
El ombligo de Sor Teresa de Calcuta
Hay personas que creen que para acercarse a la divinidad, a las élites del nirvana, y volverse un ser de luz, hay que dejar lo mundano, alejarse de la trivialidad y aprender a reirse sólo de chistes higiénicos, que no se refieran a nadie por alguna condición desventajosa; lo que deja sólo los frívolos repentismos de redes sociales que se devuelven con un “Ja” un “Jajajá” o una carita feliz.
Arriesgo, entonces, a demostrar que el humor no tiene raza, credo, ni partido político y que considerarlo como algo pueril y cochambroso es una equivocación. Sobre todo porque nuestra cultura y crianza han puesto, al frente nuestro, un cultivo interminable de papayas: veneramos a un dios que dice ser “humilde”, pero al que debemos alabar arrodillados y pedirle purificación comiendo una oblea, sin arequipe; y a quienes representan nuestros intereses democráticos, debemos llamarlos “padres de la patria” pero se comportan como unos vástagos de Mesalina, cuando nos entregan -con grandes sonrisas- las moronas de lo que se reparten en el opíparo submundo del despílfarro público.
Una gorda entra a una panadería, pide 50 roscones y el tendero le dice: ¿Sólo 50, si a usted le caben como 100? Unas personas que están desayunando -de esas que comen huevo tibio con una cucharita- se molestan con el tendero, comentan su rudeza, su falta de tacto y lo llaman -en voz baja- irrespetuoso y toda clase de adjetivos odiosos, incluido “racista” porque la señora gorda es un tanto atezada. Mientras tanto ella y el tendero, se ríen a carcajadas. Están envueltos, ambos, en ese momento irrepetible de felicidad que es: la risa compartida, la que nos revive la corriente sanguínea y nos reivindica, por un breve lapso, con la vida. Los comensales, incomodados, se van; consideran el suceso como un atropello, una burla -el jugo de naranja se les agria en las barrigas- y eso que no oyeron la respuesta: “100 es demasiado, pero deme 75 y una Coca Cola de dieta” dice la gorda, feliz de que alguien la tome en cuenta por lo que es: una señora con una obesidad mórbida y puertorriqueña, donde comer no es un crimen, no genera culpabilidad, es la razón de la existencia. Perdón: “…es la sazón de la existencia”.
Ahora, es normal, en tiempos de pandemia, considerar que la Covid 19 es un castigo de dios por nuestro mal comportamiento y que uno debe poner su granito de arena, rezando: “Por mi culpa, por mi gran culpa. Confieso ante dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Y regurgitando, pepita por pepita, los rosarios que justifican el vacío que nos han dejado los trajines de la vida social, que son los que, verdaderamente, nos convierten en gente muy ocupada, de agendas donde no cabe ni un tinto.
Al respecto de ese comportamiento de echarse la culpa, sin tenerla, empecemos por lo básico; nadie, ni siquiera Alberto Carrasquilla, peca lo suficiente para darse rejo, de esa manera, todos los domingos y días de guardar. Tan es cierto que tocó meterle, al estribillo, los pecados de pensamiento, también; eso constituye un pecado cada 56 minutos por cada mujer, 35 minutos por cada hombre, 28 minutos por cada sacerdote, 17 minutos por cada obispo,10 minutos por cada monja y 8 segundos por cada parlamentario. Sigamos con lo menos básico; confesar ante dios, vaya y venga, pero ¿quién confiesa ante los hermanos? Si eso fuera verdad el uberrimato estaría todo preso, las mafias se hubieran acabado solas y la hermandad de los masones se estaría diezmando por efectos del rumor y no del aburrimiento. Y terminemos con lo más complejo; secundando la genialidad de Ricky Martin, quien ya dio un paso adelante con la primicia de que María -apodada “la virgen” por aquello de: la misericordia- había sido nada más, ni nada menos, una madre sustituta pagada por judios disidentes para poder vender una nueva religión: la verdadera. Con una promoción de tres en uno: un hijo, un padre y un espíritu santo pero, sólo, un dios absoluto y eterno. Porque, no nos digamos mentiras, las siete palabras del sermón de Jesús, en la cruz, fueron: ¿Ustedes no saben quién es mi papá?
La realidad indica que si no fuera por la religión y la política, habría muy poco de qué echar mano para ejercitar el humor. Por supuesto que seguirían en vigencia los chistes de pastusos, pero si se empieza diciendo algo así como: “Un párroco y un senador pastusos quedan atrapados en un ascensor…” se asegura una impepinable hilaridad, de antemano.
El humor ha humillado pueblos, ha tumbado estatuas, ha destituido gobernantes y desacreditado ejecutivos hasta dejarlos en la calle. El humor ha puesto en tela de juicio principios fundamentales de la moral, ha causado actos terroristas de violencia extrema, ha desnudado a los políticos más píos y virtuosos de la historia y ha denigrado de los estamentos religiosos hasta la saciedad. Perdón: “…hasta la suciedad”.
El humor ha puesto a Sor Teresa de Calcuta, mostrando hasta el ombligo, en revistas porno-eróticas; ha echado llave al cinturón de castidad de Melania Trump cuando se encuentra con otros mandatarios; ha metido hasta 500 judios en los ceniceros de un Volkswagen; ha afirmado que: “El Corán es una mierda” porque no sirve para protegerse de las balas; y -entre muchas otras negruras- ha obligado al primer ministro del Reino Unido a tener relaciones con un cerdo, frente a las cámaras de las redes sociales del mundo entero.
Con todo y eso -oígase bien- el humor sigue y debe seguir siendo un componente sine qua non de la libertad de expresión. El día que esa sana masturbación se pierda, no habrá pandemia, ni recitaciones arrodilladas, ni arengas de plaza pública que nos socorran.
Un virus con corona
El Covid 19 podría ser un simulacro del apocalipsis. Un hombre, Juan, en la isla de Patmos, tuvo las revelaciones del fin del mundo y en su descripción escrita -que cierra el nuevo testamento- menciona a la bestia y las mortíferas y repugnantes atrocidades que escupen sus entrañas; pero nada se dice sobre un ejército de micro-partículas infecciosas, con forma de papa criolla y puntas espigadas a su alrededor, en forma de corona. Falta de imaginación, por parte de los redactores de la Biblia, con todo y que, para las primeras centurias, después de cristo, la humanidad ya había conocido plagas y pestes indomables y arrasadoras. Para los profetas hubiera sido novedoso un enemigo silencioso que no se manifestara con vómito negro, llagas o pústulas purulentas, y que en su forma más letal ataca las vías respiratorias hasta taponar los alvéolos, causar asfixia y producir fibrosis: quistes, como termitas, que dejan los pulmones como a una coladera. La verdad es que avizorar un fin del mundo sin un dramatismo sangriento, un caos torturante y acompañado de la destrucción masiva de la raza humana y todo lo que, ésta, ha construido, no es tan atractivo para manipular a los incautos que se definen, a si mismos, como: “Temerosos de dios.”
Tan incongruente ha sido el Coronavirus, con los textos bíblicos, que las iglesias decidieron cerrar sus puertas, ante la inutilidad de la oración, del sermón o la eucaristía para luchar contra una amenaza más contagiosa que la fe y más invisible que el espíritu santo. También se trata de una medida sanitaria, por supuesto, para no aglomerar tanto estornudo que vaya a contaminar los altares, lo que nos lleva a una pregunta válida: ¿que pasó con los san franciscos de Asís que salían a socorrer a los leprosos, sin importarles el contagio?
Este virus es una señal de alarma que nos obliga a redireccionar nuestra misión como seres humanos y a enfrentar, de una vez por todas, los tres grandes flagelos de la humanidad: la religión, la política y la acumulación del dinero, como prácticas insanas y mezquinas.
No podemos seguir creyendo que existe un dios tan inverosímil que nos exculpa con el sólo arrepentimiento; que reparte la misma ostia, los mismos rezos y la misma absolución de confesionario tanto para asesinos, violadores y secuestradores, como para inocentes monjitas que se avergüezan con las distracciones del clítoris.
No podemos seguir confiando la suerte de la democracia a mujeres y hombres que piensan primero en su bienestar personal, que en el prójimo al que, por juramento y discursos de plaza pública, prometen cuidar y defender.
Y, no podemos seguir comiéndonos el cuento de que las bondades del capitalismo, van de la mano con la posibilidad de ser más ricos que el Rey Midas y aprender sus mañas para convertir lo inmoral, en moral; comprar conciencias y pagar por el amor y la alabanza.
La historia no se cansa de construir pedestales para quienes, en sus delirios, se han sentido y actuado como dioses. Hombres que han caminado descalzos sobre monedas de oro; que han utilizado la cruz para colgar y dejar desangrar los cuerpos de sus enemigos; y, lo más grave, que se han otorgado, a sí mismos, la potestad para decidir entre la vida y la muerte. Herodes, Augusto, Calígula, Qin Shi Huang, Akbar I, Tamerlán, William El Conquistador, Pedro El Grande, Hernán Cortés, Louis XIV, Getulio Vargas, Idi Amín Dadá, Muamar Gaddafi… la lista es absurdamente larga y se trata de líderes todopoderosos cuyo trastorno en común es que, con sólo apretar el puño, han ostentado a su albedrío los tres poderes: la fe, la ley y la riqueza.
Ellos son el verdadero virus que ha mutado, hoy, en los albores del tercer milenio, a seres menos conspicuos, pero más ambiciosos, expertos en abarcar y apretar al mismo tiempo, envidiosos con quienes les llevan la delantera en los rankings de la revista Fortune, escondidos en la falsa filantropía -con contadas excepciones- abusadores sin escrúpulos de sus congéneres y convencidos de que el cielo y un penthouse, en Park Avenue, son la misma cosa. En este momento calculan cómo ayudar en esta pandemia -para evitar el escarnio público- pero sin descapitalizarse y como estrategia publicitaria para darle brillo a un altruismo, de mendrugos, que no amenace el fundamento de sus inflados egos.
El mundo ya no es viable, si alguna vez lo fue. No puede seguir funcionando, así, porque no es equitativo, ni justo y menos aún: humano.
Hoy, reina el Covid 19 y la crisis que está causando es beneficiosa para el planeta. Los niveles de contaminación han bajado, la capa de ozono se ha fortalecido, los árboles sonríen, los ríos corren con algarabía por sus cauces, los diferendos entre países están en pausa y, entre muchas otras bienaventuranzas, la humanidad se está tomando un merecido descanso para pensar en la importancia de lo cotidiano y, principalmente, para repensar el futuro. El Coronavirus nos obliga a agachar la cabeza, a reconocer la maternidad de la naturaleza y pedirle disculpas por los desacatos e intromisiones que le han robado el equilibrio y la armonía. Alguna vez fuimos sus aliados, como cualquier leopardo, como cualquier palmera o grano de arena; ahora, nuestra especie bípeda, de gran cabeza y dedo oponible, ha exacerbado su cuestionable dominio, al punto de que ya nadie se encuentra a salvo.
