El Duque que se convirtió en Rey

En un país no tan lejano, de colorida flora y especies anfibias por doquier, vivía un Duque que disfrutaba plenamente del trabajo y el esfuerzo de sus súbditos -a quienes consideraba sus amigos- por cuidar con esmero los cultivos y el ganado de su heredad. Su padre había muerto hacía poco y era mucha la falta que le hacía como su guía y mentor. Pensaba en él cada que salía a dar largas caminatas que le hacían olvidar la pena de haberlo perdido. Recordaba sus mutuos instantes de felicidad y sus más claras enseñanzas: seguir los principios de honestidad y transparencia por sobre todas las cosas; trabajar hasta que sangren los nudillos y duela la espalda; y, alejarse de las zalamerías del poder. No sobra decir, que el ambiente del reino estaba en estado de excitación pues, hacía un par de semanas, el Rey había sido destituido por formar y entrenar un ejército, paralelo al oficial, para su servicio exclusivo; favorecer a los príncipes con oportunidades que les permitieran enriquecerse sin mayores esfuerzos; y, haber sobornado testigos que lo acusaban de delitos atroces.

 Experto en la caza con arcabuz, nuestro Duque participaba en las ferias de los pueblos y siempre que ganaba los concursos de tiro al blanco, guardaba la medalla y repartía el premio, en dinero, con los fieles servidores que lo acompañaban en sus correrías. Fue tal el reconocimiento de sus habilidades que lo invitaron a la corte para demostrarlas. Se quedó varías semanas en una de las ciento veinticuatro habitaciones del palacio y, allí, entre pares de su alcurnia, sorprendió por su carisma y su talante de joven emprendedor, obediente y de argumentos sensatos acerca del manejo político y público de la monarquía. Conoció al Regente interino -reemplazo temporal del Rey, después de su destitución- quien le dio un pésame tardío por la muerte de su padre y le contó que era imperativo escoger al próximo rey lo más pronto posible y lo invitó a un cónclave, durante el cual los nobles que participaran escogerían, entre ellos, al nuevo soberano. Se disculpó con el Regente y le dijo, de memoria, una de las frases insignes de su padre: “Duque que pretenda ser Rey, no será ni buen Duque, ni buen Rey”. Hizo las correspondientes venias y retomó el camino hacia sus tierras y sus gentes que lo estaban esperando y donde era cada vez más evidente la prosperidad.

 Al día siguiente, como todos los lunes, salió temprano a recorrer la vasta propiedad de su ducado y al lado del camino una chispa refulgente lo hizo parar, se bajó de su caballo y tomó en sus manos lo que resultó ser una moneda de oro; a los pocos pasos encontró otra moneda de oro y después otra y otra y otra y otra, cada vez menos distanciadas, la una con la siguiente, hasta encontrarlas en montoncitos. Sin cansarse de recogerlas, como si tanto brillo lo llenara de renovadas energías, llenó sus alforjas y al tomar la última, justo antes de llegar al borde de un acantilado, se encontró con un indigente, apoyado en un bastón y una capucha que ocultaba su cara: “Ese dinero es para que lo repartas con tu pueblo”. Su voz cavernosa, de oráculo, fue tan contundente que el Duque se devolvió al galope y por la calle principal, hasta la plaza mayor, tiró manotadas de oro, a diestra y siniestra, hasta que todos sus vasallos lo vitorearon como nunca antes y le expresaron un amor y vocación de servicio incondicionales. Al llegar a su castillo, con el pecho henchido de tan exacerbados elogios, se encontró, de nuevo, con el indigente que, haciendo el bastón de lado, le dijo: “¿Se siente bien, verdad, el pueblo entero a tus pies?” Se descubrió la cabeza y el Duque reconoció, de inmediato, al Rey destituido, que le alargó la mano, con su voluminoso Anillo de Mando, coronado por un diamante negro e inmenso, para que se lo besara y… poniéndose de rodillas, se lo besó.

 Entre los dos forjaron una alianza que parecía amistosa, al principio, pero que se fue volviendo la de cualquier siervo con su amo. A cambio de recorrer el reino, en carruajes tirados por alazanes árabes y conocer fortalezas de altas torres y frisos de mármol en los frontispicios, el Duque era, cada vez, más servil, con quien fuera Rey y añorara el poder hasta el más implorante lloro. Buscaron adeptos a nuevas causas que fueron inventando por el camino, mientras se detenían en todas las comarcas y por supuesto, en cada visita, a cada noble, el Rey depuesto fue agregando más promesas y más alardes sobre la honestidad y transparencia de sus actos y del reinado que, según él, le arrebataron; cuando la verdad era que había comprado aliados con cargos en la corte, dádivas en especie de sus inmensas propiedades y la entrega de títulos nobiliarios a cuatreros y secuaces de baja estopa. Lastimera situación, porque cuando el Duque volvió a sus dominios le parecieron los más michicatos y pobres del reino, y concluyó que sus esfuerzos eran, a duras penas, los de un noble sin mayores aspiraciones. Sus valores y principios habían cambiado por los de su nuevo mentor y fueron opacando -como por ensalmo- las enseñanzas de su padre.

 El resto de la historia es, ya, bien conocida por todos. El Duque participó en el cónclave y ganó por una mayoría que si bien fue amplia, no desarticuló la creciente oposición, de hombres con mayor hidalguía que estaban en contra de tanto boato, poder y riqueza. El día de la coronación sus palabras fueron las de un hombre pletórico de buena fe, sin embargo el Rey depuesto, entre bambalinas le alargó de nuevo su Anillo de Mando y de nuevo, nuestro Duque convertido en Rey… arrodillado, se lo besó.

 Moraleja: Si eres Rey, asegúrate de que el Anillo de Mando sea tuyo; así te toque cercenar el dedo o la cabeza de quien, por tercera vez, te lo ponga de frente.

El jinete rojo. Carlos V (1500-1558) Tapiz medieval.  Tejido en Bruselas, Bélgica.

El jinete rojo. Carlos V (1500-1558) Tapiz medieval. Tejido en Bruselas, Bélgica.

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