Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe

Paz mata Justicia

En Colombia hay paz y hay guerra, lo que no hay es Justicia; y no la hay porque nuestros gobernantes siguen contando con los votos de la subversión para fortalecer su caudal político. Los diálogos son eso: la negociación del paquete de leyes que se debe expedir para que los alzados en armas tengan plena libertad de inclinar la balanza de la única justicia que conocemos: la electoral.

No importa que traficantes de droga, asesinos y secuestradores queden amnistiados y su reinserción a la vida civil dependa de sumarse a los anillos de pobreza urbanos sin otra opción que dedicarse a la misma criminalidad. No importa que Timochenko recobre el estatus político de las Farc y sus esbirros sean elegidos alcaldes. Importa menos aun que siga habiendo colombianos dejados a su suerte desprovista de ley y de Estado, porque siempre habrá a quien echarle la culpa de la “guerra”. Siempre habrá con quien negociar una siguiente “paz” y, así, a quien echarle la culpa de la “guerra” venidera, la de despuesito y así sucesivamente en un ping pong sin maya, sin mesa y sin raquetas porque normatividad que garantice una misma Justicia para todos es lo que no hay.

Podemos vivir en tiempos de paz y en tiempos de guerra, de acuerdo a los titulares de El Tiempo, lo que no podemos es vivir sin Justicia; y eso es lo que nos está asfixiando. El gobierno de Uribe es un buen ejemplo de tal patología. Poner uniformados en las carreteras fue una manera de vendernos la ilusión del despeje de nuestras vías respiratorias, hasta que caímos en la cuenta de que eso se logró diseñando una justicia abundante para los paramilitares y otra precaria para la guerrilla. ¡Qué sorpresa! ¿Nos preguntamos de dónde viene el asma crónica que padecemos?

Todos los colombianos quieren paz, pero no todos quieren Justicia y menos los que tienen la suya propia de acuerdo a apellidos, capacidad adquisitiva, capacidad criminal, patrimonio o nexos con el poder. Una es la justicia para los Rastrojos y otra para los Uniandinos; una para Inocencio Meléndez y otra para Emilio Tapia; una para Sabas Pretelt y otra para Yidis Medina; una para Nicolás Castro y otra para Jerónimo Uribe; una para el pederasta con las uñas sucias y otra para el violador con el cuello blanco. A la paz le damos aire y a la guerra le damos fuego, mientras la justicia recibe palmaditas en la espalda.

Tengo una amiga que se llama Paz Guerra, prima hermana de Vida Guerra la modelo cubana. Pendenciera pero suave y relajada en los momentos del amor. Cuando la llaman por su nombre se abre de piernas con facilidad, como si no hubiera derrotero distinto a la necesidad de lograr un estado de prolongado paroxismo. Cuando saca a relucir el apellido se descompone, se vuelve obstinada en resolver los conflictos que la afligen y en señalar a los culpables de sus falencias o desvirtudes; o sea, en una tarde puede pasar de entregar el goce de sus dadivosos muslos a empuñar la espada del rencor y desatar las rencillas más inútiles. Sin embargo, es justa. Sus principios rigen su vida, no los sacrifica por ganar una pelea o por mantener un ardoroso romance. Están ahí, hacen parte de su estructura como ser humano.

Nuestra amiga Colombia, en cambio, es injusta. Se comporta distinto según el marrano. Se acuesta con unos por una poca plata y a otros les pasa la cuenta como si engendrara en ella el Jardín de las Delicias. Deja que los más encumbrados le levanten la falda y se acomoden en sus bajos fondos, mientras se pone retrechera con los menos favorecidos o con menos recursos para negociar caricias o comodidades adicionales. Su proxeneta de turno conoce tales comportamientos y los alienta al extremo de tratar, de tú a tú, a sus más acérrimos enemigos y de congraciarse con quienes la han vejado y utilizado con desconsideración. ¡Cómo será! Que proxenetas anteriores le coquetean todavía, no se acostumbran a la nostalgia de haberla tenido, de no haberla podido usufructuar por más tiempo. Nuestra pobre amiga, entonces, acoge la paz y alimenta la guerra -es su modus operandi, no sabe otra cosa- pero sin parámetros de Justicia porque quienes se la gozan están más prostituidos que ella y se acostumbraron al río revuelto de su pesca milagrosa.

Con los nuevos diálogos de paz y sus buenos augurios por parte de los sapos y de los ingenuos, empieza también la campaña por la reelección del actual Presidente de la República. Un proceso de paz en curso, con buena prensa, es su boleto al próximo cuatrenio. Para prometer la paz sólo se necesita estar en guerra y eso, en Colombia, se puede hacer en cualquier momento porque velamos por que sigan ahí los culpables de siempre. Prometer Justicia, en cambio, es prometer un ajuste de cuentas interno que enfrentaría los poderes públicos, que socavaría la tranquilidad política mínima para garantizar la gobernabilidad y que pondría en la picota pública a protagonistas y antagonistas que así no sean cercanos, o ni siquiera indispensables, coadyuvan en la obtención, mantenimiento y cuidado de lo que verdaderamente está en juego: el poder.

Incontables escritos de gente muy seria y comprometida con la crítica constructiva en este país señalaron el fracaso de la Reforma a la Justicia como “una crisis sin precedentes en Colombia.” ¡Por supuesto, no es para menos! Nos trataron de engañar a todos, absolutamente a todos; además pelaron el cobre, se dejaron ver la mezquindad de lo que mascullan y la sin vergüenza con la que actúan. La paz en Colombia es una panacea ilusoria. Un sofisma de distracción que sigue poniendo votos por eso su bandera es recogida del suelo y lavada cuantas veces sea necesario, como mecanismo para soslayar las verdaderas dolencias y evitar los dolorosos tratamientos y curas que necesita nuestro país.

Dan risa los columnistas que dicen que con los diálogos de paz Juan Manuel Santos de manera valerosa se está jugando su imagen, sobre todo porque no se está jugando nada; jugarse su imagen sería exigirle una Justicia igual a quienes la fundamentan y la aplican, así hagan parte de su caudal reelectoral. Seguimos, además, con la percepción errónea, pero cada vez más arraigada, de que si la imagen del Presidente permanece inalterable -en el caso de los presentes diálogos, por ejemplo- es que las cosas van bien, de que la paz está cerca y como eso es lo que queremos oír los colombianos pues seguiremos votando por la continuidad de esa ilusión siendo que lo verdaderamente lamentable en este país es que: Paz mata justicia.

Conviene terminar este artículo con la frase de María Isabel Rueda que la excusa de cualquier exabrupto: “Ojalá me equivoque” y Juan Manuel Santos con la asesoría de los noruegos resulte -digo yo- ser el redentor que necesita Colombia y, como Andrés Pastrana, suene también para el premio Nobel de la Paz que, vaya coincidencia, se decide y se entrega en Oslo.

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Nacionales, Cultura Fabio Lozano Uribe Nacionales, Cultura Fabio Lozano Uribe

No todas las pereiranas juegan fútbol

Este es un llamado para que alguien que conozca al Presidente Santos me recomiende para el cargo de Ministro de Cultura. Si, en su momento, Olga Duque de Ospina alegó que haber criado a sus hijos era una hoja de vida apropiada para ser Ministra de Educación, yo supero ampliamente esa pretensión porque me he leído Cien Años de Soledad en voz alta, procuro no hablar con la boca llena y me sé de memoria el Soneto a Teresa, de Eduardo Carranza. O sea, soy una persona culta. Uso gafas, me brilla la cabeza y empiezo las frases con unos silencios largos que revelan, antes de hablar, una profunda e introspecta hondura del pensamiento; requisito sine qua non de la erudición. Por lo demás, le puedo sostener una charla sobre fútbol a Piedad Bonnet y una sobre literatura a William Vinasco.

Aunque no pertenezco a ninguna minoría apreciable; tengo sangre de españoles oportunistas, como la mayoría de mis compatriotas, y piel delicada como las matronas del Cáucaso; no soy propietario de ninguna prenda Leonisa, no me visto de látex, ni le casco a nadie con un látigo y tampoco pertenezco a ninguna élite acomodada de provincia y menos –que sería más grave– al inventario de cuotas burocráticas de ningún parlamentario o candidato a alguna magistratura del Estado; puedo decir, eso sí, que hago parte del reducido grupo de personas que no lee a Poncho Rentería y eso demuestra, a todas luces, una estoica necesidad de evadir la mediocridad. Lo demás, para no incurrir en lugares comunes, es que mi vida es “un libro abierto”, “el país conoce mi honestidad y vocación de servicio”, y que “mis bienes personales son, apenas, una pichurria si se les compara con mi desinteresada lucha por el bien común”. En fin, si me ponen a conversar con Roy Barreras estoy seguro de que saldría bien librado pues me precio de tener la habilidad de encontrar la nobleza donde menos se espera.

Renunció protocolariamente, en pleno, el gabinete de Juan Manuel Santos, por eso es el momento de posicionar mi nombre como el de una persona capaz de rescatar las raíces culturales de nuestra sociedad. Tarea que en realidad se reduce a tres acciones fundamentales: presentar el circo Hermanos Gasca en el Teatro Colón, mandar a Gloria Zea al exilio e implantar el Septimazo en todas las calles terminadas en siete. La implementación de tan metódico plan no será fácil, por supuesto; por lo que conformaré el Magno Comité de la Gran Cultura integrado por quienes han demostrado dedicación absoluta al mantenimiento y protección de nuestro patrimonio material e inmaterial y, sobra decir, que hayan hecho algún aporte valioso en mínimo un área especializada de la cultura. Por ejemplo: Simón Gaviria, por haber convertido la carencia de lectura en una fortaleza que enaltece a los analfabetos; a Alejandra Azcárate por haber hecho de la sensibilidad social, un arte; a Yidis Medina por mejorar y potencializar la factura estética de la revista Soho; a Shakira por haber intervenido con acierto la letra del Himno Nacional; a Dania Londoño por mostrarle a los norteamericanos nuestros verdaderos atributos; a Felipe Negret por defender a capa y espada la temporada taurina de Bogotá; a Samuel e Iván Moreno Rojas por su interés en la custodia de, buena parte, de los bienes materiales de la capital; a Angelino Garzón porque le jala a cualquier cosa; a Jorge Noguera para que grabe las reuniones de dicho Comité y a Juan Carlos Esguerra para que haga las transcripciones y la relatoría subsecuentes.

A estas alturas, el lector de este artículo debe estar aburrido de tanto cliché, de tanto sesgo y trivialidad en aras de un “humor” que por repetitivo va perdiendo su poder catártico. No lo culpo si deja de leer en este punto. ¿Por qué perder el tiempo en un cocido varias veces recalentado? El punto es que los colombianos nos contentamos con parte de la historia y eso hay que cambiarlo desde la fuente donde se origina: la cultura. Me explico: Simón Gaviria no es solamente un delfín que omitió leer un proyecto de ley, es también, entre muchas otras cosas, un aguerrido político con principios liberales, padre de familia, etc. Alejandra Azcárate no es solamente una niña linda que se equivocó escribiendo sobre las mujeres con sobrepeso, es también comediante, modelo, empresaria, amante excepcional –me atrevo a pensar– y muchos otros etcéteras. Shakira no es solamente cantante, Dania no es solamente puta, Negret no es solamente un esbirro de Vargas Lleras, no todo es blanco y negro y no podemos focalizarnos en la sola punta del iceberg.

Todo es un compendio de historias, todo hace parte de una maraña innumerable y cambiante de contextos, todo tiene, además, interpretaciones varias y disímiles significados. No todas las pereiranas juegan fútbol. No todos los costeños son recostados y conchudos. No todos los parlamentarios son corruptos. No todos los uribistas son voltiarepas. No todos los reinsertados son asesinos. No todos los caballistas son paracos. No todas las prepago son actrices, modelos o universitarias. No todos los ministros sacan tajada de las contrataciones. No todos los gatos son pardos. No todos los colombianos traficamos coca. Y, por poner un punto final, no todos los choferes de buseta son unos malparidos a la carrera.

Digamos, en aras de la claridad, que generalizar es un recurso del lenguaje, pero no debe serlo del pensamiento y menos aplicado a la razón. Etiquetamos con facilidad y nos lleva, a veces, una vida entera corregir una postura ideológica, reconocer la bondad, reivindicar el valor y la honestidad, enaltecer alguna virtud o, simplemente, perdonar. Debemos hacer un esfuerzo por conocer los pedazos de historia que nos hacen falta para ampliar la noción de ¿quién es el vecino? ¿quién, la que nos sirve el tinto, el taxista, el que nos abre la puerta, el que vigila el barrio, el portero, el policía, la secretaria, el que nos atiende por la ventanilla, el peluquero, la manicurista, el panadero, el que nos hace los impuestos, la cajera, el embolador, la enfermera? En pocas palabras: el otro, al que debemos reconocer, sin distingo alguno, como un interlocutor capaz de ampliar nuestra visión de mundo.

No podemos contentarnos con una sola historia, como dice Chimamanda Adichie, escritora nigeriana inspiradora de este texto: “Una sola historia crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que puedan ser falsos, sino que son incompletos. Hacen que una sola historia se convierta en la única historia.” Los invito, entonces, a escuchar a esta maravillosa mujer africana, en el siguiente link: http://www.ted.com/talks/lang/es/chimamanda_adichie_the_danger_of_a

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Nacionales, Bogotá, Política, Gobierno, Social Fabio Lozano Uribe Nacionales, Bogotá, Política, Gobierno, Social Fabio Lozano Uribe

Defensa de Petro

Un hombre izquierdoso -lo que básicamente quiere decir que es una piedra en el zapato de los más acomodados- al que no le ha temblado la mano para luchar por una democracia más justa, odiado por la corruptela de las contrataciones, malquerido por los ricos y los que se sienten ricos, conocedor de la pobreza y el hambre, pisador intransigente de callos y político atípico pues es honesto hasta los tuétanos, no asumió la Alcaldía de Bogotá pensando que su gobierno iba a ser una travesía relajada y desprovista de obstáculos. Inclusive, no creo que le parezca más difícil de lo que pensaba porque sabía en lo que se estaba metiendo. Además, Gustavo Petro conoce sus limitaciones por eso busca experticias específicas en sus colaboradores y si no las demuestran en el arranque pues -con el dolor del alma- se reemplazan de inmediato. Daría la impresión de ser maquiavélico en el sentido de que el corazón nada tiene que ver con los asuntos de su gestión; debe ser que lo deja en la casa donde su mujer y sus hijos -se nota- lo cuidan y se calientan a su amparo.

Petro se ha equivocado, por supuesto, pero usted no lo ve excusándose, día de por medio y buscando culpables a diestra y siniestra, siendo que podría soltar a su antojo y de manera intermitente, el agua de inodoro público en que se encuentran hasta la coronilla Samuel e Iván Moreno y sus secuaces. Estoico, hasta con la mirada, se le nota el aguante que tiene para soportar la embestida del sistema que se le está viniendo encima “¡con toda!”, como dicen los jóvenes ahora. Es increíble, nuestros estamentos sociales y políticos parecieran sentirse más cómodos con un alcalde que roba, que con uno que les saca los trapos al sol y les escupe en la cara su extracción revolucionaria y marginal, ni siquiera los medios de comunicación se lo aguantan.

Tampoco puede uno, a ultranza, defender a alguien tan criticado sin dar ciertas explicaciones o, en mi caso, hacer suposiciones sobre el tratamiento que le ha dado a ciertos temas y el comportamiento que parecería errático frente a álgidas situaciones de conocimiento público. Empezaré por decir, en todo caso, que no se puede esperar del alcalde la misma actitud desabrochada, de pecho al descubierto y lanza en ristre que le vimos como senador, pues lo que en el elíptico puede constituir un debate sin precedentes a nivel acusatorio y mediático, desde el Palacio Liévano el mismo tipo de señalamientos le pueden mermar grandemente la gobernabilidad. En el caso de la gestión distrital, sus resultados se traducen en beneficios a la ciudadanía y no por en la cantidad de leña que le puede haber echado a la hoguera de las polémicas locales.

Razón tienen Felipe Zuleta y María Isabel Rueda en demandar respuestas, por parte de Gustavo Petro, sobre su aparente nexo con los Nule y las coincidencias que se dan al respecto. No creo, por ningún motivo, que el burgomaestre les esté dando el beneficio de la duda a los mencionados rateros de cuello blanco -y menos coadyuvado con ellos- está es tratando de dar la impresión, ante la opinión pública, de que el tema de las contrataciones podría -por la razón que fuera- estar amañado, o manejado de manera des “interesada”, porque la realidad es que sigue dominado y en control de otros carruseles que, como el de los Nule, siguen robándose el erario público a tajadas. Tal actitud agua tibia, en un hombre que nunca la ha tenido, tiene como objeto el de generar cierta confianza que no ahuyente a quienes están montados en el negocio del soborno, las coimas y las mordidas; para eventualmente poderlos atrapar y seguir en el empeño progresista de sanear la administración y dejar mecanismos de defensa internos e institucionalizados contra este flagelo.

Sale Noticias Uno a decir que el agua de Bogotá no es potable y que según los mismos laboratorios del Acueducto aparecen contaminantes orgánicos cuya ingestión es perjudicial para los usuarios. Petro, con razón, replica la escasez de fuentes para hacer tal afirmación y Cecilia Orozco, directora del noticiero, dice que llamaron a confirmar con los funcionarios de la entidad pero que no les contestaron el teléfono, y los acusa de actuar con intencionalidad para poder hacer las denuncias pertinentes en un futuro venidero. Acto seguido -da risa- critican a Petro por asumir mala fe por parte del medio de comunicación y ponen palabras en su boca: “El Alcalde Mayor de Bogotá denunciaría penalmente a quienes irresponsablemente hicieron falsas afirmaciones sobre la calidad del agua en la capital”.