El conocimiento, el trabajo y la experiencia deben ser remunerados de forma justa y de forma justa el remanente de riqueza debe ser redistribuido y dedicado a evitar el hambre, a enseñar labores útiles, a mermar la explosión demográfica, a reforestar cuanto peladero hemos dejado en el desahucio y, entre miles de esfuerzos más, a privilegiar la salud, la educación y todo lo que nos salvaguarda como seres humanos, antes que seguir alimentando el cúmulo de arsenales, vigilantes y activos, con la increíble capacidad de destruir la Tierra 500 veces. Cosa absurda, porque con morir, todos, una sola vez, es suficiente; el presupuesto de las 499 veces restantes es el que necesitamos para invertir en la vida, cuyo valor, así se tratara de la última cucaracha sobreviviente del holocausto nuclear, es superior al de la muerte.
En resumen, todo lo logrado por la ciencia y la cultura debe ser extensivo a los reinos vegetal, animal y mineral y dedicado amorosamente a nuestro planeta, que aunque pequeño, al lado de Júpiter o Neptuno, ínfimo frente a la Vía Láctea y casi invisible comparado con otras galaxias cercanas o distantes, es nuestro único y verdadero universo. Este virus, que nos ataca, muere al contacto con cualquier jabón de lavar platos. Viene con corona, por eso goza de cierta nobleza, pero ¿qué pasará cuando tenga la forma de Medusa y salgan de sus orificios capilares lenguas de fuego, acompañadas de movimientos telúricos, diluvios torrenciales, ríos de lava y ciclones que barran con todo?
Bogotá lesbiana
No se puede hacer un ponqué sin levadura, o se puede, pero entonces sería imposible llamarlo “ponqué” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerlo como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que se lo coman; cosa que, en un país con hambre, pues, es más fácil.
De igual forma, no se puede hacer la paz sin justicia, o se puede, pero entonces sería imposible llamarla “paz” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerla como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que la disfruten; cosa que, en un país con violencia y corrupción, pues, es más fácil.
Dicen que Bogotá es un microcosmos del resto del país, pero eso es una falacia: aquí podemos vivir en negación de la realidad, sin problema y entrecerrando un poco los ojos, nos podemos sentir como en Edimburgo o Salt Lake City, si queremos. Es lo que, entre otras cosas, la hace vivible -o más vivible que el resto de las capitales del país- y es ese convencimiento de que aquí no está pasando nada. Imposible negar que está llena de atracadores y que amanecen unos cuantos muertos con el cuello cortado o acribillados como costales; o que la red de prostitución infantil es con anuencia de los padres, quienes reciben un roscón relleno de violación y estupro; o que la ciudad está llena de drogadictos que se chutan heroína, que cocinan metanfetaminas, que meten cocaína, que tragan éxtasis y que fuman marihuana, pero no en los parques porque eso evidenciaría algo muy grave y aquí, en la capital de Colombia, los problemas los metemos bajo el asfalto. Por eso inflamos todos los presupuestos de remiendo y mantenimiento de calles, para que en ese vacío quepa toda la podredumbre que, de otro modo, nos llegaría al cogote.
Bogotá es como los bogotanos: hipócrita, siempre abrigada, no es xenófoba pero mira de reojo al forastero, criticona, chismosa y creída; tiene abolengos, nadie sabe que son, pero tiene abolengos, alcurnia y savoir faire. Entre la Avenida de Chile y la Calle 127, entre la Autopista Norte y la Carrera Séptima, Bogotá es un oasis y de la Carrera Séptima para arriba vive lo mejor de nuestra estirpe que ya no se valora por apellidos sino por flujo de capital. Hacinados en Rosales o protegidos por altos muros de contención en Santana sus habitantes son reacios a mostrar la riqueza; porque la riqueza se acumula, no es para goces mundanos, por eso los cachacos de sangre azul parecen estar siempre atragantados y estreñidos. No lo saben, pero lo intuyen: son el reducto de colombianos que, de verdad, se comió el cuento de la paz y duermen más tranquilos porque un Premio Nobel es la prueba reina y contundente de que pasamos de ser animales salvajes a domesticados. Van a Caño Cristales en avión privado y dan gracias a dios por el final de una pesadilla que nunca tuvieron, por el final de una balacera que nunca escucharon y por el final de un conflicto del que nunca hicieron parte. Pero, como cualquier patricio de la antigua Roma o cualquier cruzado medieval, basta un enemigo en común para sacarlos del sopor de sus abullonados cojines y en este momento presente, la amenaza se llama: Claudia López.
Por eso han optado por desarrollar una estrategia bifocular, palabreja que viene del latín “bifos” que quiere decir ataque por dos flancos divididos, en este caso Galán Pachón por un lado y Uribe Turbay por el otro; y del modismo criollo “cular” que quiere decir, que les importa un culo que gane cualquiera de los dos. Lo único importante es frenar el impulso de las izquierdas, so pena de volvernos la próxima Venezuela. Parten de la base, brillante y astuta, solamente utilizada por Hitler y todos los dictadores -o presidentes con ganas de serlo- hasta nuestros días: de que el mensaje sólo tiene que ser difundido hasta la saciedad para volverlo cierto; y lo cierto, paradójicamente, es que tienen razón. Inclusive, ahora, con las redes sociales que parecen proteger la independencia y la privacidad sucede lo mismo, o peor, porque ya no puede uno jugar Pac Man o Marcianitos, mientras se sienta en el baño, sin ver a un joven con una barba que le queda grande, pretendiendo ser su papá y a otro joven, con el ceño fruncido, pretendiendo ser doña Bertha Hernández de Ospina. Dos egos enfrentados que no se van a unir, por la sencilla razón de que, por más que lo oculten, han sido encumbrados por dos fuerzas opuestas: Cambio Radical y el Centro Democrático.
Claudia López divide, entonces, las aguas y pasa por la mitad de ellas llevando todo un pueblo a cuestas, que es, nada más ni nada menos, el sustento de la democracia: hombres y mujeres con piel de frailejón, que sudan, que se trepan a un Transmilenio, que trabajan para pagar más impuestos que Sarmiento Angulo, que luchan, que manejan Uber por necesidad, que aman a Bogotá y saben que la bandera de su candidata es la anticorrupción, que su preferencia sexual es un valor agregado porque se trata de una prueba a nuestra tolerancia, de la cual saldremos airosos porque ya estamos preparados para un cambio cualitativo de esa magnitud. No en vano Lucho Garzón nos quitó la indiferencia; Mockus nos volvió cultos y ciudadanos; Clara López nos devolvió la transparencia y Gustavo Petro nos mostró el lado humano de quienes vivimos, aquí, anclados al altiplano de una cordillera donde los primeros en establecerse -se nos olvida- fueron indios de la cultura precolombina.
Cien capítulos de soledad
Tengo un romance de vieja data con Amaranta Úrsula, quien le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado a los genitales de Aureliano Babilonia; y amo a Penélope Cruz por sus muslos elásticos, su piel aduraznada y el maretaje de su presencia, con el que ha logrado sortear las arenas movedizas de Hollywood. Pero, si por dar un ejemplo, la española representara a la primera, personificando el carácter matriarcal de su tatarabuela y la inocente belleza de su tía Remedios, en la serie sobre Cien años de soledad anunciada por Netflix, los dos mundos en los que vivo, el cine y la literatura, colisionarían. El impacto equivaldría -me temo- a un derrame cerebral; con el peligro que eso conlleva: el de quedar en el limbo de un autismo tropical, sin más opciones que amarrarme a la sombra de un castaño y esperar la muerte y las visitas del fantasma de Prudencio Aguilar, con la lanza atravesada en la garganta y la cara de Alvaro Bayona o Waldo Urrego.
El problema, valga la verdad, no es que Consuelo Luzardo y Amparo Grisales pudieran agarrarse de las mechas por ser Úrsula Iguarán o Marbelle adueñarse de Pilar Ternera, es mucho más profundo, más letal: que los verdaderos personajes de Macondo dejen de existir con la dimensión que nacieron de la pluma de su autor. Gabo lo sabía, conocía el peligro de que un cataclismo así pudiera suceder y por eso -según lo declaró varias veces- Cien Años de Soledad no podría ser llevada al cine sino cincuenta años después de su muerte. Me imagino que, en la letra menuda del testamento, no quedó la prohibición expresa de llevarla a la televisión, razón por la cual, sus hijos, se han lanzado a la aventura de tratar de interpretar a su padre, como productores de la serie. ¡Nada más peligroso! Pues no es, precisamente, el parentesco consanguíneo lo que permite una mayor objetividad; al contrario, en este caso la novela actúa como una hermana expúrea que, en su momento, compitió por los aprecios de quien los trajera a la vida. Baste decir, que sólo quienes han tomado distancia con las creaciones artísticas -y obligatoriamente con sus autores- son capaces de una representación asertiva de una obra literaria enfrentada a la puerilidad de los guiones seriados y la materialidad irrefutable de la imagen en movimiento.
Mi única opción, declaro, será la de no ver el producido de Netflix sobre Macondo por la sencilla razón de que el poder visual destruye la memoria de lo leído. No lo digo peyorativamente pero es muy raro que alguien lea el libro de una película recién vista pues al intelecto no le queda nada, o muy poco, por construir. He tenido, además, perdidas sensibles en la reducida sala de espera de mis amores literarios: María Iribarne, la de Sábato; Floripedes Guimaraes, la de Amado; Urania, la de Vargas Llosa; Blanca, la de Isabel Allende; e Ilona, la de Mutis. Todas olvidadas frente al celuloide, como por ensalmo, ante la falsa creencia de que el cine las revive, siendo que las saca del imaginario y las escupe a la realidad, sin misericordia.
Después de que Santiago Nassar fuera representado por un imberbe y afeminado actor francés y de que Ornella Muti haya pretendido perder la virginidad en Santa Cruz de Mompox, durante el rodaje de Crónica de una Muerte Anunciada; la misma en que Lina Botero dice un par de lineas -con el mismo tono de la presentadora de noticias culturales que, otrora, fue- para regocijo y mofa de la audiencia colombiana. Después de que Javier Bardem malograra un Florentino Ariza sombrío y con los desenfados ocultos de una Cartagena hipócrita, a horcajadas entre los siglos diecinueve y veinte, en El amor en los Tiempos del Cólera, dirigida por Mike Newell sin tener en cuenta la circularidad de los amores seniles y pensando que su historia era la de un hombre que hizo una lista pormenorizada de sus seiscientas veintidós amantes. Y, después de que, el mismo Gabo, hubiera afirmado que el único director de cine capaz de llevar el Otoño del Patriarca al cine, hubiera sido Akira Kurosawa; dejando por sentado que una obra de tal magnitud sólo puede, para no caer en la banalidad de las comparaciones, ser resemantizada en otro idioma, en otra cultura, en otra lejanía. Después de todo eso… y por poner otro ejemplo… no puede ser Flora Martínez -todavía en nuestro imaginario como la puta asesina de Rosario Tijeras- quien suba al cielo, lívida de pureza, elevada por las sabanas que, después de dejarlas secar en el patio, ayudara a doblar a su bisabuela.
