Nacionales, Política, Justicia, Social Fabio Lozano Uribe Nacionales, Política, Justicia, Social Fabio Lozano Uribe

La Lógica Timochenko

Ante la imposibilidad de luchar contra el delito, preferimos excusarlo; y en eso los colombianos somos expertos: hemos inventado todos los subterfugios posibles para justificar desde una infracción, hasta una masacre. “Me incluyo” dice Sor Enilda Changüas, administradora financiera de su congregación, quien remata: “Por cincuenta mil pesos, compramos un aparatico que engaña el contador de la luz, lo vuelve más lento; y con trampitas, así, es que ahorramos”. De igual manera, debemos incluirnos todos porque nada que haga más parte de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, que hacer las cosas independientemente de lo que la norma indique y justificarlas como indispensables en algún aspecto de nuestros quehaceres y trabajos.

Qué pensarán los familiares de quienes han muerto en cautiverio, cuando Timochenko avala el secuestro como una forma de financiación de la guerra. Nada, supongo yo. Provistos de esa nueva piel que le nace a las víctimas, gruesa e imperturbable, que así como les permite hacer el duelo de la tragedia sufrida, en la misma medida los aleja de la felicidad. Pero ¿qué pensarán, esos mismos familiares, cuando Timochenko al decirlo y su mensaje ser híper multiplicado por los medios de comunicación, nos entra por un oído y nos sale por el otro? Nada, tampoco, porque como ellos, hemos terminado por entender que vivimos en país corrupto: y que estamos hechos a imagen y semejanza de un padre-Estado-pedestal que ejerce y acepta el delito como modus operandi y actuamos en consecuencia.

Vivimos inmersos -y en eso los medios de comunicación son, en buena medida, culpables- entre la maldad y la apología del delito. Convivimos con acciones que, de acuerdo al desempeño de cada persona -y por dar sólo algunos ejemplos- se expresan así: El desocupado: “Por cada diligencia que le hago, a mi mamá, le sonsaco una platica y con eso es que me pago el vicio”; El agente de transito: “Si no fuera por las tajaditas que le saco a los infractores, no tendría para mantener dos amantes”; El gerente del supermercado: “Los proveedores me dan alguito por ponerles sus productos, a la vista, sino con qué le apuesto a las peleas de perros, en mi barrio”; Los soldados: “Encontramos a unos campesinos robando gallinas y tocó matarlos para cumplir con nuestra cuota mensual de guerrilleros muertos en combate”; El asaltante: “La hembrita me dio la plata pero, de todas maneras, la chuzé para poderla violar, es que uno tiene sus necesidades”; El jefe guerrillero: “Pues sí, nos tocó secuestrar gringos y colombianos ricos, para financiar nuestra lucha contra el poder estatal”. Esa es la Lógica Timochenko, hemos llegado al extremo, inclusive, de escuchar, sin que se nos prendan las alarmas: “¡Sí, yo lo hice y qué! ¡Uno debe vivir de algo! ¿O no?”

Los diálogos de paz, en la Habana, demuestran lo laxos que nos hemos vuelto, de lo lejos que ha llegado la permisividad del Estado en materia de Justicia; pero ese también se ha vuelto un tema que nos resbala. Los colombianos, todos, abrazamos nuestra forma de ser: fronteriza en cuanto a los asuntos con la ley; salvo los desentendidos que, de todas, maneras conocemos al portero, del amigo, del vecino, del amante de la Chueca mocha, que nos haga el favorcito, la vuelta, el catorce, cuando necesitamos conseguir algo, por medio de una dudosa conducta. Así somos ¿qué le vamos a hacer? y nos preciamos de nuestra habilidad; la llamamos recursividad, creatividad y la destacamos como una forma de pensar por fuera de la caja y eso es cierto, metimos la honestidad, los valores, la virtud y todas esas cosas lindas que le escuchamos enumerar a nuestros abuelos, en una caja, le pusimos una cerradura y botamos la llave ¡con todo y caja!

