
Hugh Hefner: un lobo disfrazado de satín
Hugh Hefner colgó las pantuflas. Los medios de comunicación han repetido, hasta la saciedad, sus peripecias de alcoba que no han sido novedad para nadie, pues él, en vida, se encargó de darlas a conocer añadiendo las candentes intimidades, de sus relaciones amorosas, con las conejitas de su revista Playboy. Una parábola, a lo largo de cinco décadas, que, en términos generales, ha sido la envidia de todos los hombres adultos y heterosexuales del hemisferio occidental. Pareciera que vivir en piyama, en una mansión de veintidos cuartos, salas de juego, spa y dispensadores de Viagra en todas las esquinas, con mujeres semidesnudas en la piscina y en los baños, tomando el sol y cocteles a deshoras, con servicios como los de cualquier hotel cinco estrellas es: lo que todo hombre anhela. ¿Me pregunto si vivir en tanguitas y los afeites al aire, con la lacerante mirada masculina encima y con la prioridad de estar a la mano para cualquier desmadre es lo que las mujeres, por su parte, quisieran? Me atrevo a responder que no, salvo aquellas que han sido convertidas en objeto de consumo -como un aguardiente o una paleta de vainilla con chocolate- porque son o emulan con las modelos cuyos atributos físicos son expuestos de forma cosmética y “artística” en una publicación cuyo tiraje llega hasta las droguerías de cualquier ciudad o pueblo insignificante.
Por fin, con su cuerpo flácido entre un cajón, “Hef” como le decían sus amigos descansa de tanta voluptuosidad, alrededor de su existencia y empieza su canonización como el santo varón que inició y fue artífice de la revolución sexual en los Estados Unidos, replicada, a sus anchas, por el capitalismo mundial y la sociedad de consumo. O sea, se atrevió a mostrar vaginas y pezones, en todo su esplendor, a promover el sexo y el entretenimiento y ahora es un ícono de la cultura de la humanidad. ¡Vaya paradoja! Playboy, sin duda, ha sido una marca reconocida por romper tabúes y sacar al cuerpo femenino de sus incómodas represiones y ropajes, pero ¿a qué precio? ¿Al del menosprecio de la mujer como ser inteligente? o ¿al despliegue de su incapacidad para lograr y mantener una plena igualdad con el hombre? Son muchas las preguntas al respecto. Sin tener que contestarlas, estoy seguro que la mujer de hoy no ve en Hugh Hefner a ningún revolucionario sino, más bien, a un viejo reverdecido, decadente y hasta proxeneta. O sea, no es el Ché Guevara que murió por una causa libertaria o Gandhi que se armó con la paz para detener la guerra; se trató de un capitalista emprendedor que identificó las necesidades fálicas de su género y actuó en consecuencia. Netflix podrá hacer una serie de cien capítulos con los acontecimientos ocurridos en su mansión de California, pero con su ideario ni el editor más imaginativo alcanza a publicar un folleto. Afirmar que Hugh Hefner fue algo más que un exitoso hombre de negocios es como decir que Linda Lovelace, con su garganta profunda, ayudó a construir los paradigmas filosóficos de la intimidad.
Es de vital interés, entonces, saber de qué revolución sexual están hablando las cadenas de televisión y la prensa, al respecto del fallecido personaje, pero nada parece tener sustancia. Otra cosa es el significado de Playboy en la cotidianidad de los seres humanos o por lo menos de aquellos con el poder adquisitivo para leer y mirar sus páginas. Al principio fue tachada de pornográfica y la iglesia excomulgó su contenido. Con el correr del tiempo otras revistas y otros medios han producido una carnalidad tan excesiva que la famosa revista se ha ganado un estatus más exquisito, apoyada, además, por su contenido textual que literariamente es digerible y en muchos casos extraordinario con escritos de Vladimir Nabokov, Ray Bradbury, Ian Fleming, Jack Kerouac, Norman Mailer, John Updike, Truman Capote, Gabriel García Márquez y Haruki Murakami, para solo nombrar algunos. “La magia del contraste” titularán los más atrevidos, sugiriendo una alta intelectualidad versus una baja cerebralidad, porque no nos digamos mentiras el cuestionario que le hacen a la conejita del mes, la que aparece en el afiche de la mitad de la revista (centerfold), es como el que le hacen a las reinas de belleza, en nuestro país y eso lo dice todo. El estereotipo de que “los caballeros las prefieren brutas” es, en gran medida, gracias a Playboy y al sequito de pelipintadas que con sus disfraces de conejitas tenían -o tienen- como prioridad la satisfacción de los hombres. Nada más retrógrado.
La verdadera revolución sexual la estamos viviendo ahora, en que los jóvenes asumen su homosexualidad sin tanta tragedia, en que las comunidades LGTBI manifiestan, con marchas coloridas y pacíficas, la necesidad de que se les reconozcan los derechos elementales de cualquier ciudadano a expresar su sexualidad, a casarse y a formar una familia. Los antecedentes de sus logros son los de los verdaderos defensores de los derechos humanos: Martin Luther King, Molly Brown, Harvey Milk, Betty Friedan, Upton Sinclair, Gloria Steinem, Khalil Gibran, Rosa Parks, Desmond Tutu y Malala Yousafzai, entre miles de otros, pero nunca Hugh Hefner que no pasa de ser un lobo disfrazado de satín.
Trump: el payaso que se quitó la nariz
Es una necedad, la de criticar a Trump a ultranza, sin darle, por lo menos, el beneficio de la duda. La democracia es una obra humana y como tal contempla, como una de sus fortalezas, que no siempre gobiernen los mismos y que las diversas facciones de una nación se turnen en el poder. Quienes están asustados por las arbitrariedades de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos es porque no tienen fe en su sistema político y eso es lo realmente grave. Si un payaso que nos ha entretenido, durante un año y medio largo, logra desarrollar e implementar la mayoría de las incongruencias que propuso para hacerse elegir pues: “apaguen y váyanse”.
Además -la de los necios- se trata de una crítica rabiosa, del tipo que pierde fácilmente su objetividad. Los demócratas, que se consideran, ellos mismos, inteligentes y moderados incurren ahora en generalidades sin fundamento y terminan diciendo falsedades, de a peso, como que ya no queda gente decente en Washington, que la familia Trump hace parte del crimen organizado o que los cargos más importantes han sido adjudicados a personas que sólo persiguen su bienestar y no el del común de la gente. Es como si Donald Trump para congraciarse con quienes no votaron por él hubiera debido nombrar gente menos reaccionaria o de derecha, siendo que su campaña no giró, precisamente, alrededor de la mesura y el equilibrio; eso hubiera sido un engaño a sus electores y aunque un presidente se debe a la nación entera, debe respetar los designios de quienes lo eligieron. Trump tendrá que moderarse pero por efecto del enfrentamiento sistémico con el Congreso, la Procuraduría y la Corte y no como resultado del señalamiento desesperado de quienes no resisten un cambio tan drástico, de quienes piensan que cualquier política en contrario a su pensamiento es un retroceso.