Hollywood es, por definición: cosmética, y Macondo es un pueblo miserable, lleno de magia, pero miserable, donde la riqueza de lo que se cuece está en las terquedades y vaivenes de los Buendía, en su visión de mundo enclavada entre la sierra tórrida y las ciénagas inexpugnables; capados de mar y en contacto con las profecías y las maravillas de la invención que, de tiempo en tiempo, llegaban con los gitanos; alejados del mundanal ruido y sin embargo dominados por un gobierno central, que se lanzó en una guerra civil fratricida y pírrica entre partidos políticos. De resto, Rodrigo y Gonzalo García Barcha no conocen este país. El primero ha dirigido y escrito tres películas magistrales: Things you can tell just by looking at her, Nine lives y Albert Knobbs, además de producir y dirigir un centenar de capítulos de series de televisión pero todas, o la mayoría, bajo los parámetros de la sociedad norteamericana. Otra cosa han sido los montajes teatrales de Jorge Alí Triana, un colombiano de los de aquí y que conoce el sabor, el espesor y el justo tono escarlata de la sangre de José Arcadio Buendía recorriendo las calles de Macondo, hasta llegar a los pies de su madre para anunciarle, de primera mano, la efemérides de su muerte.
Hasta ahora, la información de Netflix, de los herederos del premio Nobel y de los medios de comunicación ha sido parca, al respecto; pero se vislumbran frases altisonantes como: “Macondo brillará en las redes digitales”, “Las series de televisión son la nueva novelística” o “Cien capítulos de soledad”, con la posibilidad de que James Cameron o Steven Spielberg hagan una saga de Melquíades y su parábola transhumante; o de que Guillermo Del Toro se invente una secuela de hombres con cola de cerdo, en que Aureliano (el último), en vez de morir devorado por las hormigas, renace como un zombie de seis patas interpretado por Danny de Vito. Triste futuro. El sino trágico de los Buendía continúa, hasta que su historia se trivialice por completo.
El amor como purgante
No conozco a nadie con un entendimiento del amor. Supongo que son múltiples los factores que lo hacen indefinible y es, de pronto, en esa etérea falta de concreción que se encuentra su verdadera esencia. Por eso es un tema recurrente en las conversaciones cotidianas, porque cualquier nuevo sentido, cualquier nuevo grumo de este batido inagotable es, básicamente, un descubrimiento; como las tajadas de un ponqué universal, en la que cada una revela la más sutil variación de alguno de sus infinitos sabores.
El amor resiste la trivialidad. Los eternos corazones rojos -que ahora también vienen con los colores del arco iris- con sus manidas frases de cajón, le pueden llegar a personas para las cuales significan un flotador en medio del huracán o la certeza vital de que podemos ser melancólicos, haber fracasado en todos los intentos e inclusive haber sufrido injustamente y sin embargo merece la pena permanecer del lado contrario a la muerte. O del lado contrario a la maldad, porque es claro que nadie, en estado de enamoramiento, comete un asesinato. Un atraco, tal vez sí, pero para comprarle entradas al cine y dulces a quien se regocija con su amor.
La bondad es lo que hace popocho al amor. Es la levadura, la harina, los huevos, el azúcar, el sabor a canela o naranja rallada, y el calor constante del horno. La bondad es lo que predica el Dalai Lama, pero también Doña Ercilia, la dueña de la tienda de abarrotes, que me manda pandeyucas a domicilio y a la que una bala perdida le quitó, hace años, la capacidad de procrear. La bondad no tiene prensa, por eso pareciera que la maldad gana terreno pero ¡pamplinas! es el pegamento que nos une, que sublimamos entre dos, que mantenemos encendido en el seno del hogar y con actitud amable hacia los demás.
Amar a alguien es amar a todos los seres del planeta y me refiero a: todos, sin distingo de género, raza, nivel socio-económico y especie animal o vegetal. Se ama también el atardecer, las estrellas, los copos de nieve, la arena de la playa, el rocío, la brisa vespertina, los cinturones Gucci y el olor a tabaco. Nadie ama la sangre derramada inútilmente, ni las bacterias gastrointestinales, ni el relleno Doña Juana, ni los estragos del escorbuto, sin embargo existen mujeres y hombres de luz que claman amarlo todo, inclusive al odio mismo, al enemigo y a las formas miméticas del diablo. Ellos llevan el péndulo hasta el extremo opuesto de lo que significa dolor y guerra, y con su gesto compasivo, de Quijote o Sor Teresa de Calcuta, logran equilibrar lo que parece irreconciliable y aligerar la pugna entre los opuestos.
Espontáneo o trabajado durante años en una relación de pareja, egoísta o holístico como el Budismo tibetano impartido desde la cima del mundo, tiene, el amor, dos grandes clasificaciones: la particular y la general. “Yo amo a mi perro, pero odio al resto de los habitantes de la Tierra” o “amo todo el contenido del universo, salvo las verrugas” son afirmaciones posibles entre la cantidad de posibilidades estratosféricas de que somos capaces los seres vivos cuando hablamos del amor. ¡Vaya realidad! No importa que se trate del abundante “I love you” gringo, del romántico “je t’aime” francés o del reservado “te amo” en español, amar o no amar algo, o a alguien, es la reiterada respuesta ante cualquier valoración. Desde la minúscula división que provoca el espermatozoide cuando penetra el óvulo, hasta dios -exista o no exista- la manifestación más común que nos nace es, por exceso o por defecto: el amor.
Nos referimos, entonces, a un espacio general de la existencia. El amor existe, independientemente de los juicios del observador, entre lo más ramplón o lo más extraordinario: la cadencia con que se revuelve el café por las mañanas, el líder social que muere por intereses corruptos y cuyo último pensamiento lo dedica a quienes trató de ayudar o la estrella del rock, en concierto, que no se cansa en su afán por darle la mano a todos sus fanáticos. Ejemplos hay millones de millones y por más benevolentes, no podemos descartar el amor de los ambiciosos por acrecentar su dinero, el amor de los soberbios por ensalzar su propio ego, el amor de los psicópatas por sacrificar a sus víctimas o el amor del adicto por consumir la droga que lo está matando. El amor por el amor, cualquiera que este sea, va desde el desvarío de quienes lo cargan, a la espalda, como una maldición; el éxtasis de aquellos que lo consideran la fuerza primordial que cambia el rumbo del torrente sanguíneo y mueve montañas; o la inmediatez de quienes se lo toman como un purgante, obligatorio para tener sexo sin compromiso, para no caer en la indigencia absoluta o no desfallecer ante la tragedia.
Lo que nos lleva al problema medular del amor y es que, en su forma ideal, debería ser incondicional pero en la práctica no lo es. Nuestra humanidad está limitada -uno- por los instintos animales que aún conservamos y que nos han servido para la supervivencia: la desconfianza, la supremacía del más fuerte, el rechazo a quienes podrían convertirse en amenaza, el miedo a lo desconocido, la evasión permanente de lo que nos causa dolor y entre muchos otros: la creencia, a veces escondida pero siempre latente, de que somos mejores que otros congéneres similares a nosotros mismos. Y -dos- por las barreras de crianza y calidad de vida que de acuerdo a las circunstancias de nuestro nacimiento, nos hayan tocado en suerte.
Significa, entonces, que por instinto y gravámenes socio-económicos -principalmente- le hemos quitado al amor su utilidad de generar alivio. Te amo con la condición de que no mires, ni te acerques a otra; de que rechaces a quienes contradicen tus fundamentos; de que sigas trepando la escala social; de que no dejes de ir al gimnasio o te engordes demasiado; de que no demuestres tus debilidades; de que seas fiel hasta la muerte; de que vayas a misa los domingos y creas en lo que dice la palabra de dios; de que nunca pierdas el buen humor, ni falte el dinero, ni te salgan arrugas, ni ronques, ni eructes, ni dejes el inodoro sin soltar, ni pelos en la ducha, ni cuelgues tus brassieres en los grifos de la ducha. O sea… está bien que el amor resiste la trivialidad, pero lo que no resiste es ser trivializado.
La cultura ha dado pasos gigantes en minimizar diferencias, pero aún construimos muros; nos dejamos distanciar por la educación y la dicción del lenguaje; le tenemos aversión a los que aman la promiscuidad y huimos de quienes aman en solitario; dividimos el mundo entre quienes rompen nuestras mismas reglas y aquellos que no las rompen o rompen otras; y, lo más terrible, odiamos detalles de nosotros mismos que envidiamos en mujeres y hombres que son la representación de la sociedad de consumo, con la desventaja de que los consideramos más adecuados para el amor. De todas maneras, aunque nadie lo entiende o nadie lo desentiende de la misma manera, en cuanto a las incontables variables del amor, el péndulo oscila entre dos extremos: el de quienes, para vivir en armonía, lo incorporan a cada célula de su ser y quienes, para salir de una urgencia, se lo toman de un golpe, cada que lo necesitan.
No todas las pereiranas juegan fútbol
Este es un llamado para que alguien que conozca al Presidente Santos me recomiende para el cargo de Ministro de Cultura. Si, en su momento, Olga Duque de Ospina alegó que haber criado a sus hijos era una hoja de vida apropiada para ser Ministra de Educación, yo supero ampliamente esa pretensión porque me he leído Cien Años de Soledad en voz alta, procuro no hablar con la boca llena y me sé de memoria el Soneto a Teresa, de Eduardo Carranza. O sea, soy una persona culta. Uso gafas, me brilla la cabeza y empiezo las frases con unos silencios largos que revelan, antes de hablar, una profunda e introspecta hondura del pensamiento; requisito sine qua non de la erudición. Por lo demás, le puedo sostener una charla sobre fútbol a Piedad Bonnet y una sobre literatura a William Vinasco.
Aunque no pertenezco a ninguna minoría apreciable; tengo sangre de españoles oportunistas, como la mayoría de mis compatriotas, y piel delicada como las matronas del Cáucaso; no soy propietario de ninguna prenda Leonisa, no me visto de látex, ni le casco a nadie con un látigo y tampoco pertenezco a ninguna élite acomodada de provincia y menos –que sería más grave– al inventario de cuotas burocráticas de ningún parlamentario o candidato a alguna magistratura del Estado; puedo decir, eso sí, que hago parte del reducido grupo de personas que no lee a Poncho Rentería y eso demuestra, a todas luces, una estoica necesidad de evadir la mediocridad. Lo demás, para no incurrir en lugares comunes, es que mi vida es “un libro abierto”, “el país conoce mi honestidad y vocación de servicio”, y que “mis bienes personales son, apenas, una pichurria si se les compara con mi desinteresada lucha por el bien común”. En fin, si me ponen a conversar con Roy Barreras estoy seguro de que saldría bien librado pues me precio de tener la habilidad de encontrar la nobleza donde menos se espera.
Renunció protocolariamente, en pleno, el gabinete de Juan Manuel Santos, por eso es el momento de posicionar mi nombre como el de una persona capaz de rescatar las raíces culturales de nuestra sociedad. Tarea que en realidad se reduce a tres acciones fundamentales: presentar el circo Hermanos Gasca en el Teatro Colón, mandar a Gloria Zea al exilio e implantar el Septimazo en todas las calles terminadas en siete. La implementación de tan metódico plan no será fácil, por supuesto; por lo que conformaré el Magno Comité de la Gran Cultura integrado por quienes han demostrado dedicación absoluta al mantenimiento y protección de nuestro patrimonio material e inmaterial y, sobra decir, que hayan hecho algún aporte valioso en mínimo un área especializada de la cultura. Por ejemplo: Simón Gaviria, por haber convertido la carencia de lectura en una fortaleza que enaltece a los analfabetos; a Alejandra Azcárate por haber hecho de la sensibilidad social, un arte; a Yidis Medina por mejorar y potencializar la factura estética de la revista Soho; a Shakira por haber intervenido con acierto la letra del Himno Nacional; a Dania Londoño por mostrarle a los norteamericanos nuestros verdaderos atributos; a Felipe Negret por defender a capa y espada la temporada taurina de Bogotá; a Samuel e Iván Moreno Rojas por su interés en la custodia de, buena parte, de los bienes materiales de la capital; a Angelino Garzón porque le jala a cualquier cosa; a Jorge Noguera para que grabe las reuniones de dicho Comité y a Juan Carlos Esguerra para que haga las transcripciones y la relatoría subsecuentes.