Llevamos una generación y media -aproximadamente, digo yo- pensando y actuando con la Lógica Timochenko, por eso ya no notamos las arbitrariedades y contradicciones sociales y humanas que se dan a nuestro alrededor. Ni vemos, ni oímos, ni entendemos por la sencilla razón de que todos somos víctimas: las directas, que de su bolsillo, en carne viva, han financiado a los alzados en armas; las indirectas, que somos los cobardes, llenos de miedo, que gritamos por Facebook y a veces, salimos con pancartas a la calle y los victimarios que, pese a su cercanía con la lesa humanidad, todavía alegan ser víctimas del sistema y le atribuyen, a éste, la culpa de sus quebrantamientos.

La Lógica Timochenko tiene sus obvias raíces en Maquiavelo y la enjundia de pensamiento y filosofía política reunida en Cuba, la están aplicando. Sin darse cuenta la están validando, para que se arraigue lo más posible y dure otro par de gobiernos o hasta que ni éstos mismos se puedan financiar. Como toda lógica empezará a fisurarse, a indigestarse por la acumulación de contradicciones, a agonizar con la ponzoña de su propia bilis; para, eventualmente, morir y darle paso a un renacimiento que gravite por encima de todos los argumentos exculpatorios, sin excepción: ¡porque son, precisamente, las excepciones a las reglas, las que nos están matando!


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La paz se afirma, no se firma

Se llegó el 2016 y no hubo que apurarlo y tampoco nadie está pensando en reinventárselo o cambiarlo por otro año, con otra nomenclatura u otras expectativas. El nuevo año se irá acomodando a su ritmo, se irá instalando en la memoria de los vivos y cumplirá con su lapso; de la mano con los acontecimientos se irá escribiendo la historia y ésta, también tendrá vida propia así nuestro mandatario de turno piense que su destino es cambiarla y que una firma es todo lo que necesita para darle un sentido de logro, a su gobierno, que mucha falta le hace.

Se firman los cheques, como prueba de autenticidad de la transacción. Se firman las obras de arte, como demostración de identidad del artista. Se firman los artículos como legitimación de la responsabilidad sobre lo que se escribe. Existe, inclusive, la expresión “póngale la firma” –a algo– para aseverar el compromiso con una acción o con una idea. Se firman las causas, como apoyo a que mejore una situación o a que deje de cometerse una injusticia. ¿Pero la paz? ¿Cómo puede una persona, o un grupo humano, asegurar con su firma algo tan relativo, incontrolable y que depende de tantos factores? El lector pensará, en este punto, que ciertamente no se firma la paz sino un listado de acuerdos para que, ésta, sea posible entre las partes; lo que es –por decir lo menos– risible porque donde no hay principios morales y priman las conveniencias políticas y económicas, cualquier acuerdo, que pretenda una humanidad tan grande, pierde automáticamente su validez.

No hay pacto de amor posible –por ejemplo– entre una pareja, mientras haya infidelidad; menos aun una firma estableciendo una componenda con unas reglas de conducta, es absurdo; si la imposibilidad de la convivencia es evidente y alguno, de los dos, ha incurrido, por acción u omisión, en conductas oprobiosas o criminales ¿qué sentido tiene hablar de amor, si no es para distraer la atención de los problemas que verdaderamente subyacen?

Las pírricas enseñanzas del conflicto judeo-palestino –otro ejemplo– es que no se puede establecer el “no odio” por decreto y que los tratados internacionales y sus acercamientos son inútiles mientras los cambios históricos no se hayan dado. Aún, hoy, las madres en Jerusalén se insultan y desean la muerte de los vástagos contrarios en la contienda. La foto de los niños israelíes escribiendo palabras soeces en la superficie metálica de las bombas, previo a su lanzamiento, es más diciente que cualquiera de los elaborados discursos de Netanyahu en contra de los esfuerzos de redención árabe, con Occidente.

El Virreinato Español –otro ejemplo más– apoyó temporalmente los esfuerzos republicanos de la Independencia, mientras organizó la reconquista. No en vano el Acta de Independencia, firmada en Bogotá el 20 de julio de 1810, expresa como objetivos primordiales: defender la religión católica, a nuestro amado monarca Fernando VII y la libertad de la patria. Muchas actas de independencia se firmaron, subsecuentemente y todas fallaron en su empeño por darle una justa dimensión al proceso histórico de la Independencia.