Igual Daniel Coronell, solidario con sus excompañeros de trabajo, ante la falta de pruebas contundentes se traba en una discusión por twitter con el Alcalde en la que termina dándole consejos, no pedidos, sobre el uso sabio y tolerante del poder. ¿Él qué va a saber? Además, al escribir: “…usted no es un comandante, es un gobernante…”, “…los bogotanos lo escogieron alcalde, no pastor”, “Y cuídese de las aguas mansas y de las aguas Bravo” trata de acuñar frases ingeniosas, a costa de Petro, quien invita al periodista a tomarse un vaso de agua. Ahí termina la cosa ante la imposibilidad de probar algo tan sencillo como abrir el grifo del agua y mandarla analizar a un sitio competente, tal y como se hace con la orina -digo yo- y a un costo que no debe ser mucho mayor. O sea, ¿nadie en la mesa de redacción de Noticias Uno dijo, elevando el dedo índice: “mandemos a analizar el agua nosotros”? ¿Nadie? O lo hicieron y ante la evidencia de su sonada equivocación no tuvieron más opción que atacar a Petro por la forma en que respondió y no por el contenido. Se hubieran quedado callados porque les salió el tiro por la culata. Deben entender, además, que el Alcalde puede no responder -con la velocidad que los medios quisieran- a todas las preguntas sobre él mismo, su gestión o sus colaboradores, pero está en la responsabilidad de desmentir ipso facto los ataques que ponen en peligro la tranquilidad ciudadana.

Ahora bien, estimado lector, si tiene dudas sobre lo que podría ser un soterrado complot en contra de nuestro alcalde remítase a la entrevista que María Isabel Rueda le hace a Gina Parody en El Tiempo y juzgue por usted mismo. La chica súper poderosa, representante clase 1A, golden extra VIP del establishment, incurre en todos los lugares comunes de la oligarquía y espulga, a escasos siete meses del gobierno Petro, hechos de su administración con el único motivo de crear una distancia política que, si bien ya existe, ella ahonda para tratar de robarle algo de su imagen democrática y popular que tanta falta le hizo a su candidatura en las pasadas elecciones por la Alcaldía de Bogotá. Lo trata de “tirano” que es una palabra explotada, desde tiempos inmemoriales, por la burguesía para tratar de trasladar el miedo de los pudientes, al pueblo.

Dicha entrevista, inclusive, lo reivindica a uno con María Isabel Rueda pues buscó todos los argumentos posibles para que Gina Parody dijera algo positivo de Petro, y nada. Lo descabezó sin piedad. Sacó a relucir todos los argumentos del manejo de la riqueza propios de las clases elitistas, que es: dinero que no está comprometido es despilfarro. ¡Vaya conclusión! Que ella tenga un millón de amigos dispuestos a recibir contratos no quiere decir que Petro los tenga y máxime siendo consciente de que, sin importar el tiempo que le tome, debe cuidarse, ante todo, de las adjudicaciones que es donde las chicas y chicos súper poderosos sí le pueden, de verdad, truncar el curso de su carrera política. Desde su cómodo pedestal y acomodándose el cinturón que le regalaron Batman y Robin, Super Power Parody repitió lo que todos dicen -otro lugar común- y es que: Petro es intolerante a la crítica. Nada más absurdo. Lo que pasa es que vivimos en un país en que los funcionarios públicos se desviven por quedar bien ante los medios de comunicación. ¿Al fin aparece uno que decide no pasarse el día hablando con Julito, Dariito y Francisquito que piensa sus respuestas, que opta por no contestarlo todo y, eso, nos parece inadmisible?

Hay mucha tela de donde cortar. No digo más porque me han advertido que voy a perder lectores por escribir tan largo. Lo que no puedo dejar de mencionar es que Petro -estoy seguro- aprendió de los errores de Antanas Mockus, quien se resignó a perder gobernabilidad y ocultó sus deficiencias sacando a la calle elefantes, cebras y payasos de su circo de bolsillo; y -con una supuesta clarividencia inspirada por el pueblo- dejó todo tirado para perseguir la Presidencia de la República.

Como Alcalde, Petro sabe que esta puede ser su última lucha, pero la va a dar, cueste lo que cueste, para cumplirle a los bogotanos y hacer más vivible la ciudad. Le hubiera gustado hacerlo con Daniel García Peña de su lado, pero éste último no entendió que, en lo que al cambio de gabinete respecta, prefirió buscar la comprensión del amigo que cualquier eventual señalamiento por favoritismo. Al fin y al cabo ese es el tipo de sacrificios que hacen los verdaderos amigos. Que fue que le debió advertir, de antemano, dijo el internacionalista realizando la suerte de la doble estocada que casi le saca un ojo: la de defender a su esposa y al tiempo renunciar a su cargo. ¿Alguna otra explicación?

Valga preguntarle a los bogotanos: ¿Cuándo habíamos tenido un alcalde que hiciera tantos esfuerzos por no defraudarnos? Peñalosa, tal vez, y le pagamos no volviendo a votar por él. Petro no espera nada a cambio, por eso va a ser difícil amilanarlo o, en últimas, derrotarlo. Su pellejo desnudo, por voluntad propia, está expuesto a los alambres de púas que, consuetudinariamente, siguen protegiendo a los verdaderos poderosos y que se sienten amenazados por sus actos de valor que, con cortafuegos en mano, se les está metiendo al rancho.

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Deporte, Cultura, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Deporte, Cultura, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Desnudez atlética y minusválida

Hay mujeres que, en cierto momento, cuando se están quitando la ropa como parte de un desafuero del deseo, piden apagar la luz. ¿Por qué? ¿Es algo que no quieren ver o es algo que pretenden ocultar? Mi madre confiesa “lo mínimo que quiero en un momento de tanta intimidad es fastidiarme por las humedades del techo.” La señora que riega las matas de mi oficina dice “no puedo imaginarme que estoy con Antonio Banderas si le estoy viendo la cara al menso de mi marido.” La esposa de mi mejor amigo apaga la lámpara y además la televisión, para poder concentrarse en la consecución del orgasmo y mi novia dice –y explica– que la diferencia entre hacer el amor y copular está en la cantidad de luz que ambienta la ocasión. ¿Cómo así? “Sí”, responde ella, “el ambiente de las relaciones amorosas debe ser tenue, con aroma de sándalo, o caléndula, palabras susurradas al oído y sábanas de estampados suaves y difuminados color pastel; contrario a la pornografía, que es la linterna entre las piernas, los gritos de gallinero en crisis y eyaculaciones que inundan hasta el ombligo.”

Los hombres sabemos que nada de eso es cierto. Las mujeres que apagan la luz, lo hacen para que la piel no muestre sus imperfecciones, las estrías de los embarazos, el ámbar marchito de los excesivos bronceados, las líneas de bikini mil veces trazadas, las cesáreas, el vaivén que en el vientre van dejando las dietas y las manifestaciones varias de la conjugación tiempo-cuerpo. Con mayor perturbación sucede entre mujeres más jóvenes que se comparan con las modelos de los avisos publicitarios, las portadas de las revistas y se encuentran ante un listado de requisitos estéticos difícil de cumplir.

Los hombres prendemos la luz y si tenemos un lunar peludo y pedregoso queremos que nos lo chupen y le tomen fotos. Las mujeres son menos desinhibidas, menos mostronas, siempre tienen algo que tapar y lo más molesto de todo es que piensen que nos importa y, la verdad, no nos importa; pero no por la razón hermosa de que mientras haya amor somos inmunes a la vanidad… ¡ya quisiéramos que fuera así! Si no porque desde el momento mismo que vemos la oportunidad de iniciar, acrecentar y llevar a feliz término una erección no nos interesa nada más, somos como perros aferrados a un tronco, o a una rodilla, nos entregamos a un solo tire y afloje como sino existiera un mañana. Se nos sale el animal de monte que existe adentro nuestro y después del rebuzne quedamos con la sonrisa más idiota de todos los tiempos, que es aquella que da a entender que estamos esperando unas merecidas felicitaciones. Cosa que no sucede nunca por parte de nuestra pareja, pero sí entran al cuarto todos nuestros amigos a aplaudir como festejando un gol y es, precisamente, buscando ese sueño recurrente que siempre nos quedamos dormidos. ¿Ustedes –pregunto a las mujeres– creen que durante una reacción animal de tal calibre tenemos tiempo de fijarnos en algo?

Mil años más tarde, frente a la psicóloga de pareja nos enteramos, de que todo lo dejamos sin empezar, cosa que a ellas no les pasa porque –como dice el dicho– lo que empiezan con el codo, lo terminan con la mano; pero lo que si es supremamente grave –uno lo nota porque la psicóloga asiente de manera imperceptible– es nuestra falta de sensibilidad y ¿eso qué quiere decir? Pues… ¡ni puta idea! Lo único cierto es que la mayoría de las veces e influenciados por la pornografía y el machismo de nuestra crianza, tenemos la falsa creencia –qué estúpidos somos– de que el sexo termina cuando soltamos nuestros ejércitos de boys scouts unicelulares.

(Entre este párrafo y el que sigue me demoro dos días llamando a muchos conocidos de género –léase: amigos– con la misma pregunta: ¿A qué se refiere tu pareja cuando te dice que eres insensible? Ninguno se queda callado, todos musitan una especie de vocablos ininteligibles –como de foca o tartamudo perdido– para rematar: “¡No, sabe que no sé!” Y si no hay ningún tema candente del fútbol o de la política, la única opción es colgar)

Pero, bueno, este es un artículo sobre la desnudez, la cual tiene una dinámica distinta cuando salimos de la intimidad en pareja y la ponemos en el plano de los medios de comunicación y el photoshop. Creo que no me equivoco al decir que nunca había estado tan de moda desnudarse y es una lástima porque pronto se va a volver cosa de todos los días y perderá su gracia. Será muy duro –para la escasa madurez mental masculina– cuando deje de ser motivo de codazos, reojos y carraspeos ver una mujer desnuda, pero, entraremos de lleno en un proceso de humanización del cuerpo que nos está haciendo falta. Empezaremos por buscar otros alicientes como desnudarnos nosotros mismos y tomarnos fotos, mandarlas por Facebook y llevarlas en la billetera. Al principio, cohibidos, claro, pero si se empelotó Yidis Medina, en Soho, y mañana lo hiciera ¡no sé! Angelino Garzón, en Aló o Carrusel, y pasado mañana Cecilia López Montaño o María Isabel Rueda, en Cromos, pues, más o menos, poco faltará para que el plan sea volver la séptima, además de peatonal, nudista. ¿Quién sabe? ¡Ya veremos!

A lo que quiero llegar es que, poco a poco, la desnudez está ganado humanidad. Una modelo sueca de vestidos de baño se negó a que retocaran sus fotografías y, aunque el cliente se fastidió, la campaña fue un éxito porque mostraba las marcas de inyecciones de insulina que ella misma se pone en el estómago, necesarias para combatir su afección diabética y eso acercó a una clientela de mujeres agradecidas con una marca que no es, precisamente, para mujeres perfectas. Hasta hace poco una película japonesa –considerada pornográfica– se descubrió que era la más vendida del mercado, se trata de tres escena largas de parejas heterosexuales cuyo sexo es básicamente caricias incesantes entre muñones que hacen las veces de falos y heridas de accidentes y cirugías que se convierten en verdaderas zonas erógenas. Además de eso, ya son incontables las mujeres cuyos senos cercenados, o en proceso de reconstrucción, por el cáncer, han sido objeto de exposiciones fotográficas cuya intención en la muestra y su curaduría dista mucho de ser morbosa.

Y dejo para el final lo que inspira este artículo: los desnudos fotográficos de los atletas, con prótesis y sin ellas, que participan en los juegos olímpicos de Londres; qué gran ejemplo para todos aquellos que se quejan por dolencias menos sustanciales. Se ven sin asomo de pena alguno, porque lo que están mostrando es la frente alta, el resto es accesorio, el trabajo de sus cuerpos está centrado en su supervivencia, en su realización como seres humanos y no en los genitales que es donde la mayoría de los mortales nos hemos quedado estancados. Entre la animalidad de los hombres y el rubor tenue de las mujeres, estamos perdiendo la oportunidad de ser más sensibles nosotros, más conformes con su cuerpo ellas, viceversa, al revés, para el otro lado, con la luz apagada y, a veces, con la luz prendida.

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Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

La parte cula de dios

El bosón de Higgs es una partícula formulada en 1964 y demostrada hace un par de semanas en el Gran Colisionador de Hadrones (LHD, por su sigla en inglés) perteneciente a la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por su sigla anterior en francés) y que fue llamada, en 1993, “La partícula maldita” por el premio Nobel de física Leon M. Lederman. Por tratarse de algo –o casi nada– tan pequeño pero con el potencial de originar algo tan grande como la vida, la editorial Dell Publishing pensó que llamarla “maldita” no era una buena idea y la llamó la “partícula de Dios” en el libro que lleva ese nombre, con el subtítulo “Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”, y que está escrito con la coautoría de Dick Teresi. Lo interesante es que se llegó a denominar así, tan ínfimo hallazgo –en tamaño físico, me refiero– no tanto por darle una filiación directa con el altísimo sino porque en inglés causaba menos traumas el cambio de “Goddamn particle” a “God particle” que quiere decir literalmente “la partícula Dios”, o sea una partícula a la que se le puso el nombre de Dios, y no “la partícula de Dios” como se ha traducido equivocadamente, pues en inglés sería “God's particle” y de ser así, fijo, le hubieran puesto el apelativo de Jesús, Chucho o Cristo, a secas, aunque obviamente se trata de un juego de palabras que busca tal asociación. En fin, superada la minucia semántica, de haberse descubierto realmente a Dios –o un ínfimo pedazo de éste que lo demuestra– la vida espiritual del mundo tal y como la conocemos hoy dejaría de existir.

Pensemos, por un momento, que la evidencia de su existencia ya le quita gran parte de su gracia, de su razón de ser, al Todopoderoso. Como decía Andrés Holguín: “La grandeza de Dios es, precisamente, el hecho de que reina entre los mortales sin ni siquiera existir.” Si resulta, ahora, que Dios está presente en el mismísimo bosón de Higgs, o que éste es parte de él mismo, pues los apóstoles ya no serán pescadores sino físicos cuánticos e investigadores nucleares, los colisionadores de partículas se volverán oráculos y en las primeras comuniones se regalarán linternas y microscopios. Dios dejará de ser la imposible falacia de 3 entidades en una y pasará a convertirse en la realidad de una fórmula matemática. Mejor dicho, creer en un ser, o algo, superior dejará de ser un acto de fe.

Al no haber un acto de fe supremo, las creencias menores y meramente intuitivas en la bondad, en un mejor mañana, en lo pasajero de una crisis o de un dolor muy grande, se volverán una carga; el mundo será llevadero sólo para los calculadores, los netamente racionales como los contadores públicos o los odontólogos. Apostarle a Boranda o Carramplín, en las carreras de caballos, será una decisión tomada dentro del ámbito de las leyes de posibilidades matemáticas y no porque me suena bonito, o así se llama mi perro, o de tin marín de do pingüé. No se podrá esperar nada de los albures de la vida, nos sumiremos en la cojera de una existencia justificable sólo por la razón, del amor visto como una liberación planificada de feromonas y el deseo como un desajuste del sistema límbico producido por el azúcar o alguna baja de temperatura súbita e inevitable.

Dios no es solamente dios, es también la primera metáfora, el primer acto poético de nuestros más lejanos antepasados en evolución; su certeza obligaría a la negación de todas las mitologías, a la cesación automática del “podría ser” como recurso mental, sin el cual no tiene objeto levantarse a intentar algo nuevo cada día. No se podrá, entre muchas otras cosas, pensar en príncipes azules, unicornios o dragones a cargo de cuidar castillos y princesas bellas como el alabastro; la ficción perderá su sustento. Si nos quitan a dios como posibilidad y nos lo imponen como certeza se nos cercena, de un tajo, nuestra fabulación más elocuente: el origen divino de la vida. Si de plano “no pueden ser” el Olimpo y la cueva de cristales de Supermán, por ejemplo, éstos dejarían de tener ese margen mínimo de realidad que los hace pensables bajo la fórmula del “¿Por qué no?” y posibles mientras se lee un libro o se mira una película. Nada más tremendo para la humanidad que dios fuera mensurable porque, entonces, todo tendría que serlo; nada que no fuera reducible a una cuantificación tendría, ya, credibilidad.

La creencia en dios –no en la religión– es la misma para todo el mundo: esa sensación ineludible de que no todo es en vano, de que salir a recogerle el excremento al perro, tenerle paciencia al vecino sordo, hacer doble turno para ayudar a un compañero de trabajo, cederle el puesto del bus al anciano, pedir perdón por una ofensa cometida, entre miles de otras cosas, son actos que de alguna manera y ante alguien, o algo con mayor entidad que la nuestra, trascienden y no se quedan en el plano de lo instrumental y mecánico, de la obligación, de lo que se hace porque vivimos en sociedad y somos buenas personas y basta. Inclusive, para los que no rezamos porque nos da risa tanta carajada, tanto “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…” dios es el símbolo de esa sindéresis y de esa dignidad que les hace falta a quienes claman ser sus representantes en la Tierra. Dios es la vara que todos queremos alcanzar sin ser juzgados en el intento y en el plano de la más incorruptible igualdad, lo que obliga a una humildad a la que casi nadie, o nadie, está dispuesto.