A estas alturas, el lector de este artículo debe estar aburrido de tanto cliché, de tanto sesgo y trivialidad en aras de un “humor” que por repetitivo va perdiendo su poder catártico. No lo culpo si deja de leer en este punto. ¿Por qué perder el tiempo en un cocido varias veces recalentado? El punto es que los colombianos nos contentamos con parte de la historia y eso hay que cambiarlo desde la fuente donde se origina: la cultura. Me explico: Simón Gaviria no es solamente un delfín que omitió leer un proyecto de ley, es también, entre muchas otras cosas, un aguerrido político con principios liberales, padre de familia, etc. Alejandra Azcárate no es solamente una niña linda que se equivocó escribiendo sobre las mujeres con sobrepeso, es también comediante, modelo, empresaria, amante excepcional –me atrevo a pensar– y muchos otros etcéteras. Shakira no es solamente cantante, Dania no es solamente puta, Negret no es solamente un esbirro de Vargas Lleras, no todo es blanco y negro y no podemos focalizarnos en la sola punta del iceberg.
Todo es un compendio de historias, todo hace parte de una maraña innumerable y cambiante de contextos, todo tiene, además, interpretaciones varias y disímiles significados. No todas las pereiranas juegan fútbol. No todos los costeños son recostados y conchudos. No todos los parlamentarios son corruptos. No todos los uribistas son voltiarepas. No todos los reinsertados son asesinos. No todos los caballistas son paracos. No todas las prepago son actrices, modelos o universitarias. No todos los ministros sacan tajada de las contrataciones. No todos los gatos son pardos. No todos los colombianos traficamos coca. Y, por poner un punto final, no todos los choferes de buseta son unos malparidos a la carrera.
Digamos, en aras de la claridad, que generalizar es un recurso del lenguaje, pero no debe serlo del pensamiento y menos aplicado a la razón. Etiquetamos con facilidad y nos lleva, a veces, una vida entera corregir una postura ideológica, reconocer la bondad, reivindicar el valor y la honestidad, enaltecer alguna virtud o, simplemente, perdonar. Debemos hacer un esfuerzo por conocer los pedazos de historia que nos hacen falta para ampliar la noción de ¿quién es el vecino? ¿quién, la que nos sirve el tinto, el taxista, el que nos abre la puerta, el que vigila el barrio, el portero, el policía, la secretaria, el que nos atiende por la ventanilla, el peluquero, la manicurista, el panadero, el que nos hace los impuestos, la cajera, el embolador, la enfermera? En pocas palabras: el otro, al que debemos reconocer, sin distingo alguno, como un interlocutor capaz de ampliar nuestra visión de mundo.
No podemos contentarnos con una sola historia, como dice Chimamanda Adichie, escritora nigeriana inspiradora de este texto: “Una sola historia crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que puedan ser falsos, sino que son incompletos. Hacen que una sola historia se convierta en la única historia.” Los invito, entonces, a escuchar a esta maravillosa mujer africana, en el siguiente link: http://www.ted.com/talks/lang/es/chimamanda_adichie_the_danger_of_a
Desnudez atlética y minusválida
Hay mujeres que, en cierto momento, cuando se están quitando la ropa como parte de un desafuero del deseo, piden apagar la luz. ¿Por qué? ¿Es algo que no quieren ver o es algo que pretenden ocultar? Mi madre confiesa “lo mínimo que quiero en un momento de tanta intimidad es fastidiarme por las humedades del techo.” La señora que riega las matas de mi oficina dice “no puedo imaginarme que estoy con Antonio Banderas si le estoy viendo la cara al menso de mi marido.” La esposa de mi mejor amigo apaga la lámpara y además la televisión, para poder concentrarse en la consecución del orgasmo y mi novia dice –y explica– que la diferencia entre hacer el amor y copular está en la cantidad de luz que ambienta la ocasión. ¿Cómo así? “Sí”, responde ella, “el ambiente de las relaciones amorosas debe ser tenue, con aroma de sándalo, o caléndula, palabras susurradas al oído y sábanas de estampados suaves y difuminados color pastel; contrario a la pornografía, que es la linterna entre las piernas, los gritos de gallinero en crisis y eyaculaciones que inundan hasta el ombligo.”
Los hombres sabemos que nada de eso es cierto. Las mujeres que apagan la luz, lo hacen para que la piel no muestre sus imperfecciones, las estrías de los embarazos, el ámbar marchito de los excesivos bronceados, las líneas de bikini mil veces trazadas, las cesáreas, el vaivén que en el vientre van dejando las dietas y las manifestaciones varias de la conjugación tiempo-cuerpo. Con mayor perturbación sucede entre mujeres más jóvenes que se comparan con las modelos de los avisos publicitarios, las portadas de las revistas y se encuentran ante un listado de requisitos estéticos difícil de cumplir.
Los hombres prendemos la luz y si tenemos un lunar peludo y pedregoso queremos que nos lo chupen y le tomen fotos. Las mujeres son menos desinhibidas, menos mostronas, siempre tienen algo que tapar y lo más molesto de todo es que piensen que nos importa y, la verdad, no nos importa; pero no por la razón hermosa de que mientras haya amor somos inmunes a la vanidad… ¡ya quisiéramos que fuera así! Si no porque desde el momento mismo que vemos la oportunidad de iniciar, acrecentar y llevar a feliz término una erección no nos interesa nada más, somos como perros aferrados a un tronco, o a una rodilla, nos entregamos a un solo tire y afloje como sino existiera un mañana. Se nos sale el animal de monte que existe adentro nuestro y después del rebuzne quedamos con la sonrisa más idiota de todos los tiempos, que es aquella que da a entender que estamos esperando unas merecidas felicitaciones. Cosa que no sucede nunca por parte de nuestra pareja, pero sí entran al cuarto todos nuestros amigos a aplaudir como festejando un gol y es, precisamente, buscando ese sueño recurrente que siempre nos quedamos dormidos. ¿Ustedes –pregunto a las mujeres– creen que durante una reacción animal de tal calibre tenemos tiempo de fijarnos en algo?
Mil años más tarde, frente a la psicóloga de pareja nos enteramos, de que todo lo dejamos sin empezar, cosa que a ellas no les pasa porque –como dice el dicho– lo que empiezan con el codo, lo terminan con la mano; pero lo que si es supremamente grave –uno lo nota porque la psicóloga asiente de manera imperceptible– es nuestra falta de sensibilidad y ¿eso qué quiere decir? Pues… ¡ni puta idea! Lo único cierto es que la mayoría de las veces e influenciados por la pornografía y el machismo de nuestra crianza, tenemos la falsa creencia –qué estúpidos somos– de que el sexo termina cuando soltamos nuestros ejércitos de boys scouts unicelulares.
(Entre este párrafo y el que sigue me demoro dos días llamando a muchos conocidos de género –léase: amigos– con la misma pregunta: ¿A qué se refiere tu pareja cuando te dice que eres insensible? Ninguno se queda callado, todos musitan una especie de vocablos ininteligibles –como de foca o tartamudo perdido– para rematar: “¡No, sabe que no sé!” Y si no hay ningún tema candente del fútbol o de la política, la única opción es colgar)
Pero, bueno, este es un artículo sobre la desnudez, la cual tiene una dinámica distinta cuando salimos de la intimidad en pareja y la ponemos en el plano de los medios de comunicación y el photoshop. Creo que no me equivoco al decir que nunca había estado tan de moda desnudarse y es una lástima porque pronto se va a volver cosa de todos los días y perderá su gracia. Será muy duro –para la escasa madurez mental masculina– cuando deje de ser motivo de codazos, reojos y carraspeos ver una mujer desnuda, pero, entraremos de lleno en un proceso de humanización del cuerpo que nos está haciendo falta. Empezaremos por buscar otros alicientes como desnudarnos nosotros mismos y tomarnos fotos, mandarlas por Facebook y llevarlas en la billetera. Al principio, cohibidos, claro, pero si se empelotó Yidis Medina, en Soho, y mañana lo hiciera ¡no sé! Angelino Garzón, en Aló o Carrusel, y pasado mañana Cecilia López Montaño o María Isabel Rueda, en Cromos, pues, más o menos, poco faltará para que el plan sea volver la séptima, además de peatonal, nudista. ¿Quién sabe? ¡Ya veremos!
A lo que quiero llegar es que, poco a poco, la desnudez está ganado humanidad. Una modelo sueca de vestidos de baño se negó a que retocaran sus fotografías y, aunque el cliente se fastidió, la campaña fue un éxito porque mostraba las marcas de inyecciones de insulina que ella misma se pone en el estómago, necesarias para combatir su afección diabética y eso acercó a una clientela de mujeres agradecidas con una marca que no es, precisamente, para mujeres perfectas. Hasta hace poco una película japonesa –considerada pornográfica– se descubrió que era la más vendida del mercado, se trata de tres escena largas de parejas heterosexuales cuyo sexo es básicamente caricias incesantes entre muñones que hacen las veces de falos y heridas de accidentes y cirugías que se convierten en verdaderas zonas erógenas. Además de eso, ya son incontables las mujeres cuyos senos cercenados, o en proceso de reconstrucción, por el cáncer, han sido objeto de exposiciones fotográficas cuya intención en la muestra y su curaduría dista mucho de ser morbosa.
Y dejo para el final lo que inspira este artículo: los desnudos fotográficos de los atletas, con prótesis y sin ellas, que participan en los juegos olímpicos de Londres; qué gran ejemplo para todos aquellos que se quejan por dolencias menos sustanciales. Se ven sin asomo de pena alguno, porque lo que están mostrando es la frente alta, el resto es accesorio, el trabajo de sus cuerpos está centrado en su supervivencia, en su realización como seres humanos y no en los genitales que es donde la mayoría de los mortales nos hemos quedado estancados. Entre la animalidad de los hombres y el rubor tenue de las mujeres, estamos perdiendo la oportunidad de ser más sensibles nosotros, más conformes con su cuerpo ellas, viceversa, al revés, para el otro lado, con la luz apagada y, a veces, con la luz prendida.