Los presidentes de Colombia se han vuelto mesiánicos, superdotados: ellos son la historia; y nada hay de más antipático y contraproducente, con el agravante de que a los interlocutores de las Farc, en Cuba, les han dado también esa calidad supérstite para presionarlos a finalizar un conflicto, que ya no depende –si alguna vez lo hizo– de ellos. Se ha perdido el tiempo, sin duda. Humberto de la Calle Lombana, otrora tajante y de una sola pieza, ahora, también pretende ser un determinador del destino colombiano y con esa sensación, de que: “nosotros somos la alternativa de paz que necesita Colombia” se sienta, a la mesa, con sus contertulios y al sonar de los mojitos brindan con la expresión: “La paz. Ahora o nunca”.

¡Qué partida de engreídos! Los colombianos, no pusimos en sus manos dicha responsabilidad; el Presidente Santos se la abrogó –de las interpretaciones de su horóscopo personal y ante el delirio de que la historia depende de él y no al contrario– y montó el tinglado que terminará con: una firma, otro brindis y un acto indecoroso, avalado por la prensa, la opinión pública calificada y las expectativas de un proceso, mal llamado: postconflicto. Colombia se encuentra entre Santos y Uribe, entre la terquedad y el desquicio, sin que ninguno de los dos reconozca la humildad de los grandes hombres: los que son instrumentos de la circunstancia y no un mero bolígrafo al servicio de sus intereses personales y políticos.


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Santiuribismo y Urisantismo

Los historiadores tendrán, en el futuro, gran dificultad en distinguir entre Juan Manuel Santos y Alvaro Uribe Vélez. Los van a catalogar como los presidentes que antepusieron sus intereses personales a los de la nación entera y se sorprenderán de que “siendo la misma mierda” como manifiesta la mayoría de los colombianos, hayan polarizado de una manera tan tajante al país. Se dijo, en su momento que a Alfonso López Michelsen le gustaba más la plata que el poder y de él, para acá, los presidentes han salido con mayor patrimonio del que tenían cuando se posesionaron; salvo Virgilio Barco que olvidó cómo llegar al banco y Ernesto Samper que se dejó robar por sus esbirros; de resto hemos vivenciado una parábola de próceres que por sus buenos oficios como mandatarios han considerado, como un merecimiento divino, el de acopiar y acrecentar sus fortunas. Ahora bien, si nos sirve de consuelo, ese fenómeno ha sido a una escala tan ínfima comparado con países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, México o Haití –por sólo nombrar los más cercanos– que, en realidad, debemos darnos por bien servidos pues como dice el politólogo Remberto María Urumas, de la Universidad Nacional: “ Que nuestros presidentes hayan robado poco es un buen indicador de nuestra estabilidad democrática” y explica –en la misma diatriba– que la frontera entre el bien común y los intereses personales de nuestros gobernantes, es la misma que delimita las democracias de las dictaduras.

Santos y Uribe son cercanos, pero los hemos distanciado, nosotros, los electores: o es el uno, en el poder, o es el otro; o manda el páramo o manda la tierra templada; o nos ponemos la ruana o el carriel, o nos alineamos con los falso-positivos o con los cierto-negativos; no contemplamos posibilidades intermedias. Los hemos puesto en orillas distintas y ellos, nos siguen la corriente: lo que el uno afirma, el otro niega; lo que el uno pondera, el otro critica; lo que el uno construye el otro destruye y en ese discurrir les comemos cuento: creemos que el uno representa a un gobierno y que el otro representa una oposición. Falso. Los colombianos hemos propiciado un tire-y-afloje antidemocrático por los poderes de la nación; y escribo “poderes” porque vuelve y juega: el uno tiene más poder en las zonas rurales que en las ciudades; el otro tiene más poder con la guerrilla que con los paramilitares; el uno viene de familia rica y el otro ha enriquecido a toda la familia; el otro tiene más poder con los hacendados que con los industriales; el uno tiene un sentido ambiguo de la moral y el otro una moral ambigua. Santos tiene un poder de derecho y Uribe un poder de hecho y por ganar nuestras indulgencias, se están peleando por la presea que, de verdad, los diferenciaría: la paz.