O sea, dios es chévere. Su parte cula son, como en todo, los intermediarios. Sólo puedo hablar de los católicos que me han tocado en suerte y su insistencia en la virginidad de la virgen, en los milagros de la santidad, en los votos de pobreza y castidad, en su obstinación por prohibir el aborto y negar la naturaleza de la homosexualidad; el apego a la estructura desigual de sus instituciones en términos de poder, género y estratificación socio-económica; y, sobre todas las cosas, su malsana interpretación de la vida de Jesús El Nazareno y de los textos de sus seguidores evangelistas; su absurda –y bastante inútil– necesidad de tirarse los domingos de sus feligreses con sermones viciados sino por la pederastia, sí por la excesiva masturbación mental o física. Me quedo con los dioses griegos: putos, arrechos, envidiosos, rabiosos y perturbados pero por lo menos creados a imagen y semejanza nuestra y no al contrario, lo que permite imitarlos sin tanta condolencia y latigazo. En fin, la sola pretensión de mediar por él, es ya una falta de humildad que descalifica cualquier religión, cualquier iglesia, cualquier prédica, cualquier rezo y, sobre todo, cualquier investidura; lo que no incluye al bosón de Higgs pero sí a los que quiera fundar, en un futuro cercano, la Orden Bosonita del Santísimo Colisionador o algo parecido.

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Cultura, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Cultura, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Alejandra Azcárate: flaca por fuera y gorda por dentro

Digamos por un momento que las intenciones de la columnista de Aló fueron buenas al escribir sobre las mujeres con sobrepeso y que, poco a poco, con el correr del teclado se le fue saliendo la pesadez que carga por dentro y terminó ofendiéndolas sin misericordia, con el mismo odio lacerante que le tiene a esa gorda latente que se aloja en su cuerpo, agazapada en algún meandro del metabolismo. Esa mujer gozona que no pudo ser y que no dejan salir ni a la esquina, pues no está bien visto que una mujer que ha mostrado su curvilíneo empaque en la Revista Soho se deje ver en José Dolores pidiendo chunchullo y morcilla con chorizo. Eso se debe al terror infundado de que un tipo, de pronto, interrumpa la conversación con la excusa de “ya vengo que está sonando la alarma del carro” y no vuelva porque ella pidió bandeja paisa, en la primera cita, y doble porción de chicharrón con guiso. Es un caso imaginario, claro, pero es que el miedo al rechazo se manifiesta de formas inusuales.

Alejandra Azcárate sufre de obesidad mental: disturbio de la personalidad común entre las vedettes que, ante la inminencia de perder su cuarto de hora, en vez de relajarse y consentirse un poquito, ceder a la tentación, evitan a toda costa los placeres de la carne asada con papas chorreadas, arroz y plátano maduro –en rodajas quiero decir– acompañado de refajo, o leche malteada de chocolate. Antes, darse latigazos por incurrir en actos auto-erótico-epidérmicos, por ejemplo, o en comportamientos sexuales impropios, era una forma de castigar el placer; ahora son los excesos de la vanidad los que llevan a una persona a tratarse igual; con el mismo desmán le negamos placeres al cuerpo que nos colman de sabrosura, de ganas de vivir, de gases y modorra también, pero nada alegra más el día y quita más preocupaciones que un pie de Milky Way con arequipe y crema.

También hay gordas que llevan una flaca adentro que les amarga la vida por vivir entre el dulce y la fritanga. Lo que demuestra que uno, y ese es un principio de armonía espiritual, debe ser por dentro igual a como se muestra por fuera, no hay de otra. Alejandra Azcárate peló el cobre, mejor dicho, se dejó ver la tocineta. Demostró que su contextura verdadera es la de una mujer que clama por quitarse el disfraz de flaca, por desayunarse en McDonalds y tomar por asalto la pastelería de Myriam Camhi. Se le nota la amargura de tener que hacer 3 horas de spinning para bajar una tostada de ajonjolí y cuatro arvejas con salsa de rábano. Se le nota el esfuerzo que hace por tener esa belleza natural que le es esquiva; la de ella es de esas figuras sudadas al extremo, logradas con toda clase de rigores alimenticios, tratamientos faciales y corporales de oxigenaciones y colonterapias; la de ella es una imagen que a punta de buena luz y colorete registra bien ante las cámaras pero que está lejos de tener la permanencia mediática de María Cecilia Botero, Laura García o Amparo Grisales.

La comparación entre mujeres gordas y mujeres flacas es, además de insultante, inútil. El objetivo de la publicidad, más que de los medios de comunicación, es el de llenarnos de inseguridades como mecanismo para vendernos productos que nos las quiten. A hombres y mujeres por igual. Mal aliento, sudoración, calvicie, barriga, flacidez, arrugas, estrías, pie de atleta, sobrepeso y miles más son palabras que aterrorizan a cualquiera, que hieren la sensibilidad del más corajudo. O sea, vaya paradoja, aquellos detalles que nos hacen humanos, que se acentúan con el paso de los años, son repudiados por la sociedad de consumo en la que estamos inmersos. Corremos a comernos un chicle, a comprar Viagra, a usar fajas incómodas, a ponernos aguacate en el cutis, a tomarnos 8 vasos de agua al día, a echarnos perfume… y en eso se nos va la vida, pretendiendo mantener, cueste lo que cueste, una asepsia imposible y una belleza efímera y dando por cierta la fórmula de que entre menos nos cuelguen las tetas –a los hombres también– mayor es la felicidad.

Me gustaría tener sexo con una mujer gorda que huela a cebolla o una flaca que se tire pedos. Me gustaría hacerlo, además, como George Constanza –personaje de la comedía televisiva Seinfeld– mientras me como un sándwich de pavo y miro televisión; tres placeres juntos ¿qué puede ser mejor? Pero no. Debemos ocultar nuestra animalidad, esconder nuestros “defectos” y apagar la luz. Me gustaría conocer a Alejandra Azcárate recién levantada y a otras que tampoco son mujeres sino productos de consumo masivo. Debería, alguna programadora, hacer un reality con ellas en el momento de despertarse y así echar por la borda varios mitos, comprobar que son de carne y hueso y que de la cama a las portadas de las revistas y al horario triple A hay mucho trecho. El formato tendría que ser como el de cámara escondida y utilizar de cómplices a las muchachas del servicio que, en el fondo, con seguridad las odian; de otra manera –soldado avisado no muere en guerra– ellas son capaces de dormir peinadas y maquilladas sin moverse, esconder Listerine debajo de la almohada, estrenar un baby doll de Victoria´s Secret y poner un libro sobre la mesita de noche.

Ante la imposibilidad de hacerlo de otra manera decidí algo que requería de más hombría y atrevimiento de mi parte, con la ayuda del celador nocturno y sus habilidades para la cerrajería –todos las tienen– me metí entre el clóset de Alejandra Azcárate y esperé, ahí, entre cajas de zapatos, carteras y cinturones. Se levantó con sonidos y movimientos como de gato montuno, llevaba una camiseta rota y lo primero que hizo fue sacarse el pedazo de tanguita que se aprisiona entre las nalgas, las que –por cierto– se rascó sin agüero, como cualquier futbolista o cualquier pensionado de los que hacen fila en los edificios públicos. Después de hurgarse el ombligo y olerse el dedo, entró al baño; la escuché orinar como un negro en una cervecería de Buenaventura, se metió a la ducha y cantó a grito herido un popurrí, perdón: un mix, de “Ya estás tejiendo la red…”, “Quítame ese hombre del corazón…” y “Grabé en la penca del maguey tu nombre…”. Presentí el jabón tocándola por todos lados, sacándole lo saladito de las axilas y la entrepierna, limpiándole los restos de secreciones anteriores alojadas en el cuello y en el vientre; el shampoo metiéndose en el cuero cabelludo con ayuda de sus dedos, dando suaves circunferencias, sanándole la raíz de cada pelo expuesto a las luces y al maltrato de la vida ejecutiva y artística de una diva; acto seguido, el rinse, otra media hora de masaje capilar hasta restablecer el brillo de su color cascada-amarillo-bora bora recomendado por Humberto Quevedo y todo un equipo de expertos en mercadeo.

Al rato, la sentí secarse, frente al espejo; revisar el inventario de los estragos marcados en la piel; abrir el grifo y hacer largas y pausadas gárgaras de bicarbonato de sodio para aclarar la voz y blanquear los dientes. Todo estaba bien, yo seguía entre el clóset sin nada de cansancio, o ansiedad, hasta que ella, Alejandra, prendió el secador y según los cálculos de mi escasa experiencia en las peluquerías pensé que me daría tiempo de ir hasta la cocina y prepararme un buen desayuno, lavar los platos y dejar, de paso, la nevera organizada. Eso hice, efectivamente, pero al volver al cuarto no resistí las ganas de revolcarme entre sus cobijas, metí las narices en la sábana a la altura de donde duerme su sexo y reconocí la fragancia de Vanish Poder O2 Max con que se lava la ropa de cama; pase las yemas de los dedos buscando algún tipo de humedad y en esas estaba cuando la vi ahí parada, enfrente mío, sin darme tiempo ni espacio de salir corriendo y sin otra alternativa que tragarme mi cobardía y actuar como un verdadero hembro-masculino-testosteronado que es lo que los hombres hacemos sólo cuando se ponen complicadas las cosas. He pagado multas de tránsito y me han sacado de sitios públicos, por supuesto, pero Alejandra Azcárate mirándome desde su desnudez sin timideces, dominando a sus anchas el imprevisto de encontrarse un hombre entre su cama, bien vale el tiempo que le toque a uno templar en la cárcel. Como en todos los grandes momentos de mi vida, me quedé callado y ella me dijo “Guapo, pásame los cigarrillos” se sentó al borde de la cama y cruzó las piernas. Iba a preguntar “¿y qué más?” pero ella se me adelantó con: “¿Cómo te llamas?” a lo cual, en un acopio de valor que nunca pensé tener, le puse un dedo en los labios, en señal de “no son necesarias las palabras” y la besé; ella me respondió con la calidez de su lengua y, de inmediato, sin mucha sutileza introduje mi mano entre sus muslos, se la metí hasta la tiroides y de un jalón saque a la gorda que lleva adentro y se la puse de frente, en igualdad de condiciones, por primera vez en la vida de ambas. Ahí las dejé conversando que es lo mínimo, dadas las circunstancias.

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Nacionales, Gobierno, Educación, Política Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Educación, Política Fabio Lozano Uribe

Gaviria el hijo de Gaviria

Como a César Gaviria, la Presidencia de la República, a Simón le llegaron la presidencia de la Cámara de Representantes y la dirección del Partido Liberal en bandeja de plata; y, como al primero, la no extradición de colombianos por delitos cometidos en otros países, al segundo le metieron el mico de la Reforma Judicial. Después de la conmoción causada por tan ignominioso atropello, al joven Gaviria se le ve despelucado dando soluciones que, a posteriori, suenan a patadas de ahogado con el agravante de que se nota en sus palabras el jalón de orejas de su padre. Por supuesto que, antes de proseguir, se debe aclarar que, en su momento, el Presidente Gaviria asumió en posición cuadrúpeda el mico de la no extradición e, inclusive hoy, se le oye hablar en su defensa: como alternativa indispensable para calmar los ánimos del narcotráfico, el secuestro, el terrorismo y poder lavar la ropa sucia de sangre, en casa, desde una paz “concertada” por la nueva Constitución, pero ese no es el tema…

El tema es que Simón pareciera sentirse muy cómodo con los cariñitos y las palmadas en la espalda con que los parlamentarios se consienten al amaño de las leyes. A él no se le ven –como a otros– las ganas imperiosas de autoflagelarse por los errores cometidos. No, él sale dizque a trancar la promulgación de la mentada ley reformista e, independiente de la polvareda que alcance a levantar como apagando velitas de cumpleaños, uno se pregunta: ¿Será que no se ha dado cuenta de la oportunidad que desperdició: de amarrarse los pantalones e ir vendiéndole a los colombianos una imagen distinta a la de su padre? ¿O, será que se contenta con estar hecho a su imagen y semejanza?

Es como si a César Gaviria le hubiera tocado allanar la Catedral y trasladar al Capo di tutti capi, después de que se hubiera escapado; eso hubiera sido desastroso. Su reacción fue tardía, bastante tardía, pero no alcanzó a ser indecorosa. Mandó a unos niños a pedirle al Patrón la molestia de cambiar su domicilio de detención, por uno menos hogareño y más al estilo de los del Inpec; igual el detenido se fue por el traspatio, sin despedirse, pero no alcanzó a ser tan vergonzoso para el Presidente quién pudo, como recurso último culpar a Pablo Escobar y eso le aligeró las cargas. La situación de Simón sí me parece penosa. Me parece que él, entre otras luminarias de su generación, están en mora de demostrar que su estatus no es solamente el de “hijos de papi” sino que tienen en su código genético el ánimo de superar a sus progenitores y de aprender, inclusive, de los errores de éstos.

Usted no puede dejar, estimado Simón, que la astilla de tal palo se le clave en un ojo, tiene que buscar diferencias sustanciales con su padre para que la historia lo juzgue por separado. Tiene que empezar por leer más en profundidad lo que le caiga en las manos, de a poquitos; pasar de la portada, interesarse con el contenido, resaltar lo que considere importante con un color agradable, ponerse metas y premiarse: por ejemplo, comerse un chocolate o un paquete de chitos al terminar un capítulo, y comprarse un nuevo videojuego si logra terminar un documento completo. Ahora, si se termina un libro ya puede aspirar al solio de Bolívar.

Es cuestión de mentalizarse, inclusive usted podría tener en su nómina un ilustrador ¿por qué no? que le convierta en historietas lo que sea indispensable leerse. ¡Imagínese! Su secretaria parecida a Yayita, la de Condorito, le dice: “Doctor Gaviria, llegó un documento del Ministro Esguerra.” Y usted, con el cuello de la camisa chorreado de gomina, exclama: “Recórcholis, y viene con una fe de erratas.” El cuadro siguiente es un signo grande de exclamación sobre su cabeza. Acto seguido, usted llama a Germán Varón y le dice: “Tenemos que actuar, la reforma viene con errores.” A lo que el varias veces representante de Cambio Radical le contesta: “Calma Presidente, sugiero que primero se lea el documento, yo vi a Corzo y sus secuaces metiéndole mano. Aquí hay gato encerrado.” Usted, inmediatamente, se lo lee por encima y sale tranquilo, no encuentra nada raro. En el cuadro final se ve su carro, custodiado, salir hacia el norte de la ciudad, un crédito, en la pata, dice: “Otro día con la satisfacción del deber cumplido.”

Usted debe estar francamente extrañado, hoy, de que lo señalen como uno de los principales culpable de la aprobación, afortunadamente fallida, de la Reforma Judicial. Con toda honestidad usted no se cansa de decir que cumplió con el oficio que le fue encomendado por sus electores y yo lo entiendo: es la rama ejecutiva la que debe leerse los documentos completos y en profundidad –ni más faltaba– el legislativo dicta, o sea que habla para que otros copien; además usted es el director de un partido mayoritario colombiano y no tiene tiempo de reparar en minucias. Lo suyo son las grandes decisiones, el liderazgo, la nación en el contexto global, el mundo, el sistema solar, la galaxia, el big bang… y no media docena de párrafos parecidos en un documento de los muchos que le llegan a su despacho. Yo lo entiendo Simón, créame, lo suyo es la batuta, la partitura es cosa de los que están por debajo suyo.

Dejémonos de pendejadas Simón, tú eres un patricio, hijo del César, venido del tronco familiar más grueso del Otún. Tú eres –te tuteo porque es mi derecho: voté por ti– el heredero de una dinastía, el Fu Man Chú, el Putas Boy de la Westinghouse, la vaca que más caga en la pradera, la última Coca-Cola del desierto, el George W. Bush colombiano, el Paris Hilton de la política nacional y eso debe servirte para llegar muy lejos y enfrentando la vida, así, como te gusta: por encimita. Con todo y eso, Simón querido, debes renunciar a tus responsabilidades. Julito te lo dijo: ¿Con qué cara vas a cobrar otro sueldo? Debes ir donde papá y decirle que te quedó grande el reto de seguir sus pasos y él sabrá qué hacer: un año sabático en Harvard, posiblemente, una palomita diplomática, la dirección de un medio de comunicación; acuérdate que en Colombia los delfines superan a las focas y a las morsas en todo. Debes, sin embargo, terminar lo que empezaste, con la frente alta y la corbata bien puesta; aprender de los grandes liberales que no dejaron nada a medias; evitar meterte en líos con la Procuraduría y si no lo logras porque tu papá tira la toalla, o porque te sigues dejando meter primates entre los cajones del escritorio, ruega al cielo para que, a quien le toque juzgar tus actos administrativos, también le dé pereza leerse tu expediente.

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Nacionales, Gobierno, Justicia, Política, Social Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Justicia, Política, Social Fabio Lozano Uribe

Samuel Nule Uribito

Su padre era poderoso, su madre aristocrática y su abuelo fue durante 30 años el verdadero dueño del país, mientras la banda presidencial se la intercambiaban entre sus esbirros al vaivén de los clamores electorales más diversos. A nadie de su estirpe le habían expedido nunca una orden de captura, pero una anomalía del destino lo tiene “tras las rejas” en un casino de oficiales de alto rango. Le dieron el club por cárcel, dicen los más agrios críticos de su gestión administrativa, en uno de los cargos más encumbrados del poder ejecutivo de una república cualquiera, que como Colombia, se persigna frente al Sagrado Corazón pero busca, a toda costa, la bendición de los Estados Unidos.

Costeño por lo Nule y paisa por lo Uribito, Samuel se pasó la vida entre la procrastinación y las ganas de trabajar. Sin embargo, si pegaba un moco en la pared, era el moco mejor puesto del mundo entero, alabado por todos, enaltecido por los más lúcidos y elevado, por decreto, a patrimonio cultural de la nación. Sacó buenas notas en el colegio y la universidad gracias a que sus padres eran benefactores de las instituciones que lo vieron crecer y hacerse lo suficientemente hombrecito para señalar con el dedo y pedir cosas y favores a su antojo. No aprendió mucho más. Sus exigencias, al principio, eran las normales de un muchacho proclive al consentimiento, pero se fueron volviendo violatorias del código penal en tal medida que, hoy, se encuentra custodiado por el ejército y esperando un juicio por enriquecimiento ilícito que –valga sea decirlo– es el menor de sus delitos.