Alejandra Azcárate: flaca por fuera y gorda por dentro
Digamos por un momento que las intenciones de la columnista de Aló fueron buenas al escribir sobre las mujeres con sobrepeso y que, poco a poco, con el correr del teclado se le fue saliendo la pesadez que carga por dentro y terminó ofendiéndolas sin misericordia, con el mismo odio lacerante que le tiene a esa gorda latente que se aloja en su cuerpo, agazapada en algún meandro del metabolismo. Esa mujer gozona que no pudo ser y que no dejan salir ni a la esquina, pues no está bien visto que una mujer que ha mostrado su curvilíneo empaque en la Revista Soho se deje ver en José Dolores pidiendo chunchullo y morcilla con chorizo. Eso se debe al terror infundado de que un tipo, de pronto, interrumpa la conversación con la excusa de “ya vengo que está sonando la alarma del carro” y no vuelva porque ella pidió bandeja paisa, en la primera cita, y doble porción de chicharrón con guiso. Es un caso imaginario, claro, pero es que el miedo al rechazo se manifiesta de formas inusuales.
Alejandra Azcárate sufre de obesidad mental: disturbio de la personalidad común entre las vedettes que, ante la inminencia de perder su cuarto de hora, en vez de relajarse y consentirse un poquito, ceder a la tentación, evitan a toda costa los placeres de la carne asada con papas chorreadas, arroz y plátano maduro –en rodajas quiero decir– acompañado de refajo, o leche malteada de chocolate. Antes, darse latigazos por incurrir en actos auto-erótico-epidérmicos, por ejemplo, o en comportamientos sexuales impropios, era una forma de castigar el placer; ahora son los excesos de la vanidad los que llevan a una persona a tratarse igual; con el mismo desmán le negamos placeres al cuerpo que nos colman de sabrosura, de ganas de vivir, de gases y modorra también, pero nada alegra más el día y quita más preocupaciones que un pie de Milky Way con arequipe y crema.
También hay gordas que llevan una flaca adentro que les amarga la vida por vivir entre el dulce y la fritanga. Lo que demuestra que uno, y ese es un principio de armonía espiritual, debe ser por dentro igual a como se muestra por fuera, no hay de otra. Alejandra Azcárate peló el cobre, mejor dicho, se dejó ver la tocineta. Demostró que su contextura verdadera es la de una mujer que clama por quitarse el disfraz de flaca, por desayunarse en McDonalds y tomar por asalto la pastelería de Myriam Camhi. Se le nota la amargura de tener que hacer 3 horas de spinning para bajar una tostada de ajonjolí y cuatro arvejas con salsa de rábano. Se le nota el esfuerzo que hace por tener esa belleza natural que le es esquiva; la de ella es de esas figuras sudadas al extremo, logradas con toda clase de rigores alimenticios, tratamientos faciales y corporales de oxigenaciones y colonterapias; la de ella es una imagen que a punta de buena luz y colorete registra bien ante las cámaras pero que está lejos de tener la permanencia mediática de María Cecilia Botero, Laura García o Amparo Grisales.
La comparación entre mujeres gordas y mujeres flacas es, además de insultante, inútil. El objetivo de la publicidad, más que de los medios de comunicación, es el de llenarnos de inseguridades como mecanismo para vendernos productos que nos las quiten. A hombres y mujeres por igual. Mal aliento, sudoración, calvicie, barriga, flacidez, arrugas, estrías, pie de atleta, sobrepeso y miles más son palabras que aterrorizan a cualquiera, que hieren la sensibilidad del más corajudo. O sea, vaya paradoja, aquellos detalles que nos hacen humanos, que se acentúan con el paso de los años, son repudiados por la sociedad de consumo en la que estamos inmersos. Corremos a comernos un chicle, a comprar Viagra, a usar fajas incómodas, a ponernos aguacate en el cutis, a tomarnos 8 vasos de agua al día, a echarnos perfume… y en eso se nos va la vida, pretendiendo mantener, cueste lo que cueste, una asepsia imposible y una belleza efímera y dando por cierta la fórmula de que entre menos nos cuelguen las tetas –a los hombres también– mayor es la felicidad.
Me gustaría tener sexo con una mujer gorda que huela a cebolla o una flaca que se tire pedos. Me gustaría hacerlo, además, como George Constanza –personaje de la comedía televisiva Seinfeld– mientras me como un sándwich de pavo y miro televisión; tres placeres juntos ¿qué puede ser mejor? Pero no. Debemos ocultar nuestra animalidad, esconder nuestros “defectos” y apagar la luz. Me gustaría conocer a Alejandra Azcárate recién levantada y a otras que tampoco son mujeres sino productos de consumo masivo. Debería, alguna programadora, hacer un reality con ellas en el momento de despertarse y así echar por la borda varios mitos, comprobar que son de carne y hueso y que de la cama a las portadas de las revistas y al horario triple A hay mucho trecho. El formato tendría que ser como el de cámara escondida y utilizar de cómplices a las muchachas del servicio que, en el fondo, con seguridad las odian; de otra manera –soldado avisado no muere en guerra– ellas son capaces de dormir peinadas y maquilladas sin moverse, esconder Listerine debajo de la almohada, estrenar un baby doll de Victoria´s Secret y poner un libro sobre la mesita de noche.
Ante la imposibilidad de hacerlo de otra manera decidí algo que requería de más hombría y atrevimiento de mi parte, con la ayuda del celador nocturno y sus habilidades para la cerrajería –todos las tienen– me metí entre el clóset de Alejandra Azcárate y esperé, ahí, entre cajas de zapatos, carteras y cinturones. Se levantó con sonidos y movimientos como de gato montuno, llevaba una camiseta rota y lo primero que hizo fue sacarse el pedazo de tanguita que se aprisiona entre las nalgas, las que –por cierto– se rascó sin agüero, como cualquier futbolista o cualquier pensionado de los que hacen fila en los edificios públicos. Después de hurgarse el ombligo y olerse el dedo, entró al baño; la escuché orinar como un negro en una cervecería de Buenaventura, se metió a la ducha y cantó a grito herido un popurrí, perdón: un mix, de “Ya estás tejiendo la red…”, “Quítame ese hombre del corazón…” y “Grabé en la penca del maguey tu nombre…”. Presentí el jabón tocándola por todos lados, sacándole lo saladito de las axilas y la entrepierna, limpiándole los restos de secreciones anteriores alojadas en el cuello y en el vientre; el shampoo metiéndose en el cuero cabelludo con ayuda de sus dedos, dando suaves circunferencias, sanándole la raíz de cada pelo expuesto a las luces y al maltrato de la vida ejecutiva y artística de una diva; acto seguido, el rinse, otra media hora de masaje capilar hasta restablecer el brillo de su color cascada-amarillo-bora bora recomendado por Humberto Quevedo y todo un equipo de expertos en mercadeo.
Al rato, la sentí secarse, frente al espejo; revisar el inventario de los estragos marcados en la piel; abrir el grifo y hacer largas y pausadas gárgaras de bicarbonato de sodio para aclarar la voz y blanquear los dientes. Todo estaba bien, yo seguía entre el clóset sin nada de cansancio, o ansiedad, hasta que ella, Alejandra, prendió el secador y según los cálculos de mi escasa experiencia en las peluquerías pensé que me daría tiempo de ir hasta la cocina y prepararme un buen desayuno, lavar los platos y dejar, de paso, la nevera organizada. Eso hice, efectivamente, pero al volver al cuarto no resistí las ganas de revolcarme entre sus cobijas, metí las narices en la sábana a la altura de donde duerme su sexo y reconocí la fragancia de Vanish Poder O2 Max con que se lava la ropa de cama; pase las yemas de los dedos buscando algún tipo de humedad y en esas estaba cuando la vi ahí parada, enfrente mío, sin darme tiempo ni espacio de salir corriendo y sin otra alternativa que tragarme mi cobardía y actuar como un verdadero hembro-masculino-testosteronado que es lo que los hombres hacemos sólo cuando se ponen complicadas las cosas. He pagado multas de tránsito y me han sacado de sitios públicos, por supuesto, pero Alejandra Azcárate mirándome desde su desnudez sin timideces, dominando a sus anchas el imprevisto de encontrarse un hombre entre su cama, bien vale el tiempo que le toque a uno templar en la cárcel. Como en todos los grandes momentos de mi vida, me quedé callado y ella me dijo “Guapo, pásame los cigarrillos” se sentó al borde de la cama y cruzó las piernas. Iba a preguntar “¿y qué más?” pero ella se me adelantó con: “¿Cómo te llamas?” a lo cual, en un acopio de valor que nunca pensé tener, le puse un dedo en los labios, en señal de “no son necesarias las palabras” y la besé; ella me respondió con la calidez de su lengua y, de inmediato, sin mucha sutileza introduje mi mano entre sus muslos, se la metí hasta la tiroides y de un jalón saque a la gorda que lleva adentro y se la puse de frente, en igualdad de condiciones, por primera vez en la vida de ambas. Ahí las dejé conversando que es lo mínimo, dadas las circunstancias.
Fiesta a la brava
La corrida de toros dejó de ser brava hace mucho tiempo; desde que se tomaron medidas para quitarle ventajas al animal y facilitar la labor del matador. La gente en general no lo sabe pero el toro que sale al ruedo nunca ha sido toreado para evitar que, con algo de práctica, se vaya dando cuenta del engaño. Sus cuernos vienen cepillados, limados, acortados en 2 o 3 centímetros, lo que lo vuelve torpe y descachado en la embestida. Viene de la oscuridad –por eso se le llama encierro a los ejemplares que serán sacrificados durante la corrida– la luz los obnubila durante un buen rato, además el toro es sensible al brillo, incluidos los reflejos del traje de luces que, como miniflashes de una cámara fotográfica descontrolada, lo hacen mirar hacia el lado contrario del torero. Además de eso: la ignominia de la tortura.
La tradición navarra decoraba al toro como parte de la preparación que culmina con su sacrificio. Las banderillas clavadas en el morrillo del animal eran consideradas vistosas y la suerte de ponerlas era ovacionada por el público. Lo mismo hoy: de uno a tres pares de puntas de arpón en un palo de madera forrado de cintas de colores alegran la fiesta y animan al toro; es como si en vez de dos tragos de aguardiente, a uno le clavan dos trinches de mazorca en las costillas para hacerlo sentir a gusto y con ganas de quedarse en cualquier agasajo. Acto seguido, con pases de capote, el torero lleva al toro para ser picado, con una lanza ancha, desde un caballo protegido por baberos de cuero. La pica es para humillar al toro, hacerle bajar la cabeza, y hacer que la lidia transcurra de una manera estética y armoniosa, con pases de muleta suaves, haciendo que el animal mantenga la cabeza a ras del suelo con cada invitación del torero. La verdad de la lidia es que los toros que cabecean son unos descastados y los que no se agachan del todo son faltos de garbo: lo que tiene un sentido práctico, porque cualquiera de las dos situaciones es peligrosa para el torero.
Cuando se escucha el famoso “olé” por parte del público es porque el toro, en total sometimiento, se ha prestado al engaño. Por último la estocada, que puesta entre los homoplatos del toro debe cortar la arteria que irriga su corazón y matarlo en segundos, cosa que no siempre sucede y el animal termina entre tumbos de agonía, muriendo indecorosamente, bufando y botando sangre por la boca mientras el torero desanimado recoge su montera y se retira sin cortar ni oreja, ni rabo. La suerte de matar determina el éxito de la faena. Sale una junta de bueyes y saca el cadáver de la escena del crimen, la sangre es barrida y cubierta de arena para que la víctima siguiente no “se la huela” y descubra, antes de tiempo, lo que realmente sucede en el ruedo. Son seis y hasta siete faenas, torturas y sacrificios iguales en una tarde. Cada cierto tiempo se indulta un toro, pero la gente paga es para verlos morir, bajo el supuesto de que se trata de una dignidad excelsa dar el último suspiro en la plaza y, de paso, colaborar con sumisión a la gloria de su asesino y de la ganadería que lo crío y le dio tan irrepetible oportunidad.