No sobra pensar positivo; la elección de Trump es, antes que todo, la oportunidad para acelerar las transformaciones que necesita la principal potencia del mundo occidental y corregir las falencias del partido demócrata. Las primeras, son las derivadas del capitalismo: pareciera que la promesa de tener más plata en el bolsillo es más importante que la educación o la salud, la diplomacia o los esfuerzos por salvar el planeta, porque lo cierto es que los Estados Unidos propenden por priorizar la riqueza, la obtención de capital y el mismo Donald Trump es verdaderamente un ejemplo a seguir en ese sentido. Los gringos han construido una ideología en torno a un desueto American Dream que, hoy por hoy, se traduce en la obtención de dinero, por encima de cualquier otro ánimo intelectual, espiritual o altruista. Las segundas, son consecuencia de haber escogido como alternativa, en el tono y los mensajes de la campaña electoral, la de rebajarse al mismo nivel procaz e injurioso de la contraparte, lo que le hizo un contrapeso innecesario al carisma y al honroso liderazgo de Barack Obama. Pasar de un presidente transparente, en todo sentido, a una candidata con varios rabos de paja fue un error inconcebible y crucial, que un candidato con menos asuntos que ocultar hubiera subsanado.
A estas alturas, satanizar a Donald Trump es contraproducente porque el descontento no puede ser la semilla del odio. Seguir polarizando al país es reproducir y multiplicar las razones por las cuales muchas civilizaciones y naciones, a lo largo de la historia, han caído en la guerra civil previo a su desmoronamiento. “Dividámonos y nos vencerán” podría decirse al respecto de esta nueva guerra fría que arranca con China, la que continúa con la solapada Rusia y las muchas otras subvencionadas y a punta de serlo por cuenta del norte de América. Las diferencias internas, entre nacionales, pasaron de los argumentos, a los insultos, a los brotes de violencia, en los últimos 18 meses y con la posesión del nuevo presidente no han cesado. Muchas democracias han resistido peores megalómanos que Donald Trump, pero aquellas que han sucumbido ante la desmoralización social y a la intolerancia han perdido su puesto en la historia y eso sería fatal para los Estados Unidos. ¿A menos que quisieran que, en un par de generaciones, los jóvenes, desde Maryland a California, se estén rasgando los ojos, quirúrgicamente, para estar a la moda?
Que un payaso se quite la nariz es grave porque cuando las tonterías deben ser tomadas en serio, se dan pasos en falso y hacia atrás; pero se trata de los traspiés normales de la historia, los que invitan a recapacitar y a mejorar, los que evidencian los problemas urgentes y la forma de corregirlos. El emperador Qin Shi Huang también fue declarado loco cuando proyectó la Muralla China -por las mismas razones del muro paralelo al Río Grande: alejar a los vecinos- sin pensar que, pese a que en su construcción perdieron la vida 10 millones de trabajadores, un día sería el anhelo de multitudes de turistas y un orgullo para los astronautas que la miran, más allá de la atmósfera, desde sus escotillas presurizadas. No hay nada nuevo bajo el sol, la humanidad ha vivido una montaña rusa entre la sensatez y la insensatez; no se nos olvide.
Messiánico
Así se llamaba el Club de admiradores de Lionel Messi, entre las calles de Belgrano y Cifuentes, que esta semana cerró sus puertas, con un acto insípido y falto de apasionamiento y la frase lapidaria: “No nos rompás más las pelotas, boludo”. “Lionel Messi es un mal ejemplo para la juventud” aseveró Rogelio Pontes Berruecos, frente a los medios de comunicación, el presidente de Messiánico -la congregación que alcanzó a durar casi once años- y quien al echar candado exclamó: “¡Es que, la verdad, ya no tenemos nada que admirarle a Messi; que se quede en Europa, que se vuelva español o italiano ¿qué sé yo? o que se dedique a jugar canicas o voleybol de playa!” Con el anuncio del astro del fútbol argentino de dejar la Selección de su país, los noticieros aderezaron la primicia con las reacciones de sus fanáticos quienes, decepcionados, quemaron camisetas, inventaron consignas y revivieron el viejo y siempre incandescente amor por Diego Armando Maradona quien, como dijo el mismo Rogelio: “Se avergonzó, él mismo, varias veces, pero nunca a los argentinos”. Dos cuadras más abajo, Marahedonismo sigue existiendo y hoy, tiene más miembros que nunca.
Messiánico fue el epicentro donde se originó la ola de silencio que tuvo a Argentina callada, durante más de quince minutos -¡vaya estupor!- después de que Messi fallara el penalti que le dio la victoria a los chilenos, quienes se llevaron la Copa América en un partido, llamado “de revancha” que replicó la final del campeonato anterior, realizado el año anterior, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile y cuyo resultado resultó siendo, fatídicamente: igual. Y escribo “fatídicamente” porque, como un adolescente, Messi tuvo la reacción de quien no sabe perder y de a quien no le sirve un segundo puesto; su rabieta, para llamar la atención, hacerse la víctima o ambas cosas, terminó con la desmedida reacción de renunciar al seleccionado de su país y a su puesto como capitán del equipo. Lo que es una forma de decir: “La culpa es de la organización, del cuerpo técnico, de las directivas, del continente, del universo, pero no mía”. “Hice lo que humanamente pude” será la respuesta del jugador No. 1 del mundo a su regreso de las vacaciones y ante su lavada de manos, obviando la utilización del plural -en su fraseo- como le pasa, a veces, cuando se le siente esa amarga sensación de nadie está conmigo y todos están contra mí. Fue triste ver cómo a su alrededor, después de finalizado el partido, sus compañeros se preocuparon por levantarle la moral, con una condescendencia indigna para un deporte que se juega en equipo y ante la circunstancia, nada deleznable, de haber quedado subcampeones de la Copa.