Lo más curioso es que no se le ve realmente triste. Cuando la prensa le saca fotos de visitas familiares o tomándole la mano a su esposa, por supuesto que lagrimea y lanza un gesto de vulnerabilidad mil veces practicado frente al espejo; pero se le siente transpirar una confianza inexplicable. En cada requisa le sacan de su sitio de reclusión toda clase de divertimentos digitales, revistas pornográficas, menús de restaurantes “gourmet”, cuentas de televisión satelital, licor, recetas médicas, inclusive le encontraron detrás del clóset una mesa plegable de póquer, cartas usadas y ficheros. Cuando pueden, ciertos medios destacan una sobriedad inexistente; titulan con expresiones como “reposo intelectual” o “periodo sabático” y mencionan palabras como yoga, estudio y literatura. Una cámara indiscreta lo cogió dándole plata en efectivo a una pálida y voluptuosa rubia, y no faltaron editoriales que, al otro día, lo describieron como un políglota tomando clases de sueco.

Ronda, entonces, la pregunta: ¿Por qué tan fresco? Por bien que le vaya: sus hijos tendrán ya la mácula del ratero; su reputación será la misma de cualquier malnacido, deshonesto y débil de carácter; su nombre aparecerá en Google al tiempo con el de los narcotraficantes más buscados; su historia, a la postre, será más recordada que las victorias y logros de sus antepasados, cada que lo mencionen será para compararlo con algún criminal o para señalar una corrupción tan profunda y corrosiva que a alguien de tan ilustre cuna le pareció, de alguna manera, “normal” acrecentar su fortuna con recursos ajenos.

Lo otro, es que las familias influyentes de las repúblicas bananeras funcionan como la realeza. No tanto porque dispongan de una corte interminable de pajes y bufones, si no porque se convencen de que su poder emana de dios; y como reinan a su antojo como centro de un microcosmos alfombrado de rojo en el que todos se comportan como puticas, dispuestos a entregar cualquier cosa, o asumir cualquier posición, a cambio de dinero, pues cada soborno, cada prevaricato, o cada abuso verbal, sexual o humano, que va quedando impune se constituye en una constancia más de su divinidad. Por eso, cuando van a parar a la cárcel, donde por obra –literal– “del espíritu santo” son separados de los delincuentes comunes y alejados de los barrotes y las sudaderas rayadas, lo que reciben es una prueba más de su intocabilidad; y si a esto se le suma una cuenta de unos cuantos millones de dólares en las islas caimán –libre de los compromisos y las cortapisas de su herencia familiar y política– es entendible que estén dispuestos al cautiverio y al cerco de la prensa, pues la posibilidad de una condena corta a cambio de una vida posterior, a sus anchas, lo justifica. El presente, en la cárcel, no deja de ser fastidioso pero es perfectamente soportable, pues al fin y al cabo la actividad a la que se ven abocados no dista mucho de lo que han hecho siempre: nada. Ven, entonces, pasar las horas mientras piensan en un exilio futuro; en Miami, seguramente, pues –como dicen– es mejor ser boca de ratón que cabeza decapitada de león.

La realidad escueta es que Samuel Nule Uribito se ha quedado solo. Lleva tanto tiempo llamando amigos a sus secuaces que los de verdad son, apenas, un recuerdo difuso de la adolescencia, o cuando jugaban, de pantalón corto, a policías y ladrones. Lleva tanto tiempo llenando de lujos a su mujer para acallar su conciencia que la confunde, en sus fantasías cortesanas, con las piernilargas que le cobran de frente por algo de tibieza y el reconocimiento, a gritos, de su hombría. Lleva tanto tiempo enriqueciendo a quienes gravitan a su alrededor que, ahora, sin poder untarles la mano por más tiempo, lo más seguro es que se volteen en su contra: de esa jauría, como siempre, los mandos medios serán los que paguen las mayores condenas, los políticos los que queden en la picota pública y los abogados los que se salgan con la suya.

No importa el país, samueles nules uribitos hay en todos lados. Nacen con la plata y los apellidos –o uno de los dos– par hacer en su vida algo importante por la comunidad. Estudian derecho, en su mayoría, donde se les estimula a trabajar y romperse las vestiduras por el bien común; donde aprenden sobre antepasados que fueron más allá, que sacrificaron sus vidas por los demás, por la libertad, por la justicia, por la democracia y otros principios maravillosos. Maman de su crianza esa noción de que nada les puede ser negado y de que nada les falta porque todo lo tienen y ahí, precisamente ahí, pierden la conexión con la realidad: su zona de confort se supedita a la cantidad de dinero que se necesita para conservarla, mejorarla y mantenerla trepada en la estratosfera por encima de todos; y a eso se dedican: a cuidar un nivel socio-económico tan afortunado que es, en últimas, lo que los define.

Con todo y eso, nuestro Samuel Nule Uribito –o sea, el de esta historia– no podría vivir sin la envidia que le tienen los demás: de ésta es que se alimenta, ésta es realmente la argamasa que soporta la piedra de su pedestal. Él sabe que, a la postre, lo que importa es la plata y que todo se puede perder, hasta la dignidad, pero no la plata, ni, por consiguiente, la gente que los alaba por tenerla, ni los oportunistas que, sintonizados con esta misma visión, manifiestan la misma reverente admiración por el evasor fiscal, que por el prevaricador, el narcotraficante, el estafador o el guerrillero. Hampón es el que se queda sin cinco, el que roba porque tiene hambre, el que mata por encargo, el que secuestra para una organización o el que viola porque está enfermo; los autores intelectuales, los que mueven los hilos del titiritero, son delincuentes de cuello blanco que, como Samuel Nule Uribito, se acogen a sentencias anticipadas y, en su mayoría, salen libres con relativa facilidad para dedicarle el resto de la vida a limpiar su nombre con el mismo desmanchador que usan, en casa, para sus camisas almidonadas.

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Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

Carta urgente a Fernando Corredor

Estimado Fernando:

Te quería pedir el favor de que hagas el esfuercito de no morirte antes de Semana Santa, a ver si me gano la apuesta que hicimos entre varios amigos. Ahora, si logras atinarle al Jueves Santo me gano el premio mayor y los acumulados. Con esa platica, si te sirve de consuelo, puedo contratar al chamán que evita la lluvia; acuérdate que si vamos a echar tus cenizas desde el segundo piso del “Yoqui” pues es bueno que salgan volando y no que le vayan a ensuciar los zapatos a Germán Vargas. ¿Te imaginas tus restos con la consistencia del “papié maché” sobre las solapas de tus amigos y los astracanes de tus amigas? ¡Qué oso Fernando! Hasta ahora has logrado mantener cierta dignidad procura no dejar cabos sueltos que puedan empañar las formalidades inmediatas a tu deceso.

Te lo digo con franqueza, no sé si eso de rechazar la misa como parte de tus exequias sea buena idea, acuérdate que si alguien necesita un relacionista público es Jesucristo. A él no le vendría mal una cabeza despejada, como la tuya, que le ayude a pensar en su imagen y que lo conecte con gente influyente. Nadie mejor que tú para convencerlo de que eso de codearse con hombres que huelen a pescado y andan en chanclas le está quitando fieles entre la gente pudiente. Dile, con ese desparpajo tuyo, que puedes llevarlo a las frijoladas de Olga Duque para que conozca gente como él que manda a los que mandan, y de paso aprenda lo que hacen las verdaderas élites: reunirse a hablar mierda y tirarse pedos. No sobra, tampoco, presentarle a Norberto para que lo acicale un poquito y le presente otros peluqueros que lo lleven a piscinear y, como Juan “El Bautista”, le quiten la ropa, lo zambullan en el agua y lo acompañen, en corrillo, a predicar los mandamientos de hoy: No matarás, no robarás, no cometerás adulterio, entre otros… si no tienes cómo pagar un abogado. Tú más que nadie sabe que los poderosos enmiendan sus culpas haciendo favores; por eso, si dios te mandó un cáncer sin consultarte, lo mínimo que puede hacer es tenerte de asesor de imagen o de “bouncer” en las puertas del cielo.

Desde que supe que dentro de poco habrás fallecido, que la quimoterapia, ni tus palancas le han servido mayormente a tu causa, dentro del valiente tire y afloje que has sostenido con la muerte, debo decirte –con cierto rubor– que me cuesta trabajo ponerme triste. ¡O sea! ¿A qué te quedas Fernando? ¿A volverte tan arrugado como Fabio Echeverry que la inteligencia no se te vea ni por las rendijas? ¿O tan estirado como María Isabel Espinosa de Lara, que te salga una chiverita paramuna y con eco? ¿O tan incontinente por la vejiga, como Uribe lo es por la boca? ¡De verdad Fernando! ¿A qué te quedas? ¿A ver a Samuel e Iván Moreno acomodar la justicia y demandar a la nación por haberlos tenido en la picota pública? ¿A que te inviten al cambio de nombre de la Calle 26 por el de Avenida Guido Nule Amín? ¿A que a Amparo Grisales se le empiecen a ver las costuras? ¿A seguir leyendo a Poncho Rentería? ¿A ver qué jovencitas reemplazan a Laura Acuña y Jessica Cediel? ¿A que te sigan dando recetas inútiles contra el cáncer? ¡Mejor morirse! Lo que vale la pena se va contigo, Fernando, y es esa fuerza espiritual que has ganado gracias a la enfermedad; al cangrejo que, en buena hora, supiste hacer tu amigo.

Además, no pasará nada que no esté previsto: los masones seguirán tomando whisky los martes por la nochecita; Simón Gaviria será presidente y mandará a escribir en piedra que la “no extradición” salvó a Colombia; El Bolillo reemplazará a Pékerman; Stephen Hawking se seguirá encogiendo; La Casa de Poesía Silva será dirigida por Dalita Navarro; cuando Jaqueen muera Ernesto Samper confesará que “sí sabía”; Las Farc seguirán cogiéndole un testículo a este país y los Estados Unidos el otro; todos enfrentaremos la recta final en la que te encuentras y todos, como tú, trataremos de reírnos de nuestra suerte, a sabiendas de que no se recorren los pasos, precisamente, por una súper autopista pavimentada y con carriles de vuelta; ¡no!, se recorren con una sensibilidad –según me cuentan tus más cercanos amigos– como la que nunca te ha faltado, a la que nunca le has sido ajeno y que has repartido y entregado en cada abrazo, con cada carcajada y con tus palabras de cachaco amable, paraguas, gabardina y, sobre todo, gallardía en la punta de la lengua.

Yo si voy a vivir un rato más que tú, afortunadamente, y espero no morir tan pobre y jodido; pero anímate Fernando, dicen que a los muertos les siguen creciendo las orejas y a ti, sin duda, se te calentarán porque nos has dejado un anecdotario apoteósico y maravilloso que todos recordaremos; es más, no hay manera de que lo olvidemos porque, no nos digamos mentiras, con los años te has vuelto bastante repetitivo. Trataremos, además, de ser lo más ecuánimes y justos contigo una vez te hayas ido; como muerto que se respete –no será fácil– pero diremos que la lagartería era parte de tu trabajo y le indilgaremos tus chistes malos a otros amigos menos queridos que tú. Pasaremos por alto cuando llegabas a las reuniones de Alcohólicos Anónimos creyendo que era un encuentro de masones y esperamos, de todo corazón, que ellos hagan lo mismo por las veces que hiciste lo contrario. Al cabo de un tiempo, vas a ver, te recordarán por lo mismo que a Lucho Bermúdez: San, San, San Fernando.

En fin, Corredor –como te han dicho siempre– piensa que los siete mil millones de habitantes actuales de este planeta, en trescientos años seremos todos parte del mismo cocido; y que sin importar dónde ¿en qué sitio? estaremos, sin duda, mejor que en este mundo superpoblado, estrecho y con gente que habrá olvidado la risa como parte fundamental de la vida; preocupados, como sin duda estarán, por sus raciones diarias de agua y comida. Habrá gente de clase alta, por supuesto, pero reducida a su mínima expresión, sin necesidad de relacionistas públicos porque su prioridad será la de esconderse de quienes los mantienen con vida; o sea, de los demás: subalternos y proletarios de una raza transgénica de humanos-pala, humanos-bisturí, humanos-pistola, etc… injertos de mujeres y hombres conectados desde su nacimiento a una herramienta de trabajo y, todo, para suplir el “bienestar” de una minoría cibernética de humanoides tan supremamente ricos que, más allá de toda comprensión, renunciarán a las emociones por la promesa de una relativa inmortalidad. ¡Imagina Fernando! Agradece que conociste la buena vida porque de eso no va a haber mucho más: en un par de siglos estará supeditada a la producción interminable de clones y microorganismos de cilicio introducidos en el cerebro para suplir las funciones básicas de memoria y reacciones instintivas. Lo único que no harán las máquinas será recordar que si bien la gente se moría de enfermedades tan tremendas como el cáncer, eran capaces de darle una trascendencia especial a su quehacer como ser humano, basado en el sentido del amor y el buen humor frente a la vida.

Me alegra, y no puedo dejar de decírtelo, que le hagas fiestas y carantoñas a tu situación terminal porque en Bogotá nadie lo hace. Vivimos en una ciudad donde nos da pena morirnos, o reconocer que sufrimos, o llorar. Somos corajudos para cosas de poca monta, como robarle el periódico al vecino, criticar a los ministros, echarle balota negra a los nuevos ricos que quieren pertenecer al club, meter la mano en el erario público, echar discursos, tergiversar al socio, demandar al amigo, mentarle la madre al hermano y putear a dios; pero hipócritas y cobardes en lo fundamental, en lo que requiere de un acopio humano tal que preferimos amar sin compromiso, vivir sin arriesgar el pellejo, susurrar los orgasmos, calcular las palabras, ahorrar los abrazos y morirnos con la puerta cerrada en un cuarto de la Fundación Santa Fe.

Querido Fernando, aquí o allá nos veremos pronto. Un amigo latinoamericano enumeraba las personas grandiosas que se iba a encontrar después de la vida, incluidas su mujer y su hija que murieron en un trágico accidente de avión; y decía, en alguno de sus monólogos poéticos: “… y si tenés una enfermedad terminal, te pueden pasar dos cosas, las dos extraordinarias: sobrevivir, en cuyo caso conocerés la humil-dad que tanta paz nos aporta; o morir, en cuyo caso salís de este cuerpo tan ingrato y estorboso.” Te dedico estas palabras de Facundo Cabral y cuenta con mi presencia en tu cremación, a menos que tenga cita con la manicurista.

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Bogotá, Cultura, Social Fabio Lozano Uribe Bogotá, Cultura, Social Fabio Lozano Uribe

Fiesta a la brava

La corrida de toros dejó de ser brava hace mucho tiempo; desde que se tomaron medidas para quitarle ventajas al animal y facilitar la labor del matador. La gente en general no lo sabe pero el toro que sale al ruedo nunca ha sido toreado para evitar que, con algo de práctica, se vaya dando cuenta del engaño. Sus cuernos vienen cepillados, limados, acortados en 2 o 3 centímetros, lo que lo vuelve torpe y descachado en la embestida. Viene de la oscuridad –por eso se le llama encierro a los ejemplares que serán sacrificados durante la corrida– la luz los obnubila durante un buen rato, además el toro es sensible al brillo, incluidos los reflejos del traje de luces que, como miniflashes de una cámara fotográfica descontrolada, lo hacen mirar hacia el lado contrario del torero. Además de eso: la ignominia de la tortura.

La tradición navarra decoraba al toro como parte de la preparación que culmina con su sacrificio. Las banderillas clavadas en el morrillo del animal eran consideradas vistosas y la suerte de ponerlas era ovacionada por el público. Lo mismo hoy: de uno a tres pares de puntas de arpón en un palo de madera forrado de cintas de colores alegran la fiesta y animan al toro; es como si en vez de dos tragos de aguardiente, a uno le clavan dos trinches de mazorca en las costillas para hacerlo sentir a gusto y con ganas de quedarse en cualquier agasajo. Acto seguido, con pases de capote, el torero lleva al toro para ser picado, con una lanza ancha, desde un caballo protegido por baberos de cuero. La pica es para humillar al toro, hacerle bajar la cabeza, y hacer que la lidia transcurra de una manera estética y armoniosa, con pases de muleta suaves, haciendo que el animal mantenga la cabeza a ras del suelo con cada invitación del torero. La verdad de la lidia es que los toros que cabecean son unos descastados y los que no se agachan del todo son faltos de garbo: lo que tiene un sentido práctico, porque cualquiera de las dos situaciones es peligrosa para el torero.

Cuando se escucha el famoso “olé” por parte del público es porque el toro, en total sometimiento, se ha prestado al engaño. Por último la estocada, que puesta entre los homoplatos del toro debe cortar la arteria que irriga su corazón y matarlo en segundos, cosa que no siempre sucede y el animal termina entre tumbos de agonía, muriendo indecorosamente, bufando y botando sangre por la boca mientras el torero desanimado recoge su montera y se retira sin cortar ni oreja, ni rabo. La suerte de matar determina el éxito de la faena. Sale una junta de bueyes y saca el cadáver de la escena del crimen, la sangre es barrida y cubierta de arena para que la víctima siguiente no “se la huela” y descubra, antes de tiempo, lo que realmente sucede en el ruedo. Son seis y hasta siete faenas, torturas y sacrificios iguales en una tarde. Cada cierto tiempo se indulta un toro, pero la gente paga es para verlos morir, bajo el supuesto de que se trata de una dignidad excelsa dar el último suspiro en la plaza y, de paso, colaborar con sumisión a la gloria de su asesino y de la ganadería que lo crío y le dio tan irrepetible oportunidad.

