
Relativamente sí, relativamente no
A qué horas se volvió el apoyo o rechazo a los acuerdos de paz, concluidos en la Habana, en una diferencia de absolutos, entre el sí y el no, la paz o la guerra; el tarjetón del plebiscito debe contemplar, en aras de limar asperezas, entre los colombianos, otras casillas que contribuyan a clarificar el proceso. Aquí se sugieren algunas propuestas y una aproximación, por cada opción, al perfil de los votantes:
Tal vez sí: Indecisos pro-activos. Parejas -en su mayoría- jóvenes y con hijos que están al tanto de las negociaciones y sus resultados, que no están de acuerdo con las arbitrariedades políticas y jurídicas, del proceso, pero que sienten como un deber paterno-maternal, el de apoyar cualquier posibilidad que mejore el futuro de su descendencia.
Tal vez no: Indecisos con miedo. Personas de más de cincuenta años que creyeron en otros diálogos, publicitados, también, como únicos, históricos y portadores de la tan mentada paz; que recuerdan a Carlos Pizarro envolver su pistola, en la bandera y entregarla en Caloto, Cauca; y que tienen esa inocultable sensación de que el gobierno los está volviendo a manipular.
Sí calificado: Expertos en relaciones internacionales, política y gobierno, que reconocen los esfuerzos de un proceso de tal magnitud y quienes consideran que este Acuerdo, en particular, es de los más completos del mundo. Sustentan la idea de que las víctimas son las más interesadas en “perdonar” con tal de que se acabe el horror de la guerra.
No calificado: Expertos en relaciones internacionales, política y gobierno, que han estudiado el fracaso de otros procesos similares y señalan que el nuestro es un acuerdo insostenible que acentúa el desequilibrio de la justicia y que privilegia una nueva impunidad. Insisten que los que dicen “perdonar” es sólo para acogerse a la reparación de las víctimas.
Sí total: Convencidos por razones espirituales. Personas descomplicadas, que no necesitan argumentos, porque no tienen dudas: la humanidad existe gracias a una cadena universal de acciones positivas y ellos hacen parte de ésta. Consideran, además, que su voto hace parte del universo holístico que sostiene y purifica el mundo.
No total: Victimas imposibilitadas de otorgar el perdón; que rechazan cualquier reparación, porque consideran que su dolor no puede ser comprable, ni subsanable, con ningún ofrecimiento material. Personas que piensan que la única paz posible, es la idea -extraña y difusa- de que los criminales paguen, con cárcel, por sus delitos.
Sí rotundo: Santistas por conveniencia y vocación; miembros de la burocracia administrativa actual y otro tipo de personas naturales y jurídicas cobijadas por el dulce y tibio sabor de la mermelada. Inclúyase, también, a Humberto de la Calle, Iván Márquez, demás miembros del equipo negociador y familiares hasta en un tercer grado de consanguinidad.
No rotundo: Uribistas fanáticos. Personas cegadas por la oratoria y el proselitismo del líder; seguidores que confunden a dios con Alvaro Uribe Vélez y que se acogen a una única verdad, política y racional, que dice: “¡Corrupto es el que se deja coger!”. Son borregos de bancada, que agachan la cabeza y mueven la cola al unísono.
Sí bendecido: Personas que tienen fe en el Acuerdo y lo consideran un anexo del Nuevo Testamento que nos va a salvar del apocalipsis. Tienen en su casa la imagen del Divino Niño, con la cara de Santos; pegan estampitas, de Iván Márquez y Humberto de la Calle, frente a las veladoras y estarían dispuestos a canonizarlos.
No sin bendecir: Alzados en armas de los demás grupos guerrilleros, personas que viven del delito y que piensan que: “En río revuelto ganancia de pescadores”. Se sienten vulnerables por la inclusión en el Acuerdo de una “Comisión Nacional de Garantías de Seguridad para el desmantelamiento de las organizaciones criminales (…)” y eso los asusta.
Sí en las rocas: Gente feliz, convencida de que no hay mejor momento que el presenta para dar los primeros pasos hacia un paz definitiva. Personas echadas para adelante, embebidas de vida, que creen en la buena voluntad del proceso y de sus actores; que sienten, por fin, un futuro promisorio, tranquilo y próspero para las nuevas generaciones.
No al gratín: Gente honesta y analítica que piensa que Colombia es una democracia justa e igualitaria, en la que la bondad no puede ser afectada o mínimamente determinada, por las fuerzas del mal. Personas que piensan que la política colombiana ya está lo suficientemente contaminada como para añadirle otra clase de corruptela.
Messiánico
Así se llamaba el Club de admiradores de Lionel Messi, entre las calles de Belgrano y Cifuentes, que esta semana cerró sus puertas, con un acto insípido y falto de apasionamiento y la frase lapidaria: “No nos rompás más las pelotas, boludo”. “Lionel Messi es un mal ejemplo para la juventud” aseveró Rogelio Pontes Berruecos, frente a los medios de comunicación, el presidente de Messiánico -la congregación que alcanzó a durar casi once años- y quien al echar candado exclamó: “¡Es que, la verdad, ya no tenemos nada que admirarle a Messi; que se quede en Europa, que se vuelva español o italiano ¿qué sé yo? o que se dedique a jugar canicas o voleybol de playa!” Con el anuncio del astro del fútbol argentino de dejar la Selección de su país, los noticieros aderezaron la primicia con las reacciones de sus fanáticos quienes, decepcionados, quemaron camisetas, inventaron consignas y revivieron el viejo y siempre incandescente amor por Diego Armando Maradona quien, como dijo el mismo Rogelio: “Se avergonzó, él mismo, varias veces, pero nunca a los argentinos”. Dos cuadras más abajo, Marahedonismo sigue existiendo y hoy, tiene más miembros que nunca.
Messiánico fue el epicentro donde se originó la ola de silencio que tuvo a Argentina callada, durante más de quince minutos -¡vaya estupor!- después de que Messi fallara el penalti que le dio la victoria a los chilenos, quienes se llevaron la Copa América en un partido, llamado “de revancha” que replicó la final del campeonato anterior, realizado el año anterior, en el Estadio Nacional de Santiago de Chile y cuyo resultado resultó siendo, fatídicamente: igual. Y escribo “fatídicamente” porque, como un adolescente, Messi tuvo la reacción de quien no sabe perder y de a quien no le sirve un segundo puesto; su rabieta, para llamar la atención, hacerse la víctima o ambas cosas, terminó con la desmedida reacción de renunciar al seleccionado de su país y a su puesto como capitán del equipo. Lo que es una forma de decir: “La culpa es de la organización, del cuerpo técnico, de las directivas, del continente, del universo, pero no mía”. “Hice lo que humanamente pude” será la respuesta del jugador No. 1 del mundo a su regreso de las vacaciones y ante su lavada de manos, obviando la utilización del plural -en su fraseo- como le pasa, a veces, cuando se le siente esa amarga sensación de nadie está conmigo y todos están contra mí. Fue triste ver cómo a su alrededor, después de finalizado el partido, sus compañeros se preocuparon por levantarle la moral, con una condescendencia indigna para un deporte que se juega en equipo y ante la circunstancia, nada deleznable, de haber quedado subcampeones de la Copa.
Tal vez, el mermado messianismo de los miembros no hubiera hecho mella hasta el extremo de acabar con el Club, si no es porque dicha situación, con la misma intensidad, sentido de victimización y rabieta, ocurrió en el pasado Mundial de Fútbol, durante la final y con la misma actitud derrotista y apocalíptica que niega, de plano, la frase universal del deporte: “Lo importante es competir” y que conlleva la esencia del verdadero espíritu deportivo, desde los juegos olímpicos en Grecia, de fortalecer la amistad entre los pueblos, de darle una alternativa distinta y sana a los conflictos planetarios y de puntualizar en que lo importante no es ganar sino llevar con dignidad la camiseta de un país, a la par con la hermosa alegoría de que, ésta, la sudamos todos; sobre todo los jóvenes para quienes el deporte significa una vida alejada de los peligros de la violencia, la descomposición social y la falta de oportunidades. Entre más grande la fama, más grande la responsabilidad y Lionel Messi ha fallado en entender el significado de ser él mismo, como futbolista y como argentino; parece no importarle y al respecto sus defensores han jugado la carta del mal que sufre: Autismo de Asperger y que lo excusa de no ser un hombre multidimensional y más bien encerrado, solo, como un retardado superdotado -por ponerlo de alguna manera- en su meta de ganar a ultranza, las máximas preseas, sin que el camino recorrido, la travesía y las pequeñas victorias tengan importancia.
Nuestra Selección Colombia ganó el tercer puesto en esta última Copa América, ante los Estados Unidos y aunque en algunos partidos sus jugadores se comportaron como autistas, al final no les reprochamos nada; aceptamos sus eventuales metidas de pata, sus incoherencias y sus veleidades porque, mal que bien, somos, todos, los que trasladamos el balón y ansiamos la sacudida de la malla. Ninguno es uno solo: todos somos falcaos, james, cuadrados, farides, morenos, ospinas, aguilares, murillos e inclusive: pekermanes.
Si mis padres fueran homosexuales
Sería más feliz, más respetuoso de las debilidades humanas, de las minorías y de quienes sufren injusticias; sería más sensible, más poeta y más consecuente con lo bueno que tengo y no con lo que deseo. Mi vida estaría desprovista del machismo implícito en las relaciones heterosexuales y de cuya hegemonía ha sido culpable el género masculino y su influencia, en la sociedad preeminentemente patriarcal, de los últimos veinticinco mil años. La crianza judeo-cristiana no me hubiera forzado a que mis expectativas de vida contemplaran una mujer de la que dependiera mi felicidad, el cuidado de mis hijos y la cocción de mis alimentos, por lo tanto, hubiera sido más respetuoso de los anhelos del otro, independientemente de su credo, su raza o su preferencia sexual.
Si mis padres fueran homosexuales, sería más despreocupado de las morales que vician el libre desarrollo de la personalidad. No hubiera dejado que un hombre, disfrazado de omnipotencia, me sermoneara los domingos, sobre cosas que le son ajenas: como el cariño genital, las caricias después del desayuno o con el desayuno y las ganas de levantarle la falda a la profesora o a mis compañeras del colegio. Hubiera comprendido, más temprano en la vida, que la grandeza de Jesús reside, precisamente, en no haber sido el hijo de dios y en que se tergiversaron sus palabras cuando a su amor, por el próximo, se le dio un carácter tan celestial que lo sacaron del cuerpo: su ámbito natural e irrefutable. ¡Qué necedad la de las monjas, los sacerdotes y sus prelados que predican y practican la castidad; se la pasan enclaustrados, entre personas de su mismo género y después se hacen los desentendidos ante la homosexualidad!
Hubiera comprendido a tiempo, que el sexo consensual no tiene porque ser vergonzoso, en ningún tipo de situación: que los niños se tocan, que las niñas se tocan, que la masturbación es maravillosa, que hombres y mujeres sienten placer al unísono, que el culo es una zona erógena como el cuello, las axilas, los poros de la piel o cada una de las neuronas; que las palabras no deben ser restrictivas, sino amplias e invitadoras de lo que queremos: “Tócame, chúpame, huéleme, escúpeme y úntame tus babas entre los muslos; usa tu meñique, tu pezón, tu tetilla, tu testículo, tu imaginación, tu vocabulario y dame placer. Pídeme lo mismo y más, otras cosas que sean de tu ocurrencia y si, de paso, nos enamoramos ¡mejor aún! podemos pensar en un futuro juntos porque no me importa que tengas pene o vagina, o que te hayas tatuado a la virgen María embarazada, en la parte baja de la espalda: ¡Te amo! y lo demás es irrelevante”.
Si mis padres fueran homosexuales hubiera estado mejor preparado para el mundo que se nos viene encima, en el cual, de no zanjar nuestras diferencias, no habrá -de verdad- ni dios, ni ley, ni superhéroe, ni poder humano que nos salven del desahucio. La cultura que nos distingue de la fauna, no nos aleja de ésta: somos -hembras y machos- putos como las gallinas, cacorros como los perros, promiscuos como los zorros, solapados como las hienas, carnívoros como los leones, rastreros como las culebras, mentirosos como los chacales y entre muchas otras certezas, más destructores de nuestro entorno que toda la fauna junta. La cultura que nos distingue de los animales -contrario a lo que se nos enseña- nos acerca en lo fundamental: la carga biológica que nos obliga a satisfacer nuestras necesidades y el respeto instintivo por la naturaleza.