No hay legislación contemporánea que, hoy por hoy, contemple la tortura de un condenado a muerte. En el caso de los seres humanos la cultura ha progresado en ese sentido; la tortura en tiempos de guerra está también proscrita como se evidenció en los señalamientos al ejército norteamericano con los cruentos sucesos de Abu Ghraib. Actividades lúdicas como la caza y la pesca han sido reguladas para aminorar, precisamente, el sufrimiento animal y la posible desaparición o merma de las especies. Parte de la enseñanza primaria está basada en el amor a la naturaleza, en la igualdad entre los habitantes de este planeta sin distingo entre humanos y animales; las nuevas generaciones de niños eco-equilibrados ya no juegan a quitarle las patas a un zancudo, o ver qué reacción tiene un cucarrón sobre la parrilla del barbecue. Cada vez más adolescentes y adultos procuran una relación armoniosa con el entorno: escalando, navegando, caminando, respirando o gozando del sexo tras los matorrales. Cada vez más los padres evitan los zoológicos y los acuarios por no tener respuestas claras sobre el cautiverio; sobre todo de animales que se desplazan diariamente por largas extensiones de tierra, aire o agua, como las águilas, los tigres o los salmones. La cantidad de personas que decide no alimentarse de animales va en aumento; los más radicales no comen huevo, tampoco, ni derivados lácteos. Las modelos –y esto es de lo más bonito– prefieren andar por ahí desnudas que ponerse abrigos, zapatos o cualquier accesorio de moda que tenga retazos de chinchilla, caimán, oso o largarto, entre otros.
Somos carnívoros, es cierto, pero hemos abusado de los beneficios que otorga el haber permanecido, desde la prehistoria, en la cima de la pirámide alimenticia. ¡Dios nos libre de que exista, inadvertidamente, un “cocodrilus erectus” o alguna clase de felino o cerdo a la que le dé por pensar, porque hasta ahí llega nuestro reinado! En unos miles de millones de años cuando las corridas se conviertan en ondearle un limpión de colores, en la cara, a un descendiente de nuestra raza, imberbe, cabezón y apenas con un par de dedos, con seguridad ya no nos parecerán tan entretenidas. Ahora, puede que tan dolorosa deshonra no se demore tanto; supongamos que mañana nos invade una raza superior de extraterrestres que también considera culto y súper artístico llevarnos al matadero a punta de chuzones, poniéndonos a dar vueltas como si fuéramos autistas y gritándole consignas emocionadas a nuestros victimarios para animarlos, para avivar la fiesta, para pasar una tarde de domingo entre congéneres que privilegian la supremacía.
Con los toros de lidia sucede lo mismo que con los tiburones, mientras haya gente acomodada que tome la costosísima sopa que se prepara con sus aletas y que, además, considere que hacerlo hace parte de su alcurnia, se seguirán capturando tiburones y devolviéndolos cercenados al mar para ser presa de otros depredadores. Las corridas no son menos masivas si contamos la cantidad de espectadores dispuestos a ver sufrir los toros y pagar por ello, con el agravante de que a la Plaza de Toros –por lo menos a La Santamaría– dejan entrar menores de edad que es lo mismo, si tomamos los parámetros de censura que aplica el cine, que llevarlos a ver una orgía: la misma ansiedad en las entrañas, la misma lidia, la misma trascendencia en la estocada, la misma gritería…
Se entiende que en un país tan violento, hacerle pasar un mal rato a un macho vacuno, no tiene la menor importancia; y menos si terratenientes, hacendados y opulentos de todas las pelambres tienen la oportunidad de lucir sus “foulards” y chaquetas de gamuza; sus esposas de mostrar sus cuellos templados y la magia de la liposucción y la bulimia; y, sus mozas de salir en las fotos con el labio abultado y el bronceado mediterráneo de motel con piscina. Mucho menos aun, si la familia y el gabinete del Presidente de la República tienen acaparados los palcos posando para las revistas sociales y compartiendo comentarios taurinos sacados de memoria de los escritos de Antonio Caballero quien sólo reconoce la barbarie en ojo ajeno.
Mientras los tendidos a la sombra sigan siendo un microcosmos de nuestra oligarquía, seguirá habiendo temporadas de toros: como hubo cristianos, y numidios, y etíopes para el coliseo de los patricios romanos; eunucos para los coros florentinos; niñas vírgenes para los altares de Quetzalcoatl; niños engordados para sodomizar por los sacerdotes de Dionisos y, entre una gran multitud de otras barbaries, faenas inolvidables e históricas en que un toro logra, contra toda prevención y augurio, atravesar la arteria femoral de un torero y dejarlo a “las cinco en sombra de la tarde” tendido y muerto sobre la arena.
Margarita y Mateo: los mató la felicidad
Uno no se cansa de mirar la foto de Margarita y de Mateo. Una muchacha y un muchacho lindos, de rasgos caucásico, criollo libaneses, dientes blancos y parejos, la frente amplia de quienes han estudiado y el ceño fruncido de los que se cuestionan todo. Se les nota la buena crianza, su piel revela la tersura de quienes han gozado del bienestar como forma ideal de vida. Casi que se les oye la dicción castellana del altiplano que, al hablar, delata su origen acomodado, sobre todo por fuera de su zona de confort: Bogotá, de Rosales a La Carolina. Mientras sus amigos estaban pasando navidad y año nuevo en Miami, bronceándose en los centros comerciales y aventurándose a probar nuevas versiones de videojuegos, ellos estaban como Adán y Eva en el paraíso sin darse cuenta de que, en realidad, eran un par de moscas en un mar de leche. Debían ir cogidos de la mano bajo el sol calcinante del mediodía. Llevaban chanclas de cuero y ropas de colores suaves sobre los vestidos de baño. Se les acercaron por sorpresa, o con algún vano subterfugio, y sin asomos de clemencia los mataron a quemarropa con tiros en la cara.
Pasó que Colombia es un país violento, que Urabá es un techo bananero que oculta bajo sus ramas una cocina donde se cuecen las drogas, con el secuestro, el boleteo y los consecuentes ajustes de cuentas; pasó que nos comimos el cuento de la seguridad democrática y que a una pareja llevada por el amor entre ellos y a la naturaleza le pareció interesante -biólogos ambos- romántico y liberador, tomar por una vía aledaña a San Bernardo del Viento y adentrarse inadvertidamente en tierras de la banda criminal “los urabeños”; pasó también que uno de sus objetos de estudio era el ecosistema manglar que en esa parte de Córdoba es espeso y sirve de escondite al narcotráfico para sacar, desde ahí, la cocaína en rápidas embarcaciones hasta Panamá; pasó que los vieron felices y eso, en el reducto criminal que dejó Mancuso, es inadmisible; como lo es en la mayor parte del país, salvo en el territorio cuadriculado de las páginas sociales y el intercambio de imbecilidades de los programas de televisión que dan los buenos días.
Uno debería poder señalar un punto cualquiera de nuestra geografía y arrancar para allá con la mochila al hombro, un par de bluyines y un ipod. Uno debería poder dedicarle un fin de semana a buscar esmeraldas en Muzo y Somondoco, o buscar oro a orillas del Baudó sin más haberes que una coladera, una carpa y un repelente contra los mosquitos. Uno debería poder adentrarse en la selva del Amazonas y que el único peligro fueran los caimanes y las anacondas. Uno debería bajar, desde el pico hasta la playa, a todo lo largo de la Sierra Nevada de Santa Marta en un carro de balineras, o hacer la travesía del Río Magdalena como hasta hace medio siglo se hacía en barcos de rueda y vapor traídos del Misisipi.
Los botánicos, los zoólogos, los historiadores y los artistas deberían hacerle seguimiento a la Expedición Botánica emprendida por José Celestino Mutis, y otros ilustres científicos, hace doscientos años; como se pretendió hacerlo en el gobierno de Betancur, al tiempo que se promovía un Diálogo Nacional con los alzados en armas que dio como resultado la infiltración de éstos a las zonas suburbanas de las ciudades pequeñas, medianas y grandes del país. Los cinematógrafos deberían poder filmar los carnavales del diablo en Riosucio, el festival de la bandola criolla en Casanare, los bailes y la música de San Basilio de Palenque, entre miles de ejemplos más; como lo hiciera la serie Yuruparí, para la televisión colombiana, en los ochenta.
Los ambientalistas deberían poder, a sus anchas, buscar la protección de nuestras especies endémicas de fauna y flora que están amenazadas y/o en vías de extinción; ya sea por efectos de la caza y pesca indiscriminadas, de los cultivos y laboratorios ilícitos que todo lo arrasan o de los intereses de los coleccionistas, comerciantes y farmaceutas internacionales que subrepticiamente promueven el robo de nuestros recursos naturales. Los estudiantes deberían pasar más tiempo haciendo estudios de campo que encerrados en las bibliotecas o navegando, escalando y abriendo trocha, a punta de mouse y teclado, por internet donde el conocimiento general está masticado y rumiado para saciar la mentalidad estrecha de la mediocridad.
Las autoridades deberían poder proteger a los mateos y a las margaritas que surgen entre las nuevas generaciones, por la simple y sencilla razón de que no son muchos, de que también -por lo visto- están amenazados y en vías de extinción. Los universitarios maravillados con Colombia y con el ánimo altruista de estudiarla y proteger sus valores naturales y humanos son escasos. Los pocos que hay no reciben los estímulos suficientes porque nuestro país no cuenta con entidades educativas, privadas o públicas, que sean realmente generosas con sus presupuestos de investigación y menos cuando esta requiere de usurpar territorios de los que somos intermitentemente soberanos. Es una lástima que nuestra juventud sea, en esencia, urbana en una de las esquinas del mundo más biodiversas y con la gama de colores más extensa entre el azul y el verde.
Entonces, si parte de nuestro fracaso ha sido que no podemos cuidar ni garantizar el futuro de nuestros hijos ¿cómo podemos decir que Colombia es feliz? Los encuestadores dicen que, en el ranking de la felicidad, somos el sexto país del mundo y nada puede ser más contrario a la realidad que tal afirmación. ¡No es posible! Afirmarlo es decir que vivimos de espaldas al dolor de nuestra gente y que la esperanza dejó de habitar entre nosotros. Decir que somos felices, pese a las adversidades, es lo mismo que claudicar, es lo mismo que declararnos: el reino moribundo de la hipocresía. Somos un pueblo adolorido, con gente anónima que dedica su trabajo a los demás o que regala al menos una sonrisa al día; somos compasivos, dispuestos a ayudar al vecino, amables entre nosotros mismos, querendones con la familia y los animales; celebramos desde un gol hasta un Tratado de Libre Comercio; nos gozamos la embarrada de una reina de belleza, nos reímos de un mal chiste, de nuestros mandatarios, de las colas, de los trancones, del sistema de salud, del salario mínimo y tenemos una capacidad inmensa de sobreponernos a la tristeza, a la injusticia, a la miseria, a la falta de oportunidades y, entre millones de cosas, a los designios de dios… pero no somos felices.