No hay legislación contemporánea que, hoy por hoy, contemple la tortura de un condenado a muerte. En el caso de los seres humanos la cultura ha progresado en ese sentido; la tortura en tiempos de guerra está también proscrita como se evidenció en los señalamientos al ejército norteamericano con los cruentos sucesos de Abu Ghraib. Actividades lúdicas como la caza y la pesca han sido reguladas para aminorar, precisamente, el sufrimiento animal y la posible desaparición o merma de las especies. Parte de la enseñanza primaria está basada en el amor a la naturaleza, en la igualdad entre los habitantes de este planeta sin distingo entre humanos y animales; las nuevas generaciones de niños eco-equilibrados ya no juegan a quitarle las patas a un zancudo, o ver qué reacción tiene un cucarrón sobre la parrilla del barbecue. Cada vez más adolescentes y adultos procuran una relación armoniosa con el entorno: escalando, navegando, caminando, respirando o gozando del sexo tras los matorrales. Cada vez más los padres evitan los zoológicos y los acuarios por no tener respuestas claras sobre el cautiverio; sobre todo de animales que se desplazan diariamente por largas extensiones de tierra, aire o agua, como las águilas, los tigres o los salmones. La cantidad de personas que decide no alimentarse de animales va en aumento; los más radicales no comen huevo, tampoco, ni derivados lácteos. Las modelos –y esto es de lo más bonito– prefieren andar por ahí desnudas que ponerse abrigos, zapatos o cualquier accesorio de moda que tenga retazos de chinchilla, caimán, oso o largarto, entre otros.

Somos carnívoros, es cierto, pero hemos abusado de los beneficios que otorga el haber permanecido, desde la prehistoria, en la cima de la pirámide alimenticia. ¡Dios nos libre de que exista, inadvertidamente, un “cocodrilus erectus” o alguna clase de felino o cerdo a la que le dé por pensar, porque hasta ahí llega nuestro reinado! En unos miles de millones de años cuando las corridas se conviertan en ondearle un limpión de colores, en la cara, a un descendiente de nuestra raza, imberbe, cabezón y apenas con un par de dedos, con seguridad ya no nos parecerán tan entretenidas. Ahora, puede que tan dolorosa deshonra no se demore tanto; supongamos que mañana nos invade una raza superior de extraterrestres que también considera culto y súper artístico llevarnos al matadero a punta de chuzones, poniéndonos a dar vueltas como si fuéramos autistas y gritándole consignas emocionadas a nuestros victimarios para animarlos, para avivar la fiesta, para pasar una tarde de domingo entre congéneres que privilegian la supremacía.

Con los toros de lidia sucede lo mismo que con los tiburones, mientras haya gente acomodada que tome la costosísima sopa que se prepara con sus aletas y que, además, considere que hacerlo hace parte de su alcurnia, se seguirán capturando tiburones y devolviéndolos cercenados al mar para ser presa de otros depredadores. Las corridas no son menos masivas si contamos la cantidad de espectadores dispuestos a ver sufrir los toros y pagar por ello, con el agravante de que a la Plaza de Toros –por lo menos a La Santamaría– dejan entrar menores de edad que es lo mismo, si tomamos los parámetros de censura que aplica el cine, que llevarlos a ver una orgía: la misma ansiedad en las entrañas, la misma lidia, la misma trascendencia en la estocada, la misma gritería…

Se entiende que en un país tan violento, hacerle pasar un mal rato a un macho vacuno, no tiene la menor importancia; y menos si terratenientes, hacendados y opulentos de todas las pelambres tienen la oportunidad de lucir sus “foulards” y chaquetas de gamuza; sus esposas de mostrar sus cuellos templados y la magia de la liposucción y la bulimia; y, sus mozas de salir en las fotos con el labio abultado y el bronceado mediterráneo de motel con piscina. Mucho menos aun, si la familia y el gabinete del Presidente de la República tienen acaparados los palcos posando para las revistas sociales y compartiendo comentarios taurinos sacados de memoria de los escritos de Antonio Caballero quien sólo reconoce la barbarie en ojo ajeno.

Mientras los tendidos a la sombra sigan siendo un microcosmos de nuestra oligarquía, seguirá habiendo temporadas de toros: como hubo cristianos, y numidios, y etíopes para el coliseo de los patricios romanos; eunucos para los coros florentinos; niñas vírgenes para los altares de Quetzalcoatl; niños engordados para sodomizar por los sacerdotes de Dionisos y, entre una gran multitud de otras barbaries, faenas inolvidables e históricas en que un toro logra, contra toda prevención y augurio, atravesar la arteria femoral de un torero y dejarlo a “las cinco en sombra de la tarde” tendido y muerto sobre la arena.

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Nacionales, Cultura, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Cultura, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe

Margarita y Mateo: los mató la felicidad

Uno no se cansa de mirar la foto de Margarita y de Mateo. Una muchacha y un muchacho lindos, de rasgos caucásico, criollo libaneses, dientes blancos y parejos, la frente amplia de quienes han estudiado y el ceño fruncido de los que se cuestionan todo. Se les nota la buena crianza, su piel revela la tersura de quienes han gozado del bienestar como forma ideal de vida. Casi que se les oye la dicción castellana del altiplano que, al hablar, delata su origen acomodado, sobre todo por fuera de su zona de confort: Bogotá, de Rosales a La Carolina. Mientras sus amigos estaban pasando navidad y año nuevo en Miami, bronceándose en los centros comerciales y aventurándose a probar nuevas versiones de videojuegos, ellos estaban como Adán y Eva en el paraíso sin darse cuenta de que, en realidad, eran un par de moscas en un mar de leche. Debían ir cogidos de la mano bajo el sol calcinante del mediodía. Llevaban chanclas de cuero y ropas de colores suaves sobre los vestidos de baño. Se les acercaron por sorpresa, o con algún vano subterfugio, y sin asomos de clemencia los mataron a quemarropa con tiros en la cara.

Pasó que Colombia es un país violento, que Urabá es un techo bananero que oculta bajo sus ramas una cocina donde se cuecen las drogas, con el secuestro, el boleteo y los consecuentes ajustes de cuentas; pasó que nos comimos el cuento de la seguridad democrática y que a una pareja llevada por el amor entre ellos y a la naturaleza le pareció interesante -biólogos ambos- romántico y liberador, tomar por una vía aledaña a San Bernardo del Viento y adentrarse inadvertidamente en tierras de la banda criminal “los urabeños”; pasó también que uno de sus objetos de estudio era el ecosistema manglar que en esa parte de Córdoba es espeso y sirve de escondite al narcotráfico para sacar, desde ahí, la cocaína en rápidas embarcaciones hasta Panamá; pasó que los vieron felices y eso, en el reducto criminal que dejó Mancuso, es inadmisible; como lo es en la mayor parte del país, salvo en el territorio cuadriculado de las páginas sociales y el intercambio de imbecilidades de los programas de televisión que dan los buenos días.

Uno debería poder señalar un punto cualquiera de nuestra geografía y arrancar para allá con la mochila al hombro, un par de bluyines y un ipod. Uno debería poder dedicarle un fin de semana a buscar esmeraldas en Muzo y Somondoco, o buscar oro a orillas del Baudó sin más haberes que una coladera, una carpa y un repelente contra los mosquitos. Uno debería poder adentrarse en la selva del Amazonas y que el único peligro fueran los caimanes y las anacondas. Uno debería bajar, desde el pico hasta la playa, a todo lo largo de la Sierra Nevada de Santa Marta en un carro de balineras, o hacer la travesía del Río Magdalena como hasta hace medio siglo se hacía en barcos de rueda y vapor traídos del Misisipi.

Los botánicos, los zoólogos, los historiadores y los artistas deberían hacerle seguimiento a la Expedición Botánica emprendida por José Celestino Mutis, y otros ilustres científicos, hace doscientos años; como se pretendió hacerlo en el gobierno de Betancur, al tiempo que se promovía un Diálogo Nacional con los alzados en armas que dio como resultado la infiltración de éstos a las zonas suburbanas de las ciudades pequeñas, medianas y grandes del país. Los cinematógrafos deberían poder filmar los carnavales del diablo en Riosucio, el festival de la bandola criolla en Casanare, los bailes y la música de San Basilio de Palenque, entre miles de ejemplos más; como lo hiciera la serie Yuruparí, para la televisión colombiana, en los ochenta.

Los ambientalistas deberían poder, a sus anchas, buscar la protección de nuestras especies endémicas de fauna y flora que están amenazadas y/o en vías de extinción; ya sea por efectos de la caza y pesca indiscriminadas, de los cultivos y laboratorios ilícitos que todo lo arrasan o de los intereses de los coleccionistas, comerciantes y farmaceutas internacionales que subrepticiamente promueven el robo de nuestros recursos naturales. Los estudiantes deberían pasar más tiempo haciendo estudios de campo que encerrados en las bibliotecas o navegando, escalando y abriendo trocha, a punta de mouse y teclado, por internet donde el conocimiento general está masticado y rumiado para saciar la mentalidad estrecha de la mediocridad.

Las autoridades deberían poder proteger a los mateos y a las margaritas que surgen entre las nuevas generaciones, por la simple y sencilla razón de que no son muchos, de que también -por lo visto- están amenazados y en vías de extinción. Los universitarios maravillados con Colombia y con el ánimo altruista de estudiarla y proteger sus valores naturales y humanos son escasos. Los pocos que hay no reciben los estímulos suficientes porque nuestro país no cuenta con entidades educativas, privadas o públicas, que sean realmente generosas con sus presupuestos de investigación y menos cuando esta requiere de usurpar territorios de los que somos intermitentemente soberanos. Es una lástima que nuestra juventud sea, en esencia, urbana en una de las esquinas del mundo más biodiversas y con la gama de colores más extensa entre el azul y el verde.

Entonces, si parte de nuestro fracaso ha sido que no podemos cuidar ni garantizar el futuro de nuestros hijos ¿cómo podemos decir que Colombia es feliz? Los encuestadores dicen que, en el ranking de la felicidad, somos el sexto país del mundo y nada puede ser más contrario a la realidad que tal afirmación. ¡No es posible! Afirmarlo es decir que vivimos de espaldas al dolor de nuestra gente y que la esperanza dejó de habitar entre nosotros. Decir que somos felices, pese a las adversidades, es lo mismo que claudicar, es lo mismo que declararnos: el reino moribundo de la hipocresía. Somos un pueblo adolorido, con gente anónima que dedica su trabajo a los demás o que regala al menos una sonrisa al día; somos compasivos, dispuestos a ayudar al vecino, amables entre nosotros mismos, querendones con la familia y los animales; celebramos desde un gol hasta un Tratado de Libre Comercio; nos gozamos la embarrada de una reina de belleza, nos reímos de un mal chiste, de nuestros mandatarios, de las colas, de los trancones, del sistema de salud, del salario mínimo y tenemos una capacidad inmensa de sobreponernos a la tristeza, a la injusticia, a la miseria, a la falta de oportunidades y, entre millones de cosas, a los designios de dios… pero no somos felices.

Nos gusta pensar que a Margarita y a Mateo los mataron por oligarcas, eso minimiza el impacto que la tragedia le imprime a nuestra sensibilidad. Nos gusta pensar que ¿quién les manda meterse en la boca del lobo? eso nos distancia de cualquier culpa indirecta o cualquier posibilidad más arriesgada que: volver a salir a la calle a protestar, marcar “me gusta” en una página de Facebook o hacer una significativa donación a la fundación que surja de esta repetible tragedia. Lo cierto, es que nadie se va a hacer cargo de los manatíes que Mateo iba a cuidar como inicio de su vida profesional al servicio del medio ambiente. Lo cierto es que -valga repetir- jóvenes así de valerosos no abundan y los que podrían serlo se dejan encausar, por la imperceptible coacción social y familiar, hacia destinos más previsibles que les permitan preocuparse de los tiburones sin aletas, los osos pandas, los tigres de bengala, la selva húmeda, el bosque tropical, la tala de árboles, la pesca con dinamita, la trata de blancas y cantidades de otras infamias de la depredación del hombre contra la naturaleza, pero con la opción de cambiar de canal o ponerle “mute” al control de la televisión.

Si fuéramos felices conoceríamos más a la señora felicidad ¿o señorita? ¿viuda, tal vez? ¿minusválida? ¿enferma? la manejaríamos mejor, la anhelaríamos menos, la perseguiríamos sin tanta ansiedad, con más cordura y estaríamos más predispuestos al amor, más vulnerables y receptivos a la bondad, menos desconfiados, total e infinitamente más vivos: como Margarita y Mateo el mediodía aciago en que tomaron un camino equivocado y con esa felicidad inocultable que por no ser común en esos lares finalmente los mató.

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Alvaro Uribe reemplazaría a Leonel Alvarez

Alvaro Uribe Vélez está pensando seriamente la propuesta que, en las últimas horas, le hizo el presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, Luis Bedoya: hacerse cargo de la Selección Nacional de Fútbol. Al tiempo, se comenzó a especular que el Presidente Santos está detrás del posible nombramiento, con miras a distraer la hiperactividad de su predecesor en asuntos que no sean políticos pero manteniendo su presencia en los medios de comunicación que es, por supuesto, lo que el expresidente no está dispuesto a sacrificar. Santos no ha dado declaraciones al respecto, pero el Palacio de Nariño se pronunció a favor de la decisión, destacando las dotes de estratega y espíritu deportivo del opcionado.

Por su parte, Alvaro Uribe dijo que se va a tomar un par de días para pensarlo, sin embargo ya contestó las principales inquietudes de la opinión pública colombiana durante una improvisada rueda de prensa en el aeropuerto de Rionegro; de la que aquí se transcriben apartes para ir despejando dudas. Se omiten las preguntas porque ninguna alcanzó, realmente, a ser formulada a cabalidad, ante el afán del expresidente por arrancar a hablar, siempre, con esa verborrea atropellada que lo caracteriza.

+ ¡Qué pena, señor periodista! Déjeme interrumpirlo, se lo pido. Ahora no me va a salir con la pregunta de cuánto hay que saber de fútbol para manejar la Selección Colombia. Mire, y me dirijo a todos los colombianos, también; cuando se ha sido caballista y, además, Presidente de la República pocas empresas en la vida le quedan a uno grandes. Lo digo con humildad. Yo podría estar manejando con éxito un Carrefour + risas + o ¿por qué no? un transatlántico o un proyecto de la NASA, eso todo es lo mismo. Hay que ponerle empeño a las cosas, asesorarse bien y tener una buena pizarra para enseñarle las movidas a los coequiperos. Miren, mi mejor credencial es que yo aprendí mi carrera política a patadas y esa es una experiencia invaluable, sobre todo, si se trata de fútbol. +

+ […] es más pónganme los jugadores que quieran y alguien que escuche muy bien encargado de analizar la competencia, y yo les clasifico el equipo al mundial de Brasil. La cosa es de paciencia y perseverancia, pregúntenle a mis ministros si finalmente no aprendieron después de tanto autogol. Miren… + le muestra su celular a los periodistas y continúa + llamen ustedes mismos, señores y señoras periodistas, y pregunten. Miren, llamen a Fernando Londoño, por ejemplo, y él les dirá lo estricto de los entrenamientos, lo extenuante de las prácticas. Lo nombré capitán y con todo y eso el rendimiento de sus acciones era motivo de preocupación; trató de echarle la culpa al árbitro por el fracaso de la convocatoria, a todos los colombianos, para cambiar las reglas del juego y, para completar, nos alecciona con ese tonito de “yo me amo sobre todas las cosas”, pues, tocó sacarle la tarjeta roja. Miren… ¡de verdad! + vuelve a mostrar el celular + llamen a Juan Lozano y pregúntenle ¿qué sabía él de medio ambiente? o ¿qué sabía Consuelo Araújo de cultura salvo distinguir un acordeón de una guacharaca? o ¿qué sabía Andrés Felipe Arias de agricultura? y sin embargo le garantizó un ingreso seguro a las verdaderas familias que viven de la tierra en el Magdalena. O sea, en lo que a mí respecta, y para ser claros de una vez, me pueden poner en la nómina jugadores de bolos, o voleibol de playa, o chalanes inexpertos que yo se los vuelvo mundialistas. +

+ Miren, muy importante también, cosas que no se puede pasar por alto: ¿quién quedaría en la bancada? Debemos asegurarnos que sean suplentes que tengan la camiseta bien puesta, que no tengan nexos con las barras bravas, ni vengan de equipos que jueguen con violencia; que, ustedes, señores y señoras periodistas, puedan revisar sus hojas de vida y no encuentren signos de dopaje, ni de haberse metido con la gente que distribuye uno, u otro, tipo de sustancias. Puede haber, por supuesto, jugadores que hayan hecho campaña en otros equipos pero ninguno que haya recibido plata por debajo de la mesa o haya excedido los topes exigidos por patrocinios y publicidad. Deben ser jugadores que suplan las fallas de los otros, que puedan, además, ser un recurso de última hora y capaces de hacer cualquier cosa por ganar como, en su momento, fue invaluable el desempeño de Sabas Pretelt, Diego Palacios y Jorge Noguera, para que entiendan. +

+ […] no diga más señorita periodista. Disculpe. Usted tan bonita y haciendo preguntas tan feas. ¿Cuál mafia del fútbol? Si usted se refiere a que la opinión pública tiene dudas sobre el manejo de la plata, pues, todos seríamos mafiosos y no habría negocio honesto, porque nadie más desconfiado que los que leen la prensa, oyen la radio o ven la televisión. Miren… respeto los medios de comunicación, por favor no me malinterpreten, pero son, ustedes, los periodistas, los que generan mayor cantidad de desconfianza en el público. Volviendo a la señorita… ¿Dónde está? Que levante la mano… Si, por otro lado, usted se refiere a que el nombre del Bolillo sigue vigente, pese a que se le fue la mano con una señora, eso no demuestra ninguna mafia, o rosca, sino el aprecio de los colombianos por haber sido parte del grupo técnico que nos ha llevado más lejos en el fútbol mundial. ¿Qué tal, señorita periodista, que habláramos de la mafia de la cerveza, de las gaseosas o de los bancos para referirnos a los hombres más ricos de este país? Mafia: las Farc. Mafia: el narcotráfico… + El expresidente niega enérgicamente con el dedo y prosigue. + No vaya a creer, tampoco, que fue esa supuesta mafia, que usted menciona, la que fulminó a Leonel Alvarez ¡de nin-guna manera! fue la desconfianza que desde el comienzo le tuvieron los medios de comunicación y, por ende, como ya expliqué: los colombianos. +

