El anómalo Ordóñez

Hay tipos así, que salen a la calle y se avergüenzan de sus congéneres porque no van a misa todas las mañanas, porque se ponen bermudas, crocs sin medias, se toman de la mano con sus parejas y en las esquinas o los paraderos de buses, se dan un beso. Hay tipos así, como el anómalo Ordóñez, que cuando llegan a un puesto de poder se les sale ese ser reprimido que llevan dentro y ejercen su cargo con odio, como si dios les estuviera dando la tan esperada oportunidad del desquite. El desquite de vivir en un mundo asquiento en el que los negros andan, por ahí, sin cadenas; en que dos hombres se pueden casar; en que un costeño pelichurco estuvo a dos millones de votos de la Presidencia de la República; en que se puede tener sexo antes del matrimonio y dos mujeres meterse la mano por debajo de la falda. El desquite de no poder llevar una existencia de acuerdo a los valores que otorgan los cargos ejecutivos, de inmunidad, de reverencia ante la investidura y el derecho a esclavizar a los subalternos; una vida en que tipos, como él, puedan tener la razón por sobre todas las cosas, amparados en las enseñanzas de la Iglesia y en la supremacía de las clases sociales.

Hay tipos así, como el evangelista argentino Oswaldo Loburo que después de sus prédicas dominicales sobre el amor filial, le daba unas golpizas a su mujer, tan tremendas, que lo llevaron a la cárcel dos veces; tipos como Sir Lancelot Auburn, miembro de la Cámara de los Lores que mientras fue el representante más reconocido de la línea dura contra los homosexuales, en Inglaterra, cometió actos de sodomía con marineros somalíes y libios que atracaban en los puertos de Poole y de Hastings; tipos como el presbítero mormón Rupert Macadamia que infectó de SIDA a más de diez prostitutas, a su mujer y a una de sus hijas; como el industrial Félix Alberto Cuesta, aplaudido benefactor de la Asociación Defensora de Animales, que los fines de semana cazaba patos, en su finca de Sabanalarga y que despescuezaba, él mismo, con los solos nudillos; o, como monseñor Bertoldini, que en su pequeña parroquia de Padua, conformó un coro de niños cantores que lo terminaron asesinando, a cuchilladas, por pederasta y porque los obligaba a copular entre ellos. En fin, hay tipos así, como el anómalo Ordóñez que no le renovó el contrato de trabajo a las secretarias con copas de brasier mayor a 34 B y a las restantes, que se quedaron, las obligó a ponerse falda y a usarla por debajo de la rodilla.

Me refiero a Anderson Ordóñez, antiguo jefe de personal de una conocida empresa de cultivadores de banano. Obtuvo su puesto por estar entre el corrillo de sapos que le brillaban los zapatos a los miembros de la junta directiva y que aseguró con dos pares de mancornas que le regaló, al presidente y al gerente general, con el Divino Niño esculpido en marfil y una imitación de diamante incrustada en el ombligo. Como dato curioso, al lado de su escritorio mantenía, siempre, una jofaina, con agua tibia, donde se lavaba las manos después de firmar las resoluciones tramitadas por su oficina. Y lo traigo a colación porque desde que lo nombraron para representar a la compañía, ante el gremio bananero, le han restregado los trapos sucios de su administración y criticado su forma de pavonearse por encima de los demás, como si Jesucristo fuera de su misma estirpe y llevara consigo los deberes de una personal e irreprochable inquisición.

Tenemos, entonces, que el anómalo Ordóñez anda por ahí, tan campante, tratando de imponer su voluntad con sus sermones de sapiencia correctiva. Su forma de ser –o actitud– pasaría totalmente desapercibida, en el ambiente procaz y liberalizado de los cultivadores, si no es porque su nuevo cargo tiene que ver con el futuro de la industria, con la tolerancia, con la paridad entre hombres y mujeres y con las convicciones humanas que ven cada día y con mayor desdén a la religión y a la política, como intérpretes de la realidad constreñida de los trabajadores. Con su nombramiento y esa soberbia inyectada por el poder, nada de raro tiene que se le despierten las ganas de llegar a ser el Presidente del Gremio –como alguna vez pensó– y con ese objetivo, se lance en una cruzada para atrapar incautos entre la masa de gente sumisa que, aún, le teme a los designios de dios, a las arbitrariedades de las élites y al ¿qué dirán?

¿Qué dirán si a mi hijo lo cogen masturbándose en el baño del colegio? ¿Qué dirán si mi hija compara sus genitales con los de su amiguito del kínder? ¿Qué dirán si mando instalar el paquete de canales para adultos de Claro? ¿Qué dirán si comparto mi soltería con una acompañante, prepago, a 150.000 pesos la hora, en un motel de Chapinero? ¿Qué dirán si –cómo dice Felipe Zuleta– no me salgo del clóset, sino lo destrozo? ¿Qué dirán si dejo que mis hijos y sus primitos jueguen desnudos en la pileta del jardín? ¿Qué dirán si abrazo al portero del edificio y cojo a besos a la señora que me plancha la ropa? ¿Qué dirán? Del temor a esa pregunta, es que se aprovechan las personas como el anómalo Ordóñez para sojuzgar su entorno humano, para arribar a los puestos que amerita su propia escala de valores y para procurar un viciado y mal entendido bien común.

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