Esto la convierte, entonces –a la paz– en un bastión político, un territorio electoral, unos centímetros de más en la medición de genitales que los tiene inmersos a ambos. Lo único cierto, en tal disputa, es que la paz no pertenece a los colombianos, pertenece a sus abanderados. La firma del proceso actual de La Habana sólo beneficiaría a las Farc porque les permite –en la mayoría de los casos– evadir la cárcel y limpiar sus infamias, lavar ingentes cantidades de dinero, amparados por el fisco nacional y tener un trato preferencial por parte de los estamentos de la justicia. Beneficia también a Santos, a la imagen suya y a la de su gobierno: es el albur que se ha jugado porque, en vez de meterle el diente a temas álgidos realmente urgentes como la justicia, la salud y la educación por los cuales le hubiera tocado ir contra los intereses de los políticos y por ende, perder una cantidad importante de votos cautivos, decidió tomar la línea del menor esfuerzo: buscar la paz, la consabida cortina de humo que nos distrae de los verdaderos problemas de Colombia y que durará –firmada o no, da lo mismo– hasta que los delincuentes, de siempre, con la cabeza entre la tierra, como las avestruces y el culo al aire, como todos los excluidos del proceso, cometan la primera masacre.

Uribe tuvo paz, a su medida; se alió con los paramilitares para replegar a la guerrilla y sacarla de las carreteras del país y eso nos permitió –a los colombianos– quitarnos el miedo y la incredulidad; y le permitió –a él– gobernar a sus anchas, hablar con ínfulas de pacificador y extremar unas exigencias cuyo cumplimiento forzoso resultó en la realización y afinamiento de una máquina para fabricar muertos, un sistema de multiplicación de cadáveres que, disfrazados de guerrilleros, se sumaron diariamente a las estadísticas de una guerra que “estábamos ganando”; engaño que duró hasta que sus subalternos empezaron a pelar el cobre y, hoy, se encuentran enjuiciados, sentenciados o con la vida por cárcel; engaño que, además –uno pensaría– debió ser coadyuvado por el Ministerio de Defensa. Y es que Uribe estableció unos parámetros morales tan generosos para los suyos, para quienes lo acompañaron en la administración pública de su gobierno, que, hoy, no siente el más mínimo remordimiento por quienes se dejaron agarrar: uribitos, santoyos, arangurenes, buitragos, nogueras, hurtados y demás afortunados que tuvieron, por parte del Presidente de la República, carta blanca para manejar lo suyo, con los aflojamientos de la virtud que a bien tuvieran. Como dijera el general romano Obdulius Maximus: “El botín es para repartirlo”.

En fin, acusaciones similares se le han hecho al gobierno de Santos y empezaron, como en el anterior, siendo sólo rumores que fueron tomando la forma de bestias apocalípticas. La culpa es nuestra –repito– los colombianos cometimos el peor error que una sociedad puede cometer: nos hemos aliado con el uno, sólo por estar en contra del otro. Somos santiuribistas o urisantistas como si eso nos diferenciara y es, precisamente, pensando que el uno es bueno y el otro es malo, o viceversa, la razón por la cual hemos sido incapaces de buscar alternativas más honestas y justas para Colombia.


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Racatapún Chin Chin

El coronel Uriel Oviedo fue el primero en determinar el peligro. “¡Sembraron la Plaza de Bolívar de minas quiebrapatas!” exclamó, después de que un burro, un vendedor de perros calientes y un grupo de tres niñas, camino del colegio, volaran por los aires. Veinte minutos más tarde, cuando el perímetro se encontraba acordonado, dos incrédulos ciclistas traspasaron las cintas y las señales preventivas, desoyeron los pitos y los gritos de la policía y cuando se pensó que iban a llegar al otro lado, con tres metros y medio segundo de diferencia, sus cuerpos quedaron desmembrados por descargas explosivas brotadas del piso como un chorro instantáneo de fuego.