+ Mire, señor periodista, no siga. Le ruego que no siga. Como no hay futbolistas llamados Yidis, ni Teodolindos, creo que esa pregunta no procede. A mí me parece que los incentivos a los jugadores no pueden ser monetarios y me parece una bellaquería que usted insinúe que yo entregaría notarías, hatos o fincas cafeteras, por goles, por partidos o por campeonatos ganados. Hay es que tener un sistema de juego con el que los seleccionados se sientan cómodos. Mire, déjeme decirle algo… déjeme decirle que el fútbol es democracia. Tengo pensados lineamientos de alta liberalidad en la cancha, estrategias que la mayoría de las veces salen bien y que, por ensayo y error, he podido comprobar que funcionan. Los delanteros, generalmente, se sienten inseguros de que les metan goles y eso les merma la capacidad de juego, hay que darles la oportunidad de que también estén a la defensiva, y viceversa. Podemos llamarla, si usted quiere, la estrategia Convivir: en la que cada jugador pueda armarse del valor necesario para defender o atacar según lo considere y dentro de reglas establecidas; inclusive podemos pedir una comisión de verificación por parte de la FIFA. La idea es desarrollar un juego más autodefensivo que persuada y no que presione, ni compre conciencias. +

+ Yo le digo a los colombianos, miren, si piensan que dirigir la Selección Colombia es una jugada política de mí parte, pues, están muy equivocados, es como si no me conocieran. Yo les cuento, es una manera de hacer patria, como muchas otras, que es totalmente distinto; es acercarse a los colombianos con lo que más les agranda el corazón: el fútbol; y, ya verán que con mano firme en el manejo de los jugadores les quitamos las mañas que traen; sobre todo, los zagueros izquierdos. He pensado, eso sí, entrenar en todos y cada uno de los estadios de Colombia, por humildes que sean; una especie de concentraciones comunitarias y que todos nuestros compatriotas puedan asistir y opinar sobre los resultados, la agenda y el rendimiento del equipo y foguear a los jugadores de frente. No sobraría, tampoco… y déjeme aclararle a la periodista, la monita que está junto a la puerta, que los Cascos Azules no son un equipo de fútbol… traer un grupo de expertos, táctico y con experiencia ofensiva; pero no de afuera, con gente como: Cossio, Benedetti, Náder, Echeverry, Gaviria, Escobar, Moreno, Vélez, Barreras y otros que en este instante olvido, tendríamos. +

+ Ahora bien, deploro que no me pregunten lo fundamental y es: ¿además de un equipo campeón del mundo, qué le estaría yo dejando a mi sucesor? + El expresidente deja la inquietud en el aire y se despide de todos. +

Algunos analistas sugieren que la situación hace parte del forcejeo entre Uribe y Santos por liderar el Partido de la U. El exmandatario estaría esperando, en los próximos días, calibrar el apoyo a su ímpetu futbolístico, entre sus copartidarios, para distinguir a los fieles, de los infieles; razón por la que se da por descontado que este será otro rechazo a la posición técnica más preciada del fútbol profesional colombiano.

La Luciérnaga, único medio capaz de terminarle una pregunta a Alvaro Uribe, le pringa la lengua. + Conocemos sus capacidades para emular con Beckenbauer, o Bilardo, lo que da miedo de su nombramiento, al frente de nuestra Selección, es que nos deje colgados de la brocha –en este caso del balón– + risas + cuando se agiten los vientos de la reelección presidencial ¿qué opina usted, Señor Expresidente, al respecto? + Uribe saluda al equipo de La Luciérnaga por sus nombres y apellidos completos, le manda saludes a sus respectivos cónyuges, hijos e hijas por sus nombres, agradece la invitación al programa, opina que el tinto está muy bueno, abraza a la niña que se lo sirvió, les desea a todos un feliz año nuevo y contesta: + Ya lo dijo el General Herrera mejor que yo: “¡La Patria por encima de los partidos!” +

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Cultura, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Cultura, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Los caballeros las preferimos inteligentes

A los hombres no nos gustan las mujeres brutas. No las preferimos, no queremos que nos las presenten y tampoco las buscamos. Nos gustan las mujeres independientes, que trabajan, que tienen actividades distintas a las nuestras, que van al gimnasio, que socialmente se desenvuelven con fluidez, que saben divertirse, que tienen sentido del humor y que saben lo que les gusta en la cama. Que escojan bien los tomates en el supermercado, sepan voltear a tiempo una omelette o aspiren el tapete de vez en cuando no es indispensable, si lo fuera los brutos seríamos otros.

Una mujer cuya lujuria coincide con la nuestra durante una noche de karaoke, cerveza y Detodito, que se autoinvita a nuestro apartamento y con la excusa de que le entró una calentura impostergable termina, con una tanguita de fibra de caramelo y una hilera de 3 condones, haciendo contorsiones en el futón comprado en Bima, es cualquier cosa menos bruta. Si además nos ventila el cuello con griticos intermitentes y nos dice que invitemos a una amiga e independientemente de que la llamemos al otro día, o no, ella nos describe lo que pasaría si Kelly Johana -su amiga- apareciera con su melena plateada y sus muslos de oblea; no sólo no es bruta sino que cuesta trabajo creer que fuimos nosotros los que nos aprovechamos de ella. Los hombres ya no somos tan pacatos para creer que una mujer que tira por gusto es puta, pero todavía nos queda la sensación de que les urge atraparnos. Tan embebidos estamos en nosotros mismos que si no inventan cualquier excusa para quedarse el fin de semana o no nos sacan el número de la oficina y del celular y, además, se visten como un tiro, se van para su casa con un simple “chao” y no vuelven a aparecer nunca, pensamos que esas sí son definitivamente unas: ¡brutas! ¡Qué brutos!

¿Cómo quedamos, entonces, los hombres si esa es precisamente nuestra forma de relacionarnos con las mujeres? ¡Esas mañas las aprendieron de nosotros! “Llegamos, conquistamos, clavamos la espada en la madre tierra, dejamos nuestra semilla donde caiga y salimos corriendo” ese es nuestro lema y se le enseña -en ceremonia privada- a cada niño que eyacula por primera vez; es el premio que recibimos por la prueba de nuestra hombría: la consigna que nos guía a través del mapa del tesoro femenino. Lo que pasa, y digámoslo de una vez, es que la mujer más bruta de todas, la más descerebrada y fronteriza, la que en la repartición de neuronas le tocó rila de mondongo ¡esa! que debió ser tercera princesa de la belleza colombiana y que para completar es incapaz de sostenerle una conversación a Raimundo Angulo, es más inteligente que todos los hombres juntos.

Por supuesto, que hay mujeres abusadas, golpeadas, sojuzgadas en su amor propio, utilizadas como un mero receptor de arrecheras y espermatozoides; mujeres obligadas al servilismo, dependientes del hombre de la casa, desprovistas de cualquier gesto cercano al amor o, en el peor de los casos, a la caridad. Mujeres objeto, pero no en el sentido glamoroso de las que se muestran para vender pañoletas y perfumes, sino verdaderamente mujeres tratadas como trapero, como balde, como pera de boxeo, como cañería, como lubricante, como desecho… lo que tampoco las hace brutas a ellas, pero sí a nosotros, los hombres, por haber desperdiciado 20.000 años de historia buscando una supremacía de género cuya actitud arrolladora es la que está acabando con la familia, la sociedad, la humanidad y el planeta.

El voto a la mujer, la liberación femenina, la ley de cuotas, entre otras concesiones, no han sido sino permisos otorgados por los hombres, como contentillo, a las mujeres para mantenerlas a raya, para domar la jauría, para retrasar la inminencia de que la balanza está cambiando hacia el útero, hacia el cántaro, hacia lo que contiene; y rechazando lo que escupe, lo que vacía, lo que tiende a la resta y a la división y no a la suma y a la multiplicación. Parafraseando a Florence Thomas: las mujeres sobresalientes de la historia, hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, lo han sido porque han asumido roles masculinos. Con todo y tetas es como si llevaran una palanca de cambios entre las piernas, como los travestis, de ahí que Hillary Clinton y Noemí Sanín, por ejemplo, hablan con esa voz de mando y esa pretensión de poderlo todo, propias de la testosterona.

De un tiempo para acá, lo que llamamos evolución, o re-evolución, es que las mujeres se están haciendo cargo del destino del hombre y del cosmos que, hasta ahora, era un oficio que nos pertenecía. ¡Ojalá estén a tiempo! Y, no se trata de que nos estén mandando a cuidar los niños y a hacer el almuerzo, sino que por fin están haciendo caso omiso de nuestra suerte. Se cansaron de gravitar en función nuestra, ahora se defienden solas. Si el hombre provee bien y si no también. El amor ya no las obnubila como antes y a la mierda con la represión sexual: tiran por gusto y con desenfado, si se acomodan con la posición del columpio, la piden; si las excita el lubricante de pimienta y sábila, lo llevan entre la cartera; si el macho no responde a las expectativas, no importa, ellas tienen un sucedáneo que vibra con solo encenderlo; y siempre, de manera amable y linda porque esa es su naturaleza, sabrán decirte lo que no les gusta, lo que no quieren que intentes nunca más, lo que les huele feo, lo que les fastidia, lo que quieren de desayuno y de regalo en navidad.

¿Nos quitaron la presión de mantenerlas, de hacerlas felices en la cama, de estar pendientes de ellas, de cuidarlas, de acompañarlas en la salud y la enfermedad, de amarlas hasta la muerte… y nos quejamos?

¡Claro que nos quejamos! Nos están quitando los puestos ejecutivos. Nos están escogiendo como sementales, para vestirnos como al Kent de la Barbie y mostrarnos entre sus amigas. Nos usan de choferes, de confidentes, de amos de casa, de acompañantes, de guardaespaldas, de padres de sus hijos y hasta de muñeco inflable. Nos están volviendo un accesorio, una bisutería; ya nos tienen yendo al cirujano plástico y al gimnasio, nos están cambiando el fútbol por el patinaje sobre hielo y la cerveza por el aguardiente light. Ahora son ellas las que sugieren una relación entre tres, con una escort a domicilio o con la vecina, son ellas las que lo arrastran a uno a tener una experiencia swinger y son ellas las que dicen, siempre de manera casual: “me excitaría verte hacer el amor con otro hombre.”

¿A qué extremo hemos llegado? Nos tienen echándole popurrí al cajón de los calzoncillos, poniéndole esencia de “primavera mediterránea” al carro, depilándonos las cejas, dándole brillo a nuestras uñas y afeitándonos lo que nunca se nos había ocurrido afeitarnos; inclusive algunos se dejan un arbustico, en forma de bigote hitleriano, justo donde quedaba la espesura. Se metieron con el origen de nuestra fuerza, de nuestra virilidad ¿adónde vamos a parar, ahora? dentro de poco vamos a estar echándonos base y rubor en los testículos. Nos llaman “metrosexuales” para que el golpe no nos duela tanto, porque la verdad es que de jinetes de rodeo pasamos a ser floricultores.

Es hora, entonces, de no decirnos más mentiras. Hemos malgastado nuestra oportunidad histórica. Tanto Taj Mahal, tanto transbordador espacial, tanta expedición al Everest, tanta guerra inútil, tanto record Guinness, tanta ojiva nuclear, tanto Hugh Heffner, tanto Donald Trump, tanta fiesta brava, tanto apóstol, tanto proxeneta, tanto héroe, tanta medalla al mérito, tanta charretera, tanto cuello almidonado, tanto galán y tanta caja de herramientas… ¿Para qué? ¡Si ellas en ningún momento se han comido el cuento! Por eso, entre muchas otras cosas, si los caballeros las preferimos inteligentes es porque, en realidad, no tenemos otra opción.

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Nacionales, Cultura, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Nacionales, Cultura, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

La muerte es una invitación al silencio

Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.

El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.

Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.

Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.

Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”

Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!

Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.

Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?

Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.

Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.

Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?

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Nacionales, Gobierno, Trabajo, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Trabajo, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Caso Concha: le creo a Lina María Castro

Una mujer, la periodista Lina María Castro Torres, trabaja en la Presidencia y dice que su jefe abusó sexualmente de ella y que repetidamente, desde hace más de un año, le ha tocado asumir posiciones incómodas en contra de su voluntad.

Su jefe, Tomás Concha Sanz, dice que se trataba de sexo consensual y que si a alguien debe pedirle disculpas es a su mujer por la infidelidad cometida. Le debió llegar con el cuento de que su asistente encargada de las comunicaciones (Lina María Castro) se había aprovechado de su confianza, de la cercanía profesional que le brindó sin otro motivo que el altruismo de ayudarle en su trabajo ¡de ayudarle a surgir y a superarse! pero que desafortunadamente su condición de hombre vulnerable le jugó una mala pasada cuando ella, premeditadamente, se agachó a recoger un clip y no tenía calzones. Sugiere ¡eso sí! en la entrevista a El Tiempo, y como toque romántico, que mediaba un sentimiento de admiración versus la versión de ella que dice que él aprovechó que llevaba un bluyín descaderado para manosearla. ¿Qué es más creíble?

Como siempre pasa, terminará, en la intimidad de su cuarto, pidiendo excusas a su pareja por todos los hombres, porque dios nos hizo en exceso falibles y proclives a la flaqueza del cuerpo; puede que suelte una lágrima pidiendo compasión y, un buen día, cuando vea calmados los ánimos dirá, por casualidad, que de pronto inconscientemente su sexualidad estaba buscando emociones que ya no consigue en su propia cama. Canallada que transfiere la culpabilidad a la esposa y completa el círculo típico con que se dan gran parte de las discusiones maritales, en que el hombre impone su verdad, por lo menos en este reino del sagrado corazón. De ahí en adelante ella no dirá nada, los medios de comunicación la abordarán, ella contestará unas frases torpemente aprendidas y su marido habrá cometido su peor abuso contra el ser que menos lo merece; sólo porque ella, vestidita de blanco y con el pubis perfumado, se comprometió a apoyarlo en “las buenas” que ya pasaron y en “las malas” que aceptó, como dios manda: para siempre.

Dejando de lado la ironía, los casos de sexo consensual entre funcionarios de la Presidencia de la República no son extraños. Está -perdón la obviedad- el que sucede entre el presidente y la primera dama, interrumpido sólo por el edecán para pasarles los condones o decirles, por ejemplo, que ya ubicaron a Timochenko; otro más libertino pero que tiene el encanto de ser una de las buenas tradiciones laborales que aún se conservan: el sexo del día de las secretarias después de la consabida invitación a almorzar con la ventaja de que, ellas mismas, reservan el motel y piden dos copitas de champaña; están también las infidelidades normales que se producen bajo el efecto embrutecedor de la quincena, que es cuando las niñas del conmutador contestan con tono grave “El doctor está en el despacho”. Estar en el despacho presidencial, no da lugar a dudas, ni a preguntas subsecuentes; o sea, ninguna esposa, o esposo, responde: “¿Y, en qué andan, o qué?” o “¿Con quién están?” o “¿De qué se trata la reunión?” o “¿Me comunicas un minutico?” nadie es tan imprudente. Es la mejor excusa en el mundo para ocultar confidencias y vidas paralelas, por eso es tan apetecido trabajar allá.

En nuestro gobierno, para no ir más lejos, se han escuchado rumores de presidentes que en la Casa de Huéspedes de Cartagena no vestían sino la banda presidencial, o que en la Casa de Nariño han dejado el corbatín en la despensa o entre alguno de los clósets del aseo; clósets de los que han salido también mandatarios y alguna consorte, a demostrar que el poder es un afrodisíaco tan potente que ¡todo se vale y que, antes, es mucha gracia que les quede cabeza para gobernar! La debilidad de la carne es proporcional a la importancia del cargo; eso se sabe, sobra cualquier explicación, basta observar la naturaleza humana. Por eso, le perdonamos a Clinton que se metiera con una vieja tan desabrida; a Berlusconi que gobernara desde un yate anclado en las cercanías de Capri; a Sarkozy que, recién posesionado, dejara a su mujer por una más flexible y manualita; y eso por dar unos ejemplos actuales y no remitirnos a Bolívar y Manuelita, John Kennedy, Enrique VIII, Catalina la Grande, los dictadores latinoamericanos, los polígamos sultanes del Islam o los emperadores chinos. O sea los colombianos sabemos de relaciones consensuales en el seno del ejecutivo, conocemos su dinámica, su manera de multiplicarse en rumores disímiles y versiones de telenovela… y lo sucedido a Lina María Castro no es una de ellas. No tiene esa magia vivificante del chisme sino la certeza colectiva de la ignominia.

Ahora bien, en el mismo ambiente en que hay sexo consensual también se produce lo contrario: sexo no consensual por alguna de las partes. En el matrimonio mismo no siempre el deseo del cuerpo es alunísono; algunas veces, uno de los dos lo hace a regañadientes, sin querer, por complacer al otro y no verlo con la misma cara del perro que no sacaron el parque. Dejar, por ejemplo, que la pareja de uno se frote una pepa de mango en los genitales como preludio al amor, o que cante la Marsellesa en el momento del orgasmo, o que insista en pellizcarse la piel con los ganchos de colgar la ropa, es consentir. Disentir sería decir que no, explícitamente y negarse a continuar el proceso de la cópula como respuesta a una determinada insatisfacción. Disentir es un derecho y una forma de pedir respeto por parte del otro siempre y cuando -y en esto radica la diferencia con el delito- no exista una coacción tácita o pronunciada con el objetivo de infundir miedo.