Es natural, entonces, que dos hombres o dos mujeres adopten hijos y formen un hogar, de otro modo estaríamos negando la única fuerza con la posibilidad de salvarnos de un final prematuro y horrible: el amor. Nada que dañe más a la humanidad que el mesianismo religioso, que es lo mismo que el totalitarismo político y que son las caras contrapuestas de una misma moneda: el poder. Cualquier persona que, en pleno uso de sus facultades mentales y de su libre albedrío, elabore un discurso que le ponga limitaciones, condiciones o cortapisas al amor es porque cree primero en las leyes de los hombres que en las de la naturaleza; es un acto que, además de terco y obstinado, desdice de su integridad como ser humano y de lo embebido que se encuentra en las normatividades expúreas de la iglesia o del gobierno.
Voy a buscar dos mujeres melcochudas que me adopten, que se embadurnen entre ellas, que me amamanten al tiempo y así, recibir su savia y renovar la mía por una menos resistente al cambio, más liberadora y más alejada de las convenciones que me marcan: para reconocer, por fin, que me quedo con el beso entre Madonna, Britney Spears y Christina Aguilera y no con el saludo del Presidente Obama al Papa Francisco que, aunque tierno y lleno de buenas intenciones, no me concierne.
La Lógica Timochenko
Ante la imposibilidad de luchar contra el delito, preferimos excusarlo; y en eso los colombianos somos expertos: hemos inventado todos los subterfugios posibles para justificar desde una infracción, hasta una masacre. “Me incluyo” dice Sor Enilda Changüas, administradora financiera de su congregación, quien remata: “Por cincuenta mil pesos, compramos un aparatico que engaña el contador de la luz, lo vuelve más lento; y con trampitas, así, es que ahorramos”. De igual manera, debemos incluirnos todos porque nada que haga más parte de nosotros mismos, de nuestra idiosincrasia, que hacer las cosas independientemente de lo que la norma indique y justificarlas como indispensables en algún aspecto de nuestros quehaceres y trabajos.
Qué pensarán los familiares de quienes han muerto en cautiverio, cuando Timochenko avala el secuestro como una forma de financiación de la guerra. Nada, supongo yo. Provistos de esa nueva piel que le nace a las víctimas, gruesa e imperturbable, que así como les permite hacer el duelo de la tragedia sufrida, en la misma medida los aleja de la felicidad. Pero ¿qué pensarán, esos mismos familiares, cuando Timochenko al decirlo y su mensaje ser híper multiplicado por los medios de comunicación, nos entra por un oído y nos sale por el otro? Nada, tampoco, porque como ellos, hemos terminado por entender que vivimos en país corrupto: y que estamos hechos a imagen y semejanza de un padre-Estado-pedestal que ejerce y acepta el delito como modus operandi y actuamos en consecuencia.
Vivimos inmersos -y en eso los medios de comunicación son, en buena medida, culpables- entre la maldad y la apología del delito. Convivimos con acciones que, de acuerdo al desempeño de cada persona -y por dar sólo algunos ejemplos- se expresan así: El desocupado: “Por cada diligencia que le hago, a mi mamá, le sonsaco una platica y con eso es que me pago el vicio”; El agente de transito: “Si no fuera por las tajaditas que le saco a los infractores, no tendría para mantener dos amantes”; El gerente del supermercado: “Los proveedores me dan alguito por ponerles sus productos, a la vista, sino con qué le apuesto a las peleas de perros, en mi barrio”; Los soldados: “Encontramos a unos campesinos robando gallinas y tocó matarlos para cumplir con nuestra cuota mensual de guerrilleros muertos en combate”; El asaltante: “La hembrita me dio la plata pero, de todas maneras, la chuzé para poderla violar, es que uno tiene sus necesidades”; El jefe guerrillero: “Pues sí, nos tocó secuestrar gringos y colombianos ricos, para financiar nuestra lucha contra el poder estatal”. Esa es la Lógica Timochenko, hemos llegado al extremo, inclusive, de escuchar, sin que se nos prendan las alarmas: “¡Sí, yo lo hice y qué! ¡Uno debe vivir de algo! ¿O no?”
Los diálogos de paz, en la Habana, demuestran lo laxos que nos hemos vuelto, de lo lejos que ha llegado la permisividad del Estado en materia de Justicia; pero ese también se ha vuelto un tema que nos resbala. Los colombianos, todos, abrazamos nuestra forma de ser: fronteriza en cuanto a los asuntos con la ley; salvo los desentendidos que, de todas, maneras conocemos al portero, del amigo, del vecino, del amante de la Chueca mocha, que nos haga el favorcito, la vuelta, el catorce, cuando necesitamos conseguir algo, por medio de una dudosa conducta. Así somos ¿qué le vamos a hacer? y nos preciamos de nuestra habilidad; la llamamos recursividad, creatividad y la destacamos como una forma de pensar por fuera de la caja y eso es cierto, metimos la honestidad, los valores, la virtud y todas esas cosas lindas que le escuchamos enumerar a nuestros abuelos, en una caja, le pusimos una cerradura y botamos la llave ¡con todo y caja!
Llevamos una generación y media -aproximadamente, digo yo- pensando y actuando con la Lógica Timochenko, por eso ya no notamos las arbitrariedades y contradicciones sociales y humanas que se dan a nuestro alrededor. Ni vemos, ni oímos, ni entendemos por la sencilla razón de que todos somos víctimas: las directas, que de su bolsillo, en carne viva, han financiado a los alzados en armas; las indirectas, que somos los cobardes, llenos de miedo, que gritamos por Facebook y a veces, salimos con pancartas a la calle y los victimarios que, pese a su cercanía con la lesa humanidad, todavía alegan ser víctimas del sistema y le atribuyen, a éste, la culpa de sus quebrantamientos.
La Lógica Timochenko tiene sus obvias raíces en Maquiavelo y la enjundia de pensamiento y filosofía política reunida en Cuba, la están aplicando. Sin darse cuenta la están validando, para que se arraigue lo más posible y dure otro par de gobiernos o hasta que ni éstos mismos se puedan financiar. Como toda lógica empezará a fisurarse, a indigestarse por la acumulación de contradicciones, a agonizar con la ponzoña de su propia bilis; para, eventualmente, morir y darle paso a un renacimiento que gravite por encima de todos los argumentos exculpatorios, sin excepción: ¡porque son, precisamente, las excepciones a las reglas, las que nos están matando!
El último vendedor ambulante
Le decían Don Zacas y era la persona más famosa de su esquina. Nunca quiso diversificarse e hizo perros calientes hasta que cayó muerto, de un infarto, al día siguiente de elegido Enrique Peñalosa como alcalde de Bogotá, por segunda vez. Echaba las salchichas a hervir, el pan a calentar en un horno del año de Upa y los servía de tres clases: el “con de todo” salsa de tomate, mayonesa, mostaza, piña y papas fritas molidas por encima; el “sencillo” sin piña y el “mexicano” con ají. Se sentaba debajo de un paraguas, de los que regalaba Granahorrar, hace como treinta años y dormía siestas, intermitentes, a lo largo del día; con esa habilidad que tienen los boyacenses de dormir sentados, sin perder noción de lo que sucede alrededor.
Como él, muchos otros vendedores ambulantes, es como si también hubieran muerto ese día porque con la derrota, en las urnas, de las izquierdas que los venían amparando, el futuro de la venta callejera ha quedado, de nuevo, en entredicho; por no decir que en cuidados intensivos, a la espera de las operaciones policivas para devolverlos a sus casas y tener que darse mañas para vivir del polvo, de las pequeñas violencias o de cualquier otro familiar más afortunado. A esa limpieza la llamarán “reubicación” y las esquinas por donde pasan los ricos van a recobrar ese aire desolado e higiénico, que tanto le gusta a los urbanizadores y tecnócratas. No le faltaba razón, entonces, a Don Zacarías Panqueva, natural de Tibasosa, que cuando subieron los andenes para inducir al uso obligado de los parqueaderos, por parte de los usuarios del automóvil, exclamó: “¡Los ricos, ahora cuidan carros; no demoran, también, en vender perros calientes!”
Peñalosa ha diversificado el ámbito de sus amistades, por no decir que el de los contribuyentes a sus campañas políticas. Más de quince años después, no son sólo los que se lucraron -y se siguen lucrando- de los parqueaderos sino, por nombrar algunos, los que están enfilando baterías para quedarse con las esquinas de Bogotá. A saber:
José Elias Boquerón, el lechonero más rico del país tiene diseñados, con la ayuda de expertos en carrocerías para motos, un lote inicial de 500 carritos fritadores de chicharrón, cuyos platos, en forma de cono, irían acompañados de yuca, papa y gaseosa. Sus tres hijos, los herederos del emporio económico que, hoy, incluye producción y distribución de productos agrícolas y derivados del petróleo -llamados, con cariño, por sus subalternos: los Tres Cerditos- están en conversaciones con Ardila Lulle y están buscando una alianza con Aceicol para la consecución de una mezcla especial de margarina líquida que se descomponga menos, ante los altibajos del clima.
Manuel Vicente Marmolejo -hijo de un prominente senador de la costa, ya fallecido- quien ha manejado la franquicia, para Colombia, de Churros & Crisp Incorporated, desde hace más de 20 años importó, de Corea -antes de que a Carlos Mattos lo echaran de la Hyundai- unos vehículos motorizados, del tamaño de un carrito de helado, con capacidad para llevar perecederos congelados, paquetes de fritos, pan y gaseosa. Estas sanducheras, con ruedas, ya están nacionalizadas y la compañía de Marmolejo contrató a la firma de lobbyistas Garmendia, Insignares, Montes y Cadavid para quedarse, en la repartición del botín, con las entradas y salidas de los puentes y vías peatonales de Transmilenio.
Basten este par de ejemplo, entre bastantes más. Se supo también que un franquiciante anónimo va a traer los Sugar Green Manguitos que están en todos los centros comerciales de La Florida; que Wraps & Go ya tiene inversionistas bogotanos para sus “ventanas rodantes” y lo más preocupante -porque puede causar un problema de seguridad, sin precedentes- se dice en los clubes que la Alcaldía está pensando en arrasar con los sanandresitos, como hizo con San Victorino y hacer parques temáticos con las programadoras que se le midan a convertir sus telenovelas en un parque de diversiones.
Así las cosas, Bogotá perderá lo que le queda de mosaico racial y social, de muestrario de nuestra colombianidad, de nuestra recursividad y gastronomía callejera. La evidencia de nuestra pobreza quedará oculta, en barrios donde a Peñalosa le han robado, incontables veces, la bicicleta y todo será para el bien de unos cuantos políticos que han logrado vender el espejismo de que nuestra ciudad, como la Gran Manzana, aguantaría -¿por qué no?- una sucursal de Disney en el Centro Andino.
La paz se afirma, no se firma
Se llegó el 2016 y no hubo que apurarlo y tampoco nadie está pensando en reinventárselo o cambiarlo por otro año, con otra nomenclatura u otras expectativas. El nuevo año se irá acomodando a su ritmo, se irá instalando en la memoria de los vivos y cumplirá con su lapso; de la mano con los acontecimientos se irá escribiendo la historia y ésta, también tendrá vida propia así nuestro mandatario de turno piense que su destino es cambiarla y que una firma es todo lo que necesita para darle un sentido de logro, a su gobierno, que mucha falta le hace.
Se firman los cheques, como prueba de autenticidad de la transacción. Se firman las obras de arte, como demostración de identidad del artista. Se firman los artículos como legitimación de la responsabilidad sobre lo que se escribe. Existe, inclusive, la expresión “póngale la firma” –a algo– para aseverar el compromiso con una acción o con una idea. Se firman las causas, como apoyo a que mejore una situación o a que deje de cometerse una injusticia. ¿Pero la paz? ¿Cómo puede una persona, o un grupo humano, asegurar con su firma algo tan relativo, incontrolable y que depende de tantos factores? El lector pensará, en este punto, que ciertamente no se firma la paz sino un listado de acuerdos para que, ésta, sea posible entre las partes; lo que es –por decir lo menos– risible porque donde no hay principios morales y priman las conveniencias políticas y económicas, cualquier acuerdo, que pretenda una humanidad tan grande, pierde automáticamente su validez.
No hay pacto de amor posible –por ejemplo– entre una pareja, mientras haya infidelidad; menos aun una firma estableciendo una componenda con unas reglas de conducta, es absurdo; si la imposibilidad de la convivencia es evidente y alguno, de los dos, ha incurrido, por acción u omisión, en conductas oprobiosas o criminales ¿qué sentido tiene hablar de amor, si no es para distraer la atención de los problemas que verdaderamente subyacen?