Tal vez, el mermado messianismo de los miembros no hubiera hecho mella hasta el extremo de acabar con el Club, si no es porque dicha situación, con la misma intensidad, sentido de victimización y rabieta, ocurrió en el pasado Mundial de Fútbol, durante la final y con la misma actitud derrotista y apocalíptica que niega, de plano, la frase universal del deporte: “Lo importante es competir” y que conlleva la esencia del verdadero espíritu deportivo, desde los juegos olímpicos en Grecia, de fortalecer la amistad entre los pueblos, de darle una alternativa distinta y sana a los conflictos planetarios y de puntualizar en que lo importante no es ganar sino llevar con dignidad la camiseta de un país, a la par con la hermosa alegoría de que, ésta, la sudamos todos; sobre todo los jóvenes para quienes el deporte significa una vida alejada de los peligros de la violencia, la descomposición social y la falta de oportunidades. Entre más grande la fama, más grande la responsabilidad y Lionel Messi ha fallado en entender el significado de ser él mismo, como futbolista y como argentino; parece no importarle y al respecto sus defensores han jugado la carta del mal que sufre: Autismo de Asperger y que lo excusa de no ser un hombre multidimensional y más bien encerrado, solo, como un retardado superdotado -por ponerlo de alguna manera- en su meta de ganar a ultranza, las máximas preseas, sin que el camino recorrido, la travesía y las pequeñas victorias tengan importancia.
Nuestra Selección Colombia ganó el tercer puesto en esta última Copa América, ante los Estados Unidos y aunque en algunos partidos sus jugadores se comportaron como autistas, al final no les reprochamos nada; aceptamos sus eventuales metidas de pata, sus incoherencias y sus veleidades porque, mal que bien, somos, todos, los que trasladamos el balón y ansiamos la sacudida de la malla. Ninguno es uno solo: todos somos falcaos, james, cuadrados, farides, morenos, ospinas, aguilares, murillos e inclusive: pekermanes.
Si mis padres fueran homosexuales
Sería más feliz, más respetuoso de las debilidades humanas, de las minorías y de quienes sufren injusticias; sería más sensible, más poeta y más consecuente con lo bueno que tengo y no con lo que deseo. Mi vida estaría desprovista del machismo implícito en las relaciones heterosexuales y de cuya hegemonía ha sido culpable el género masculino y su influencia, en la sociedad preeminentemente patriarcal, de los últimos veinticinco mil años. La crianza judeo-cristiana no me hubiera forzado a que mis expectativas de vida contemplaran una mujer de la que dependiera mi felicidad, el cuidado de mis hijos y la cocción de mis alimentos, por lo tanto, hubiera sido más respetuoso de los anhelos del otro, independientemente de su credo, su raza o su preferencia sexual.
Si mis padres fueran homosexuales, sería más despreocupado de las morales que vician el libre desarrollo de la personalidad. No hubiera dejado que un hombre, disfrazado de omnipotencia, me sermoneara los domingos, sobre cosas que le son ajenas: como el cariño genital, las caricias después del desayuno o con el desayuno y las ganas de levantarle la falda a la profesora o a mis compañeras del colegio. Hubiera comprendido, más temprano en la vida, que la grandeza de Jesús reside, precisamente, en no haber sido el hijo de dios y en que se tergiversaron sus palabras cuando a su amor, por el próximo, se le dio un carácter tan celestial que lo sacaron del cuerpo: su ámbito natural e irrefutable. ¡Qué necedad la de las monjas, los sacerdotes y sus prelados que predican y practican la castidad; se la pasan enclaustrados, entre personas de su mismo género y después se hacen los desentendidos ante la homosexualidad!
Hubiera comprendido a tiempo, que el sexo consensual no tiene porque ser vergonzoso, en ningún tipo de situación: que los niños se tocan, que las niñas se tocan, que la masturbación es maravillosa, que hombres y mujeres sienten placer al unísono, que el culo es una zona erógena como el cuello, las axilas, los poros de la piel o cada una de las neuronas; que las palabras no deben ser restrictivas, sino amplias e invitadoras de lo que queremos: “Tócame, chúpame, huéleme, escúpeme y úntame tus babas entre los muslos; usa tu meñique, tu pezón, tu tetilla, tu testículo, tu imaginación, tu vocabulario y dame placer. Pídeme lo mismo y más, otras cosas que sean de tu ocurrencia y si, de paso, nos enamoramos ¡mejor aún! podemos pensar en un futuro juntos porque no me importa que tengas pene o vagina, o que te hayas tatuado a la virgen María embarazada, en la parte baja de la espalda: ¡Te amo! y lo demás es irrelevante”.
Si mis padres fueran homosexuales hubiera estado mejor preparado para el mundo que se nos viene encima, en el cual, de no zanjar nuestras diferencias, no habrá -de verdad- ni dios, ni ley, ni superhéroe, ni poder humano que nos salven del desahucio. La cultura que nos distingue de la fauna, no nos aleja de ésta: somos -hembras y machos- putos como las gallinas, cacorros como los perros, promiscuos como los zorros, solapados como las hienas, carnívoros como los leones, rastreros como las culebras, mentirosos como los chacales y entre muchas otras certezas, más destructores de nuestro entorno que toda la fauna junta. La cultura que nos distingue de los animales -contrario a lo que se nos enseña- nos acerca en lo fundamental: la carga biológica que nos obliga a satisfacer nuestras necesidades y el respeto instintivo por la naturaleza.
Es natural, entonces, que dos hombres o dos mujeres adopten hijos y formen un hogar, de otro modo estaríamos negando la única fuerza con la posibilidad de salvarnos de un final prematuro y horrible: el amor. Nada que dañe más a la humanidad que el mesianismo religioso, que es lo mismo que el totalitarismo político y que son las caras contrapuestas de una misma moneda: el poder. Cualquier persona que, en pleno uso de sus facultades mentales y de su libre albedrío, elabore un discurso que le ponga limitaciones, condiciones o cortapisas al amor es porque cree primero en las leyes de los hombres que en las de la naturaleza; es un acto que, además de terco y obstinado, desdice de su integridad como ser humano y de lo embebido que se encuentra en las normatividades expúreas de la iglesia o del gobierno.
Voy a buscar dos mujeres melcochudas que me adopten, que se embadurnen entre ellas, que me amamanten al tiempo y así, recibir su savia y renovar la mía por una menos resistente al cambio, más liberadora y más alejada de las convenciones que me marcan: para reconocer, por fin, que me quedo con el beso entre Madonna, Britney Spears y Christina Aguilera y no con el saludo del Presidente Obama al Papa Francisco que, aunque tierno y lleno de buenas intenciones, no me concierne.
La paz se afirma, no se firma
Se llegó el 2016 y no hubo que apurarlo y tampoco nadie está pensando en reinventárselo o cambiarlo por otro año, con otra nomenclatura u otras expectativas. El nuevo año se irá acomodando a su ritmo, se irá instalando en la memoria de los vivos y cumplirá con su lapso; de la mano con los acontecimientos se irá escribiendo la historia y ésta, también tendrá vida propia así nuestro mandatario de turno piense que su destino es cambiarla y que una firma es todo lo que necesita para darle un sentido de logro, a su gobierno, que mucha falta le hace.