Los abusadores sexuales, generalmente, provocan encuentros con base en la intimidación porque más que el sexo lo que los excita es sojuzgar a la contraparte, vencerla y literalmente arrodillarla a sus pies y humillarla; obligarla a realizar un acto que la reduzca a una condición animal. Los ambientes laborales son facilitadores de este tipo de delitos y se da en una relación de 99 a 1 entre jefes hombres contra mujeres subalternas. Hombres insatisfechos en tan alto grado que ponen en peligro los principios de la fidelidad, y la convivencia, por tener un goce prohibido que les supla una de las drogas más poderosas del universo: la adrenalina. Hombres que necesitan ayuda, pero les da vergüenza pedirla porque nadie que tenga un mínimo de poder reconoce sus errores a menos de que lo cojan y su problema amanezca un día fresquito en el periódico, al lado del jugo de naranja, el pan y el café que la muchacha del servicio le revuelve con el dedo.

Lo que agrava el contexto ético del caso de Tomás Concha es que él trabaja en Derechos Humanos, o sea que mientras con una mano puntualiza, con el índice en alto, sus discursos -muchos en los que se toca el tema de la desigualdad de la mujer y la lucha que debe darse para evitar tal injusticia- con la otra se abre la bragueta justo en el momento de recordarle a su subalterna que él es quien decide la renovación de su contrato. Yo le creo a Lina María Castro porque si la relación hubiera sido consensual con seguridad la salida de su agresor hubiera sido mucho más airada y amenazante, pues la reacción de un hombre atacado en su amor propio es mayor a la de un abusador sexual que maneja de manera más calculada sus emociones. Tomás Concha no se está defendiendo de una falsa acusación porque hubiera, sin duda, reclamado un mínimo de honestidad, hubiera insistido en la ausencia de pruebas y se hubiera explayado en una declaración pública más emotiva, más humana, tomando más riesgos, pero no: lo declarado, hasta ahora, ha sido medido, que es como actúan quienes le temen a “todo lo que diga será usado en su contra.” La entrevista a El Tiempo, por ejemplo, fue por escrito y no telefónica que es lo usual. En ésta, señala a su subalterna por no haber declarado el hecho desde que comenzó, lo que en mi sentir delata que más grave que ponerle a la fuerza el pene en la boca debió ser el manoseo verbal, las miradas sin tregua y esa respiración de hiena, a través de la sala de conferencias o en la cafetería llena de gente, que nadie escucha salvo la presa.

¿Cuánto tiempo le lleva a una mujer acopiar el valor necesario para reconocer públicamente una flagrante violación de su intimidad? ¿Hay estadísticas al respecto? Pensemos que hay mujeres que se pasan la vida en situaciones peores sin chistar, sin decir ni mú, porque qué pena, porque qué dirán o, peor, porque me lo merezco en razón a las desvirtudes del pecado original magnificadas por el machismo que, en el caso de las relaciones laborales, su representación gráfica más común es la del pulpo. No es para nada casual la expresión “los tentáculos del poder”, ésta no hace sólo referencia al alcance manipulador de quienes lo ostentan sino a la práctica “inofensiva” de tentar culos. Yo creo en Lina María Castro porque si hubiera sido una relación consensual la esposa de Tomás Concha no lo hubiera perdonado tan fácil. Ella no lo ayudaría si fuera un desliz del corazón, o de la piel; ella lo ayuda porque sabe -las mujeres saben- que su marido tiene un trastorno grave de la personalidad y debe estar rezando, en silencio, para que con este golpe a su integridad toque el fondo que necesita para recuperarse de su desvarío.

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Nacionales, Política Fabio Lozano Uribe Nacionales, Política Fabio Lozano Uribe

El Partido de la Ubre

Todos maman del Partido de la U, se alimentan de éste, crecen y se van. El destete es duro porque Alvaro Uribe es el dueño de la ubre y tal posesión la considera extensiva a todos los que la ordeñan, con el compromiso de devolver, en cantidades iguales o similares, lo recibido; so pena de caer en desgracia y sufrir los dardos de sus ojitos enérgicos y su ceño fruncido. Pero entre la alevosía y la indiferencia nada de esto es grave, hace parte del juego político en el que cambiar de teta responde a un problema de subsistencia política, antes que de fidelidad o familiar cariño.

El problema, entonces, es la vaca -la colectividad- porque a ella sí le gusta que le den besitos y le hagan carantoñas antes de manosearla y de que se le metan entre las piernas. Inclusive, es de conocimiento público que le han propuesto mejores abrevaderos, se la ha visto pastar en otros potreros y, en múltiples circunscripciones, hasta la han apareado y tratado de marcar con fierros de otras ganaderías. Esa forma indiscriminada de levantarse la falda, entre componendas y coaliciones, es lo que desconcierta al electorado.

Entre la vaca y su dueño debe haber un sentimiento recíproco e irrompible, un lazo tan fuerte como el matrimonio, de lo contrario se trata de una relación entre amantes, de intereses mutuos, o en el peor de los escenarios -que podría ser éste- de un arreglo entre el proxeneta y la alegre comadrona que se para en la puerta del burdel, engordada a la fuerza para hacerla parecer más apetitosa y rebosante a la transeúnte clientela. Con la gravedad, además, de que ella ve con desgano que se turnan el manejo del negocio entre escuderos y lugartenientes que tienen una denodada fe ciega en su propietario, padre putativo, guía espiritual y líder, mientras éste sigue buscando peleas callejeras de poca monta que lo distraen de su verdadero oficio: cuidar de su rebaño, en este caso de animales mal domesticados y cortesanos desagradecidos.

Con la ley de bancadas, los partidos políticos colombianos se volvieron, eso: bancadas. Partidos de paso para aspirantes a las corporaciones y políticos ansiosos por cumplir el sueño de servir al país y de luchar por el bien común. ¡Perdón! ¡comprensible equivocación! lo correcto es decir: para servirse del país y luchar por los bienes comunes de los que puedan echar mano. El arte de la política es, hoy, la destreza de mantener el equilibrio entre ordeñar y dejarse ordeñar. En ese orden de ideas el Partido de la Ubre ha exagerado en lo segundo y bajado la guardia en lo primero; fenómeno normal si se considera que Juan Manuel Santos es ahora el gran ordeñador del gasto, de los puestos públicos y de la teta del Estado: una cabeza de Medusa con largas e infinitas tetillas que Álvaro Uribe terminó por mirar de frente y quedó, aunque le cueste trabajo resignarse, como todos los expresidentes: quieto en primera y con dedicación exclusiva a defender y tratar de darle un puesto en la historia a su gobierno.

Uribe no ha logrado acomodarse a tales circunstancias. No tiene cómo responderle a un partido fundamentado en sus favoritismos y su capacidad de entrega… ¡de nuevo, involuntario error! quise decir: y su capacidad de entregar notarias, prebendas y otras dádivas públicas. Tampoco le quedan adeptos a la causa porque no hay causa, mientras no haya qué repartir nadie en su partido -salvo Juan Lozano- es incondicional; lo que le quedan son subalternos, lo suficientemente ubicuos, umbilicales, undívagos, uniformes y ufanos para seguir mamando de un jefe político sin poder, pero al que no se le quitan las ganas de mandar ni con goticas de mancusina.

El uribismo no está en retirada, pero tampoco avanza, sino que por tratarse de una ubre inmensa con un corazón tan grande, pues la cabida para el cerebro no es mucha por lo que el partido se quedó sin ideología, si es que alguna vez la tuvo. El mismo Alvaro Uribe es un gran hacedor, más no un pensador que compense con manifiestos políticos la enjundia hiperactiva de sus actos, discursos e itinerarios. Sus ideas son más bien del tipo instrumental y mecánico, dictadas por una intuición de baqueano paisa que suple, de sobra, la falta de reflexión que tienen las decisiones de partido ¡perdón otra vez! … de bancada. Él lo sabe, por eso ha tenido cabezas brillantes a su diestra y a su siniestra, no en vano se ha rodeado de las neuronas y el líquido encéfalo-raquídeo de personas cuyo talento es precisamente el de sopesar -reposadamente y con tiempo- todas las variables de un problema para dar soluciones adecuadas y, sobre todo, duraderas. Personas con las que Uribe se desespera y terminan llevándole el tinto con arepa y volteándole el sombrero.

Se podría decir que Uribe domina la inmediatez, el día a día, lo urgente, lo que no da espera, porque se aburre como almeja en vacaciones con lo que requiera de planeación a largo plazo. Por eso, gran parte de las acciones discrecionales de su fuero sirvieron en su momento y para fenómenos determinados; la aplicación de éstas en el presente ha sido torpe y lenta porque Juan Manuel Santos no es de los que le dedica un domingo a llamar, por ejemplo, a los peajes de todas las carreteras de Colombia para garantizar el éxito de la operación retorno; a escucharle las quejas a un parroquiano de Ramiriquí que se explaya en detalles de cómo el aluvión le arrasó la finca; o se detenga, camino a un consejo de ministros, a preguntarle a un embolador cómo va el negocio y si le alcanza la platica para hacer mercado.

Aunque aguerrido y trabajado, el suyo no fue un gobierno de sembrar y sentarse a esperar frutos, por lo que su partido adolece de lo mismo: falta de raíces, un tronco demasiado pequeño para tanto pajarraco anidado en sus ramas y excesiva y asfixiante cantidad de abono: el remanente de tanto capital político que se ha venido malgastando en esfuerzos puramente electorales y que hubiera servido para estructurar una ideología, una línea de pensamiento, una visión de país, capaz de entusiasmar al común de los colombianos por causas y no por los heroísmos de su jefe máximo.

Alvaro Uribe no ha tenido tiempo -ni es su estilo- de acuñar frases conjugadas en pretérito como tienen los demás expresidentes: “Mi mandato fue, como diría el poeta: …uva, y rosa, y trigo sur-tidor…” “La no extradición era un imperativo para salvar la patria.” “Yo estaba de espaldas a todo menos al país.” “No me extrañan los aciertos de Uribe y de Santos, porque yo les dejé todo listo para que así fuera.” Podría empezar por reconocer que la ubre se le salió de las manos y decir algo así como: “!Qué mi gobierno se hubiera amancebado con el paramilitarismo, acostado con los Estados Unidos y enamorado del poder es positivamente falso!”

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Bogotá, Cultura Fabio Lozano Uribe Bogotá, Cultura Fabio Lozano Uribe

¡Bienvenidos a Petrópolis!

Como Sofronia, nuestra capital, desde el año entrante, renueva su media ciudad provisional. Se queda la lumbre, la vida que gira alrededor de las cebras y sus contorsionistas, su limosna y quienes la sustentan detrás del múltiple sabor de los carros y de sus conductores. Se van los edificios municipales, el ala norte del Palacio Liévano y unos cuantos monumentos; desacoplan sus goznes modulares, desarticulan y se llevan sus cimientos y paredes, escritorios y letrinas, y traen otros -también de armar- para que tengan brillo unos días y se vayan estropeando por el uso y por el desuso que también corrompe; y los instalen unos hombres de overol para que duren, por lo menos, lo que dure su nuevo nombre: Petrópolis (La nueva). La vieja, a 70 kilómetros de Río de Janeiro, guarda la calurosa memoria de los veranos de Pedro II quien importó, en tiempos de su imperio, más de 500 familias de inmigrantes alemanes para poblar la región.

Como Bauci, Petrópolis será guindada entre las nubes y desde allá miraremos lo que dejamos detrás; lo que por respeto no quisimos dañar, la poca infraestructura principal que sostiene los zancos que nos mantienen allá arriba, amarrando cabuyas y halando canastos para subir las semillas y los frutos de una sabana que obnubiló las carnes blandas de Jiménez de Quesada y de su séquito. Como Ersilia, seguiremos tejiendo parentescos porque eso es lo que hacemos, tender hilos entre los unos y los otros hasta que tantas conexiones, e interconexiones, nos ahuyentan y nos vamos a otra parte y seguimos hilando, con el mismo huso, a un mismo ritmo y con el mismo talante pero en un sitio que tiene el encanto de no ser el de antes, desenmarañado, desprovisto de viejas ataduras.

Como Clarice, Petrópolis está dictada, de antemano, por un modelo de ciudad ideada por algún viajero, alguien que, con una vara, pintó un damero en la tierra. Un modelo que se renueva y se destruye con una cadencia pasmosa; pero que en ese periplo entre sombreados valles y luminosos picos ha conservado retazos representativos de cosas y de frontispicios, de esquinas fotografiadas por los turistas. Hoy es una mezcla de pretéritos que -aunque se distancian- no insultan, de ninguna manera, el modelo primario: la pretensión fundacional que hierve en cada primer hombre, o mujer, o pareja, cualquiera de ellos forastero.

Como Smeraldina, Petrópolis será sólida y líquida a la vez; sólo podrá dominar todos sus puntos quien se transporte en helicóptero, por aire donde las rutas son infinitas. En tierra, dragado y multiplicado el río Bogotá por expertos traídos de los Países Bajos, la ciudad tendrá tantas opciones de canales fluviales como de vías asfaltadas, en zigzag se confundirán las aceras con las caídas de agua y las estaciones de Transmilenio con los manantiales. Un maridaje entre lo aportado por la naturaleza y lo aportado por el hombre que resultará en coloridas vegetaciones y ánimos alegres y danzantes. Pero, esto, no tendrá importancia: la ineficacia de los mapas será evidente, ante la posibilidad infinita de recorridos, cruces y entrecruces; por más gondoleros y taxistas nadie podrá repetir la misma ruta hacia un mismo sitio. La vida despojada del germen de todas las rutinas: el trayecto, ganará en liviandad lo que perderá en los recursos mal concebidos de la orientación.

Como Zirma, los recuerdos de Petrópolis serán los semáforos de 4 colores, los de siempre y un azul que dará paso a quienes aprendieron a volar o galopan sobre garzas gigantes; la turba variopinta de estudiantes universitarios que por oleadas invaden las horas semanales del centro histórico de la ciudad, dando vida a rincones septembrinos y pequeños bogotazos; y, entre muchos otros, los obesos parlamentarios cuyos grandilocuentes pedos pasan desapercibidos en el Salón Elíptico del Capitolio. Se grabarán en la mente ciudadana aquellos fenómenos que, como éstos, tengan la calidad intrínseca de repetirse, repetidas veces y en secuencias que se repitan, una y otra vez, valga la redundancia.

La verdad, Petrópolis cambia con cada mudanza; cambia el alcalde, algunas de sus funciones y el título de sus subalternos; cambia, por ejemplo, el sentido de las calles y los nombres de las charcuterías; cambian los capacitados de oficio y los incapacitados de esquina. Cambia lo superficial pero -contrario al estribillo de Mercedes Sosa- lo profundo se mantiene, porque la ciudad sigue siendo “idéntica a sí misma” debido a que los discursos permanecen, las lecciones aprendidas se enuncian igual, con distintas dicciones y acústicas, posiblemente, pero con el guión heredado e invariable de los primeros oradores que relataban batallas y construían el imaginario colectivo de los pedestales y los bustos de mármol cuya penitencia sigue dependiendo del arbitrio intestinal de las palomas.

Con cada alcalde nuestra ciudad se comporta como Olinda. Al principio nadie nota el hueco imperceptible entre el resquicio de alguna calle, a los pocos días está del tamaño de medio limón y sólo los niños descubren que por dentro lleva otra ciudad. Vivimos tan distraídos con las nimiedades del diario vivir que del hueco salen calzadas, centros comerciales, autopistas, alambrados y parques con fuentes, y eucaliptos; una urbe que desplaza la existente, abriéndola en su centro, explayándola a la fuerza, rompiéndola, alargándola hacia confines sin jurisdicción, ni esperanza. Petrópolis no será distinta en su alumbramiento, el daño está hecho desde la invención de la democracia, sin embargo, a una nueva clase de hacedor se le ha hecho el encargo de dirigirla, de darle sentido.

Un hacedor cuya incomprendida causa tiene el deber de demostrar y cuyas acciones deben seguir siendo la piedra en los relucientes zapatos de la corrupción. ¡Bienvenidos a Petrópolis! Se anticipa que no será una interpretación del Kublai Kan, afectada por su ego conquistador, ni una imaginería de Marco Polo para caerle bien a su anfitrión; como tampoco podrá ser ya, ni invisible, ni transcrita por Italo Calvino. Sin embargo, tendrá la virtud de no ser un cuartel de conspicuas heroínas, ni la ubérrima maravilla del mundo que clamaban otros candidatos. Como la vieja, que significa: ciudad de Pedro; ésta, la nueva, será la ciudad de Gustavo.

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Cultura Fabio Lozano Uribe Cultura Fabio Lozano Uribe

Ojalá se muera pronto García Márquez

Este es un comunicado escrito para ser publicado, a una página, en un periódico de circulación nacional. Pero, como no hubo plata para dar tan premeditado golpe de opinión, sus autores -que no pasan de la media docena- decidieron sacarle unas cuantas fotocopias y repartirlo a la entrada de la Academia Colombiana de la Lengua con tan mala suerte que la policía confiscó la nota por considerarla un delito contra la patria.

+ ¿Qué delito? + preguntó el joven que alcanzó a entregarme uno a mí, antes de que los agentes, indignados, le quitaran el arrume de libelos. + ¡Debería saberlo el civil! ¡Es como orinarse en la bandera de Colombia! + Dijo el oficial de más alto rango y que no era -como no lo es nunca- el más instruido del grupo. Volteé la esquina y lo leí, con taquicardia, como si hacerlo me convirtiera, en el acto, en un conspirador o en un miembro de algún tipo de resistencia secreta. Transcribo aquí el texto, por solidaridad profesional, pues yo también he sido repartidor de volantes.

