Internacionales, Educación, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Internacionales, Educación, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

Si mis padres fueran homosexuales

Sería más feliz, más respetuoso de las debilidades humanas, de las minorías y de quienes sufren injusticias; sería más sensible, más poeta y más consecuente con lo bueno que tengo y no con lo que deseo. Mi vida estaría desprovista del machismo implícito en las relaciones heterosexuales y de cuya hegemonía ha sido culpable el género masculino y su influencia, en la sociedad preeminentemente patriarcal, de los últimos veinticinco mil años. La crianza judeo-cristiana no me hubiera forzado a que mis expectativas de vida contemplaran una mujer de la que dependiera mi felicidad, el cuidado de mis hijos y la cocción de mis alimentos, por lo tanto, hubiera sido más respetuoso de los anhelos del otro, independientemente de su credo, su raza o su preferencia sexual.

Si mis padres fueran homosexuales, sería más despreocupado de las morales que vician el libre desarrollo de la personalidad. No hubiera dejado que un hombre, disfrazado de omnipotencia, me sermoneara los domingos, sobre cosas que le son ajenas: como el cariño genital, las caricias después del desayuno o con el desayuno y las ganas de levantarle la falda a la profesora o a mis compañeras del colegio. Hubiera comprendido, más temprano en la vida, que la grandeza de Jesús reside, precisamente, en no haber sido el hijo de dios y en que se tergiversaron sus palabras cuando a su amor, por el próximo, se le dio un carácter tan celestial que lo sacaron del cuerpo: su ámbito natural e irrefutable. ¡Qué necedad la de las monjas, los sacerdotes y sus prelados que predican y practican la castidad; se la pasan enclaustrados, entre personas de su mismo género y después se hacen los desentendidos ante la homosexualidad!

Hubiera comprendido a tiempo, que el sexo consensual no tiene porque ser vergonzoso, en ningún tipo de situación: que los niños se tocan, que las niñas se tocan, que la masturbación es maravillosa, que hombres y mujeres sienten placer al unísono, que el culo es una zona erógena como el cuello, las axilas, los poros de la piel o cada una de las neuronas; que las palabras no deben ser restrictivas, sino amplias e invitadoras de lo que queremos: “Tócame, chúpame, huéleme, escúpeme y úntame tus babas entre los muslos; usa tu meñique, tu pezón, tu tetilla, tu testículo, tu imaginación, tu vocabulario y dame placer. Pídeme lo mismo y más, otras cosas que sean de tu ocurrencia y si, de paso, nos enamoramos ¡mejor aún! podemos pensar en un futuro juntos porque no me importa que tengas pene o vagina, o que te hayas tatuado a la virgen María embarazada, en la parte baja de la espalda: ¡Te amo! y lo demás es irrelevante”.

Si mis padres fueran homosexuales hubiera estado mejor preparado para el mundo que se nos viene encima, en el cual, de no zanjar nuestras diferencias, no habrá -de verdad- ni dios, ni ley, ni superhéroe, ni poder humano que nos salven del desahucio. La cultura que nos distingue de la fauna, no nos aleja de ésta: somos -hembras y machos- putos como las gallinas, cacorros como los perros, promiscuos como los zorros, solapados como las hienas, carnívoros como los leones, rastreros como las culebras, mentirosos como los chacales y entre muchas otras certezas, más destructores de nuestro entorno que toda la fauna junta. La cultura que nos distingue de los animales  -contrario a lo que se nos enseña- nos acerca en lo fundamental: la carga biológica que nos obliga a satisfacer nuestras necesidades y el respeto instintivo por la naturaleza.

Es natural, entonces, que dos hombres o dos mujeres adopten hijos y formen un hogar, de otro modo estaríamos negando la única fuerza con la posibilidad de salvarnos de un final prematuro y horrible: el amor. Nada que dañe más a la humanidad que el mesianismo religioso, que es lo mismo que el totalitarismo político y que son las caras contrapuestas de una misma moneda: el poder. Cualquier persona que, en pleno uso de sus facultades mentales y de su libre albedrío, elabore un discurso que le ponga limitaciones, condiciones o cortapisas al amor es porque cree primero en las leyes de los hombres que en las de la naturaleza; es un acto que, además de terco y obstinado, desdice de su integridad como ser humano y de lo embebido que se encuentra en las normatividades expúreas de la iglesia o del gobierno.

Voy a buscar dos mujeres melcochudas que me adopten, que se embadurnen entre ellas, que me amamanten al tiempo y así, recibir su savia y renovar la mía por una menos resistente al cambio, más liberadora y más alejada de las convenciones que me marcan: para reconocer, por fin, que me quedo con el beso entre Madonna, Britney Spears y Christina Aguilera y no con el saludo del Presidente Obama al Papa Francisco que, aunque tierno y lleno de buenas intenciones, no me concierne.


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Dios pocopoderoso

“Lo maravilloso acerca de dios, es que se trata de una invención humana” eso es realmente lo que yo predico. Mi nombre es Ovidio Roncancio, su seguro servidor y soy un sobreviviente del SIDA, razón por la cual decidí, en los últimos años, volverme experto en: el Creador, el Salvador, el Señor, el Altísimo o cómo se quiera llamar. No en sus asuntos –entiéndase bien– ni en los de la teología, para lo cual tendría que terminar el bachillerato, sino en lo que él es y representa como reflejo de nosotros: los seres humanos.