Se firman los cheques, como prueba de autenticidad de la transacción. Se firman las obras de arte, como demostración de identidad del artista. Se firman los artículos como legitimación de la responsabilidad sobre lo que se escribe. Existe, inclusive, la expresión “póngale la firma” –a algo– para aseverar el compromiso con una acción o con una idea. Se firman las causas, como apoyo a que mejore una situación o a que deje de cometerse una injusticia. ¿Pero la paz? ¿Cómo puede una persona, o un grupo humano, asegurar con su firma algo tan relativo, incontrolable y que depende de tantos factores? El lector pensará, en este punto, que ciertamente no se firma la paz sino un listado de acuerdos para que, ésta, sea posible entre las partes; lo que es –por decir lo menos– risible porque donde no hay principios morales y priman las conveniencias políticas y económicas, cualquier acuerdo, que pretenda una humanidad tan grande, pierde automáticamente su validez.
No hay pacto de amor posible –por ejemplo– entre una pareja, mientras haya infidelidad; menos aun una firma estableciendo una componenda con unas reglas de conducta, es absurdo; si la imposibilidad de la convivencia es evidente y alguno, de los dos, ha incurrido, por acción u omisión, en conductas oprobiosas o criminales ¿qué sentido tiene hablar de amor, si no es para distraer la atención de los problemas que verdaderamente subyacen?
Las pírricas enseñanzas del conflicto judeo-palestino –otro ejemplo– es que no se puede establecer el “no odio” por decreto y que los tratados internacionales y sus acercamientos son inútiles mientras los cambios históricos no se hayan dado. Aún, hoy, las madres en Jerusalén se insultan y desean la muerte de los vástagos contrarios en la contienda. La foto de los niños israelíes escribiendo palabras soeces en la superficie metálica de las bombas, previo a su lanzamiento, es más diciente que cualquiera de los elaborados discursos de Netanyahu en contra de los esfuerzos de redención árabe, con Occidente.
El Virreinato Español –otro ejemplo más– apoyó temporalmente los esfuerzos republicanos de la Independencia, mientras organizó la reconquista. No en vano el Acta de Independencia, firmada en Bogotá el 20 de julio de 1810, expresa como objetivos primordiales: defender la religión católica, a nuestro amado monarca Fernando VII y la libertad de la patria. Muchas actas de independencia se firmaron, subsecuentemente y todas fallaron en su empeño por darle una justa dimensión al proceso histórico de la Independencia.
Los presidentes de Colombia se han vuelto mesiánicos, superdotados: ellos son la historia; y nada hay de más antipático y contraproducente, con el agravante de que a los interlocutores de las Farc, en Cuba, les han dado también esa calidad supérstite para presionarlos a finalizar un conflicto, que ya no depende –si alguna vez lo hizo– de ellos. Se ha perdido el tiempo, sin duda. Humberto de la Calle Lombana, otrora tajante y de una sola pieza, ahora, también pretende ser un determinador del destino colombiano y con esa sensación, de que: “nosotros somos la alternativa de paz que necesita Colombia” se sienta, a la mesa, con sus contertulios y al sonar de los mojitos brindan con la expresión: “La paz. Ahora o nunca”.
¡Qué partida de engreídos! Los colombianos, no pusimos en sus manos dicha responsabilidad; el Presidente Santos se la abrogó –de las interpretaciones de su horóscopo personal y ante el delirio de que la historia depende de él y no al contrario– y montó el tinglado que terminará con: una firma, otro brindis y un acto indecoroso, avalado por la prensa, la opinión pública calificada y las expectativas de un proceso, mal llamado: postconflicto. Colombia se encuentra entre Santos y Uribe, entre la terquedad y el desquicio, sin que ninguno de los dos reconozca la humildad de los grandes hombres: los que son instrumentos de la circunstancia y no un mero bolígrafo al servicio de sus intereses personales y políticos.
Dios pocopoderoso
“Lo maravilloso acerca de dios, es que se trata de una invención humana” eso es realmente lo que yo predico. Mi nombre es Ovidio Roncancio, su seguro servidor y soy un sobreviviente del SIDA, razón por la cual decidí, en los últimos años, volverme experto en: el Creador, el Salvador, el Señor, el Altísimo o cómo se quiera llamar. No en sus asuntos –entiéndase bien– ni en los de la teología, para lo cual tendría que terminar el bachillerato, sino en lo que él es y representa como reflejo de nosotros: los seres humanos.
Parece una contradicción pero tengo, primero que todo y para alegría de quienes viven embelesados con su entidad, la certeza de que existe; creo en su omnipresencia porque, no importa la religión, ocho de cada diez mujeres u hombres –según el McAllister Institute for God Inquiries– piensan que lo llevan dentro, consigo, engargolado en algún lugar entre el alma y el espíritu –si no son lo mismo– o sea que estamos con él permanentemente. No creo, así, en su omnipotencia porque, de acuerdo al mismo tipo de encuestas, diariamente se le piden los mismos milagros, de la misma gente o los mismos grupos de personas, cuya insistencia y repetición, con distintas fraseologías, pone de presente, el hecho irrebatible de que no se cumplen. Hay comunidades en el Amazonas que piden, hace más de mil quinientos años, por el advenimiento de la Madre Naturaleza, en la forma de una luna duplicada, que destierre del planeta la ignominia del hombre blanco, por ejemplo. Creo, además, que dios es tan espectador como cualquiera de nosotros; poderes o no poderes, en cuanto a pedir milagros o concederlos, él intuye, como Borges, que: “El proceso del tiempo es una trampa de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro”.
Bajo todos los días por la calle 22, después de pasar la noche en lo que llamamos “los dobladillos de Guadalupe” cruzo la séptima y media cuadra abajo de la décima me recuesto en la ventana inclinada de una peluquería, a la que se le reconoce con el remoquete de “El Montallantas” donde todas las prostitutas, del sector, se retocan, por unos cuantos pesos, después de cada servicio; doña Felicia me sirve mi primer café, al debe y me pongo a trabajar, a evidenciar la presencia de dios, a recoger –por ponerlo, en términos más sencillos– material de análisis.
Entonces, tenemos que dios existe; pero no es eterno, nació con el big bang –dicen ahora los científicos– que fue cuando la materia se preguntó: “¿Ahora, qué hacemos?” y vivirá hasta la desaparición del último ser del último planeta que quede en el universo; porque, para los que no ven el Discovery Channel, les anuncio que el universo no va a durar para siempre: las reservas de todos los mundos, opacos y brillantes, la gravedad y la capacidad de transformar energía tienden a agotarse. Con todo y que “producir vida, es una cualidad de la materia” según Rodolfo Llinás, estamos agonizando, a larguisísimo plazo, por supuesto, pero esta es una realidad tan sobrecogedora que sólo, de la mano de dios, la soportamos; por eso lo creamos a imagen y semejanza nuestra, para sentir cercanos su calor y su abrazo; si dios fuera un cubo de mármol negro, un logaritmo o un organismo de mil ojos –como sugieren los imaginadores de la ciencia ficción– pues, no sería tan asimilable su presencia, ni tantos sus seguidores, ni tan prolíficas las iglesias que se enriquecen a nombre suyo.
