Si mis padres fueran homosexuales
Sería más feliz, más respetuoso de las debilidades humanas, de las minorías y de quienes sufren injusticias; sería más sensible, más poeta y más consecuente con lo bueno que tengo y no con lo que deseo. Mi vida estaría desprovista del machismo implícito en las relaciones heterosexuales y de cuya hegemonía ha sido culpable el género masculino y su influencia, en la sociedad preeminentemente patriarcal, de los últimos veinticinco mil años. La crianza judeo-cristiana no me hubiera forzado a que mis expectativas de vida contemplaran una mujer de la que dependiera mi felicidad, el cuidado de mis hijos y la cocción de mis alimentos, por lo tanto, hubiera sido más respetuoso de los anhelos del otro, independientemente de su credo, su raza o su preferencia sexual.
Si mis padres fueran homosexuales, sería más despreocupado de las morales que vician el libre desarrollo de la personalidad. No hubiera dejado que un hombre, disfrazado de omnipotencia, me sermoneara los domingos, sobre cosas que le son ajenas: como el cariño genital, las caricias después del desayuno o con el desayuno y las ganas de levantarle la falda a la profesora o a mis compañeras del colegio. Hubiera comprendido, más temprano en la vida, que la grandeza de Jesús reside, precisamente, en no haber sido el hijo de dios y en que se tergiversaron sus palabras cuando a su amor, por el próximo, se le dio un carácter tan celestial que lo sacaron del cuerpo: su ámbito natural e irrefutable. ¡Qué necedad la de las monjas, los sacerdotes y sus prelados que predican y practican la castidad; se la pasan enclaustrados, entre personas de su mismo género y después se hacen los desentendidos ante la homosexualidad!
Hubiera comprendido a tiempo, que el sexo consensual no tiene porque ser vergonzoso, en ningún tipo de situación: que los niños se tocan, que las niñas se tocan, que la masturbación es maravillosa, que hombres y mujeres sienten placer al unísono, que el culo es una zona erógena como el cuello, las axilas, los poros de la piel o cada una de las neuronas; que las palabras no deben ser restrictivas, sino amplias e invitadoras de lo que queremos: “Tócame, chúpame, huéleme, escúpeme y úntame tus babas entre los muslos; usa tu meñique, tu pezón, tu tetilla, tu testículo, tu imaginación, tu vocabulario y dame placer. Pídeme lo mismo y más, otras cosas que sean de tu ocurrencia y si, de paso, nos enamoramos ¡mejor aún! podemos pensar en un futuro juntos porque no me importa que tengas pene o vagina, o que te hayas tatuado a la virgen María embarazada, en la parte baja de la espalda: ¡Te amo! y lo demás es irrelevante”.
Si mis padres fueran homosexuales hubiera estado mejor preparado para el mundo que se nos viene encima, en el cual, de no zanjar nuestras diferencias, no habrá -de verdad- ni dios, ni ley, ni superhéroe, ni poder humano que nos salven del desahucio. La cultura que nos distingue de la fauna, no nos aleja de ésta: somos -hembras y machos- putos como las gallinas, cacorros como los perros, promiscuos como los zorros, solapados como las hienas, carnívoros como los leones, rastreros como las culebras, mentirosos como los chacales y entre muchas otras certezas, más destructores de nuestro entorno que toda la fauna junta. La cultura que nos distingue de los animales -contrario a lo que se nos enseña- nos acerca en lo fundamental: la carga biológica que nos obliga a satisfacer nuestras necesidades y el respeto instintivo por la naturaleza.
Es natural, entonces, que dos hombres o dos mujeres adopten hijos y formen un hogar, de otro modo estaríamos negando la única fuerza con la posibilidad de salvarnos de un final prematuro y horrible: el amor. Nada que dañe más a la humanidad que el mesianismo religioso, que es lo mismo que el totalitarismo político y que son las caras contrapuestas de una misma moneda: el poder. Cualquier persona que, en pleno uso de sus facultades mentales y de su libre albedrío, elabore un discurso que le ponga limitaciones, condiciones o cortapisas al amor es porque cree primero en las leyes de los hombres que en las de la naturaleza; es un acto que, además de terco y obstinado, desdice de su integridad como ser humano y de lo embebido que se encuentra en las normatividades expúreas de la iglesia o del gobierno.
Voy a buscar dos mujeres melcochudas que me adopten, que se embadurnen entre ellas, que me amamanten al tiempo y así, recibir su savia y renovar la mía por una menos resistente al cambio, más liberadora y más alejada de las convenciones que me marcan: para reconocer, por fin, que me quedo con el beso entre Madonna, Britney Spears y Christina Aguilera y no con el saludo del Presidente Obama al Papa Francisco que, aunque tierno y lleno de buenas intenciones, no me concierne.