los campos minados por grupos al margen de la ley no pasa de ser un contentillo sobre el cual no tienen mayor control. El libro, basado en la experiencia de grupos como los Tupamaros en Uruguay, los Kmer Rojos en Cambodia y el Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros, que prometieron lo mismo que, ahora, prometen las Farc, reunidas en Cuba, tiene, en su página 54, el siguiente fragmento: “[…] los mapas de localización de las minas (entregados por los alzados en armas) son generalmente hechos a posteriori, por lo tanto ineficaces; los equipos sonares o de rayos gamma, son poco confiables porque detectan una mina por cada cinco acumulaciones de desechos orgánicos varios; las técnicas químicas que identifican el nitrato de amonio funcionan pero sólo a escasos centímetros de la mina, lo que las hace altamente peligrosas; el mejor método sigue siendo el más popularizado: pasar, varias veces, manadas de jabalíes, o animales no-domésticos similares, por los campos demarcados. Desafortunadamente, en grandes extensiones de bosque, o selva, una vez se declara el área fuera de peligro, siempre ocurren tragedias por causa de las pocas minas que no fueron ubicadas. […]”
A tres semanas de las primeras explosiones, la principal plaza de Colombia sigue sembrada de minas quiebrapatas, pero ya está en curso una licitación para quitarlas, un consorcio afgano-iraní es el más opcionado en la puja. El expresidente Uribe, en rueda de prensa, asevera tener pruebas de que las minas pertenecen y fueron puestas por las Farc y acusa al presidente Santos de tener conocimiento al respecto. Hoy, el diario de mayor circulación nacional titula, en primera página: “Uribe echa su polvorete y se sacude”.
Acatemos el Fallo de La Haya
El fallo de La Haya es inapelable. Lo que pasa es que Juan Manuel Santos, en Colombia, está acostumbrado, como cualquier niño consentido, a cambiar las reglas del juego y ha escogido, ante el infortunio de tener que entregarle un pedazo de océano a Nicaragua, la táctica de “hacer pataleta.” Mecanismo que le ha dado resultado antes, en asuntos políticos de regular importancia a nivel local. La dimensión internacional es otra cosa y no es que él la desconozca, pero si está echándose una suerte que puede conducirnos a una guerra, como todas ellas: innecesaria.
Mañana, o pasado mañana, se van a divisar barcos nicaragüenses armados desde las playas de San Luis y ¡ahí va a ser Troya! Estos serán, sin duda, de estricta vigilancia pero lo vamos a ver con los ojos enardecidos de quién a perdido un pedazo de uña, pero actúa como si le hubieran arrancado el brazo. Que, entre otras, para no ir muy lejos, el riesgo si era el de perder, por lo menos, un par de falanges o un pulgar. Pero bueno, todo el mundo se pregunta qué paso; culpan a Guillermo Fernández de Soto -con razón- y en menor medida a María Angela Holguín que, sentada durante la alocución presidencial con las rodillas bien juntitas, como en el colegio y en actitud de haber hecho bien la tarea, poco o nada tiene que ver en el asunto. Lo complicado se le viene ahora, porque tiene que buscar unos subterfugios que no existen para lograr una solución imposible. Lo importante es que mantenga el suspenso tres años más y que finja un tire y afloje jurídico-diplomático otros cuatro si el Presidente logra su reelección.
El Presidente de la República se dirige a la nación -frente a su teleprompter- con los expresidentes atrás -Juan Lozano en representación de Uribe, supongo- y Noemí y María Emma que, más que excancilleres, no pierden la oportunidad de empolvarse la cara si de salir en televisión se trata; todos con ese gesto patriótico se sacar el pecho y apretar el culo. La indignación de los colombianos por perder otro margen de soberanía ante nuestros vecinos y condolidos por los pobres sanandresanos que están perdiendo la oportunidad de aprovechar lo que no sabían que tenían: los recursos naturales y el petróleo de las áreas afectadas. Y, lo que más causa confusión: el rictus hipócrita de Uribe y Pastrana, solidarios con el Presidente, para ocultar la realidad de que bien hubieran podido, ellos sí, en su momento, evitar el descalabro diplomático. ¡No se entiende del todo la reacción, como si los pescados que cambiaron de nacionalidad se pusieran a nadar en dirección opuesta.