Dios tiene –por lo tanto– nuestras mismas flaquezas: le creamos un representante suyo en la tierra y lo pusimos a caminar de un lado para otro, sin rumbo, desubicado; se dejó entronizar, a la vida espiritual –cualquiera que ésta fuera– por un grupo de homosexuales liderados por el Bautista; tuvo una novia con la que nunca oficializó nada y amigos, entre pescadores y jíbaros, con los que llegaban a los pueblos a predicar el amor y sin duda: a practicar el sexo; porque no nos digamos mentiras nadie le gasta lengua al amor, sin pretender meterla en otros orificios. A lo largo de su vida, se creyó el cuento de que su madre lo había concebido sin vulnerar su himeneo, sin semilla y sin dolor: “¡bastante voluble el pelotudo!” diría, hoy, el Papa Francisco.
Resultó tan aceptable y tan útil la invención de dios que nadie, sobre la Tierra, escapa a su influjo. Uno podría haber nacido entre gorilas, amamantado por una osa polar y criado por lobos feroces que, a la vista de un atardecer, exclamaríamos “¡Mierda! Quién habrá creado algo tan sublime!” y como hombres y mujeres somos tan imperfectos, pensar en una supervisión, que gravite en un ambiente inmaculado y perfecto, nos a caído como anillo al dedo.
No deja de ser un inconveniente, claro, que yo aquí sentado, viendo putas pasar todo el día, piense que este sitio es más cercano a dios que la iglesia, por ejemplo; y tiene su lógica: el cliente por un diezmo, que entrega antes de subir las escaleras contrahechas y oscuras, que prefiguran un purgatorio, se arrodilla frente a quien, en ese instante considera una sacerdotisa y hace lo suyo: comulga hasta que termina gritando el nombre de dios, como si no existiera un mañana, como si por un mínimo instante alejara la muerte. El problema, finalmente, el que advierto aquí sentado: es que todos pregonan un único dios verdadero, pero no nos importa el del vecino, sólo el nuestro: el que expía nuestras más secretas mezquindades.
¿Cincuenta sombras de qué?
Perla Quintero se fue a ver Cincuenta sombras de grey con su novio, augurando una noche apasionada y terminaron en una garrotera que terminó con la relación y una tetera de vidrio que él destrozó contra una pared y que le alcanzó a cortar una ceja. “No me imaginé que una película tan recomendada fuera tan mala” comentó Perla en la oficina y algunos compañeros de trabajo la llamaron “recatada” y “frígida”. Para completar, escuchó que su jefe le decía a un amigo, por teléfono, refiriéndose a la nueva secretaria de la gerencia, que: “¡Esa hembrita si está como para darle una paliza!”
En realidad, era indignación lo que sentía Perla y lo expresó de la siguiente manera: “¿Qué tiene de novedosa? ¡Es sólo otra historia sobre un hombre abusador, tratando mal a una mujer!” En un plano más personal, para ella era muy claro que si su novio salió transportado de la sala de cine –“como flotando por la nubes” fue que dijo– pues, desafortunadamente, no tenía nada que hacer en su vida. “¡Hasta ahora me vengo a dar cuenta que no me conoces Reynaldo!” le gritaba ella, llorando, ante la afirmación, absurda y poco inteligente, de que la película es un éxito de taquilla porque la practica sexual del sado-masoquismo se puso de moda. “No es sado-masoquismo” repetía él, incesante, como si ese tecnicismo lo fuera a sacar de las arenas movedizas en que se había metido; “es dominación-masculina” agregaba, como si hubiera mayores diferencias, porque, en eso, Perla tenía razón: ella tendría que ser una masoquista para dejarse amarrar, golpear y tratar como un animal sumiso al que se le pega para que ande o dé piruetas en un circo.
Lo grave de Reynaldo fue asumir que a todas las mujeres les gusta ser sumisas sexualmente y que el pudor o el miedo al dolor, no las deja disfrutar de lo delicioso y gratificante que es sentir latigazos en las nalgas, en posición cuadrúpeda, mientras les gritan: “Eres mi vasalla, mi coima, mi servidora” y las ponen a brillar zapatos con la lengua. Lo grave de Perla fue ponerse tan brava, “¡por dios, es sólo una película!” exclamaba Reynaldo casi que implorando un perdón que nunca se dio y que lo alejó de la mujer con la que pensó, en algún momento, compartir su vida. Y es que a cine llevamos mucho más que el ánimo de relajarnos y olvidar, por un rato, nuestra realidad; llevamos nuestro pasado, nuestras creencias y nuestra particular forma de ver las cosas, pero… ese es otro tema.
La dominación masculina, o femenina, en el sexo –consensual, por supuesto– es una práctica que se da entre un amo y un siervo, por lo tanto es placentera sólo para quien le gusta inflingir dolor, como para quien le gusta recibirlo. A la mujer protagonista de la película pues, simplemente, no le gustaba y al hombre protagonista pues, simplemente, no le gustaba otra cosa, por lo tanto era irremediable el rompimiento. La película trata sobre lo que ella tuvo que pasar para asegurarse de que esa manera, tan específica, de expresar la sexualidad no sólo no era lo suyo, sino que se constituía en un impedimento para continuar con la relación. Obviamente, que a esa trama hay que agregarle los ingredientes de Hollywood: una mujer bella y tierna, con una sonrisa de sandía; un hombre como salido del Olimpo, billonario a pulso; y, un contrato escrito, entre ambos, que asegurara discreción y excluyera pormenores incómodos, como podrían ser: la puesta de tachuelas en la espalda, la exposición de los genitales a algún combustible o la inserción recto-posterior del tubo de la aspiradora, por ejemplo.
Cada cierto tiempo, se llevan a la pantalla películas que causan conmoción por su contenido sexual; de todas, ésta es la más tonta y no porque sea la menos explícita, sino porque está hecha para no tener que ratearla con una “X” y además, para que le guste a un amplio sector de la población adulta, por lo tanto no profundiza en el plano psicológico, salvo un par de problemas de infancia, que todo el mundo los tiene. Nada como la barbarie humana de Salò, o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini; el experimento histórico de Calígula, de Tinto Brass; la desbordada pasión de Marlon Brando y Maria Schneider en Ultimo Tango en París, de Bernardo Bertolucci; la hermética sensualidad, en las calles de Nueva York, de Nueve semanas y media, de Adrian Lyne; o, la peligrosa carnosidad madrileña de las Edades de Lulú, de Bigas Luna; solo por mencionar algunas de las producciones hechas, de verdad, para conmocionar la piel y los pensamientos que se esconden en el sistema nervioso.