Parece una contradicción pero tengo, primero que todo y para alegría de quienes viven embelesados con su entidad, la certeza de que existe; creo en su omnipresencia porque, no importa la religión, ocho de cada diez mujeres u hombres –según el McAllister Institute for God Inquiries– piensan que lo llevan dentro, consigo, engargolado en algún lugar entre el alma y el espíritu –si no son lo mismo– o sea que estamos con él permanentemente. No creo, así, en su omnipotencia porque, de acuerdo al mismo tipo de encuestas, diariamente se le piden los mismos milagros, de la misma gente o los mismos grupos de personas, cuya insistencia y repetición, con distintas fraseologías, pone de presente, el hecho irrebatible de que no se cumplen. Hay comunidades en el Amazonas que piden, hace más de mil quinientos años, por el advenimiento de la Madre Naturaleza, en la forma de una luna duplicada, que destierre del planeta la ignominia del hombre blanco, por ejemplo. Creo, además, que dios es tan espectador como cualquiera de nosotros; poderes o no poderes, en cuanto a pedir milagros o concederlos, él intuye, como Borges, que: “El proceso del tiempo es una trampa de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro”.

Bajo todos los días por la calle 22, después de pasar la noche en lo que llamamos “los dobladillos de Guadalupe” cruzo la séptima y media cuadra abajo de la décima me recuesto en la ventana inclinada de una peluquería, a la que se le reconoce con el remoquete de “El Montallantas” donde todas las prostitutas, del sector, se retocan, por unos cuantos pesos, después de cada servicio; doña Felicia me sirve mi primer café, al debe y me pongo a trabajar, a evidenciar la presencia de dios, a recoger –por ponerlo, en términos más sencillos– material de análisis.

Entonces, tenemos que dios existe; pero no es eterno, nació con el big bang –dicen ahora los científicos– que fue cuando la materia se preguntó: “¿Ahora, qué hacemos?” y vivirá hasta la desaparición del último ser del último planeta que quede en el universo; porque, para los que no ven el Discovery Channel, les anuncio que el universo no va a durar para siempre: las reservas de todos los mundos, opacos y brillantes, la gravedad y la capacidad de transformar energía tienden a agotarse. Con todo y que “producir vida, es una cualidad de la materia” según Rodolfo Llinás, estamos agonizando, a larguisísimo plazo, por supuesto, pero esta es una realidad tan sobrecogedora que sólo, de la mano de dios, la soportamos; por eso lo creamos a imagen y semejanza nuestra, para sentir cercanos su calor y su abrazo; si dios fuera un cubo de mármol negro, un logaritmo o un organismo de mil ojos –como sugieren los imaginadores de la ciencia ficción– pues, no sería tan asimilable su presencia, ni tantos sus seguidores, ni tan prolíficas las iglesias que se enriquecen a nombre suyo.

Dios tiene –por lo tanto– nuestras mismas flaquezas: le creamos un representante suyo en la tierra y lo pusimos a caminar de un lado para otro, sin rumbo, desubicado; se dejó entronizar, a la vida espiritual –cualquiera que ésta fuera– por un grupo de homosexuales liderados por el Bautista; tuvo una novia con la que nunca oficializó nada y amigos, entre pescadores y jíbaros, con los que llegaban a los pueblos a predicar el amor y sin duda: a practicar el sexo; porque no nos digamos mentiras nadie le gasta lengua al amor, sin pretender meterla en otros orificios. A lo largo de su vida, se creyó el cuento de que su madre lo había concebido sin vulnerar su himeneo, sin semilla y sin dolor: “¡bastante voluble el pelotudo!” diría, hoy, el Papa Francisco.

Resultó tan aceptable y tan útil la invención de dios que nadie, sobre la Tierra, escapa a su influjo. Uno podría haber nacido entre gorilas, amamantado por una osa polar y criado por lobos feroces que, a la vista de un atardecer, exclamaríamos “¡Mierda! Quién habrá creado algo tan sublime!” y como hombres y mujeres somos tan imperfectos, pensar en una supervisión, que gravite en un ambiente inmaculado y perfecto, nos a caído como anillo al dedo.

No deja de ser un inconveniente, claro, que yo aquí sentado, viendo putas pasar todo el día, piense que este sitio es más cercano a dios que la iglesia, por ejemplo; y tiene su lógica: el cliente por un diezmo, que entrega antes de subir las escaleras contrahechas y oscuras, que prefiguran un purgatorio, se arrodilla frente a quien, en ese instante considera una sacerdotisa y hace lo suyo: comulga hasta que termina gritando el nombre de dios, como si no existiera un mañana, como si por un mínimo instante alejara la muerte. El problema, finalmente, el que advierto aquí sentado: es que todos pregonan un único dios verdadero, pero no nos importa el del vecino, sólo el nuestro: el que expía nuestras más secretas mezquindades.


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