Para que los conflictos se acaben, alguien tiene que ceder. Cuando nadie quiere ceder se recurre a un organismo de credibilidad internacional para que tome la decisión y ambas partes adquieran el compromiso de acatarla ya sea que beneficie a una parte, o a la otra; porque lo importante es que se gane o se pierda: el fallo marca el final del conflicto. Por lo que a mí me parece que debemos entregarle, a Nicaragua, las aguas marinas contempladas en el Fallo de La Haya. Lo contrario es desconocer el orden internacional, participar del caos individualista de las naciones que desconocen los rigores de la globalización y la importancia -futura sobre todo- que para la estabilidad del mundo representa que entre los países haya puntos de encuentro y no de desencuentro. Yo pensé que el Presidente, en su alocución, con alborozo iba a puntualizar en el hecho de que conservamos el archipiélago a cambio de un mar territorial que poco o nada estábamos aprovechando y en el cual, desde hoy, tenemos la oportunidad de unir esfuerzos con los nicaragüenses para desarrollar proyectos conjuntos. Que, en vez de los expresidentes, iba a estar el embajador de nuestro país homólogo y con un abrazo fraterno se iba a sellar el final del conflicto y el inicio de una era de progreso y bienaventuranza entre países con la misma sangre.
¡Pero no! La confusión deja de existir cuando -como sucede casi siempre- se le aplica la lógica electoral a los acontecimientos. Todo esto hay que calcularlo en la cantidad de puntos de imagen que hubiera perdido el Presidente Santos para su reelección, más grave aún el riesgo que corría de pasar a la historia con José Manuel Marroquín por entregar menos patria de la que le fue encomendada. Para evitar tal inconveniente -que no hubiera sido tanto pues somos conscientes de que este asunto Pastrana lo cocinó y Uribe le echó la sal- Colombia decide desconocer el fallo y montar un tinglado en que parezca que de verdad se puede echar reversa. Previendo, además, que este será un tema crucial en la repartición del caudal electoral, el expresidente Uribe hace lo propio -apoya con los mismos términos pero con otras palabras, por ponerlo de alguna manera- la decisión del primer mandatario pero no porque tenga una idea salvadora sino precisamente porque no la tuvo cuando era imperativo tenerla; o porque subvaloró las consecuencias de la contienda y la contienda misma, lo que no es extraño dada la facilidad con que su ego le nubla el entendimiento.
Este artículo no dice, en realidad, nada nuevo, ni pretende hacerlo; lo que si tiene es la intención literal de pedirle el favor al Presidente Juan Manuel Santos de que acate el Fallo de la Corte Internacional de La Haya y que pierda los votos que tiene que perder, con la seguridad de que está evitando una guerra. Que cambie de actitud, que le dé un ejemplo a los israelitas sobre la importancia de ceder para evitar conflictos que desgastan recursos económicos, humanos y naturales. Que se pregunte ¿qué tantos planes tenía, en realidad, para ese mar territorial completamente inexplotado? Que busque soluciones proactivas, ante el hecho de que lo que de verdad fortalece nuestra soberanía, es la posesión de tierras; porque, en un contexto general y dado que nuestra pesca es escasa en producir divisas, poca importancia tiene quién pesque y en qué aguas, o qué meridianos prevalezcan, ante la contundencia de que el archipiélago es nuestro y punto.
Acatemos el Fallo de la Haya, disciplinemos nuestra diplomacia para actuar acorde con el orden internacional. No somos parias, nunca lo hemos sido; la tendencia en nuestro pensamiento internacionalista han sido más la sapística y la arrodillística. ¿Por qué actuar ahora, entonces, con un rol que desconocemos? ¿Qué nos pasa? Somos generosos de espíritu, esa es nuestra índole, mañana perderemos, sin duda, la órbita geoestacionaria, el trapecio amazónico y los Estados Unidos nos empujará hasta el Atrato. Vámonos acostumbrando, pasemos de ser perdedores, a ser unos buenos perdedores, gallardos y orgullosos: ese es el verdadero pacifismo. Hoy nombraron una comisión de sabios juristas como grupo de apoyo a las acciones por venir. No los conozco a todos, pero son gente seria, ojalá alguno le diga la verdad a Santos; lo llame con cierta discreción a la esquina de un corredor y le explique la inutilidad de buscar un equilibrio en la balanza electoral, preguntándole: “¿Presidente de qué le serviría una eventual paz con las Farc, si vamos a estar en guerra con Nicaragua?”
Paz mata Justicia
En Colombia hay paz y hay guerra, lo que no hay es Justicia; y no la hay porque nuestros gobernantes siguen contando con los votos de la subversión para fortalecer su caudal político. Los diálogos son eso: la negociación del paquete de leyes que se debe expedir para que los alzados en armas tengan plena libertad de inclinar la balanza de la única justicia que conocemos: la electoral.