Lo otro, lo inconcebible, lo chocante, es que ver en cartelera un título como Cincuenta sombras de Grey es, ya, una invitación a vivenciar una gama de sensaciones, un abanico de posibilidades, cuando la verdad, monda y lironda, es que se trata de una película sobre un hombre que trata, sin mayor sutileza, de llevar a una mujer –de la que indudablemente se enamora– hasta el nivel de sus gustos por la dominación. ¡Nada de sombras diversas! Lo que salva la película de ser un completo desastre es que, al final: ¡ella no se deja joder!
La Candy Crush Saga
“La mayoría de mis amigos son del siguiente calibre: postean fotos de ellos mismos, enfundados en sus vestidos Armani y con los nudos de sus corbatas de seda perfectamente triangulares, a punto de tomar decisiones trascendentales para el medio en que desarrollan sus actividades económicas; a los cinco minutos, su celular expide un comunicado, corto y directo a la pepa: Tu amigo te invita a jugar Candy Crush Saga", decía Alberto Mengano Lafaurie, a sus contertulios de ocasión, durante una recepción en la Embajada del Reino Unido para conmemorar los 60 años en el trono de la Reina Isabel.
Hacia las nueve y media de la noche, después de sendos pasabocas, hubo un brindis y rodó la champaña durante largo rato. Alberto se encontró con una vieja amiga –de esas tan lanzadas que la voz parece que le saliera del escote– comentaron los mismos tres, o cuatro, chismes de moda en el ambiente diplomático colombiano y en el momento de salir, cuando se estaba despidiendo de la Canciller a quien llamaba por su nombre de pila, sintió que le halaban el brazo. Era un agente del servicio secreto que lo llevó hasta un rincón, poco iluminado, de la casa para decirle, de manera incisiva “deme nombres, necesito nombres de las personas que juegan Candy Crush, se lo ruego estamos tratando de salvar al mundo, de ese flagelo”. Alberto se intimidó y con voz entrecortada dijo “no soy un soplón” por lo que el agente lo sacudió por el cuello de la camisa, mientras exclamaba “¡hágalo por el bien de la humanidad!”, al instante salió corriendo y se evaporó entre la gente, eso sí: le dejó una tarjeta en la mano con un teléfono.
A los pocos días, las conjeturas de Alberto se disiparon, pues wikileaks reveló el listado de las personas adictas a jugar Candy Crush a nivel mundial: el piloto del avión de Malasia Airlines MH370, desaparecido hace más de un año; el príncipe Harry cuando no está subido en un helicóptero haciendo prácticas de tiro; Kim Jong-Un el joven mandatario norcoreano, que juega, inclusive, durante los desfiles militares; Fernando Alonso los últimos tres años, se precia de haber sido el primero en completar mil niveles; Cristina Kirchner a quien se le oyó decir: “puede que las encuestas no me sean favorables, pero mi puntaje de Candy Crush está por las nubes”; entre otras, y en la lista también aparecen: Justin Bieber, Kim Kardashian, París Hilton, Rafael Nadal, Chelsea Clinton, Mark Zuckerberg, Donald Trump, Oprah Winfrey, etc… y los únicos colombianos que aparecen son: Juanes, Samuel Moreno y Radamel Falcao García. Los medios internacionales increparon severamente a los integrantes de dicha lista, los pusieron en la picota pública porque calcularon que, por cada 100 niveles, debían gastar alrededor de 2 semanas, jugando entre 4 y 5 horas diarias.
Después de ese suceso, de esa filtración deshonrosa la gente empezó a jugar a escondidas; si a uno lo encontraban en un baño metiendo cocaína, era menos grave que con el celular entre las manos eliminando hileras de dulcesitos. Jugar Candy Crush se volvió causal para despidos laborales y para le separación de matrimonios, tanto civiles como por la iglesia. “Dios castiga la procastinación digital” decían los curas en los sermones dominicales, aleccionados por los últimos comunicados del Vaticano vetando, por su perversidad, ciertas aplicaciones para los celulares. Una nueva versión salió al mercado, la Candy Crush Saga Incognito, con el atractivo de ser totalmente silenciosa y con un dispositivo que, con sólo quitar los dedos de la pantalla, está se convierte –de acuerdo a los ajustes del usuario– en páginas de Word, hojas de cálculo de Excel, o cualquier otro pantallazo predeterminado: desde ecuaciones cosmológicas hasta pornografía.
Alberto empezó a ser fuertemente presionado para que soltara los nombres de sus amigos, dedicados a la turbia actividad candicrochera; lo interrogaron durante varios días, le pusieron fotografías de conocidos y desconocidos para que, él, los señalara con el dedo, los humillara ante la sociedad y ante el país; lo amenazaron con torturarlo y lo tuvieron, en solitario, durante varios días. Demacrado y sin aliento lo sacaron, le ofrecieron café pero orinaron la cafetera, le ofrecieron bandeja paisa pero escupieron en el plato; finalmente, desfallecido les dijo que sólo les podía dar un nombre y se lanzó con el que más le pareció que cumplía con los requisitos de un hombre que de dientes para afuera tiene un cargo de responsabilidad, pero de dientes para adentro es solamente un hijo de papi simpaticón y que frunce el ceño ante los periodistas, como inmerso en cavilaciones importantísimas: Simón Gaviria. Y, como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas, Alberto fue bañado, vestido y alimentado en un Corral Gourmet antes de dejarlo en su casa.
A Simón Gaviria lo encontraron las autoridades durmiendo la siesta, en el carro, protegido por sus guardaespaldas, en el parqueadero del Jockey Club y ante los medios de comunicación declaró que, efectivamente, que él jugaba Candy Crush todos los días y que eso le permitía mantenerse enfocado en una sola cosa; en pocas palabras, lo que dijo, exactamente, fue: “Es una forma de ejercitar mi lucidez”.
Acatemos el Fallo de La Haya
El fallo de La Haya es inapelable. Lo que pasa es que Juan Manuel Santos, en Colombia, está acostumbrado, como cualquier niño consentido, a cambiar las reglas del juego y ha escogido, ante el infortunio de tener que entregarle un pedazo de océano a Nicaragua, la táctica de “hacer pataleta.” Mecanismo que le ha dado resultado antes, en asuntos políticos de regular importancia a nivel local. La dimensión internacional es otra cosa y no es que él la desconozca, pero si está echándose una suerte que puede conducirnos a una guerra, como todas ellas: innecesaria.
