Cien capítulos de soledad

Tengo un romance de vieja data con Amaranta Úrsula, quien le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado a los genitales de Aureliano Babilonia; y amo a Penélope Cruz por sus muslos elásticos, su piel aduraznada y el maretaje de su presencia, con el que ha logrado sortear las arenas movedizas de Hollywood. Pero, si por dar un ejemplo, la española representara a la primera, personificando el carácter matriarcal de su tatarabuela y la inocente belleza de su tía Remedios, en la serie sobre Cien años de soledad anunciada por Netflix, los dos mundos en los que vivo, el cine y la literatura, colisionarían. El impacto equivaldría -me temo- a un derrame cerebral; con el peligro que eso conlleva: el de quedar en el limbo de un autismo tropical, sin más opciones que amarrarme a la sombra de un castaño y esperar la muerte y las visitas del fantasma de Prudencio Aguilar, con la lanza atravesada en la garganta y la cara de Alvaro Bayona o Waldo Urrego.

El problema, valga la verdad, no es que Consuelo Luzardo y Amparo Grisales pudieran agarrarse de las mechas por ser Úrsula Iguarán o Marbelle adueñarse de Pilar Ternera, es mucho más profundo, más letal: que los verdaderos personajes de Macondo dejen de existir con la dimensión que nacieron de la pluma de su autor. Gabo lo sabía, conocía el peligro de que un cataclismo así pudiera suceder y por eso -según lo declaró varias veces- Cien Años de Soledad no podría ser llevada al cine sino cincuenta años después de su muerte. Me imagino que, en la letra menuda del testamento, no quedó la prohibición expresa de llevarla a la televisión, razón por la cual, sus hijos, se han lanzado a la aventura de tratar de interpretar a su padre, como productores de la serie. ¡Nada más peligroso! Pues no es, precisamente, el parentesco consanguíneo lo que permite una mayor objetividad; al contrario, en este caso la novela actúa como una hermana expúrea que, en su momento, compitió por los aprecios de quien los trajera a la vida. Baste decir, que sólo quienes han tomado distancia con las creaciones artísticas -y obligatoriamente con sus autores- son capaces de una representación asertiva de una obra literaria enfrentada a la puerilidad de los guiones seriados y la materialidad irrefutable de la imagen en movimiento.

Mi única opción, declaro, será la de no ver el producido de Netflix sobre Macondo por la sencilla razón de que el poder visual destruye la memoria de lo leído. No lo digo peyorativamente pero es muy raro que alguien lea el libro de una película recién vista pues al intelecto no le queda nada, o muy poco, por construir. He tenido, además, perdidas sensibles en la reducida sala de espera de mis amores literarios: María Iribarne, la de Sábato; Floripedes Guimaraes, la de Amado; Urania, la de Vargas Llosa; Blanca, la de Isabel Allende; e Ilona, la de Mutis. Todas olvidadas frente al celuloide, como por ensalmo, ante la falsa creencia de que el cine las revive, siendo que las saca del imaginario y las escupe a la realidad, sin misericordia.

Después de que Santiago Nassar fuera representado por un imberbe y afeminado actor francés y de que Ornella Muti haya pretendido perder la virginidad en Santa Cruz de Mompox, durante el rodaje de Crónica de una Muerte Anunciada; la misma en que Lina Botero dice un par de lineas -con el mismo tono de la presentadora de noticias culturales que, otrora, fue- para regocijo y mofa de la audiencia colombiana. Después de que Javier Bardem malograra un Florentino Ariza sombrío y con los desenfados ocultos de una Cartagena hipócrita, a horcajadas entre los siglos diecinueve y veinte, en El amor en los Tiempos del Cólera, dirigida por Mike Newell sin tener en cuenta la circularidad de los amores seniles y pensando que su historia era la de un hombre que hizo una lista pormenorizada de sus seiscientas veintidós amantes. Y, después de que, el mismo Gabo, hubiera afirmado que el único director de cine capaz de llevar el Otoño del Patriarca al cine, hubiera sido Akira Kurosawa; dejando por sentado que una obra de tal magnitud sólo puede, para no caer en la banalidad de las comparaciones, ser resemantizada en otro idioma, en otra cultura, en otra lejanía. Después de todo eso… y por poner otro ejemplo… no puede ser Flora Martínez -todavía en nuestro imaginario como la puta asesina de Rosario Tijeras- quien suba al cielo, lívida de pureza, elevada por las sabanas que, después de dejarlas secar en el patio, ayudara a doblar a su bisabuela.

Hollywood es, por definición: cosmética, y Macondo es un pueblo miserable, lleno de magia, pero miserable, donde la riqueza de lo que se cuece está en las terquedades y vaivenes de los Buendía, en su visión de mundo enclavada entre la sierra tórrida y las ciénagas inexpugnables; capados de mar y en contacto con las profecías y las maravillas de la invención que, de tiempo en tiempo, llegaban con los gitanos; alejados del mundanal ruido y sin embargo dominados por un gobierno central, que se lanzó en una guerra civil fratricida y pírrica entre partidos políticos. De resto, Rodrigo y Gonzalo García Barcha no conocen este país. El primero ha dirigido y escrito tres películas magistrales: Things you can tell just by looking at her, Nine lives y Albert Knobbs, además de producir y dirigir un centenar de capítulos de series de televisión pero todas, o la mayoría, bajo los parámetros de la sociedad norteamericana. Otra cosa han sido los montajes teatrales de Jorge Alí Triana, un colombiano de los de aquí y que conoce el sabor, el espesor y el justo tono escarlata de la sangre de José Arcadio Buendía recorriendo las calles de Macondo, hasta llegar a los pies de su madre para anunciarle, de primera mano, la efemérides de su muerte.

Hasta ahora, la información de Netflix, de los herederos del premio Nobel y de los medios de comunicación ha sido parca, al respecto; pero se vislumbran frases altisonantes como: “Macondo brillará en las redes digitales”, “Las series de televisión son la nueva novelística” o “Cien capítulos de soledad”, con la posibilidad de que James Cameron o Steven Spielberg hagan una saga de Melquíades y su parábola transhumante; o de que Guillermo Del Toro se invente una secuela de hombres con cola de cerdo, en que Aureliano (el último), en vez de morir devorado por las hormigas, renace como un zombie de seis patas interpretado por Danny de Vito. Triste futuro. El sino trágico de los Buendía continúa, hasta que su historia se trivialice por completo.

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