No importa que traficantes de droga, asesinos y secuestradores queden amnistiados y su reinserción a la vida civil dependa de sumarse a los anillos de pobreza urbanos sin otra opción que dedicarse a la misma criminalidad. No importa que Timochenko recobre el estatus político de las Farc y sus esbirros sean elegidos alcaldes. Importa menos aun que siga habiendo colombianos dejados a su suerte desprovista de ley y de Estado, porque siempre habrá a quien echarle la culpa de la “guerra”. Siempre habrá con quien negociar una siguiente “paz” y, así, a quien echarle la culpa de la “guerra” venidera, la de despuesito y así sucesivamente en un ping pong sin maya, sin mesa y sin raquetas porque normatividad que garantice una misma Justicia para todos es lo que no hay.
Podemos vivir en tiempos de paz y en tiempos de guerra, de acuerdo a los titulares de El Tiempo, lo que no podemos es vivir sin Justicia; y eso es lo que nos está asfixiando. El gobierno de Uribe es un buen ejemplo de tal patología. Poner uniformados en las carreteras fue una manera de vendernos la ilusión del despeje de nuestras vías respiratorias, hasta que caímos en la cuenta de que eso se logró diseñando una justicia abundante para los paramilitares y otra precaria para la guerrilla. ¡Qué sorpresa! ¿Nos preguntamos de dónde viene el asma crónica que padecemos?
Todos los colombianos quieren paz, pero no todos quieren Justicia y menos los que tienen la suya propia de acuerdo a apellidos, capacidad adquisitiva, capacidad criminal, patrimonio o nexos con el poder. Una es la justicia para los Rastrojos y otra para los Uniandinos; una para Inocencio Meléndez y otra para Emilio Tapia; una para Sabas Pretelt y otra para Yidis Medina; una para Nicolás Castro y otra para Jerónimo Uribe; una para el pederasta con las uñas sucias y otra para el violador con el cuello blanco. A la paz le damos aire y a la guerra le damos fuego, mientras la justicia recibe palmaditas en la espalda.
Tengo una amiga que se llama Paz Guerra, prima hermana de Vida Guerra la modelo cubana. Pendenciera pero suave y relajada en los momentos del amor. Cuando la llaman por su nombre se abre de piernas con facilidad, como si no hubiera derrotero distinto a la necesidad de lograr un estado de prolongado paroxismo. Cuando saca a relucir el apellido se descompone, se vuelve obstinada en resolver los conflictos que la afligen y en señalar a los culpables de sus falencias o desvirtudes; o sea, en una tarde puede pasar de entregar el goce de sus dadivosos muslos a empuñar la espada del rencor y desatar las rencillas más inútiles. Sin embargo, es justa. Sus principios rigen su vida, no los sacrifica por ganar una pelea o por mantener un ardoroso romance. Están ahí, hacen parte de su estructura como ser humano.
Nuestra amiga Colombia, en cambio, es injusta. Se comporta distinto según el marrano. Se acuesta con unos por una poca plata y a otros les pasa la cuenta como si engendrara en ella el Jardín de las Delicias. Deja que los más encumbrados le levanten la falda y se acomoden en sus bajos fondos, mientras se pone retrechera con los menos favorecidos o con menos recursos para negociar caricias o comodidades adicionales. Su proxeneta de turno conoce tales comportamientos y los alienta al extremo de tratar, de tú a tú, a sus más acérrimos enemigos y de congraciarse con quienes la han vejado y utilizado con desconsideración. ¡Cómo será! Que proxenetas anteriores le coquetean todavía, no se acostumbran a la nostalgia de haberla tenido, de no haberla podido usufructuar por más tiempo. Nuestra pobre amiga, entonces, acoge la paz y alimenta la guerra -es su modus operandi, no sabe otra cosa- pero sin parámetros de Justicia porque quienes se la gozan están más prostituidos que ella y se acostumbraron al río revuelto de su pesca milagrosa.
Con los nuevos diálogos de paz y sus buenos augurios por parte de los sapos y de los ingenuos, empieza también la campaña por la reelección del actual Presidente de la República. Un proceso de paz en curso, con buena prensa, es su boleto al próximo cuatrenio. Para prometer la paz sólo se necesita estar en guerra y eso, en Colombia, se puede hacer en cualquier momento porque velamos por que sigan ahí los culpables de siempre. Prometer Justicia, en cambio, es prometer un ajuste de cuentas interno que enfrentaría los poderes públicos, que socavaría la tranquilidad política mínima para garantizar la gobernabilidad y que pondría en la picota pública a protagonistas y antagonistas que así no sean cercanos, o ni siquiera indispensables, coadyuvan en la obtención, mantenimiento y cuidado de lo que verdaderamente está en juego: el poder.
Incontables escritos de gente muy seria y comprometida con la crítica constructiva en este país señalaron el fracaso de la Reforma a la Justicia como “una crisis sin precedentes en Colombia.” ¡Por supuesto, no es para menos! Nos trataron de engañar a todos, absolutamente a todos; además pelaron el cobre, se dejaron ver la mezquindad de lo que mascullan y la sin vergüenza con la que actúan. La paz en Colombia es una panacea ilusoria. Un sofisma de distracción que sigue poniendo votos por eso su bandera es recogida del suelo y lavada cuantas veces sea necesario, como mecanismo para soslayar las verdaderas dolencias y evitar los dolorosos tratamientos y curas que necesita nuestro país.
Dan risa los columnistas que dicen que con los diálogos de paz Juan Manuel Santos de manera valerosa se está jugando su imagen, sobre todo porque no se está jugando nada; jugarse su imagen sería exigirle una Justicia igual a quienes la fundamentan y la aplican, así hagan parte de su caudal reelectoral. Seguimos, además, con la percepción errónea, pero cada vez más arraigada, de que si la imagen del Presidente permanece inalterable -en el caso de los presentes diálogos, por ejemplo- es que las cosas van bien, de que la paz está cerca y como eso es lo que queremos oír los colombianos pues seguiremos votando por la continuidad de esa ilusión siendo que lo verdaderamente lamentable en este país es que: Paz mata justicia.
Conviene terminar este artículo con la frase de María Isabel Rueda que la excusa de cualquier exabrupto: “Ojalá me equivoque” y Juan Manuel Santos con la asesoría de los noruegos resulte -digo yo- ser el redentor que necesita Colombia y, como Andrés Pastrana, suene también para el premio Nobel de la Paz que, vaya coincidencia, se decide y se entrega en Oslo.
El Partido de la Ubre
Todos maman del Partido de la U, se alimentan de éste, crecen y se van. El destete es duro porque Alvaro Uribe es el dueño de la ubre y tal posesión la considera extensiva a todos los que la ordeñan, con el compromiso de devolver, en cantidades iguales o similares, lo recibido; so pena de caer en desgracia y sufrir los dardos de sus ojitos enérgicos y su ceño fruncido. Pero entre la alevosía y la indiferencia nada de esto es grave, hace parte del juego político en el que cambiar de teta responde a un problema de subsistencia política, antes que de fidelidad o familiar cariño.
El problema, entonces, es la vaca -la colectividad- porque a ella sí le gusta que le den besitos y le hagan carantoñas antes de manosearla y de que se le metan entre las piernas. Inclusive, es de conocimiento público que le han propuesto mejores abrevaderos, se la ha visto pastar en otros potreros y, en múltiples circunscripciones, hasta la han apareado y tratado de marcar con fierros de otras ganaderías. Esa forma indiscriminada de levantarse la falda, entre componendas y coaliciones, es lo que desconcierta al electorado.
Entre la vaca y su dueño debe haber un sentimiento recíproco e irrompible, un lazo tan fuerte como el matrimonio, de lo contrario se trata de una relación entre amantes, de intereses mutuos, o en el peor de los escenarios -que podría ser éste- de un arreglo entre el proxeneta y la alegre comadrona que se para en la puerta del burdel, engordada a la fuerza para hacerla parecer más apetitosa y rebosante a la transeúnte clientela. Con la gravedad, además, de que ella ve con desgano que se turnan el manejo del negocio entre escuderos y lugartenientes que tienen una denodada fe ciega en su propietario, padre putativo, guía espiritual y líder, mientras éste sigue buscando peleas callejeras de poca monta que lo distraen de su verdadero oficio: cuidar de su rebaño, en este caso de animales mal domesticados y cortesanos desagradecidos.
Con la ley de bancadas, los partidos políticos colombianos se volvieron, eso: bancadas. Partidos de paso para aspirantes a las corporaciones y políticos ansiosos por cumplir el sueño de servir al país y de luchar por el bien común. ¡Perdón! ¡comprensible equivocación! lo correcto es decir: para servirse del país y luchar por los bienes comunes de los que puedan echar mano. El arte de la política es, hoy, la destreza de mantener el equilibrio entre ordeñar y dejarse ordeñar. En ese orden de ideas el Partido de la Ubre ha exagerado en lo segundo y bajado la guardia en lo primero; fenómeno normal si se considera que Juan Manuel Santos es ahora el gran ordeñador del gasto, de los puestos públicos y de la teta del Estado: una cabeza de Medusa con largas e infinitas tetillas que Álvaro Uribe terminó por mirar de frente y quedó, aunque le cueste trabajo resignarse, como todos los expresidentes: quieto en primera y con dedicación exclusiva a defender y tratar de darle un puesto en la historia a su gobierno.
Uribe no ha logrado acomodarse a tales circunstancias. No tiene cómo responderle a un partido fundamentado en sus favoritismos y su capacidad de entrega… ¡de nuevo, involuntario error! quise decir: y su capacidad de entregar notarias, prebendas y otras dádivas públicas. Tampoco le quedan adeptos a la causa porque no hay causa, mientras no haya qué repartir nadie en su partido -salvo Juan Lozano- es incondicional; lo que le quedan son subalternos, lo suficientemente ubicuos, umbilicales, undívagos, uniformes y ufanos para seguir mamando de un jefe político sin poder, pero al que no se le quitan las ganas de mandar ni con goticas de mancusina.
El uribismo no está en retirada, pero tampoco avanza, sino que por tratarse de una ubre inmensa con un corazón tan grande, pues la cabida para el cerebro no es mucha por lo que el partido se quedó sin ideología, si es que alguna vez la tuvo. El mismo Alvaro Uribe es un gran hacedor, más no un pensador que compense con manifiestos políticos la enjundia hiperactiva de sus actos, discursos e itinerarios. Sus ideas son más bien del tipo instrumental y mecánico, dictadas por una intuición de baqueano paisa que suple, de sobra, la falta de reflexión que tienen las decisiones de partido ¡perdón otra vez! … de bancada. Él lo sabe, por eso ha tenido cabezas brillantes a su diestra y a su siniestra, no en vano se ha rodeado de las neuronas y el líquido encéfalo-raquídeo de personas cuyo talento es precisamente el de sopesar -reposadamente y con tiempo- todas las variables de un problema para dar soluciones adecuadas y, sobre todo, duraderas. Personas con las que Uribe se desespera y terminan llevándole el tinto con arepa y volteándole el sombrero.
Se podría decir que Uribe domina la inmediatez, el día a día, lo urgente, lo que no da espera, porque se aburre como almeja en vacaciones con lo que requiera de planeación a largo plazo. Por eso, gran parte de las acciones discrecionales de su fuero sirvieron en su momento y para fenómenos determinados; la aplicación de éstas en el presente ha sido torpe y lenta porque Juan Manuel Santos no es de los que le dedica un domingo a llamar, por ejemplo, a los peajes de todas las carreteras de Colombia para garantizar el éxito de la operación retorno; a escucharle las quejas a un parroquiano de Ramiriquí que se explaya en detalles de cómo el aluvión le arrasó la finca; o se detenga, camino a un consejo de ministros, a preguntarle a un embolador cómo va el negocio y si le alcanza la platica para hacer mercado.
Aunque aguerrido y trabajado, el suyo no fue un gobierno de sembrar y sentarse a esperar frutos, por lo que su partido adolece de lo mismo: falta de raíces, un tronco demasiado pequeño para tanto pajarraco anidado en sus ramas y excesiva y asfixiante cantidad de abono: el remanente de tanto capital político que se ha venido malgastando en esfuerzos puramente electorales y que hubiera servido para estructurar una ideología, una línea de pensamiento, una visión de país, capaz de entusiasmar al común de los colombianos por causas y no por los heroísmos de su jefe máximo.
Alvaro Uribe no ha tenido tiempo -ni es su estilo- de acuñar frases conjugadas en pretérito como tienen los demás expresidentes: “Mi mandato fue, como diría el poeta: …uva, y rosa, y trigo sur-tidor…” “La no extradición era un imperativo para salvar la patria.” “Yo estaba de espaldas a todo menos al país.” “No me extrañan los aciertos de Uribe y de Santos, porque yo les dejé todo listo para que así fuera.” Podría empezar por reconocer que la ubre se le salió de las manos y decir algo así como: “!Qué mi gobierno se hubiera amancebado con el paramilitarismo, acostado con los Estados Unidos y enamorado del poder es positivamente falso!”
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