Mañana, o pasado mañana, se van a divisar barcos nicaragüenses armados desde las playas de San Luis y ¡ahí va a ser Troya! Estos serán, sin duda, de estricta vigilancia pero lo vamos a ver con los ojos enardecidos de quién a perdido un pedazo de uña, pero actúa como si le hubieran arrancado el brazo. Que, entre otras, para no ir muy lejos, el riesgo si era el de perder, por lo menos, un par de falanges o un pulgar. Pero bueno, todo el mundo se pregunta qué paso; culpan a Guillermo Fernández de Soto -con razón- y en menor medida a María Angela Holguín que, sentada durante la alocución presidencial con las rodillas bien juntitas, como en el colegio y en actitud de haber hecho bien la tarea, poco o nada tiene que ver en el asunto. Lo complicado se le viene ahora, porque tiene que buscar unos subterfugios que no existen para lograr una solución imposible. Lo importante es que mantenga el suspenso tres años más y que finja un tire y afloje jurídico-diplomático otros cuatro si el Presidente logra su reelección.
El Presidente de la República se dirige a la nación -frente a su teleprompter- con los expresidentes atrás -Juan Lozano en representación de Uribe, supongo- y Noemí y María Emma que, más que excancilleres, no pierden la oportunidad de empolvarse la cara si de salir en televisión se trata; todos con ese gesto patriótico se sacar el pecho y apretar el culo. La indignación de los colombianos por perder otro margen de soberanía ante nuestros vecinos y condolidos por los pobres sanandresanos que están perdiendo la oportunidad de aprovechar lo que no sabían que tenían: los recursos naturales y el petróleo de las áreas afectadas. Y, lo que más causa confusión: el rictus hipócrita de Uribe y Pastrana, solidarios con el Presidente, para ocultar la realidad de que bien hubieran podido, ellos sí, en su momento, evitar el descalabro diplomático. ¡No se entiende del todo la reacción, como si los pescados que cambiaron de nacionalidad se pusieran a nadar en dirección opuesta.
Para que los conflictos se acaben, alguien tiene que ceder. Cuando nadie quiere ceder se recurre a un organismo de credibilidad internacional para que tome la decisión y ambas partes adquieran el compromiso de acatarla ya sea que beneficie a una parte, o a la otra; porque lo importante es que se gane o se pierda: el fallo marca el final del conflicto. Por lo que a mí me parece que debemos entregarle, a Nicaragua, las aguas marinas contempladas en el Fallo de La Haya. Lo contrario es desconocer el orden internacional, participar del caos individualista de las naciones que desconocen los rigores de la globalización y la importancia -futura sobre todo- que para la estabilidad del mundo representa que entre los países haya puntos de encuentro y no de desencuentro. Yo pensé que el Presidente, en su alocución, con alborozo iba a puntualizar en el hecho de que conservamos el archipiélago a cambio de un mar territorial que poco o nada estábamos aprovechando y en el cual, desde hoy, tenemos la oportunidad de unir esfuerzos con los nicaragüenses para desarrollar proyectos conjuntos. Que, en vez de los expresidentes, iba a estar el embajador de nuestro país homólogo y con un abrazo fraterno se iba a sellar el final del conflicto y el inicio de una era de progreso y bienaventuranza entre países con la misma sangre.
¡Pero no! La confusión deja de existir cuando -como sucede casi siempre- se le aplica la lógica electoral a los acontecimientos. Todo esto hay que calcularlo en la cantidad de puntos de imagen que hubiera perdido el Presidente Santos para su reelección, más grave aún el riesgo que corría de pasar a la historia con José Manuel Marroquín por entregar menos patria de la que le fue encomendada. Para evitar tal inconveniente -que no hubiera sido tanto pues somos conscientes de que este asunto Pastrana lo cocinó y Uribe le echó la sal- Colombia decide desconocer el fallo y montar un tinglado en que parezca que de verdad se puede echar reversa. Previendo, además, que este será un tema crucial en la repartición del caudal electoral, el expresidente Uribe hace lo propio -apoya con los mismos términos pero con otras palabras, por ponerlo de alguna manera- la decisión del primer mandatario pero no porque tenga una idea salvadora sino precisamente porque no la tuvo cuando era imperativo tenerla; o porque subvaloró las consecuencias de la contienda y la contienda misma, lo que no es extraño dada la facilidad con que su ego le nubla el entendimiento.
Este artículo no dice, en realidad, nada nuevo, ni pretende hacerlo; lo que si tiene es la intención literal de pedirle el favor al Presidente Juan Manuel Santos de que acate el Fallo de la Corte Internacional de La Haya y que pierda los votos que tiene que perder, con la seguridad de que está evitando una guerra. Que cambie de actitud, que le dé un ejemplo a los israelitas sobre la importancia de ceder para evitar conflictos que desgastan recursos económicos, humanos y naturales. Que se pregunte ¿qué tantos planes tenía, en realidad, para ese mar territorial completamente inexplotado? Que busque soluciones proactivas, ante el hecho de que lo que de verdad fortalece nuestra soberanía, es la posesión de tierras; porque, en un contexto general y dado que nuestra pesca es escasa en producir divisas, poca importancia tiene quién pesque y en qué aguas, o qué meridianos prevalezcan, ante la contundencia de que el archipiélago es nuestro y punto.
Acatemos el Fallo de la Haya, disciplinemos nuestra diplomacia para actuar acorde con el orden internacional. No somos parias, nunca lo hemos sido; la tendencia en nuestro pensamiento internacionalista han sido más la sapística y la arrodillística. ¿Por qué actuar ahora, entonces, con un rol que desconocemos? ¿Qué nos pasa? Somos generosos de espíritu, esa es nuestra índole, mañana perderemos, sin duda, la órbita geoestacionaria, el trapecio amazónico y los Estados Unidos nos empujará hasta el Atrato. Vámonos acostumbrando, pasemos de ser perdedores, a ser unos buenos perdedores, gallardos y orgullosos: ese es el verdadero pacifismo. Hoy nombraron una comisión de sabios juristas como grupo de apoyo a las acciones por venir. No los conozco a todos, pero son gente seria, ojalá alguno le diga la verdad a Santos; lo llame con cierta discreción a la esquina de un corredor y le explique la inutilidad de buscar un equilibrio en la balanza electoral, preguntándole: “¿Presidente de qué le serviría una eventual paz con las Farc, si vamos a estar en guerra con Nicaragua?”