Nos gusta pensar que a Margarita y a Mateo los mataron por oligarcas, eso minimiza el impacto que la tragedia le imprime a nuestra sensibilidad. Nos gusta pensar que ¿quién les manda meterse en la boca del lobo? eso nos distancia de cualquier culpa indirecta o cualquier posibilidad más arriesgada que: volver a salir a la calle a protestar, marcar “me gusta” en una página de Facebook o hacer una significativa donación a la fundación que surja de esta repetible tragedia. Lo cierto, es que nadie se va a hacer cargo de los manatíes que Mateo iba a cuidar como inicio de su vida profesional al servicio del medio ambiente. Lo cierto es que -valga repetir- jóvenes así de valerosos no abundan y los que podrían serlo se dejan encausar, por la imperceptible coacción social y familiar, hacia destinos más previsibles que les permitan preocuparse de los tiburones sin aletas, los osos pandas, los tigres de bengala, la selva húmeda, el bosque tropical, la tala de árboles, la pesca con dinamita, la trata de blancas y cantidades de otras infamias de la depredación del hombre contra la naturaleza, pero con la opción de cambiar de canal o ponerle “mute” al control de la televisión.
Si fuéramos felices conoceríamos más a la señora felicidad ¿o señorita? ¿viuda, tal vez? ¿minusválida? ¿enferma? la manejaríamos mejor, la anhelaríamos menos, la perseguiríamos sin tanta ansiedad, con más cordura y estaríamos más predispuestos al amor, más vulnerables y receptivos a la bondad, menos desconfiados, total e infinitamente más vivos: como Margarita y Mateo el mediodía aciago en que tomaron un camino equivocado y con esa felicidad inocultable que por no ser común en esos lares finalmente los mató.
Los caballeros las preferimos inteligentes
A los hombres no nos gustan las mujeres brutas. No las preferimos, no queremos que nos las presenten y tampoco las buscamos. Nos gustan las mujeres independientes, que trabajan, que tienen actividades distintas a las nuestras, que van al gimnasio, que socialmente se desenvuelven con fluidez, que saben divertirse, que tienen sentido del humor y que saben lo que les gusta en la cama. Que escojan bien los tomates en el supermercado, sepan voltear a tiempo una omelette o aspiren el tapete de vez en cuando no es indispensable, si lo fuera los brutos seríamos otros.
Una mujer cuya lujuria coincide con la nuestra durante una noche de karaoke, cerveza y Detodito, que se autoinvita a nuestro apartamento y con la excusa de que le entró una calentura impostergable termina, con una tanguita de fibra de caramelo y una hilera de 3 condones, haciendo contorsiones en el futón comprado en Bima, es cualquier cosa menos bruta. Si además nos ventila el cuello con griticos intermitentes y nos dice que invitemos a una amiga e independientemente de que la llamemos al otro día, o no, ella nos describe lo que pasaría si Kelly Johana -su amiga- apareciera con su melena plateada y sus muslos de oblea; no sólo no es bruta sino que cuesta trabajo creer que fuimos nosotros los que nos aprovechamos de ella. Los hombres ya no somos tan pacatos para creer que una mujer que tira por gusto es puta, pero todavía nos queda la sensación de que les urge atraparnos. Tan embebidos estamos en nosotros mismos que si no inventan cualquier excusa para quedarse el fin de semana o no nos sacan el número de la oficina y del celular y, además, se visten como un tiro, se van para su casa con un simple “chao” y no vuelven a aparecer nunca, pensamos que esas sí son definitivamente unas: ¡brutas! ¡Qué brutos!
¿Cómo quedamos, entonces, los hombres si esa es precisamente nuestra forma de relacionarnos con las mujeres? ¡Esas mañas las aprendieron de nosotros! “Llegamos, conquistamos, clavamos la espada en la madre tierra, dejamos nuestra semilla donde caiga y salimos corriendo” ese es nuestro lema y se le enseña -en ceremonia privada- a cada niño que eyacula por primera vez; es el premio que recibimos por la prueba de nuestra hombría: la consigna que nos guía a través del mapa del tesoro femenino. Lo que pasa, y digámoslo de una vez, es que la mujer más bruta de todas, la más descerebrada y fronteriza, la que en la repartición de neuronas le tocó rila de mondongo ¡esa! que debió ser tercera princesa de la belleza colombiana y que para completar es incapaz de sostenerle una conversación a Raimundo Angulo, es más inteligente que todos los hombres juntos.
Por supuesto, que hay mujeres abusadas, golpeadas, sojuzgadas en su amor propio, utilizadas como un mero receptor de arrecheras y espermatozoides; mujeres obligadas al servilismo, dependientes del hombre de la casa, desprovistas de cualquier gesto cercano al amor o, en el peor de los casos, a la caridad. Mujeres objeto, pero no en el sentido glamoroso de las que se muestran para vender pañoletas y perfumes, sino verdaderamente mujeres tratadas como trapero, como balde, como pera de boxeo, como cañería, como lubricante, como desecho… lo que tampoco las hace brutas a ellas, pero sí a nosotros, los hombres, por haber desperdiciado 20.000 años de historia buscando una supremacía de género cuya actitud arrolladora es la que está acabando con la familia, la sociedad, la humanidad y el planeta.
El voto a la mujer, la liberación femenina, la ley de cuotas, entre otras concesiones, no han sido sino permisos otorgados por los hombres, como contentillo, a las mujeres para mantenerlas a raya, para domar la jauría, para retrasar la inminencia de que la balanza está cambiando hacia el útero, hacia el cántaro, hacia lo que contiene; y rechazando lo que escupe, lo que vacía, lo que tiende a la resta y a la división y no a la suma y a la multiplicación. Parafraseando a Florence Thomas: las mujeres sobresalientes de la historia, hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, lo han sido porque han asumido roles masculinos. Con todo y tetas es como si llevaran una palanca de cambios entre las piernas, como los travestis, de ahí que Hillary Clinton y Noemí Sanín, por ejemplo, hablan con esa voz de mando y esa pretensión de poderlo todo, propias de la testosterona.
De un tiempo para acá, lo que llamamos evolución, o re-evolución, es que las mujeres se están haciendo cargo del destino del hombre y del cosmos que, hasta ahora, era un oficio que nos pertenecía. ¡Ojalá estén a tiempo! Y, no se trata de que nos estén mandando a cuidar los niños y a hacer el almuerzo, sino que por fin están haciendo caso omiso de nuestra suerte. Se cansaron de gravitar en función nuestra, ahora se defienden solas. Si el hombre provee bien y si no también. El amor ya no las obnubila como antes y a la mierda con la represión sexual: tiran por gusto y con desenfado, si se acomodan con la posición del columpio, la piden; si las excita el lubricante de pimienta y sábila, lo llevan entre la cartera; si el macho no responde a las expectativas, no importa, ellas tienen un sucedáneo que vibra con solo encenderlo; y siempre, de manera amable y linda porque esa es su naturaleza, sabrán decirte lo que no les gusta, lo que no quieren que intentes nunca más, lo que les huele feo, lo que les fastidia, lo que quieren de desayuno y de regalo en navidad.
¿Nos quitaron la presión de mantenerlas, de hacerlas felices en la cama, de estar pendientes de ellas, de cuidarlas, de acompañarlas en la salud y la enfermedad, de amarlas hasta la muerte… y nos quejamos?
¡Claro que nos quejamos! Nos están quitando los puestos ejecutivos. Nos están escogiendo como sementales, para vestirnos como al Kent de la Barbie y mostrarnos entre sus amigas. Nos usan de choferes, de confidentes, de amos de casa, de acompañantes, de guardaespaldas, de padres de sus hijos y hasta de muñeco inflable. Nos están volviendo un accesorio, una bisutería; ya nos tienen yendo al cirujano plástico y al gimnasio, nos están cambiando el fútbol por el patinaje sobre hielo y la cerveza por el aguardiente light. Ahora son ellas las que sugieren una relación entre tres, con una escort a domicilio o con la vecina, son ellas las que lo arrastran a uno a tener una experiencia swinger y son ellas las que dicen, siempre de manera casual: “me excitaría verte hacer el amor con otro hombre.”
¿A qué extremo hemos llegado? Nos tienen echándole popurrí al cajón de los calzoncillos, poniéndole esencia de “primavera mediterránea” al carro, depilándonos las cejas, dándole brillo a nuestras uñas y afeitándonos lo que nunca se nos había ocurrido afeitarnos; inclusive algunos se dejan un arbustico, en forma de bigote hitleriano, justo donde quedaba la espesura. Se metieron con el origen de nuestra fuerza, de nuestra virilidad ¿adónde vamos a parar, ahora? dentro de poco vamos a estar echándonos base y rubor en los testículos. Nos llaman “metrosexuales” para que el golpe no nos duela tanto, porque la verdad es que de jinetes de rodeo pasamos a ser floricultores.
Es hora, entonces, de no decirnos más mentiras. Hemos malgastado nuestra oportunidad histórica. Tanto Taj Mahal, tanto transbordador espacial, tanta expedición al Everest, tanta guerra inútil, tanto record Guinness, tanta ojiva nuclear, tanto Hugh Heffner, tanto Donald Trump, tanta fiesta brava, tanto apóstol, tanto proxeneta, tanto héroe, tanta medalla al mérito, tanta charretera, tanto cuello almidonado, tanto galán y tanta caja de herramientas… ¿Para qué? ¡Si ellas en ningún momento se han comido el cuento! Por eso, entre muchas otras cosas, si los caballeros las preferimos inteligentes es porque, en realidad, no tenemos otra opción.
La muerte es una invitación al silencio
Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.
El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.
Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.
Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.
Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”
Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!
Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.
Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?
Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.
Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.
Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?
¡Bienvenidos a Petrópolis!
Como Sofronia, nuestra capital, desde el año entrante, renueva su media ciudad provisional. Se queda la lumbre, la vida que gira alrededor de las cebras y sus contorsionistas, su limosna y quienes la sustentan detrás del múltiple sabor de los carros y de sus conductores. Se van los edificios municipales, el ala norte del Palacio Liévano y unos cuantos monumentos; desacoplan sus goznes modulares, desarticulan y se llevan sus cimientos y paredes, escritorios y letrinas, y traen otros -también de armar- para que tengan brillo unos días y se vayan estropeando por el uso y por el desuso que también corrompe; y los instalen unos hombres de overol para que duren, por lo menos, lo que dure su nuevo nombre: Petrópolis (La nueva). La vieja, a 70 kilómetros de Río de Janeiro, guarda la calurosa memoria de los veranos de Pedro II quien importó, en tiempos de su imperio, más de 500 familias de inmigrantes alemanes para poblar la región.
Como Bauci, Petrópolis será guindada entre las nubes y desde allá miraremos lo que dejamos detrás; lo que por respeto no quisimos dañar, la poca infraestructura principal que sostiene los zancos que nos mantienen allá arriba, amarrando cabuyas y halando canastos para subir las semillas y los frutos de una sabana que obnubiló las carnes blandas de Jiménez de Quesada y de su séquito. Como Ersilia, seguiremos tejiendo parentescos porque eso es lo que hacemos, tender hilos entre los unos y los otros hasta que tantas conexiones, e interconexiones, nos ahuyentan y nos vamos a otra parte y seguimos hilando, con el mismo huso, a un mismo ritmo y con el mismo talante pero en un sitio que tiene el encanto de no ser el de antes, desenmarañado, desprovisto de viejas ataduras.
Como Clarice, Petrópolis está dictada, de antemano, por un modelo de ciudad ideada por algún viajero, alguien que, con una vara, pintó un damero en la tierra. Un modelo que se renueva y se destruye con una cadencia pasmosa; pero que en ese periplo entre sombreados valles y luminosos picos ha conservado retazos representativos de cosas y de frontispicios, de esquinas fotografiadas por los turistas. Hoy es una mezcla de pretéritos que -aunque se distancian- no insultan, de ninguna manera, el modelo primario: la pretensión fundacional que hierve en cada primer hombre, o mujer, o pareja, cualquiera de ellos forastero.
Como Smeraldina, Petrópolis será sólida y líquida a la vez; sólo podrá dominar todos sus puntos quien se transporte en helicóptero, por aire donde las rutas son infinitas. En tierra, dragado y multiplicado el río Bogotá por expertos traídos de los Países Bajos, la ciudad tendrá tantas opciones de canales fluviales como de vías asfaltadas, en zigzag se confundirán las aceras con las caídas de agua y las estaciones de Transmilenio con los manantiales. Un maridaje entre lo aportado por la naturaleza y lo aportado por el hombre que resultará en coloridas vegetaciones y ánimos alegres y danzantes. Pero, esto, no tendrá importancia: la ineficacia de los mapas será evidente, ante la posibilidad infinita de recorridos, cruces y entrecruces; por más gondoleros y taxistas nadie podrá repetir la misma ruta hacia un mismo sitio. La vida despojada del germen de todas las rutinas: el trayecto, ganará en liviandad lo que perderá en los recursos mal concebidos de la orientación.
Como Zirma, los recuerdos de Petrópolis serán los semáforos de 4 colores, los de siempre y un azul que dará paso a quienes aprendieron a volar o galopan sobre garzas gigantes; la turba variopinta de estudiantes universitarios que por oleadas invaden las horas semanales del centro histórico de la ciudad, dando vida a rincones septembrinos y pequeños bogotazos; y, entre muchos otros, los obesos parlamentarios cuyos grandilocuentes pedos pasan desapercibidos en el Salón Elíptico del Capitolio. Se grabarán en la mente ciudadana aquellos fenómenos que, como éstos, tengan la calidad intrínseca de repetirse, repetidas veces y en secuencias que se repitan, una y otra vez, valga la redundancia.
La verdad, Petrópolis cambia con cada mudanza; cambia el alcalde, algunas de sus funciones y el título de sus subalternos; cambia, por ejemplo, el sentido de las calles y los nombres de las charcuterías; cambian los capacitados de oficio y los incapacitados de esquina. Cambia lo superficial pero -contrario al estribillo de Mercedes Sosa- lo profundo se mantiene, porque la ciudad sigue siendo “idéntica a sí misma” debido a que los discursos permanecen, las lecciones aprendidas se enuncian igual, con distintas dicciones y acústicas, posiblemente, pero con el guión heredado e invariable de los primeros oradores que relataban batallas y construían el imaginario colectivo de los pedestales y los bustos de mármol cuya penitencia sigue dependiendo del arbitrio intestinal de las palomas.
Con cada alcalde nuestra ciudad se comporta como Olinda. Al principio nadie nota el hueco imperceptible entre el resquicio de alguna calle, a los pocos días está del tamaño de medio limón y sólo los niños descubren que por dentro lleva otra ciudad. Vivimos tan distraídos con las nimiedades del diario vivir que del hueco salen calzadas, centros comerciales, autopistas, alambrados y parques con fuentes, y eucaliptos; una urbe que desplaza la existente, abriéndola en su centro, explayándola a la fuerza, rompiéndola, alargándola hacia confines sin jurisdicción, ni esperanza. Petrópolis no será distinta en su alumbramiento, el daño está hecho desde la invención de la democracia, sin embargo, a una nueva clase de hacedor se le ha hecho el encargo de dirigirla, de darle sentido.
Un hacedor cuya incomprendida causa tiene el deber de demostrar y cuyas acciones deben seguir siendo la piedra en los relucientes zapatos de la corrupción. ¡Bienvenidos a Petrópolis! Se anticipa que no será una interpretación del Kublai Kan, afectada por su ego conquistador, ni una imaginería de Marco Polo para caerle bien a su anfitrión; como tampoco podrá ser ya, ni invisible, ni transcrita por Italo Calvino. Sin embargo, tendrá la virtud de no ser un cuartel de conspicuas heroínas, ni la ubérrima maravilla del mundo que clamaban otros candidatos. Como la vieja, que significa: ciudad de Pedro; ésta, la nueva, será la ciudad de Gustavo.
Ojalá se muera pronto García Márquez
Este es un comunicado escrito para ser publicado, a una página, en un periódico de circulación nacional. Pero, como no hubo plata para dar tan premeditado golpe de opinión, sus autores -que no pasan de la media docena- decidieron sacarle unas cuantas fotocopias y repartirlo a la entrada de la Academia Colombiana de la Lengua con tan mala suerte que la policía confiscó la nota por considerarla un delito contra la patria.
+ ¿Qué delito? + preguntó el joven que alcanzó a entregarme uno a mí, antes de que los agentes, indignados, le quitaran el arrume de libelos. + ¡Debería saberlo el civil! ¡Es como orinarse en la bandera de Colombia! + Dijo el oficial de más alto rango y que no era -como no lo es nunca- el más instruido del grupo. Volteé la esquina y lo leí, con taquicardia, como si hacerlo me convirtiera, en el acto, en un conspirador o en un miembro de algún tipo de resistencia secreta. Transcribo aquí el texto, por solidaridad profesional, pues yo también he sido repartidor de volantes.
Deseamos, lo antes posible, la muerte de Gabriel García Márquez, decía el título e impresionado seguí leyendo de corrido:
No tenemos nada contra la decrepitud. Somos un grupo de jóvenes escritores colombianos que cumplió más de 50 años esperando a tener estanterías distintas a los rincones más escondidos y apartados de la Feria del Libro o a las nuestras propias. No pertenecemos al Boom Latinoamericano y nuestra literatura no se enmarca dentro de los lineamientos del realismo mágico. O sea, nuestros personajes no emprenden hazañas imposibles, tampoco flotan a veinte centímetros del piso, sus designios no están señalados por las cartas, ni por la formación de las aves, ni la entraña de los enemigos, ni la boñiga de las vacas; nuestros hilos de sangre no atraviesan calles, ni plazas de mercado, no tenemos muertos que vaguen irredentos por los patios de las casas, ni prostitutas que paguen deudas de por vida; lo nuestro es un limbo entre la modernidad y la postmodernidad. Y, no es que seamos una generación perdida, somos una generación náufraga, sin asidero, sin puente levadizo entre los invitados que rasparon fiesta en París y los adolescentes, ya creciditos también, que venden libros en las droguerías y en las cadenas de supermercados.
Fuimos, en su momento, retoños de un país garciamarquiano, la herencia de la puntuación falible y del no gerundio. Ahora, sin haber podido matar al padre, pedimos permiso para ir al baño y levantamos la mano para que nos den la palabra: una palabra desprovista de señalamientos, sin una “cueva” fundacional, sin impulsadores catalanes, sin estómagos vacíos; una palabra que nunca ha estado a la intemperie, protegida por zapatones y mullidas gabardinas. La literatura tiene sus aconcaguas y sus depresiones submarinas, extremos ajenos y desconocidos para nosotros, acostumbrados como estamos a los calentadores y los aires acondicionados. Nos ha faltado, hasta ahora, quién nos lleve al filo del acantilado, en cuyo fondo corren ríos de sangre, laderas como aceras y alcantarillas llenas de putas de silicona y relaciones inmunodeficientes y adquiridas; pistas de aterrizaje delimitadas por líneas de cocaína, donde el tráfico de drogas cambia de manos con cada purga y en los laboratorios adonde entró triunfante Tirofijo, con su banda presidencial al hombro y presumiendo sus entrenadores libios, ahora se sintonizan emisoras de Sinaloa y de Tijuana, y las muertes que otrora apadrinaran El Patrón, y su zoológico de esbirros, ahora las bendice Quentin Tarantino.
Que García Márquez llegara a los cien años sería un contrasentido; Sábato no murió ciego, ni envuelto en cortinas de fuego; a Vargas Llosa no se lo comerán las ratas; Donoso no fue sodomizado, entre cuatro paredes de hotel, por un mastín negro e insaciable; Juan Rulfo no anda por ahí en el estado inmaterial en que se encuentra y Dostoievsky, espero, no fue enterrado vivo. Que, además, se arriesgue a que le llegue una soledad que le erosione el alma como lo ha hecho con el cuerpo, sería romper una de las reglas que la humanidad no perdona: el profeta, por ningún motivo, debe ser el victimario de su propia profecía. Nuestro Premio Nobel está en mora de ir escogiendo su castaño, porque es Úrsula Iguarán la que, desmemoriada, sobrevive la centuria. Es, entonces, Mercedes Barcha la que tiene la oportunidad de olvidarlo a él y no al revés, so pena de que Melquiades no regrese y no ocurran las revelaciones que permitan descifrarlo todo.
Es como si Boogie el Aceitoso hubiera arrinconado a Fontanarrosa en un callejón de Belgrano y, sin reconocerlo, le hubiera pedido, después de dejar carraspeado y expulsado un gargajo en el piso de costra de asfalto, lumbre para su cigarrillo.
Mutis, Vallejo, Illán Bacca, Burgos Cantor, Albalucía Ángel, Castro Caycedo, por decir algunos, Cobo Borda, Fanny Buitrago y Giovanni Quessep podrían ser inmortales -en lo que a nosotros respecta- sus hojas no nos hacen sombra. Gabo, en cambio -sin quererlo, por supuesto- nos opaca, por la amplitud inaudita de su parábola vital, como las tardes de Neruda “hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas”; con el agravante de que cuando alguno de nuestra colectividad se destaca lo llaman durante un par de años “el próximo García Márquez”; lo que desconoce, por completo, la fórmula que nos compone, el contenido de la tinta que nos circula por las venas. En fin, entendemos que no nos está dado demandar del universo tal portento, es, inclusive, atrabiliario, ruin -dirían algunos- desear lo que no puede ser deseado, pedir lo que está, sin apelaciones en contrario, vedado; por fuera de la jurisdicción humana.
No estamos pidiendo, tampoco, que sea perseguido, pues recompensa no hay ninguna; como tampoco estamos esperando que algún abanderado altere su destino; estamos simplemente expresando una ilusión, estamos invocando un albur, una posibilidad contemplada también por el mismo García Márquez quien nunca fue ajeno, como el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, a la importancia de morirse a tiempo, de evitar que el olor de los orines y la merma estadística de los sentidos, le alcance a hacer mellas a la gloria que significa estar vivo; y que, como él, decida ¿por qué no? ponerse “a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”
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CONCIENCIA FICCION
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