Las pírricas enseñanzas del conflicto judeo-palestino –otro ejemplo– es que no se puede establecer el “no odio” por decreto y que los tratados internacionales y sus acercamientos son inútiles mientras los cambios históricos no se hayan dado. Aún, hoy, las madres en Jerusalén se insultan y desean la muerte de los vástagos contrarios en la contienda. La foto de los niños israelíes escribiendo palabras soeces en la superficie metálica de las bombas, previo a su lanzamiento, es más diciente que cualquiera de los elaborados discursos de Netanyahu en contra de los esfuerzos de redención árabe, con Occidente.
El Virreinato Español –otro ejemplo más– apoyó temporalmente los esfuerzos republicanos de la Independencia, mientras organizó la reconquista. No en vano el Acta de Independencia, firmada en Bogotá el 20 de julio de 1810, expresa como objetivos primordiales: defender la religión católica, a nuestro amado monarca Fernando VII y la libertad de la patria. Muchas actas de independencia se firmaron, subsecuentemente y todas fallaron en su empeño por darle una justa dimensión al proceso histórico de la Independencia.
Los presidentes de Colombia se han vuelto mesiánicos, superdotados: ellos son la historia; y nada hay de más antipático y contraproducente, con el agravante de que a los interlocutores de las Farc, en Cuba, les han dado también esa calidad supérstite para presionarlos a finalizar un conflicto, que ya no depende –si alguna vez lo hizo– de ellos. Se ha perdido el tiempo, sin duda. Humberto de la Calle Lombana, otrora tajante y de una sola pieza, ahora, también pretende ser un determinador del destino colombiano y con esa sensación, de que: “nosotros somos la alternativa de paz que necesita Colombia” se sienta, a la mesa, con sus contertulios y al sonar de los mojitos brindan con la expresión: “La paz. Ahora o nunca”.
¡Qué partida de engreídos! Los colombianos, no pusimos en sus manos dicha responsabilidad; el Presidente Santos se la abrogó –de las interpretaciones de su horóscopo personal y ante el delirio de que la historia depende de él y no al contrario– y montó el tinglado que terminará con: una firma, otro brindis y un acto indecoroso, avalado por la prensa, la opinión pública calificada y las expectativas de un proceso, mal llamado: postconflicto. Colombia se encuentra entre Santos y Uribe, entre la terquedad y el desquicio, sin que ninguno de los dos reconozca la humildad de los grandes hombres: los que son instrumentos de la circunstancia y no un mero bolígrafo al servicio de sus intereses personales y políticos.
Peñalosa elevado
Tengo un amigo, Walter Murales de la Peña; un hombre estrato seis, culto y con esa altísima autoestima de quienes han labrado su vida a pulso, de la pobreza a la riqueza. Cuando le preguntan, en esta época de elecciones municipales, por el candidato de su preferencia, contesta que: Peñalosa; pero lo hace como un reflejo condicionado, como si el estatus socio-económico también obligara a tener una consecuente fórmula electoral. Los ricos pueden votar por Pardo, también, pero nunca por las izquierdas so pena de que les hagan zancadilla en el Gun Club o los dejen de invitar a las frijoladas de doña Olga Duque de Ospina.
De todas maneras, Walter Murales hace uso de la reserva electoral y vota por quien le da la gana, pero en el momento de hablar de política, en los cocteles y recepciones de ocasión, se apodera, de su labia y discursiva, la más rampante hipocresía. Manotea en el aire y frunce el ceño para repudiar a los vendedores ambulantes que se acercan, en los semáforos, a su Mercedes Benz; despotrica contra los taxistas y dice que sus subalternos son todos usuarios de Uber; y, se refiere a Clara López Obregón, como Clara de Romero e inventa que su paso por Harvard fue, meramente, un intercambio veraniego de canabis y libros de Herbert Marcuse.
Traigo a colación este amigo, mío, porque me temo que la mayoría de quienes se manifiestan adeptos a Enrique Peñalosa, para la Alcaldía de Bogotá, son como él: peñalosistas de dientes para afuera, pero que terminan votando por opciones que consideran más factibles, menos volátiles y más apegadas a la realidad: menos urbanismo y calzadas oxigenadas y multicolores y más pragmatismo a la hora de luchar contra las mafias; de frenar los monopolios que nos saquean, a cuentagotas, a los ciudadanos; y, más equidad para los estratos menos favorecidos. Los ricos –los que llamamos: acomodados– son muy pocos y no son la fuerza que determina un alcalde capitalino; se precian de Transmilenio como un logro de todos y les gusta porque el chofer y el servicio doméstico, llegan más temprano, por las mañanas, a trabajar; logro que además –valga repetir– lo consideramos como un esfuerzo de todos los bogotanos, por eso no deja de ser antipático que Peñalosa lo señale como su gran éxito, cada que toma un micrófono y repite el periplo de su recorrido político y administrativo.
Puntear en las encuestas lo ha elevado, lo tiene hablando de utopías cada vez más distantes y como disco rayado, la idea del metro, o tranvía, colgado de las nubes –como alternativa al metro subterráneo– se ha convertido en su caballito de batalla: más bonito, más rápido, más barato, más cómodo para construir y más fácil de llevar a los confines de esta ciudad ya, de por sí, anclada a dos mil seiscientos metros de altura, en una cordillera majestuosa, donde, ni siquiera, hemos sido capaces de implementar, adecuadamente, un servicio de trenes. Si bien es cierto que Peñalosa representa la Bogotá que queremos, se trata, precisamente, de la que no podemos tener; porque, como decía el maestro Echandía, esto no es Dinamarca, sino Cundinamarca.
No se nos olvide –tampoco– que Santos ha introducido al ambiente político, como fórmula para acceder y mantener el poder, la corrupción mediática: el grueso de la información noticiosa, salvo las columnas de opinión de unos pocos –cada vez más pocos– está supeditada a la preferencia política y a los intereses económicos; de igual modo, las encuestas son, también, cada vez menos, el reflejo de la realidad electoral y están compradas, de antemano. A esto, hay que sumarle el agravante de que a Enrique Peñalosa, en las últimas tres elecciones, se le ha caído la votación por debajo del sesenta por ciento de lo que indica su “rating”, eso es imposible soslayarlo y es, además, la razón por la cual Rafael Pardo y Clara López han sido tan precavidos a la hora de unir sus fuerzas con él.
Enrique Peñalosa sabe, por la experiencia de su propia carne, que su elección está lejos de ser ganada, todavía; por eso, las ínfulas triunfalistas de Cambio Radical se están convirtiendo en un factor grande de desavenencia con los bogotanos, que le puede mermar votos –donde sí los tiene– en los estratos altos. Carlos Fernando Galán y Rodrigo Lara Restrepo andan a la pata del candidato, como la estela que genera un cometa, robando cámara y trasladando a la palestra el contrapunteo político que tienen con Horacio Serpa y con el Partido Liberal. Ambos jóvenes, cuyo ímpetu nace de una tragedia similar, deberían olvidar sus egos y mostrar a sus coequiperos que, en el caso de Bogotá, son interesantes, diversos y con una vocación de servicio que, los dos primeros, han venido opacando con su malentendida necesidad de figuración. O sea que entre las rencillas prosaicas de las figuras del partido y las nebulosas discursivas del candidato puede que, después de estas elecciones, ya no quede Peñalosa para más rato.
Natalia Springer o el poder de las feromonas
Tengo un amigo que se chifla con Natalia Springer; él vende servicios de seguridad, desde sofisticada tecnología de protección electrónica y digital para empresas, hasta celaduría y patrullaje nocturno con efectivos parecidos a Robocop. “Algo tiene esa mujer que me enamora” dice pero, él mismo, no puede definir si es su acento austriaco, su alcurnia que se remonta a la realeza de la Antigua Prusia, su rubor de mujer recatada pero intelectualmente penetrante o la fuerza ovárica de sus argumentos: como cuando habla de rifles con cañones de largo alcance o gatillos que se ponen duros, durante la emboscada, previa al combate, pero que se suavizan con el tacto, durante el tiroteo. El caso es que, cada que la invita a comer y se extiende en veladas con vinos del Rhin y faisanes a la Martingale, termina con el compromiso de otorgarle un contrato de asesoría sobre cualquier cosa; porque, eso sí, su firma que parece domiciliada en Luxemburgo, declara experticia en cualquier tema que tenga en común la globalidad de las estadísticas, la gestión pública y privada y la relatividad del acopio, análisis y sustentación de datos recabados ¿por quién sabe quién, quién sabe dónde?
La realidad es que Springer Von Sauerkraut, su compañía, en la que ella oficia de presidente, gerente y secretaria, con una tradición de cuatro años de servicio, está señalada por haber firmado contratos con la Fiscalía General de la Nación que ascienden a más de cuatro mil millones de pesos; lo que está muy bien considerando que el monto que pagan las entidades públicas, por asesoría, es inversamente proporcional a lo que sus dirigentes entienden, en este caso: ejecutar marcos lógicos, enfocados en el comportamiento criminal que resultan en patrones de macrocriminalidad. Ha recibido, al respecto –en razón al abultado monto de las transacciones versus la pobreza de sus resultados– una avalancha de mala prensa que, bien mirado, potencializa la recordación de su nombre y le dan la oportunidad mediática de reivindicarse, con creces, en algún momento venidero. En el peor de los casos, su firma puede sobrevivir, perfectamente, escribiendo tesis de grado para estudiantes a punto de graduarse en ciencias políticas, relaciones internacionales, criminalística, negociación, gestión empresarial, etc... ese es el menor de sus problemas y es, además, lo que mejor sabe hacer: tomar un marco de referencia de credibilidad reconocida, desmenuzar su información con base en un criterio explícito y extenderse en un análisis, tan pormenorizado como inútil, cuyos lectores –tinterillos y mandos medios– se convencen, antes de terminar, de su propia incompetencia frente a una mujer que tiene la habilidad de mencionar, subrepticiamente, sus peachesdés, sus emebeaes y sus especializaciones, otorgados ¿por quién sabe quién, quién sabe dónde?
Su verdadero éxito se limita a la preventa y a la postventa de sus servicios; la primera fundamentada en sus relaciones públicas: su forma de ponerle citas, fuentes y notas al margen a sus conversaciones, de llevar el escote que insinúa pero no revela y las faldas con la correcta apertura a lo largo del muslo; la segunda se fundamenta en sus presentaciones: que es el escenario –generalmente de mayoría masculina– en que sin importar el batiburrillo de sus conclusiones, el despliegue de feromonas que expide su humanidad es de tal magnitud que hace que, por ensalmo, todo lo que aparece, en sus pantallazos de Power Point, cobre sentido.
Se ruega el favor de no tomar la precedente afirmación a la ligera, no, las feromonas no son unos imanes sexuales que flotan indiscriminadamente en el ambiente, sino que tienen también una carga intelectual y de alta autoestima que seduce a audiencias de alto nivel directivo; no confundir, para nada, con la minifalduda que con su aroma de fresia salvaje y su proclividad por los moteles chapinerunos logra que le suban el sueldo. ¡No, rotundamente: no! Natalia Springer, o Lizarazo –eso es lo de menos– puede no ser la experta estudiada que dice ser pero si algo conoce, muy bien, es la imbecilidad de los hombres que se precian de tomar decisiones basados en su investidura y en su poder temporal y desmedido.
San Diomedes
Que los parlamentarios colombianos tramiten una Ley de Honores para celebrar las proezas musicales y mundanas del cantautor de música vallenata Diomedes Díaz, vaya y venga; es como honrar a uno de los suyos: hombres del pueblo que han trepado a las altas esferas de la sociedad, por la ardua y difícil escalera que lleva a la fama, al poder y a la delincuencia, para, finalmente, luchar por una anhelada impunidad. Ahora, la Iglesia, el Arzobispado de La Junta, en cabeza de Monseñor Eladio Arzayús Velandia ha empezado el proceso de beatificación, del conocido personaje, ante el Vaticano.
“Se trata de un papeleo demorado, pero estamos confiados en poder demostrar la índole milagrosa de uno de nuestros fieles más queridos” dijo el reverendo, a las cadenas noticiosas del país, después de una misa, por la salvación del alma del cantante y compositor, a la que asistieron sus cuarenta y cinco hijos, sus treinta y cuatro esposas-amantes-concubinas-compañeras-de-cama y sus guardaespaldas, muchos de los cuales –ahí empiezan los milagros– se parecen a los hijos; y es porque a Diomedes le gustaba, después de sus prédicas de acordeón, caja y guacharaca, compartir la carne y el vino con sus más cercanos colaboradores, tal y como rezan los evangelios. “¡Era tan devoto!” dicen quienes lo acompañaron en sus correrías que las líneas de cocaína le quedaban en forma de cruz y se persignaba antes de consumirlas y multiplicarlas para regocijo de sus acompañantes, algunos de los cuales –de acuerdo a lo previsto en la Santa Biblia– lo negaron, lo traicionaron y estuvieron entre quienes pidieron, entre vitores y gritos de espanto, para él, la corona de espinas y su subsecuente crucifixión.