El biógrafo de Gadafi es colombiano
Volvió al país hace un par de semanas, presentó su pasaporte libio, y el de su mujer, en el aeropuerto El Dorado y aunque aún conserva la vieja cédula de ciudadanía colombiana, su nombre, por maltratos del tiempo, es ilegible por lo que las autoridades lo registraron con el nombre adoptado en su ya lejana iniciación al Islam: Saif Al-Mulazim. Lo hicieron pasar por una puerta especial pero no porque despertara sospechas, o le hubiera faltado algún trámite en inmigración, sino porque ella -cubierta por un burka gris oscuro- acusa un estado de avanzada invalidez.
+ Espere le consigo un taxi en el que quepa la silla de ruedas, patrón. + Le decía el señor que les cargó las maletas hasta la acera donde los dejó sin recibir respuesta a su pregunta, ni propina. + ¡Muertos de hambre! + Exclamó en voz baja, sin notar que la pareja fue abordada por un par de agentes que se identificaron como miembros de la Interpol. Su misión: sacarle información al hombre que, según datos altamente confidenciales, es el biógrafo del Coronel Muamar el Gadafi, depuesto líder del régimen totalitario que se prolongó en Libia por más de 40 años.
+ Fui de los pocos que tenía permiso para lavarle los pies, cosa que nunca hice por nadie más y que me causó enemistades entre su cerrado círculo familiar. + Fue lo primero que dijo este hombre, de maneras formales y hablar pausado, mientras les registraban sus pertenencias con un aparato electrónico, en busca de cualquier tipo de disco duro, me supongo. Los instalaron en un cuarto del Club Militar y les contaron, por vulnerarlos, tal vez, que estaban a pocas cuadras de la embajada americana. Sus interlocutores lo interrogarían sin tregua durante 10 días pero esa noche, después de poner la silla de ruedas en dirección a La Meca, los dejaron descansar.
Pese a las presiones y a la posibilidad, siempre latente, de que lo fueran a torturar Saif narraba con notable precisión detalles de la vida de Gadafi y se distraía horas enteras en los pormenores más insignificantes de las caravanas que organizaba por el desierto; en realidad, nada que le pudiera servir a las autoridades internacionales para encontrarlo o para ir engrosando su expediente, o sea ninguna prueba nueva, de las muchas que ya existen para cuando se pueda, eventualmente, juzgarlo por delitos contra la humanidad. Al libio-colombiano no le dieron tiempo de leer la declaración completa, 484 folios a doble espacio, que dejó firmada el día que lo dejaron, finalmente, cumplir su sueño: irse para Riohacha; lugar donde naciera, en el seno de una familia católica, 64 años atrás. Su mujer se adaptó rápido al cambio, al fin y al cabo la Guajira, como la mayor parte del territorio libio, es desértica y el sol enciende con el mismo ánimo de derretirlo todo.
Se instalaron en una casa de bahareque que había en uno de los recodos de la playa, la tomaron sin pedir permiso y contrataron a la familia de negros retintos que la habitaban para que les cocinaran, limpiaran, pescaran y fritaran lo que daba el mar que tenían enfrente; el hijo bastante inquieto, de 11 años, jugaba con la señora, zarandeaba su silla de ruedas hasta que un día pasó lo inevitable: su burka se enredó en los dedos de mico del niño y dejó al descubierto su cara con bigote, perfectamente afeitada, en los pómulos y la barbilla, y unas gafas finísimas de sol. Para su tranquilidad y para no echar a perder el esfuerzo de haberse escondido en un país pro gringo donde no lo buscarían, el Coronel le cortó la lengua al mucharejo, sin pensarlo dos veces, y se la echó a los perros. Sus padres no creyeron del todo la culpabilidad de los animales pero fueron recompensados con creces por sus servicios, por lo que nunca elevaron mayor queja; al contrario, estaban agradecidos con el cambio repentino de suerte. Les pareció curioso que una señora tuviera la voz como tan ronca y se tapara toda con telas oscuras a plena luz del día pero nunca ¡ni más faltaba! pusieron en evidencia su extrañeza.
Los dos hombres podían pasar días enteros sin hablar porque, en realidad, Saif no tenía el rango, ni el derecho, de dirigir palabra alguna a quién él reconocía como su amo y determinador de su destino. Una noche, sin embargo, Gadafi le preguntó: “¿Qué le dijo a los agentes que lo interrogaron?”
+ Lo convenido. + Contestó el libio-colombiano, sin mirarlo a los ojos y esperó un gesto para proseguir con la respuesta. +
+ Que usted tenía un doble que lo reemplazaba en las audiencias y las labores aburridas de su administración, que además era experto en cortar cintas inaugurales; que usted ponía a sus generales a vigilarse entre sí, para dificultar cualquier unión conspiradora en su contra; que sus enemigos dejaron apenas unos cuantos huesos del amor de su vida, y de su hijo, porque los mandaron asesinar por una jauría de perros que les arrancaron las entrañas; que usted recibió a cuanto dictador derrocado se veía abocado al exilio, y buscaba refugio seguro, para tener con quienes jugar a las cartas durante las tardes de bochorno; que usted, mi Coronel, le vendió el mar a los Estados Unidos y que en varias oportunidades decretó que el tiempo no pasara y durara detenido hasta nueva orden; que a usted le disfrazaban las putas de colegialas para que las conquistara con dulces a la salida del colegio; que usted sirvió a la mesa la cabeza de su ministro de defensa, recién cocinada, y le mandó poner una ramita de perejil en la boca; que usted trató de canonizar a su mismísima madre, ante la Santa Sede; y, que usted, entre muchas otras cosas, había muerto y resucitado a su antojo pero que está destinado a vivir más de 107 años y menos de 232, expirar de muerte natural y bocabajo, en la misma posición en que duerme todas las noches. +
Muamar el Gadafi nacido en la misma orilla del continente vecino, piensa que la teoría del devenir, de Heráclito, aplica sólo para el agua dulce; no deja de pensar que el agua del mar es toda la misma y que, como la vida, se repite en ciclos previsibles, por lo que está seguro de que Libia volverá a ser suya algún día. Es consciente de que más que reinar, lo suyo es la paciencia, enseñanza que le dejaron las incontables travesías por el desierto.
Por su lado, la Interpol se da cuenta que la declaración de Saif no es más que un sartal de tramas literarias extrapoladas del Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez y ordena su detención por falso testimonio. El problema es que mañana será demasiado tarde para aprenderlo, se pasó a Venezuela donde sigue lavándole los pies con la reverencia de siempre, al hombre más buscado por los rebeldes libios, los mercenarios contratados por el CNT (Consejo Nacional de Transición), la OTAN, los franceses, los ingleses y cuanto cazador de recompensas existe.
BLOG
CONCIENCIA FICCION
Este no es un blog periodístico. Es un blog iconoclasta y escrito desde los intestinos que es donde los pensamientos suceden antes de subir al cerebro.
Artículos publicados: