Dios pocopoderoso
“Lo maravilloso acerca de dios, es que se trata de una invención humana” eso es realmente lo que yo predico. Mi nombre es Ovidio Roncancio, su seguro servidor y soy un sobreviviente del SIDA, razón por la cual decidí, en los últimos años, volverme experto en: el Creador, el Salvador, el Señor, el Altísimo o cómo se quiera llamar. No en sus asuntos –entiéndase bien– ni en los de la teología, para lo cual tendría que terminar el bachillerato, sino en lo que él es y representa como reflejo de nosotros: los seres humanos.
Parece una contradicción pero tengo, primero que todo y para alegría de quienes viven embelesados con su entidad, la certeza de que existe; creo en su omnipresencia porque, no importa la religión, ocho de cada diez mujeres u hombres –según el McAllister Institute for God Inquiries– piensan que lo llevan dentro, consigo, engargolado en algún lugar entre el alma y el espíritu –si no son lo mismo– o sea que estamos con él permanentemente. No creo, así, en su omnipotencia porque, de acuerdo al mismo tipo de encuestas, diariamente se le piden los mismos milagros, de la misma gente o los mismos grupos de personas, cuya insistencia y repetición, con distintas fraseologías, pone de presente, el hecho irrebatible de que no se cumplen. Hay comunidades en el Amazonas que piden, hace más de mil quinientos años, por el advenimiento de la Madre Naturaleza, en la forma de una luna duplicada, que destierre del planeta la ignominia del hombre blanco, por ejemplo. Creo, además, que dios es tan espectador como cualquiera de nosotros; poderes o no poderes, en cuanto a pedir milagros o concederlos, él intuye, como Borges, que: “El proceso del tiempo es una trampa de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro”.
Bajo todos los días por la calle 22, después de pasar la noche en lo que llamamos “los dobladillos de Guadalupe” cruzo la séptima y media cuadra abajo de la décima me recuesto en la ventana inclinada de una peluquería, a la que se le reconoce con el remoquete de “El Montallantas” donde todas las prostitutas, del sector, se retocan, por unos cuantos pesos, después de cada servicio; doña Felicia me sirve mi primer café, al debe y me pongo a trabajar, a evidenciar la presencia de dios, a recoger –por ponerlo, en términos más sencillos– material de análisis.
Entonces, tenemos que dios existe; pero no es eterno, nació con el big bang –dicen ahora los científicos– que fue cuando la materia se preguntó: “¿Ahora, qué hacemos?” y vivirá hasta la desaparición del último ser del último planeta que quede en el universo; porque, para los que no ven el Discovery Channel, les anuncio que el universo no va a durar para siempre: las reservas de todos los mundos, opacos y brillantes, la gravedad y la capacidad de transformar energía tienden a agotarse. Con todo y que “producir vida, es una cualidad de la materia” según Rodolfo Llinás, estamos agonizando, a larguisísimo plazo, por supuesto, pero esta es una realidad tan sobrecogedora que sólo, de la mano de dios, la soportamos; por eso lo creamos a imagen y semejanza nuestra, para sentir cercanos su calor y su abrazo; si dios fuera un cubo de mármol negro, un logaritmo o un organismo de mil ojos –como sugieren los imaginadores de la ciencia ficción– pues, no sería tan asimilable su presencia, ni tantos sus seguidores, ni tan prolíficas las iglesias que se enriquecen a nombre suyo.
Dios tiene –por lo tanto– nuestras mismas flaquezas: le creamos un representante suyo en la tierra y lo pusimos a caminar de un lado para otro, sin rumbo, desubicado; se dejó entronizar, a la vida espiritual –cualquiera que ésta fuera– por un grupo de homosexuales liderados por el Bautista; tuvo una novia con la que nunca oficializó nada y amigos, entre pescadores y jíbaros, con los que llegaban a los pueblos a predicar el amor y sin duda: a practicar el sexo; porque no nos digamos mentiras nadie le gasta lengua al amor, sin pretender meterla en otros orificios. A lo largo de su vida, se creyó el cuento de que su madre lo había concebido sin vulnerar su himeneo, sin semilla y sin dolor: “¡bastante voluble el pelotudo!” diría, hoy, el Papa Francisco.
Resultó tan aceptable y tan útil la invención de dios que nadie, sobre la Tierra, escapa a su influjo. Uno podría haber nacido entre gorilas, amamantado por una osa polar y criado por lobos feroces que, a la vista de un atardecer, exclamaríamos “¡Mierda! Quién habrá creado algo tan sublime!” y como hombres y mujeres somos tan imperfectos, pensar en una supervisión, que gravite en un ambiente inmaculado y perfecto, nos a caído como anillo al dedo.
No deja de ser un inconveniente, claro, que yo aquí sentado, viendo putas pasar todo el día, piense que este sitio es más cercano a dios que la iglesia, por ejemplo; y tiene su lógica: el cliente por un diezmo, que entrega antes de subir las escaleras contrahechas y oscuras, que prefiguran un purgatorio, se arrodilla frente a quien, en ese instante considera una sacerdotisa y hace lo suyo: comulga hasta que termina gritando el nombre de dios, como si no existiera un mañana, como si por un mínimo instante alejara la muerte. El problema, finalmente, el que advierto aquí sentado: es que todos pregonan un único dios verdadero, pero no nos importa el del vecino, sólo el nuestro: el que expía nuestras más secretas mezquindades.