“¡Su vida entera es un milagro!” exclamó, en otra oportunidad, Monseñor Arzayús haciendo referencia al hecho incontrovertible de que el hombre, nacido en un corregimiento pobre y perdido entre el veredal guajiro, había logrado conquistar el corazón de los colombianos con un repertorio alentador de las costumbres cristianas, pues Diomedes Díaz le cantó al amor, a la honestidad, al cariño de pareja, a la fidelidad, a la hombría y a la virginidad; valores, todos, que cultivó en su vida y que fueron equiparables a su devoción por Jesucristo, a quien le reza: “Todo lo que yo trabaje, todo es para ti; tú eres quien tiene derecho, todo es para ti; lo que guardo aquí en mi pecho, todo es para ti; el amor que es lo mas grande, todo es para ti”.
Como todo santo, también, tuvo su propio viacrucis: fue acusado de asesinar a una de sus sacerdotisas, a una de sus musas, cuyo cuerpo brutalizado y lleno de sustancias alucinógenas fue encontrado, al borde de una carretera, en las cercanías de Tunja. La noticia fue tan dura para el vallenatero que se sumió en una apoplejía que lo inmovilizó durante un par de años, obligado a cargar con la cruz de infamia que lo acompañó hasta su muerte; pero el milagro se le hizo: se levantó, caminó sobre las aguas y de los orificios en sus manos y pies fue arrastrado a la cárcel, de donde salió a los tres días; bueno, en realidad, fue más tiempo, pero las celebraciones de su resurrección fueron tan apoteósicas que los historiadores, con esa ebriedad propia de acercarse al aura de la santidad, terminaran por hacer los ajustes necesarios para que San Diomedes aparezca en los frisos y vitrales de las catedrales –desde Valledupar hasta Riohacha– junto a San Rafael Escalona, San Francisco El Hombre y San Juancho Rois cuyas beatificaciones también se encuentran en curso.
La oficina de canonizaciones del Vaticano tiene un archivero completo dedicado a Colombia y que los prelados miran, de vez en cuando, para reírse de nuestra ingenuidad; esto es, si se le puede llamar así a nuestro desdén por la gente de bien y nuestro infinito amor por las ovejas descarriadas; porque, el nuestro, es un país que le rinde culto a la delincuencia: nos encomendamos primero a las almas de Pablo Escobar, de Tirofijo o de la monita retrechera antes que reconocer la vida sacrificada de quienes trabajan sin más armas que el decoro y la perseverancia; nos colgamos medallas con sus efigies, les inventamos oraciones, coplas, trovas y vallenatos; peregrinamos hasta sus tumbas y les ofrecemos penitencia por su cuidado y milagros; y la prueba de esta afición por privilegiar la contravención y el bandidaje es que RCN y Caracol, sin falta, se pelean por producir telenovelas que ensalzan su memoria y deifican las acciones de sus vidas.
Como escribe Joaquín Robles Zabala, periodista de la Revista Semana “Diomedes Díaz Maestre fue muchas y otras cosas que se le endilgan: periquero, extravagante, mujeriego, loco, machista, ostentoso y, en ocasiones, entre un trago y otro, se le daba por toquetear las entrepiernas de sus amigos”; pero pareciera que con la excusa de que la vida pública e intima de un artista debe ser juzgada independientemente de su obra, nos piden, tanto la Iglesia como el Capitolio, que seamos benévolos, por lo menos, con sus canciones y sus letras, interpretadas y escritas para inspirar los más virtuosos y reveladores sermones dominicales sobre: el arrepentimiento, el perdón y la vida monacal de los juglares que encarnan la leyenda vallenata.
Santiuribismo y Urisantismo
Los historiadores tendrán, en el futuro, gran dificultad en distinguir entre Juan Manuel Santos y Alvaro Uribe Vélez. Los van a catalogar como los presidentes que antepusieron sus intereses personales a los de la nación entera y se sorprenderán de que “siendo la misma mierda” como manifiesta la mayoría de los colombianos, hayan polarizado de una manera tan tajante al país. Se dijo, en su momento que a Alfonso López Michelsen le gustaba más la plata que el poder y de él, para acá, los presidentes han salido con mayor patrimonio del que tenían cuando se posesionaron; salvo Virgilio Barco que olvidó cómo llegar al banco y Ernesto Samper que se dejó robar por sus esbirros; de resto hemos vivenciado una parábola de próceres que por sus buenos oficios como mandatarios han considerado, como un merecimiento divino, el de acopiar y acrecentar sus fortunas. Ahora bien, si nos sirve de consuelo, ese fenómeno ha sido a una escala tan ínfima comparado con países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, México o Haití –por sólo nombrar los más cercanos– que, en realidad, debemos darnos por bien servidos pues como dice el politólogo Remberto María Urumas, de la Universidad Nacional: “ Que nuestros presidentes hayan robado poco es un buen indicador de nuestra estabilidad democrática” y explica –en la misma diatriba– que la frontera entre el bien común y los intereses personales de nuestros gobernantes, es la misma que delimita las democracias de las dictaduras.
Santos y Uribe son cercanos, pero los hemos distanciado, nosotros, los electores: o es el uno, en el poder, o es el otro; o manda el páramo o manda la tierra templada; o nos ponemos la ruana o el carriel, o nos alineamos con los falso-positivos o con los cierto-negativos; no contemplamos posibilidades intermedias. Los hemos puesto en orillas distintas y ellos, nos siguen la corriente: lo que el uno afirma, el otro niega; lo que el uno pondera, el otro critica; lo que el uno construye el otro destruye y en ese discurrir les comemos cuento: creemos que el uno representa a un gobierno y que el otro representa una oposición. Falso. Los colombianos hemos propiciado un tire-y-afloje antidemocrático por los poderes de la nación; y escribo “poderes” porque vuelve y juega: el uno tiene más poder en las zonas rurales que en las ciudades; el otro tiene más poder con la guerrilla que con los paramilitares; el uno viene de familia rica y el otro ha enriquecido a toda la familia; el otro tiene más poder con los hacendados que con los industriales; el uno tiene un sentido ambiguo de la moral y el otro una moral ambigua. Santos tiene un poder de derecho y Uribe un poder de hecho y por ganar nuestras indulgencias, se están peleando por la presea que, de verdad, los diferenciaría: la paz.
Esto la convierte, entonces –a la paz– en un bastión político, un territorio electoral, unos centímetros de más en la medición de genitales que los tiene inmersos a ambos. Lo único cierto, en tal disputa, es que la paz no pertenece a los colombianos, pertenece a sus abanderados. La firma del proceso actual de La Habana sólo beneficiaría a las Farc porque les permite –en la mayoría de los casos– evadir la cárcel y limpiar sus infamias, lavar ingentes cantidades de dinero, amparados por el fisco nacional y tener un trato preferencial por parte de los estamentos de la justicia. Beneficia también a Santos, a la imagen suya y a la de su gobierno: es el albur que se ha jugado porque, en vez de meterle el diente a temas álgidos realmente urgentes como la justicia, la salud y la educación por los cuales le hubiera tocado ir contra los intereses de los políticos y por ende, perder una cantidad importante de votos cautivos, decidió tomar la línea del menor esfuerzo: buscar la paz, la consabida cortina de humo que nos distrae de los verdaderos problemas de Colombia y que durará –firmada o no, da lo mismo– hasta que los delincuentes, de siempre, con la cabeza entre la tierra, como las avestruces y el culo al aire, como todos los excluidos del proceso, cometan la primera masacre.
Uribe tuvo paz, a su medida; se alió con los paramilitares para replegar a la guerrilla y sacarla de las carreteras del país y eso nos permitió –a los colombianos– quitarnos el miedo y la incredulidad; y le permitió –a él– gobernar a sus anchas, hablar con ínfulas de pacificador y extremar unas exigencias cuyo cumplimiento forzoso resultó en la realización y afinamiento de una máquina para fabricar muertos, un sistema de multiplicación de cadáveres que, disfrazados de guerrilleros, se sumaron diariamente a las estadísticas de una guerra que “estábamos ganando”; engaño que duró hasta que sus subalternos empezaron a pelar el cobre y, hoy, se encuentran enjuiciados, sentenciados o con la vida por cárcel; engaño que, además –uno pensaría– debió ser coadyuvado por el Ministerio de Defensa. Y es que Uribe estableció unos parámetros morales tan generosos para los suyos, para quienes lo acompañaron en la administración pública de su gobierno, que, hoy, no siente el más mínimo remordimiento por quienes se dejaron agarrar: uribitos, santoyos, arangurenes, buitragos, nogueras, hurtados y demás afortunados que tuvieron, por parte del Presidente de la República, carta blanca para manejar lo suyo, con los aflojamientos de la virtud que a bien tuvieran. Como dijera el general romano Obdulius Maximus: “El botín es para repartirlo”.
En fin, acusaciones similares se le han hecho al gobierno de Santos y empezaron, como en el anterior, siendo sólo rumores que fueron tomando la forma de bestias apocalípticas. La culpa es nuestra –repito– los colombianos cometimos el peor error que una sociedad puede cometer: nos hemos aliado con el uno, sólo por estar en contra del otro. Somos santiuribistas o urisantistas como si eso nos diferenciara y es, precisamente, pensando que el uno es bueno y el otro es malo, o viceversa, la razón por la cual hemos sido incapaces de buscar alternativas más honestas y justas para Colombia.
Dios pocopoderoso
“Lo maravilloso acerca de dios, es que se trata de una invención humana” eso es realmente lo que yo predico. Mi nombre es Ovidio Roncancio, su seguro servidor y soy un sobreviviente del SIDA, razón por la cual decidí, en los últimos años, volverme experto en: el Creador, el Salvador, el Señor, el Altísimo o cómo se quiera llamar. No en sus asuntos –entiéndase bien– ni en los de la teología, para lo cual tendría que terminar el bachillerato, sino en lo que él es y representa como reflejo de nosotros: los seres humanos.
Parece una contradicción pero tengo, primero que todo y para alegría de quienes viven embelesados con su entidad, la certeza de que existe; creo en su omnipresencia porque, no importa la religión, ocho de cada diez mujeres u hombres –según el McAllister Institute for God Inquiries– piensan que lo llevan dentro, consigo, engargolado en algún lugar entre el alma y el espíritu –si no son lo mismo– o sea que estamos con él permanentemente. No creo, así, en su omnipotencia porque, de acuerdo al mismo tipo de encuestas, diariamente se le piden los mismos milagros, de la misma gente o los mismos grupos de personas, cuya insistencia y repetición, con distintas fraseologías, pone de presente, el hecho irrebatible de que no se cumplen. Hay comunidades en el Amazonas que piden, hace más de mil quinientos años, por el advenimiento de la Madre Naturaleza, en la forma de una luna duplicada, que destierre del planeta la ignominia del hombre blanco, por ejemplo. Creo, además, que dios es tan espectador como cualquiera de nosotros; poderes o no poderes, en cuanto a pedir milagros o concederlos, él intuye, como Borges, que: “El proceso del tiempo es una trampa de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro”.
Bajo todos los días por la calle 22, después de pasar la noche en lo que llamamos “los dobladillos de Guadalupe” cruzo la séptima y media cuadra abajo de la décima me recuesto en la ventana inclinada de una peluquería, a la que se le reconoce con el remoquete de “El Montallantas” donde todas las prostitutas, del sector, se retocan, por unos cuantos pesos, después de cada servicio; doña Felicia me sirve mi primer café, al debe y me pongo a trabajar, a evidenciar la presencia de dios, a recoger –por ponerlo, en términos más sencillos– material de análisis.
Entonces, tenemos que dios existe; pero no es eterno, nació con el big bang –dicen ahora los científicos– que fue cuando la materia se preguntó: “¿Ahora, qué hacemos?” y vivirá hasta la desaparición del último ser del último planeta que quede en el universo; porque, para los que no ven el Discovery Channel, les anuncio que el universo no va a durar para siempre: las reservas de todos los mundos, opacos y brillantes, la gravedad y la capacidad de transformar energía tienden a agotarse. Con todo y que “producir vida, es una cualidad de la materia” según Rodolfo Llinás, estamos agonizando, a larguisísimo plazo, por supuesto, pero esta es una realidad tan sobrecogedora que sólo, de la mano de dios, la soportamos; por eso lo creamos a imagen y semejanza nuestra, para sentir cercanos su calor y su abrazo; si dios fuera un cubo de mármol negro, un logaritmo o un organismo de mil ojos –como sugieren los imaginadores de la ciencia ficción– pues, no sería tan asimilable su presencia, ni tantos sus seguidores, ni tan prolíficas las iglesias que se enriquecen a nombre suyo.
Dios tiene –por lo tanto– nuestras mismas flaquezas: le creamos un representante suyo en la tierra y lo pusimos a caminar de un lado para otro, sin rumbo, desubicado; se dejó entronizar, a la vida espiritual –cualquiera que ésta fuera– por un grupo de homosexuales liderados por el Bautista; tuvo una novia con la que nunca oficializó nada y amigos, entre pescadores y jíbaros, con los que llegaban a los pueblos a predicar el amor y sin duda: a practicar el sexo; porque no nos digamos mentiras nadie le gasta lengua al amor, sin pretender meterla en otros orificios. A lo largo de su vida, se creyó el cuento de que su madre lo había concebido sin vulnerar su himeneo, sin semilla y sin dolor: “¡bastante voluble el pelotudo!” diría, hoy, el Papa Francisco.
Resultó tan aceptable y tan útil la invención de dios que nadie, sobre la Tierra, escapa a su influjo. Uno podría haber nacido entre gorilas, amamantado por una osa polar y criado por lobos feroces que, a la vista de un atardecer, exclamaríamos “¡Mierda! Quién habrá creado algo tan sublime!” y como hombres y mujeres somos tan imperfectos, pensar en una supervisión, que gravite en un ambiente inmaculado y perfecto, nos a caído como anillo al dedo.
No deja de ser un inconveniente, claro, que yo aquí sentado, viendo putas pasar todo el día, piense que este sitio es más cercano a dios que la iglesia, por ejemplo; y tiene su lógica: el cliente por un diezmo, que entrega antes de subir las escaleras contrahechas y oscuras, que prefiguran un purgatorio, se arrodilla frente a quien, en ese instante considera una sacerdotisa y hace lo suyo: comulga hasta que termina gritando el nombre de dios, como si no existiera un mañana, como si por un mínimo instante alejara la muerte. El problema, finalmente, el que advierto aquí sentado: es que todos pregonan un único dios verdadero, pero no nos importa el del vecino, sólo el nuestro: el que expía nuestras más secretas mezquindades.
Petro El Grande
“Te llamarán ‘El Grande’ en adelante y tu nombre retumbará, a lo largo de los siglos, por toda la eternidad” le hubieran cantado a Gustavo Petro, al proclamarlo emperador en algún momento más afortunado de la historia de la humanidad. No es para menos: un hombre que se cargó el fusil, al hombro, para luchar por la democracia; que lideró un proceso para amnistiar a los suyos –a quienes lucharon con nobleza– y poder dar la cara desde un frente aún más peligroso: el político; que fue uno de los parlamentarios más destacados del Senado de la República, al que accedió con la tercera votación mayoritaria del país; y, que a cargo de Bogotá, como Alcalde Mayor, ha salido airoso de uno de los retos más difíciles de su vida: el de no dejarse joder por las élites capitalinas; merece que se le compongan muchos himnos y de que se le construya una catedral.
¿Cuáles élites? Aquellas que se mostraron imperturbables –o poco afectadas– con el Alcalde anterior, pese a que se embolsilló, no menos de ciento veinticinco mil millones de pesos ($125.000.000.000.oo) pero que a Petro sí han tratado como a un enemigo público, número uno, por su pobre cuna, tal vez; porque creó una Secretaría para la Mujer, en una ciudad de machos cabríos; porque se preocupó por la atención de LGBTI, con un Centro de Ciudadanía especializado, en una ciudad donde preferimos ocultar esas anomalías; o, porque abrió, al público, centros para la atención de abortos –permitidos por la ley– en una ciudad cristiana y pía como el prepucio del Divino Niño. ¿Quién Sabe? Tal vez, lo odian por ser de la costa, por tener el pelo ondulado o porque usa la gorra terciada a la izquierda; o, porque sus apellidos son Petro Urrego y eso suena feo: a brego, borrego y labriego y lo imaginarán de por allá, del campo, con mugre en las uñas y costumbres indignas del Palacio Liévano.
¡No importa! El caso es que le entorpecieron la gestión, “le debilitaron la debilidad” como diría Perogrullo; al plan de mejoramiento del Sistema Integrado del Transporte Público, esencial para aligerar el flujo vehicular, le atrasaron la entrega de los buses, detuvieron el desmonte de las rutas que no pertenecían al nuevo sistema, retardaron –con excusas técnico-burocráticas la entrega de paraderos y lo más ignominioso: los bancos se pusieron retrecheros con Coobus y Egobus las empresas de los pequeños propietarios ¡claro! poniendo en peligro la infraestructura financiera de toda la operación. Digámoslo, de una vez, quienes mueven los hilos del poder bogotano prefieren mirar al infinito y más allá, con un alcalde permisivo como Samuel Moreno y hasta normal les parecerá que, por hacer lo propio, se quede con su propina. Detestan a Petro de una forma tan visceral, que aunque le dio un golpe importante al hampa poniendo en cintura el porte de armas de fuego, ni siquiera, eso, le reconocieron: los medios de comunicación, apoyados por las encuestas de ellos mismos –que es lo que siempre hacen– salieron a decir la imbecilidad de que sí, que efectivamente los homicidios habían bajado pero no, así, los demás delitos.
Puede que exagere, un poquito; de pronto Petro no tiene la enjundia de los grandes emperadores que nacieron con sus mullidas nalgas en el trono, pero algo tiene de Napoleón o Trajano, que se hicieron de la nada, tuvieron mente revolucionaria y principalmente, soportaron con estoicismo las arremetidas de los más poderosos. ¡O algo de Jesucristo ¿por qué no?! Sin contar las zancadillas que le hicieron de congresista, lo suyo ha sido un viacrucis: trataron de anular su inscripción como candidato a la Alcaldía; desde que se posesionó ya le estaban buscando causales de destitución y desafortunadamente, dio papaya, por cambiar el modelo de recolección de basuras –uno de los fortines privados más onerosos para los bogotanos– fue a parar a la picota pública e incurrió “en torpezas en la toma de decisiones” según los entendidos que, después, la Procuraduría convirtió en “gestión dolosa” y lo destituyó del cargo. Gustavo Petro pasó una triste navidad, de 2013, pero resuscitó a los tres meses reencauchado y con más ánimos, que es, precisamente, la actitud de los verdaderos líderes.
Según Crispino Sutamerchán, comentarista radial de la Cadena Arriba Colombia, a Petro, su decisión de cerrar la Plaza de la Santamaría, como matadero de toros, lo indispuso con los más pudientes; porque perder ese cordón umbilical con la Madre Patria, la oportunidad de ver sangre una tarde de domingo, mostrar las amantes de turno y éstas, a su vez, lucir sus louis vuittones y sus jimmy choos, les dio en la pepa del disgusto. “¿Cómo se atreve? ¡Malnacido! ¡Hasta asesino será!" le gritan desde los campos de golf, sin darse cuenta –porque además no les importa– que abrazar las izquierdas es, también, garantizar el equilibrio de las derechas; pero bueno –digo yo– les hará falta Petro cuando Alejandro Ordóñez sea Presidente de la República y se persiga a quienes no comulguen con su autoritarismo a ultranza.
Afortunadamente, ahí está Clara López quien integra lo mejor de ambos mundos, cuyo entusiasmo por servir a los bogotanos supera a Pardo y en gestión política y conciliación de los diversos actores, a Peñalosa.
Rasmus Polibius Bergström, en Bogotá
Lo primero que dijo, ante una audiencia de profesores y padres de familia, fue: “Se sabe que el 85% de las personas más admirables de nuestra civilización fueron estudiantes deficientes en el colegio, sin embargo ustedes no permiten que sus hijos lo sean”. Con esta paradoja, el educador sueco Rasmus Polibius Bergström, captó la atención de los presentes y sonrío: el desconcierto de todos se veía en sus caras. “Muchos de ustedes mencionan, a cada rato, la frase: 'el que no arriega un huevo no saca un pollo' y ese criterio les ha servido en sus inversiones, en sus amores y jugando al poker, pero no son capaces de apostar por la autonomía de sus hijos sino ya cuando son adultos, cuando es demasiado tarde” continuó diciendo el investigador de la Universidad de Pülke y distinguido miembro del Wehub (World Education and Humanity Board) para, acto seguido, preguntar: “¿Alguno de ustedes tiene un hijo perdiendo cuatro materias o más?” y nadie levantó la mano; silencio absoluto que el conferencista deliberadamente alargó, callado durante tres minutos, para después concluir: “Ese es, basicamente, el problema: nos da pena reconocerlo, por lo menos, en público; porque nuestra sociedad considera que ser buenos padres es tener hijos buenos estudiantes. Nadie, festivamente, dice: 'mi hijo va perdiendo el año' y es una lastima porque esa misma vergüenza no nos permite abrazarlo y decirle: 'hijo, algo debes estar haciendo bien, te felicito'”.
La conferencia duró un poco más de cuatro horas, de las cuales tres fueron de preguntas y respuestas; deploro no poder dar fe de ellas, en este reducido blog, pero trataré de hacer un resumen de sus argumentos. El profesor Bergström salía esa misma noche para Lima y a los dos días llegaría a Buenos Aires, no se cansó de pedir disculpas por la lentitud de sus editores en tener sus libros traducidos al español pero se comprometió a acelerar el proceso. Su teoría es la siguiente: lo ideal es que los niños sean malos estudiantes en el colegio y muy buenos en la universidad. “Casi que lo primero es causa y lo segundo: efecto” comentó al margen “pero eso es tema para otra conferencia” agregó.
El primer error que cometen los padres es creer que ellos, también, son profesores y eso dificulta la relación con los hijos porque, con seguridad, odiarán la figura del “profesor” que generalmente es impositiva y sin mayores libertades porque, éste, a su vez, también es esclavo del pénsum, de las reglamentaciones y aunque sea difícil de creer: de las notas. El profesor Bergström conoció una escuela en Nairobi donde se calificaba con caritas felices de distinto color e indefectible, al final del año todos los niños se habían esforzado por ganar las de todos los colores y esa necesidad, solamente, los hizo tener un sentido grande de logro y autoestima cuando la verdad es que los profesores las ponían al azar, salvo que, entre ellos, determinaban no ponerle un color específico, a cada estudiante, durante la mayor parte del curso. En ese punto aprovechó para informar, el conferencista, que la mayoría de las comunidades consideradas primitivas, en el Africa y la Amazonía, por ejemplo, saben, en sus huesos, que su única labor es la de generar autoestima en sus hijos; pero que, de alguna manera, los países más educados del planeta consideramos, que los padres debemos entrenar a nuestros hijos para que compitan en el mundo exterior; lo que, además de padres y profesores, nos convierte en entrenadores y si el hijo falla en matemáticas, pues, se las enseñamos en la casa, por lo que también fungimos de: matemáticos, biólogos, gramáticos o de lo que sea necesario.
Una madre –contó– fue llamada al colegio y delante de su hijo, le dijeron que él había sido el único estudiante capaz de sacar cero en los cinco cortes, de la materia: geografía; “¡Oiste eso hijo!” exclamó ella y lo invitó a celebrar el acontecimiento con un helado: el niño, sin duda, no sabe dónde está parado pero ella si sabe que es más importante la sensación de haber hecho algo distinto a sus compañeros que la valoración de “peor” o “mejor” que es realmente lo nocivo de la educación. Vivimos en una sociedad tan mal educada que si uno es “peor” en algo, se vuelve “peor” en todo y si es “mejor” en algo, rara vez se le considera “mejor” en algo más. “¡Vaya encrucijada!” exclamó el profesor Bergström, cuando lo único que se nos pide como padres de familia es que ante cualquier situación –que no revele una falencia moral, por supuesto– le expresemos a nuestros hijos gestual y verbalmente “¡puta madre, hijo, de verdad que eres maravilloso!”
La mayoría de los estudiantes excelentes, en el colegio, sufren mucho con las malas notas y generalmente, escogen su carrera basados en éstas y no en una verdadera convicción, porque los obnubilamos tanto con el hecho de que "son buenos en ¡eso!" que les cuesta trabajo mirar para otro lado; y lo grave es que con una sola mala nota, en la universidad, son capaces de concluir que se equivocaron de carrera y echar todo por la borda; con dos malas notas se declaran mediocres y con tres malas notas algunos hasta se han suicidado. En cambio los que tienen experiencia perdiendo materias y pasando los años por la gracia de dios saben, con mayor certeza lo que les gusta y saben que serán buenos en lo que se propongan, porque mal que bien han tenido la posibilidad de probarse, con la ventaja de que superaron, desde pequeños, el trauma de la mala nota que, en el mundo de hoy, se ha vuelto un señalamiento inaudito.
Pardo: el comodín
“Rafael Pardo podría ganar un concurso de belleza” fue la respuesta de uno de los investigadores de mercado más exitosos de Colombia, Severino Callejas, director de la firma Sondinas (Sondeos Independientes Asociados) cuando se le preguntó sobre la ventaja que el político-comunicador-economista le tomó a Clara López en la carrera por la Alcaldía de Bogotá. Tan curiosa respuesta llamó la atención de los medios de comunicación por lo que, al salir de su casa, al día siguiente, Severino se vio asediado por micrófonos, cámaras y grabadoras que, a duras penas y sin obtener ninguna respuesta, lo dejaron subir al carro. En la oficina, ante su equipo de trabajo, pidió disculpas por su indiscreción; no podía ser de otra manera, en el negocio de las encuestas no se acostumbra soltar opiniones, frente a la opinión pública, porque cualquier declaración inoportuna pone en riesgo la credibilidad de la firma.
El daño ya estaba hecho y lo mejor era dar las explicaciones del caso. Lo que se hizo a puerta cerrada, entre Rafael Pardo, sus asesores de imagen y su esposa, una periodista carismática y curtida en el manejo de la información. Lo primero que Severino Callejas dijo para captar, de una, la atención de los presentes fue: “Rafael Pardo no es una candidato, es un comodín” y es cierto, el mismo Pardo, sabe que ser siempre el hombre “adecuado” con el discurso “políticamente correcto” tiene sus problemas y está dispuesto a reconocerlos para dejar de ser la ficha de quitar y poner según las necesidades del mandatario de turno, el Partido Liberal y las circunstancias políticas de Colombia.
La reunión duró un poco más de cuatro horas y quedó, en el ambiente incrédulo del salón, mucho que asimilar y poco tiempo para aplicar correctivos. Pardo es sopesado, tiene habilidad para tomar decisiones que afectan positivamente a la mayoría de los involucrados; sus argumentos son siempre estudiados y da fe de los procesos de pensamiento que lo llevan a sacar conclusiones asertivas, en sus discursos; como político es respetado, cosa que muy pocos pueden decir de sí mismos, sus electores lo consideran como a alguien que no los va a dejar colgados de la brocha, ni los va a defraudar, ni hacerlos sentir como a los pendejos que se le pegan a servidores públicos que pasan desapercibidos o que terminan en la cárcel; entre múltiples razones votan por él, principalmente, porque lo admiran. Pardo, además, se mueve como pez en el agua en varios círculos, acepta cualquier reto público o privado y la sola sugerencia de su nombre, para cualquier empresa, es bien recibida por los interesados, por los medios de comunicación y por el público en general. Responde lo que se le pregunta sin excesos y con base en su experiencia, no es de esos que anda, por ahí, pontificando sobre lo humano y lo divino como los tantos y pretendidos sabios que pululan, en los techos altos del poder, como luciérnagas sin pilas. Pardo ha sido y seguirá siendo, la cara de mostrar en los momentos aciagos de nuestra política o ante las confusiones como la que, hoy, aqueja a los bogotanos.
Callejas terminó la reunión, diciendo: “Pardo podría ser Miss Universo, Secretario General de la Naciones Unidas o ganar la Fórmula Uno, el problema es que creer en su capacidad no es lo mismo que sentirle las ganas de llegar a donde quiere llegar. Nos falta ver a través de su piel y vislumbrar al héroe que, al tiempo con los suyos, arrastra los ideales de todo un pueblo”. Pardo y su esposa lo sabían, lo habían rumiado muchas veces, pero hasta ahora pudieron decantarlo: Pardo podría ser Alcalde de Bogotá pero la efervescencia y calor que necesita, para cautivar electores menos cultos que los que acostumbran a votar por él, le es esquiva; él no es carismático, ni arrollador en la forma de decir las cosas y peor aún, ni siquiera parece que quisiera serlo; no se le ve el cauce salido de las venas, ni el rubor emotivo del deseo; pareciera, por lo tanto, que lo que ha logrado, ha sido en virtud a estar en el sitio preciso, a la hora precisa: fungiendo de lo que sea necesario para deshacer cualquier entuerto. Por eso, en la actual encrucijada, nadie espera que se rasgue las vestiduras y se convierta en un verdadero líder, sino que estamos a la expectativa de que las componendas del Partido Liberal lo lleven al Palacio Liévano.
Eso es grave y es grave porque el efecto comodín no asegura los votos, ni el proselitismo de nadie. El Partido Liberal es, en Bogotá, un reguero de fragmentos desiguales, imposibles de casar juntos, muchos de los cuales tienen intereses con el Polo; y no lo digo en el sentido morenístico, de querer sacarle tajada al ponqué municipal ¡no! lo digo porque los caudales electorales coinciden y satisfacerlos es la función más importante de cualquier político, de cualquier vertiente.
A Rafael Pardo le falta un volador entre el culo, pero no para impulsarlo –eso ya se dio– sino para que los bogotanos atestigüemos, de primera mano, que puede volar solito –sin el amaño de las circunstancias– y botar luces rojas, azules, verdes y amarillas indistintamente y para todos lados.
¿Cincuenta sombras de qué?
Perla Quintero se fue a ver Cincuenta sombras de grey con su novio, augurando una noche apasionada y terminaron en una garrotera que terminó con la relación y una tetera de vidrio que él destrozó contra una pared y que le alcanzó a cortar una ceja. “No me imaginé que una película tan recomendada fuera tan mala” comentó Perla en la oficina y algunos compañeros de trabajo la llamaron “recatada” y “frígida”. Para completar, escuchó que su jefe le decía a un amigo, por teléfono, refiriéndose a la nueva secretaria de la gerencia, que: “¡Esa hembrita si está como para darle una paliza!”
En realidad, era indignación lo que sentía Perla y lo expresó de la siguiente manera: “¿Qué tiene de novedosa? ¡Es sólo otra historia sobre un hombre abusador, tratando mal a una mujer!” En un plano más personal, para ella era muy claro que si su novio salió transportado de la sala de cine –“como flotando por la nubes” fue que dijo– pues, desafortunadamente, no tenía nada que hacer en su vida. “¡Hasta ahora me vengo a dar cuenta que no me conoces Reynaldo!” le gritaba ella, llorando, ante la afirmación, absurda y poco inteligente, de que la película es un éxito de taquilla porque la practica sexual del sado-masoquismo se puso de moda. “No es sado-masoquismo” repetía él, incesante, como si ese tecnicismo lo fuera a sacar de las arenas movedizas en que se había metido; “es dominación-masculina” agregaba, como si hubiera mayores diferencias, porque, en eso, Perla tenía razón: ella tendría que ser una masoquista para dejarse amarrar, golpear y tratar como un animal sumiso al que se le pega para que ande o dé piruetas en un circo.
Lo grave de Reynaldo fue asumir que a todas las mujeres les gusta ser sumisas sexualmente y que el pudor o el miedo al dolor, no las deja disfrutar de lo delicioso y gratificante que es sentir latigazos en las nalgas, en posición cuadrúpeda, mientras les gritan: “Eres mi vasalla, mi coima, mi servidora” y las ponen a brillar zapatos con la lengua. Lo grave de Perla fue ponerse tan brava, “¡por dios, es sólo una película!” exclamaba Reynaldo casi que implorando un perdón que nunca se dio y que lo alejó de la mujer con la que pensó, en algún momento, compartir su vida. Y es que a cine llevamos mucho más que el ánimo de relajarnos y olvidar, por un rato, nuestra realidad; llevamos nuestro pasado, nuestras creencias y nuestra particular forma de ver las cosas, pero… ese es otro tema.
La dominación masculina, o femenina, en el sexo –consensual, por supuesto– es una práctica que se da entre un amo y un siervo, por lo tanto es placentera sólo para quien le gusta inflingir dolor, como para quien le gusta recibirlo. A la mujer protagonista de la película pues, simplemente, no le gustaba y al hombre protagonista pues, simplemente, no le gustaba otra cosa, por lo tanto era irremediable el rompimiento. La película trata sobre lo que ella tuvo que pasar para asegurarse de que esa manera, tan específica, de expresar la sexualidad no sólo no era lo suyo, sino que se constituía en un impedimento para continuar con la relación. Obviamente, que a esa trama hay que agregarle los ingredientes de Hollywood: una mujer bella y tierna, con una sonrisa de sandía; un hombre como salido del Olimpo, billonario a pulso; y, un contrato escrito, entre ambos, que asegurara discreción y excluyera pormenores incómodos, como podrían ser: la puesta de tachuelas en la espalda, la exposición de los genitales a algún combustible o la inserción recto-posterior del tubo de la aspiradora, por ejemplo.
Cada cierto tiempo, se llevan a la pantalla películas que causan conmoción por su contenido sexual; de todas, ésta es la más tonta y no porque sea la menos explícita, sino porque está hecha para no tener que ratearla con una “X” y además, para que le guste a un amplio sector de la población adulta, por lo tanto no profundiza en el plano psicológico, salvo un par de problemas de infancia, que todo el mundo los tiene. Nada como la barbarie humana de Salò, o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini; el experimento histórico de Calígula, de Tinto Brass; la desbordada pasión de Marlon Brando y Maria Schneider en Ultimo Tango en París, de Bernardo Bertolucci; la hermética sensualidad, en las calles de Nueva York, de Nueve semanas y media, de Adrian Lyne; o, la peligrosa carnosidad madrileña de las Edades de Lulú, de Bigas Luna; solo por mencionar algunas de las producciones hechas, de verdad, para conmocionar la piel y los pensamientos que se esconden en el sistema nervioso.
Lo otro, lo inconcebible, lo chocante, es que ver en cartelera un título como Cincuenta sombras de Grey es, ya, una invitación a vivenciar una gama de sensaciones, un abanico de posibilidades, cuando la verdad, monda y lironda, es que se trata de una película sobre un hombre que trata, sin mayor sutileza, de llevar a una mujer –de la que indudablemente se enamora– hasta el nivel de sus gustos por la dominación. ¡Nada de sombras diversas! Lo que salva la película de ser un completo desastre es que, al final: ¡ella no se deja joder!
Las bondades de Pretelt
La justicia dejó de ser un absoluto, se convirtió en una veterana que ofrece sus tetas caídas y su entrepierna saqueada mil veces, a quien requiera de sus favores. Tan es así, que Alejandro Ordóñez habla de unos estándares mínimos de la justicia y se me ocurre pensar que Jorge Pretelt los cumple y que no es un mal tipo sino que tiene un sentido propio de la honestidad: cometer delitos menores, como robar, mentir y desfalcar, pero sólo en beneficio propio o del uribismo. Ese ha sido el sentido ético del milenio, sino que ha cambiado –un tanto– con el último gobierno, en el que se permite delinquir en beneficio propio, del santismo y ¡vaya paradoja! también en beneficio de la paz.
Ramiro Bejarano insiste que los sucesos actuales de la Rama Jurisdiccional son más graves que la Toma del Palacio de Justicia donde se quemaron las instalaciones, los archivos con millares de folios incriminatorios del narcotráfico y se asesinaron a sangre fría magistrados que más que jueces eran oráculos. Yo no estoy de acuerdo, lo que él no entiende es que ahora el aparato judicial es más relajado: se cierran los juzgados con cualquier conato de huelga y eso está bien, porque 15 días de vacaciones en diciembre no es suficiente para descansar de un trabajo tan sobrecargado; se encarcela a los delincuentes de cuello blanco en cómodas caballerizas ¡no faltaba más! para que no se vayan a contagiar del lumpen presidiario; se le otorga, incluidos guerrilleros y paramilitares, perdón y olvido a cualquiera con más de mil millones de pesos, regla que aplica también para las reinas de belleza; los magistrados gozan de cuotas para sus familiares dentro de las instituciones de la misma rama u otras del gobierno; y, si en vez de decir “concepto” dicen “concecto”, o de decir “expediente” dicen “etspediente” eso, ya, a nadie le importa. Es la nueva –y consabida– forma de comportamiento en lo judicial. Doctor Bejarano no se despeluque, mientras se cumplan –repito– unos mínimos estándares de justicia como muy inteligentemente dijo el Procurador Ordóñez; palabras que quedarán –por supuesto– escritas en sus tomos de memorias: “Elegías para una canonización”.