En Cuba, la dirigencia de las Farc, apoltronada frente a los medios de comunicación, aun con los mondadientes de después del desayuno, en la boca y luciendo distintos colores de camisetas Lacoste, lamentaron el suceso y señalaron al Comando Polvorete –su enemigo consuetudinario– de ser los culpables de tal afrenta a los diálogos de paz. “Esos hijueputas, lo que quieren es jodernos” le dijo, uno de ellos, a Humberto de la Calle Lombana, en privado. Éste último, con su intuición de sabueso, pensó que si bien las fuerzas contrarias al proceso estaban, ahora sí, dispuestas a jugársela toda para que las conversaciones en La Habana fracasaran, había que sopesar otras posibilidades más sombrías.

Tres días después, el presidente Santos, aterrizó en El Dorado, dando fin a una maratónica gira por los países de la cuenca del Pacífico y lo primero que hizo fue visitar la Plaza de Bolívar –que le quedaba en el camino– en compañía del coronel Oviedo. Se pararon junto a las columnas del Capitolio y la visión fue desoladora: los restos mortales fueron recogidos por una grúa con brazos de cincuenta metros, pero la sangre no había podido ser limpiada; la basura se acumulaba a los pies del Libertador y las palomas caminaban, cejijuntas, a sus anchas, pues su peso es inocuo para el efecto de hacer estallar alguna bomba. El presidente se molestó ante la inercia del Estado, pues era poco o nada lo que se había hecho en el intento por desminar el área, pero el coronel le explicó que ya había una comisión de científicos y militares, dilucidando la forma de hacerlo. Lo más grave es que como ninguna organización delictiva salió a declarar la autoría del hecho, pues veladamente los periódicos y las revistas semanales fieles al gobierno, fueron vendiendo la idea de que el Comando Polvorete estaba detrás del asunto, al tiempo que rescataban las fotos –publicadas mil veces– del expresidente Uribe mirándole los genitales a un caballo, en compañía de Yadiro Polvorete Fosca, alias “Verruga”. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran los culpables, no se podía declarar una paz concertada mientras el centro neurálgico de la capital colombiana estuviera agónico con ese sarampión de explosivos, a punto de estallar, frente a la Alcaldía, el Palacio de Justicia, el Capitolio, el Arzopispado, la Catedral Primada y a una cuadra de la Casa de Nariño.

Los citadinos sufrimos en carne propia la inseguridad con que se camina en el campo, porque el fenómeno se replicó, en menor escala, en algunos parques, ciclovías y centros comerciales. Una marca reconocida de prótesis articulares, abrió sucursal en Bogotá y el libro más vendido fue el de “La utopía del desminado” escrito por el serbio Borislav Maranko que explica, de forma sencilla y cuidadosa, que el compromiso de desmantelar los campos minados por grupos al margen de la ley no pasa de ser un contentillo sobre el cual no tienen mayor control. El libro, basado en la experiencia de grupos como los Tupamaros en Uruguay, los Kmer Rojos en Cambodia y el Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros, que prometieron lo mismo que, ahora, prometen las Farc, reunidas en Cuba, tiene, en su página 54, el siguiente fragmento: “[…] los mapas de localización de las minas (entregados por los alzados en armas) son generalmente hechos a posteriori, por lo tanto ineficaces; los equipos sonares o de rayos gamma, son poco confiables porque detectan una mina por cada cinco acumulaciones de desechos orgánicos varios; las técnicas químicas que identifican el nitrato de amonio funcionan pero sólo a escasos centímetros de la mina, lo que las hace altamente peligrosas; el mejor método sigue siendo el más popularizado: pasar, varias veces, manadas de jabalíes, o animales no-domésticos similares, por los campos demarcados. Desafortunadamente, en grandes extensiones de bosque, o selva, una vez se declara el área fuera de peligro, siempre ocurren tragedias por causa de las pocas minas que no fueron ubicadas. […]”

A tres semanas de las primeras explosiones, la principal plaza de Colombia sigue sembrada de minas quiebrapatas, pero ya está en curso una licitación para quitarlas, un consorcio afgano-iraní es el más opcionado en la puja. El expresidente Uribe, en rueda de prensa, asevera tener pruebas de que las minas pertenecen y fueron puestas por las Farc y acusa al presidente Santos de tener conocimiento al respecto. Hoy, el diario de mayor circulación nacional titula, en primera página: “Uribe echa su polvorete y se sacude”.


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