Volvamos, entonces, a la esencia de este artículo; Jorge Pretelt no es un mal tipo sino que su cara le quita seriedad a sus actos, pues se parece al abuelo de la familia Munster. Por eso y porque es un godo recalcitrante, de esos que durante la adolescencia, en su natal Montería, cerraba los ojos al ver pasar una burra, la gente no ve fácilmente sus bondades; pero, la verdad, han sido muchos los avances logrados durante su carrera, su magisterio y en el escaso mes y medio que lleva como presidente de la Corte Constitucional.
Candidato al doctorado en derecho de la Universidad Alfonso X El Sabio, en Madrid, España, el doctor Pretelt es experto en Derecho Electoral y específicamente, en el tema de las “ternas de uno” en el que apoya el argumento de que el ternado más opcionado colabore o saque de la manga, el nombre de los otros dos. Le salió el tiro por la culata cuando Mario Iguarán ganó el pulso por la Fiscalía General de la Nación, en la que cinco mil millones salidos del bolsillo de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, parece que inclinaron la balanza en su desfavor, pues, desde el principio, él fue el favorito para ocupar la cabeza del ente acusatorio; esto le enseñó a nunca bajar la guardia por eso, ahora, ante las acusaciones de haber recibido un millonario soborno, en vez de renunciar, pide una licencia, generando un antecedente de solidaridad, desde el seno de nuestra justicia, para que otros presuntos delincuentes se atornillen a su escritorio, así se lleven por delante la institución que representan.
Con su esposa Martha Ligia Patrón, quien trabaja en un alto cargo de la Procuraduría General de la Nación, cercano al despacho del doctor Ordóñez, han auxiliado a desplazados de la región de Urabá y antes que verlos dejar sus tierras con las manos vacías, por cuenta del desalojo forzoso al que los paramilitares los han sometido, los Pretelt han comprado sus predios; por precios bastante menores al de su verdadero avalúo pero, como dicen: “Algo es algo peor es nada”. La Fiscalía cree ¡qué injusticia! que ellos son cómplices de la invasión paramilitar a los fundios adquiridos, por lo que han llamado a la doctora Patrón a comparecer ante las instancias judiciales y responder por crímenes de guerra y de lesa humanidad; el doctor Pretelt como buen marido y padre de familia ha esgrimido que su mujer no puede cumplir con la diligencia, pues debe salir del país con su hija menor de edad, quien se encuentra muy afectada por la persecución de que han sido objeto, los últimos 20 días.
Se pide a grito herido que renuncien todos los magistrados y parece que tal acción sería conveniente para el presidente Santos, ante la consideración de que la Corte no se muestra favorable a avalar los entuertos jurídicos del proceso de paz. Por lo pronto Jorge Pretelt ha pedido que cambien las sillas de la Sala Constitucional por excusados, con eso cada magistrado puede deliberar mientras hace lo suyo y de paso, se disimula un poco el olor de la podredumbre que se está destapando.
La Candy Crush Saga
“La mayoría de mis amigos son del siguiente calibre: postean fotos de ellos mismos, enfundados en sus vestidos Armani y con los nudos de sus corbatas de seda perfectamente triangulares, a punto de tomar decisiones trascendentales para el medio en que desarrollan sus actividades económicas; a los cinco minutos, su celular expide un comunicado, corto y directo a la pepa: Tu amigo te invita a jugar Candy Crush Saga", decía Alberto Mengano Lafaurie, a sus contertulios de ocasión, durante una recepción en la Embajada del Reino Unido para conmemorar los 60 años en el trono de la Reina Isabel.
Hacia las nueve y media de la noche, después de sendos pasabocas, hubo un brindis y rodó la champaña durante largo rato. Alberto se encontró con una vieja amiga –de esas tan lanzadas que la voz parece que le saliera del escote– comentaron los mismos tres, o cuatro, chismes de moda en el ambiente diplomático colombiano y en el momento de salir, cuando se estaba despidiendo de la Canciller a quien llamaba por su nombre de pila, sintió que le halaban el brazo. Era un agente del servicio secreto que lo llevó hasta un rincón, poco iluminado, de la casa para decirle, de manera incisiva “deme nombres, necesito nombres de las personas que juegan Candy Crush, se lo ruego estamos tratando de salvar al mundo, de ese flagelo”. Alberto se intimidó y con voz entrecortada dijo “no soy un soplón” por lo que el agente lo sacudió por el cuello de la camisa, mientras exclamaba “¡hágalo por el bien de la humanidad!”, al instante salió corriendo y se evaporó entre la gente, eso sí: le dejó una tarjeta en la mano con un teléfono.
A los pocos días, las conjeturas de Alberto se disiparon, pues wikileaks reveló el listado de las personas adictas a jugar Candy Crush a nivel mundial: el piloto del avión de Malasia Airlines MH370, desaparecido hace más de un año; el príncipe Harry cuando no está subido en un helicóptero haciendo prácticas de tiro; Kim Jong-Un el joven mandatario norcoreano, que juega, inclusive, durante los desfiles militares; Fernando Alonso los últimos tres años, se precia de haber sido el primero en completar mil niveles; Cristina Kirchner a quien se le oyó decir: “puede que las encuestas no me sean favorables, pero mi puntaje de Candy Crush está por las nubes”; entre otras, y en la lista también aparecen: Justin Bieber, Kim Kardashian, París Hilton, Rafael Nadal, Chelsea Clinton, Mark Zuckerberg, Donald Trump, Oprah Winfrey, etc… y los únicos colombianos que aparecen son: Juanes, Samuel Moreno y Radamel Falcao García. Los medios internacionales increparon severamente a los integrantes de dicha lista, los pusieron en la picota pública porque calcularon que, por cada 100 niveles, debían gastar alrededor de 2 semanas, jugando entre 4 y 5 horas diarias.
Después de ese suceso, de esa filtración deshonrosa la gente empezó a jugar a escondidas; si a uno lo encontraban en un baño metiendo cocaína, era menos grave que con el celular entre las manos eliminando hileras de dulcesitos. Jugar Candy Crush se volvió causal para despidos laborales y para le separación de matrimonios, tanto civiles como por la iglesia. “Dios castiga la procastinación digital” decían los curas en los sermones dominicales, aleccionados por los últimos comunicados del Vaticano vetando, por su perversidad, ciertas aplicaciones para los celulares. Una nueva versión salió al mercado, la Candy Crush Saga Incognito, con el atractivo de ser totalmente silenciosa y con un dispositivo que, con sólo quitar los dedos de la pantalla, está se convierte –de acuerdo a los ajustes del usuario– en páginas de Word, hojas de cálculo de Excel, o cualquier otro pantallazo predeterminado: desde ecuaciones cosmológicas hasta pornografía.
Alberto empezó a ser fuertemente presionado para que soltara los nombres de sus amigos, dedicados a la turbia actividad candicrochera; lo interrogaron durante varios días, le pusieron fotografías de conocidos y desconocidos para que, él, los señalara con el dedo, los humillara ante la sociedad y ante el país; lo amenazaron con torturarlo y lo tuvieron, en solitario, durante varios días. Demacrado y sin aliento lo sacaron, le ofrecieron café pero orinaron la cafetera, le ofrecieron bandeja paisa pero escupieron en el plato; finalmente, desfallecido les dijo que sólo les podía dar un nombre y se lanzó con el que más le pareció que cumplía con los requisitos de un hombre que de dientes para afuera tiene un cargo de responsabilidad, pero de dientes para adentro es solamente un hijo de papi simpaticón y que frunce el ceño ante los periodistas, como inmerso en cavilaciones importantísimas: Simón Gaviria. Y, como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas, Alberto fue bañado, vestido y alimentado en un Corral Gourmet antes de dejarlo en su casa.
A Simón Gaviria lo encontraron las autoridades durmiendo la siesta, en el carro, protegido por sus guardaespaldas, en el parqueadero del Jockey Club y ante los medios de comunicación declaró que, efectivamente, que él jugaba Candy Crush todos los días y que eso le permitía mantenerse enfocado en una sola cosa; en pocas palabras, lo que dijo, exactamente, fue: “Es una forma de ejercitar mi lucidez”.
El efecto Uber
Los bogotanos pensamos, al principio, que “úber” era el apócope de “ubérrimo” por lo que asumimos que se trataba de otro negocio de los hermanos Uribe Moreno, al amparo de su padre, especialistas en enriquecerse aprovechando información privilegiada. Pero no. Se trata de un servicio de taxi que funciona por medio de una aplicación para Windows phone, Android e IOS, lo que lo hace más rápido en la recogida que los taxis convencionales, más cómodo y sin la molestia de manejar dinero en efectivo –la carrera se prepaga con tarjeta de crédito– lo que evita el atraco a sus conductores. Las condiciones de higiene y comodidad del vehículo son óptimas y aunque es más costosa la carrera, parte de la premisa, cierta por demás, de que “quien tiene la plata para comprar teléfonos celulares de alta tecnología, la tiene para tomar este agradable y novedoso servicio”. Uber inició operaciones hace cinco años y se presta actualmente en más de 300 ciudades, a nivel internacional, incluidas el 80 por ciento de las capitales del mundo.
“Se trata de un golpe bajo para los taxis amarillos” –los Uber son blancos– dice Don Uldarico Peña, la cabeza sobresaliente de los taxistas, de siempre, señalados generalmente por su mal genio, su olor trasnochado y sus indebidas jornadas de 12 a 15 horas.
Los usuarios de taxi en Bogotá han venido, paulatinamente, equilibrando la balanza entre blancos y amarillos; y es que, estos últimos, todos los días dan excusas para que la gente se cambie: “yo por allá no lo llevo patroncito”, “usted me va diciendo por donde, porque yo, por esos lados, no conozco”, “no tengo vueltas, señora, mire a ver si le cambian el billete en alguna parte” y a la par con frases despedidoras, los hay que ponen espejitos, frente a la palanca de cambios, para mirarle las piernas a las mujeres que se suben; algunos exceden los límites de velocidad a su antojo; otros siguen cobrando, a los incautos, el doble o el triple de la tarifa; y hay un porcentaje –a veces alarmante– que se presta para el consabido paseo millonario.
“Por eso es que las cosas están cambiando” dice don Uldarico Peña y le muestra, a los periodistas que lo visitan, un reel de testimoniales que, eventualmente, piensa subir a You Tube:
Francina Tabares dice que: “Apenas el taxista supo que era el día de mi cumpleaños me ofreció una chupeta, en forma de vela, dejó abierta la recepción de la antena y todos los taxistas con la misma frecuencia me cantaron e Sapo Verde”.
“El taxista me presentó a su esposa, sentada de copiloto” dice Darío Cavanzo y agrega: “la vieja me ofreció manicure, pedicure, masajes de todas clases y como no acepté ninguno, me armó un pegadito de marihuana. Me lo cobraron, claro, pero me sentí muy bien atendido”.
Doña Josefina Coscuez de Aramburo comenta, sonrojada frente a la cámara, que le tocó un taxista que le cantó a capella sus boleros favoritos. “Qué voz la de ese hombre, interpretó a Lucho Gatica, Leo Marini y Armando Manzanero. Con decirles que llegué 20 años más joven a mi casa”.
“A mí, me salvaron la vida” dice el abogado Camilo Insignares, quien camino de Paloquemao, a presentar los fundamentos de una demanda contra el Estado, olvidó su cédula y el taxista se las arregló para que un compañero la recogiera y la llevara –arriesgando velocidades mayores de las permitidas– hasta el juzgado.
Cuenta, por ejemplo, Ezequiel Miramonte, que tomó un taxi de esos que tienen las ventanas de atrás polarizadas y recostaderas abullonadas. “El taxista me ofreció una revista. El asiento del copiloto parecía la vitrina de una droguería” dice, de forma divertida y cuenta que, antes de pasársela, el taxista le pregunta: “¿El señor desea una revista de negocios, noticiosa, de chismes de farándula o de relax?” A lo cual, él contesta “de relax”. Acto seguido le pasan una revista Penthouse, plastificada y una cajita de Kleenex.
Así las cosas, es claro que los taxistas bogotanos, de toda la vida, piensan dar la pelea por competir contra los advenedizos. Algunos han instalado, ya, sistemas de Home Theater con Surround y 3D en las cabinas de sus carros; otros han puesto cojinería floreada, echado perfume primaveral y escogido en Spotify playlists de música californiana; y, otros pocos –cuando se trata de usuarios que están haciendo una diligencia, que no les toma mucho tiempo- ofrecen la devuelta a mitad de precio. Están en mora de montar un sistema de “millas” como el de las aerolíneas y ofrecer acumulación de “kilómetros” por cada carrera según la distancia recorrida.
Están, además, próximos a salir, en horario triple A –dice, también, don Uldarico Peña– dos comerciales: uno que muestra a un taxista molesto porque le rayaron el carro y que, en vez de sacar un chuzo, o una cruceta, para pelear, saca una pistola de agua y alega, amistosamente, cantando en verso, como si fuera un rapero; y otro en el que sale Natalia Paris en paños menores, entre un taxi, diciendo que: “Son tan cómodos los taxis amarillos, que le dan, a una, ganas de quitarse la ropa”.
Racatapún Chin Chin
El coronel Uriel Oviedo fue el primero en determinar el peligro. “¡Sembraron la Plaza de Bolívar de minas quiebrapatas!” exclamó, después de que un burro, un vendedor de perros calientes y un grupo de tres niñas, camino del colegio, volaran por los aires. Veinte minutos más tarde, cuando el perímetro se encontraba acordonado, dos incrédulos ciclistas traspasaron las cintas y las señales preventivas, desoyeron los pitos y los gritos de la policía y cuando se pensó que iban a llegar al otro lado, con tres metros y medio segundo de diferencia, sus cuerpos quedaron desmembrados por descargas explosivas brotadas del piso como un chorro instantáneo de fuego.
En Cuba, la dirigencia de las Farc, apoltronada frente a los medios de comunicación, aun con los mondadientes de después del desayuno, en la boca y luciendo distintos colores de camisetas Lacoste, lamentaron el suceso y señalaron al Comando Polvorete –su enemigo consuetudinario– de ser los culpables de tal afrenta a los diálogos de paz. “Esos hijueputas, lo que quieren es jodernos” le dijo, uno de ellos, a Humberto de la Calle Lombana, en privado. Éste último, con su intuición de sabueso, pensó que si bien las fuerzas contrarias al proceso estaban, ahora sí, dispuestas a jugársela toda para que las conversaciones en La Habana fracasaran, había que sopesar otras posibilidades más sombrías.
Tres días después, el presidente Santos, aterrizó en El Dorado, dando fin a una maratónica gira por los países de la cuenca del Pacífico y lo primero que hizo fue visitar la Plaza de Bolívar –que le quedaba en el camino– en compañía del coronel Oviedo. Se pararon junto a las columnas del Capitolio y la visión fue desoladora: los restos mortales fueron recogidos por una grúa con brazos de cincuenta metros, pero la sangre no había podido ser limpiada; la basura se acumulaba a los pies del Libertador y las palomas caminaban, cejijuntas, a sus anchas, pues su peso es inocuo para el efecto de hacer estallar alguna bomba. El presidente se molestó ante la inercia del Estado, pues era poco o nada lo que se había hecho en el intento por desminar el área, pero el coronel le explicó que ya había una comisión de científicos y militares, dilucidando la forma de hacerlo. Lo más grave es que como ninguna organización delictiva salió a declarar la autoría del hecho, pues veladamente los periódicos y las revistas semanales fieles al gobierno, fueron vendiendo la idea de que el Comando Polvorete estaba detrás del asunto, al tiempo que rescataban las fotos –publicadas mil veces– del expresidente Uribe mirándole los genitales a un caballo, en compañía de Yadiro Polvorete Fosca, alias “Verruga”. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran los culpables, no se podía declarar una paz concertada mientras el centro neurálgico de la capital colombiana estuviera agónico con ese sarampión de explosivos, a punto de estallar, frente a la Alcaldía, el Palacio de Justicia, el Capitolio, el Arzopispado, la Catedral Primada y a una cuadra de la Casa de Nariño.
Los citadinos sufrimos en carne propia la inseguridad con que se camina en el campo, porque el fenómeno se replicó, en menor escala, en algunos parques, ciclovías y centros comerciales. Una marca reconocida de prótesis articulares, abrió sucursal en Bogotá y el libro más vendido fue el de “La utopía del desminado” escrito por el serbio Borislav Maranko que explica, de forma sencilla y cuidadosa, que el compromiso de desmantelar los campos minados por grupos al margen de la ley no pasa de ser un contentillo sobre el cual no tienen mayor control. El libro, basado en la experiencia de grupos como los Tupamaros en Uruguay, los Kmer Rojos en Cambodia y el Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros, que prometieron lo mismo que, ahora, prometen las Farc, reunidas en Cuba, tiene, en su página 54, el siguiente fragmento: “[…] los mapas de localización de las minas (entregados por los alzados en armas) son generalmente hechos a posteriori, por lo tanto ineficaces; los equipos sonares o de rayos gamma, son poco confiables porque detectan una mina por cada cinco acumulaciones de desechos orgánicos varios; las técnicas químicas que identifican el nitrato de amonio funcionan pero sólo a escasos centímetros de la mina, lo que las hace altamente peligrosas; el mejor método sigue siendo el más popularizado: pasar, varias veces, manadas de jabalíes, o animales no-domésticos similares, por los campos demarcados. Desafortunadamente, en grandes extensiones de bosque, o selva, una vez se declara el área fuera de peligro, siempre ocurren tragedias por causa de las pocas minas que no fueron ubicadas. […]”
A tres semanas de las primeras explosiones, la principal plaza de Colombia sigue sembrada de minas quiebrapatas, pero ya está en curso una licitación para quitarlas, un consorcio afgano-iraní es el más opcionado en la puja. El expresidente Uribe, en rueda de prensa, asevera tener pruebas de que las minas pertenecen y fueron puestas por las Farc y acusa al presidente Santos de tener conocimiento al respecto. Hoy, el diario de mayor circulación nacional titula, en primera página: “Uribe echa su polvorete y se sacude”.
Acatemos el Fallo de La Haya
El fallo de La Haya es inapelable. Lo que pasa es que Juan Manuel Santos, en Colombia, está acostumbrado, como cualquier niño consentido, a cambiar las reglas del juego y ha escogido, ante el infortunio de tener que entregarle un pedazo de océano a Nicaragua, la táctica de “hacer pataleta.” Mecanismo que le ha dado resultado antes, en asuntos políticos de regular importancia a nivel local. La dimensión internacional es otra cosa y no es que él la desconozca, pero si está echándose una suerte que puede conducirnos a una guerra, como todas ellas: innecesaria.
Mañana, o pasado mañana, se van a divisar barcos nicaragüenses armados desde las playas de San Luis y ¡ahí va a ser Troya! Estos serán, sin duda, de estricta vigilancia pero lo vamos a ver con los ojos enardecidos de quién a perdido un pedazo de uña, pero actúa como si le hubieran arrancado el brazo. Que, entre otras, para no ir muy lejos, el riesgo si era el de perder, por lo menos, un par de falanges o un pulgar. Pero bueno, todo el mundo se pregunta qué paso; culpan a Guillermo Fernández de Soto -con razón- y en menor medida a María Angela Holguín que, sentada durante la alocución presidencial con las rodillas bien juntitas, como en el colegio y en actitud de haber hecho bien la tarea, poco o nada tiene que ver en el asunto. Lo complicado se le viene ahora, porque tiene que buscar unos subterfugios que no existen para lograr una solución imposible. Lo importante es que mantenga el suspenso tres años más y que finja un tire y afloje jurídico-diplomático otros cuatro si el Presidente logra su reelección.
El Presidente de la República se dirige a la nación -frente a su teleprompter- con los expresidentes atrás -Juan Lozano en representación de Uribe, supongo- y Noemí y María Emma que, más que excancilleres, no pierden la oportunidad de empolvarse la cara si de salir en televisión se trata; todos con ese gesto patriótico se sacar el pecho y apretar el culo. La indignación de los colombianos por perder otro margen de soberanía ante nuestros vecinos y condolidos por los pobres sanandresanos que están perdiendo la oportunidad de aprovechar lo que no sabían que tenían: los recursos naturales y el petróleo de las áreas afectadas. Y, lo que más causa confusión: el rictus hipócrita de Uribe y Pastrana, solidarios con el Presidente, para ocultar la realidad de que bien hubieran podido, ellos sí, en su momento, evitar el descalabro diplomático. ¡No se entiende del todo la reacción, como si los pescados que cambiaron de nacionalidad se pusieran a nadar en dirección opuesta.
Para que los conflictos se acaben, alguien tiene que ceder. Cuando nadie quiere ceder se recurre a un organismo de credibilidad internacional para que tome la decisión y ambas partes adquieran el compromiso de acatarla ya sea que beneficie a una parte, o a la otra; porque lo importante es que se gane o se pierda: el fallo marca el final del conflicto. Por lo que a mí me parece que debemos entregarle, a Nicaragua, las aguas marinas contempladas en el Fallo de La Haya. Lo contrario es desconocer el orden internacional, participar del caos individualista de las naciones que desconocen los rigores de la globalización y la importancia -futura sobre todo- que para la estabilidad del mundo representa que entre los países haya puntos de encuentro y no de desencuentro. Yo pensé que el Presidente, en su alocución, con alborozo iba a puntualizar en el hecho de que conservamos el archipiélago a cambio de un mar territorial que poco o nada estábamos aprovechando y en el cual, desde hoy, tenemos la oportunidad de unir esfuerzos con los nicaragüenses para desarrollar proyectos conjuntos. Que, en vez de los expresidentes, iba a estar el embajador de nuestro país homólogo y con un abrazo fraterno se iba a sellar el final del conflicto y el inicio de una era de progreso y bienaventuranza entre países con la misma sangre.
¡Pero no! La confusión deja de existir cuando -como sucede casi siempre- se le aplica la lógica electoral a los acontecimientos. Todo esto hay que calcularlo en la cantidad de puntos de imagen que hubiera perdido el Presidente Santos para su reelección, más grave aún el riesgo que corría de pasar a la historia con José Manuel Marroquín por entregar menos patria de la que le fue encomendada. Para evitar tal inconveniente -que no hubiera sido tanto pues somos conscientes de que este asunto Pastrana lo cocinó y Uribe le echó la sal- Colombia decide desconocer el fallo y montar un tinglado en que parezca que de verdad se puede echar reversa. Previendo, además, que este será un tema crucial en la repartición del caudal electoral, el expresidente Uribe hace lo propio -apoya con los mismos términos pero con otras palabras, por ponerlo de alguna manera- la decisión del primer mandatario pero no porque tenga una idea salvadora sino precisamente porque no la tuvo cuando era imperativo tenerla; o porque subvaloró las consecuencias de la contienda y la contienda misma, lo que no es extraño dada la facilidad con que su ego le nubla el entendimiento.
Este artículo no dice, en realidad, nada nuevo, ni pretende hacerlo; lo que si tiene es la intención literal de pedirle el favor al Presidente Juan Manuel Santos de que acate el Fallo de la Corte Internacional de La Haya y que pierda los votos que tiene que perder, con la seguridad de que está evitando una guerra. Que cambie de actitud, que le dé un ejemplo a los israelitas sobre la importancia de ceder para evitar conflictos que desgastan recursos económicos, humanos y naturales. Que se pregunte ¿qué tantos planes tenía, en realidad, para ese mar territorial completamente inexplotado? Que busque soluciones proactivas, ante el hecho de que lo que de verdad fortalece nuestra soberanía, es la posesión de tierras; porque, en un contexto general y dado que nuestra pesca es escasa en producir divisas, poca importancia tiene quién pesque y en qué aguas, o qué meridianos prevalezcan, ante la contundencia de que el archipiélago es nuestro y punto.
Acatemos el Fallo de la Haya, disciplinemos nuestra diplomacia para actuar acorde con el orden internacional. No somos parias, nunca lo hemos sido; la tendencia en nuestro pensamiento internacionalista han sido más la sapística y la arrodillística. ¿Por qué actuar ahora, entonces, con un rol que desconocemos? ¿Qué nos pasa? Somos generosos de espíritu, esa es nuestra índole, mañana perderemos, sin duda, la órbita geoestacionaria, el trapecio amazónico y los Estados Unidos nos empujará hasta el Atrato. Vámonos acostumbrando, pasemos de ser perdedores, a ser unos buenos perdedores, gallardos y orgullosos: ese es el verdadero pacifismo. Hoy nombraron una comisión de sabios juristas como grupo de apoyo a las acciones por venir. No los conozco a todos, pero son gente seria, ojalá alguno le diga la verdad a Santos; lo llame con cierta discreción a la esquina de un corredor y le explique la inutilidad de buscar un equilibrio en la balanza electoral, preguntándole: “¿Presidente de qué le serviría una eventual paz con las Farc, si vamos a estar en guerra con Nicaragua?”
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