Deseamos, lo antes posible, la muerte de Gabriel García Márquez, decía el título e impresionado seguí leyendo de corrido:

No tenemos nada contra la decrepitud. Somos un grupo de jóvenes escritores colombianos que cumplió más de 50 años esperando a tener estanterías distintas a los rincones más escondidos y apartados de la Feria del Libro o a las nuestras propias. No pertenecemos al Boom Latinoamericano y nuestra literatura no se enmarca dentro de los lineamientos del realismo mágico. O sea, nuestros personajes no emprenden hazañas imposibles, tampoco flotan a veinte centímetros del piso, sus designios no están señalados por las cartas, ni por la formación de las aves, ni la entraña de los enemigos, ni la boñiga de las vacas; nuestros hilos de sangre no atraviesan calles, ni plazas de mercado, no tenemos muertos que vaguen irredentos por los patios de las casas, ni prostitutas que paguen deudas de por vida; lo nuestro es un limbo entre la modernidad y la postmodernidad. Y, no es que seamos una generación perdida, somos una generación náufraga, sin asidero, sin puente levadizo entre los invitados que rasparon fiesta en París y los adolescentes, ya creciditos también, que venden libros en las droguerías y en las cadenas de supermercados.

Fuimos, en su momento, retoños de un país garciamarquiano, la herencia de la puntuación falible y del no gerundio. Ahora, sin haber podido matar al padre, pedimos permiso para ir al baño y levantamos la mano para que nos den la palabra: una palabra desprovista de señalamientos, sin una “cueva” fundacional, sin impulsadores catalanes, sin estómagos vacíos; una palabra que nunca ha estado a la intemperie, protegida por zapatones y mullidas gabardinas. La literatura tiene sus aconcaguas y sus depresiones submarinas, extremos ajenos y desconocidos para nosotros, acostumbrados como estamos a los calentadores y los aires acondicionados. Nos ha faltado, hasta ahora, quién nos lleve al filo del acantilado, en cuyo fondo corren ríos de sangre, laderas como aceras y alcantarillas llenas de putas de silicona y relaciones inmunodeficientes y adquiridas; pistas de aterrizaje delimitadas por líneas de cocaína, donde el tráfico de drogas cambia de manos con cada purga y en los laboratorios adonde entró triunfante Tirofijo, con su banda presidencial al hombro y presumiendo sus entrenadores libios, ahora se sintonizan emisoras de Sinaloa y de Tijuana, y las muertes que otrora apadrinaran El Patrón, y su zoológico de esbirros, ahora las bendice Quentin Tarantino.

Que García Márquez llegara a los cien años sería un contrasentido; Sábato no murió ciego, ni envuelto en cortinas de fuego; a Vargas Llosa no se lo comerán las ratas; Donoso no fue sodomizado, entre cuatro paredes de hotel, por un mastín negro e insaciable; Juan Rulfo no anda por ahí en el estado inmaterial en que se encuentra y Dostoievsky, espero, no fue enterrado vivo. Que, además, se arriesgue a que le llegue una soledad que le erosione el alma como lo ha hecho con el cuerpo, sería romper una de las reglas que la humanidad no perdona: el profeta, por ningún motivo, debe ser el victimario de su propia profecía. Nuestro Premio Nobel está en mora de ir escogiendo su castaño, porque es Úrsula Iguarán la que, desmemoriada, sobrevive la centuria. Es, entonces, Mercedes Barcha la que tiene la oportunidad de olvidarlo a él y no al revés, so pena de que Melquiades no regrese y no ocurran las revelaciones que permitan descifrarlo todo.

Es como si Boogie el Aceitoso hubiera arrinconado a Fontanarrosa en un callejón de Belgrano y, sin reconocerlo, le hubiera pedido, después de dejar carraspeado y expulsado un gargajo en el piso de costra de asfalto, lumbre para su cigarrillo.

Mutis, Vallejo, Illán Bacca, Burgos Cantor, Albalucía Ángel, Castro Caycedo, por decir algunos, Cobo Borda, Fanny Buitrago y Giovanni Quessep podrían ser inmortales -en lo que a nosotros respecta- sus hojas no nos hacen sombra. Gabo, en cambio -sin quererlo, por supuesto- nos opaca, por la amplitud inaudita de su parábola vital, como las tardes de Neruda “hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas”; con el agravante de que cuando alguno de nuestra colectividad se destaca lo llaman durante un par de años “el próximo García Márquez”; lo que desconoce, por completo, la fórmula que nos compone, el contenido de la tinta que nos circula por las venas. En fin, entendemos que no nos está dado demandar del universo tal portento, es, inclusive, atrabiliario, ruin -dirían algunos- desear lo que no puede ser deseado, pedir lo que está, sin apelaciones en contrario, vedado; por fuera de la jurisdicción humana.

No estamos pidiendo, tampoco, que sea perseguido, pues recompensa no hay ninguna; como tampoco estamos esperando que algún abanderado altere su destino; estamos simplemente expresando una ilusión, estamos invocando un albur, una posibilidad contemplada también por el mismo García Márquez quien nunca fue ajeno, como el refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, a la importancia de morirse a tiempo, de evitar que el olor de los orines y la merma estadística de los sentidos, le alcance a hacer mellas a la gloria que significa estar vivo; y que, como él, decida ¿por qué no? ponerse “a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.”

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Nacionales, Justicia, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Nacionales, Justicia, Social, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

El aborto recreativo: idea para un proyecto de ley

Hay mujeres que son vegetarianas porque no resisten la idea de ser cómplices en el sacrificio de nuestros congéneres del reino animal, sin embargo no tienen en tan alta estima o no son tan misericordes con los tomates, ni a los champiñones, por ejemplo, y si se trata de abortar, no hay problema, mientras la cita no caiga en un día de pico y placa.

Hemos, sin duda, trivializado un tema que antes era de vida o muerte y ahora es de oportunidad, de “timing”, de respetar derechos y opciones de vida. De repente, nueve meses es demasiado tiempo, hay otras prioridades: el ascenso laboral, la figura, el postgrado; además está el problema de que los hijos es mejor tenerlos en pareja, en lo posible del mismo sexo, y darles leche materna directamente del seno y, hasta donde se pueda: quererlos.

Marina Cediel se levantó, la mañana siguiente al “prom”, sin acordarse exactamente con quien se había acostado. Al entrar al baño vio que su dispositivo intrauterino seguía ahí, en un estuche azul sobre el lavabo, desde la noche anterior y al revisar su cartera se dio cuenta que los 3 condones que había pedido a la droguería estaban intactos. Camino al club -pensó- se tomaría la píldora del día siguiente pero entre recoger a dos amigas y echarle gasolina al carro, fue otra cosa que también se le olvidó. A los quince días: retraso de la menstruación y el consejo, muy a tiempo, de su mejor amiga “¡Di que tienes que estudiar mucho este fin de semana!” y le mandó una dirección y un número de teléfono a su Blackberry.

Carlos y María Adelaida Contreras soñaban con ser padres, cambiaron de apartamento y el cuarto extra lo pintaron de amarillo pollito, “unisex”, y le pusieron calcomanías de Bob Esponja a las paredes. Dejaron de utilizar anticonceptivos y sus padres llamaban, cada semana, a ver si su primer nieto, o nieta, ya estaba en camino. Inclusive le pondrían Camilo a un niño, Carolina a una niña y los padrinos serían Juan Manuel, hermano de ella y Marujita, tía de él. El milagro de la concepción no se hizo esperar, pero en la tarde del mismo día en que les anunciaron el embarazo, a él le dieron el traslado al Brasil por el que tanto había luchado y que mejoraba sustancialmente su sueldo y su carrera. Abortaron, de común acuerdo, al fin y al cabo oportunidades de trabajo, como esa, no se dan todos los días.

El sexo en el matrimonio no siempre es consensual, a veces es a regañadientes y otras -más de las que uno cree- podría constituirse en violación. La prueba, en derecho, es deficiente en este tipo de intimidades pero el abuso de alcohol y drogas, la frustración y el machismo pueden desencadenar violencia en las relaciones de pareja. Tal es el caso de Maritza, quien si no es amarrada, golpeada y sometida con arremetidas brutales no tendría vida sexual pues su esposo no logra una erección de otra manera. Ella, a su 24 años, ha abortado 2 veces a escondidas, pues no se atreve a tener un hijo en esa situación de riesgo latente; está esperando a que se le pase el amor para poderse marchar sin que le duela tanto. Cuando va a misa pide por él, nunca se le ha ocurrido excusarse ante el altísimo por haber abortado; lo considera, en su caso, un acto de caridad sublime.

Cecilia Estupiñán es adicta al sexo, nunca ha abortado pero no tendría ningún problema en hacerlo. Sólo le interesa el trance químico-cerebral que le produce el orgasmo y ha dirigido su vida para conseguir la mayor cantidad posible de éstos, sin que tengan demasiada importancia las calidades de la contraparte que presta el servicio, o que sirve de vehículo para que éste se cumpla. Sin distingos de género, cantidad, nivel socio-económico, edad o raza, ella donde le propongan y a la hora que le propongan entabla una relación -difícil de llamar: íntima- en la que una eventual omisión de cualquier método anti-conceptivo no es razón suficiente para cancelar el encuentro. Inclusive, ella alienta comportamientos aún más lesivos con frases como: “¡No importa, quiero sentirte de verdad, al natural!” o “¡Déjame toda chorreada por dentro!” Cuando está “sobria” teme haber contraído el VIH o algo infeccioso que pueda producir asco, quedar embarazada es la menor de sus preocupaciones.

Ana Ximena, una niña, mayor de edad, violada por su padre, decidió continuar el embarazo hasta el final; cosa que causó gran admiración en su Iglesia Evangélica Pan y Vino y Rezos para el Camino. Esto la convirtió en un ejemplo a destacar entre la comunidad, hasta que un domingo, en que la felicitaron públicamente, alcanzó a decir por el micrófono antes de que se lo quitaron a la fuerza: “Bueno.. a mí se me ocurre… después de pensarlo mucho… que si la virgen María no abortó un hijo que también era del padre, pues, ninguna mujer tiene por qué…”

Las mujeres abortan, o no abortan, por múltiples razones sin importar lo que la ley diga, o no diga, al respecto. En Colombia, ésta no permite interrumpir un embarazo como resultado del sexo recreativo, ni acepta argumentos socio-económicos, ni poblacionales que lo posibiliten; sólo cobija el aborto en casos que son la gran minoría: violación (siempre difícil de probar), malformaciones graves del feto y riesgo de la vida de la madre. Sin embargo, por poquito que abarque, es una ley ganada a pulso que sirve como primera línea de fuego para enfrentar y ganar batallas posteriores; sobre todo cuando primen las razones matemáticas en un mundo que, demográficamente al límite, no pueda -como ya sucede- ofrecer a sus habitantes una aceptable calidad de vida.

Ante la realidad actual, la religión y la ética siguen dando tumbos de ciego. La calidad de la vida deberá determinar la concepción, y no al contrario, para estar preparados el día aciago en que la humanidad tendrá que restringir -o condenar en el peor de los casos- globalmente la procreación. Antes de convertirse en un privilegio para los genéticamente superiores y en un delito capital para los demás, será durante mucho tiempo una frontera difusa, una contravención: la mujer que habiendo fracasado en todos los intentos por evitar un embarazo, por descuido, olvido o porque la obnubila el sentimiento maternal, deberá, en un término exigido y señalado por la ley: abortar.

Como vamos, cada vez habrá menos filosofía, evangelio, sermón, diatriba o sentido común que piense lo contrario. Lo sano sería ir tramitando un proyecto de ley que proponga el aborto recreativo basado en las razones por las cuales, de verdad, se aborta; con eso estaremos defendiendo a la ciudadanía de que -de vuelta al oscurantismo- se prohíba el sexo y con eso ¡dios no lo quiera! se penalice la masturbación, cuyo único aliciente será que, mentalmente hablando, los parlamentarios conservadores de la Comisión Primera serán los primeros en recibir una condena.

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Internacionales, Justicia Fabio Lozano Uribe Internacionales, Justicia Fabio Lozano Uribe

El biógrafo de Gadafi es colombiano

Volvió al país hace un par de semanas, presentó su pasaporte libio, y el de su mujer, en el aeropuerto El Dorado y aunque aún conserva la vieja cédula de ciudadanía colombiana, su nombre, por maltratos del tiempo, es ilegible por lo que las autoridades lo registraron con el nombre adoptado en su ya lejana iniciación al Islam: Saif Al-Mulazim. Lo hicieron pasar por una puerta especial pero no porque despertara sospechas, o le hubiera faltado algún trámite en inmigración, sino porque ella -cubierta por un burka gris oscuro- acusa un estado de avanzada invalidez.

+ Espere le consigo un taxi en el que quepa la silla de ruedas, patrón. + Le decía el señor que les cargó las maletas hasta la acera donde los dejó sin recibir respuesta a su pregunta, ni propina. + ¡Muertos de hambre! + Exclamó en voz baja, sin notar que la pareja fue abordada por un par de agentes que se identificaron como miembros de la Interpol. Su misión: sacarle información al hombre que, según datos altamente confidenciales, es el biógrafo del Coronel Muamar el Gadafi, depuesto líder del régimen totalitario que se prolongó en Libia por más de 40 años.

+ Fui de los pocos que tenía permiso para lavarle los pies, cosa que nunca hice por nadie más y que me causó enemistades entre su cerrado círculo familiar. + Fue lo primero que dijo este hombre, de maneras formales y hablar pausado, mientras les registraban sus pertenencias con un aparato electrónico, en busca de cualquier tipo de disco duro, me supongo. Los instalaron en un cuarto del Club Militar y les contaron, por vulnerarlos, tal vez, que estaban a pocas cuadras de la embajada americana. Sus interlocutores lo interrogarían sin tregua durante 10 días pero esa noche, después de poner la silla de ruedas en dirección a La Meca, los dejaron descansar.

Pese a las presiones y a la posibilidad, siempre latente, de que lo fueran a torturar Saif narraba con notable precisión detalles de la vida de Gadafi y se distraía horas enteras en los pormenores más insignificantes de las caravanas que organizaba por el desierto; en realidad, nada que le pudiera servir a las autoridades internacionales para encontrarlo o para ir engrosando su expediente, o sea ninguna prueba nueva, de las muchas que ya existen para cuando se pueda, eventualmente, juzgarlo por delitos contra la humanidad. Al libio-colombiano no le dieron tiempo de leer la declaración completa, 484 folios a doble espacio, que dejó firmada el día que lo dejaron, finalmente, cumplir su sueño: irse para Riohacha; lugar donde naciera, en el seno de una familia católica, 64 años atrás. Su mujer se adaptó rápido al cambio, al fin y al cabo la Guajira, como la mayor parte del territorio libio, es desértica y el sol enciende con el mismo ánimo de derretirlo todo.

Se instalaron en una casa de bahareque que había en uno de los recodos de la playa, la tomaron sin pedir permiso y contrataron a la familia de negros retintos que la habitaban para que les cocinaran, limpiaran, pescaran y fritaran lo que daba el mar que tenían enfrente; el hijo bastante inquieto, de 11 años, jugaba con la señora, zarandeaba su silla de ruedas hasta que un día pasó lo inevitable: su burka se enredó en los dedos de mico del niño y dejó al descubierto su cara con bigote, perfectamente afeitada, en los pómulos y la barbilla, y unas gafas finísimas de sol. Para su tranquilidad y para no echar a perder el esfuerzo de haberse escondido en un país pro gringo donde no lo buscarían, el Coronel le cortó la lengua al mucharejo, sin pensarlo dos veces, y se la echó a los perros. Sus padres no creyeron del todo la culpabilidad de los animales pero fueron recompensados con creces por sus servicios, por lo que nunca elevaron mayor queja; al contrario, estaban agradecidos con el cambio repentino de suerte. Les pareció curioso que una señora tuviera la voz como tan ronca y se tapara toda con telas oscuras a plena luz del día pero nunca ¡ni más faltaba! pusieron en evidencia su extrañeza.

Los dos hombres podían pasar días enteros sin hablar porque, en realidad, Saif no tenía el rango, ni el derecho, de dirigir palabra alguna a quién él reconocía como su amo y determinador de su destino. Una noche, sin embargo, Gadafi le preguntó: “¿Qué le dijo a los agentes que lo interrogaron?”

+ Lo convenido. + Contestó el libio-colombiano, sin mirarlo a los ojos y esperó un gesto para proseguir con la respuesta. +

+ Que usted tenía un doble que lo reemplazaba en las audiencias y las labores aburridas de su administración, que además era experto en cortar cintas inaugurales; que usted ponía a sus generales a vigilarse entre sí, para dificultar cualquier unión conspiradora en su contra; que sus enemigos dejaron apenas unos cuantos huesos del amor de su vida, y de su hijo, porque los mandaron asesinar por una jauría de perros que les arrancaron las entrañas; que usted recibió a cuanto dictador derrocado se veía abocado al exilio, y buscaba refugio seguro, para tener con quienes jugar a las cartas durante las tardes de bochorno; que usted, mi Coronel, le vendió el mar a los Estados Unidos y que en varias oportunidades decretó que el tiempo no pasara y durara detenido hasta nueva orden; que a usted le disfrazaban las putas de colegialas para que las conquistara con dulces a la salida del colegio; que usted sirvió a la mesa la cabeza de su ministro de defensa, recién cocinada, y le mandó poner una ramita de perejil en la boca; que usted trató de canonizar a su mismísima madre, ante la Santa Sede; y, que usted, entre muchas otras cosas, había muerto y resucitado a su antojo pero que está destinado a vivir más de 107 años y menos de 232, expirar de muerte natural y bocabajo, en la misma posición en que duerme todas las noches. +

Muamar el Gadafi nacido en la misma orilla del continente vecino, piensa que la teoría del devenir, de Heráclito, aplica sólo para el agua dulce; no deja de pensar que el agua del mar es toda la misma y que, como la vida, se repite en ciclos previsibles, por lo que está seguro de que Libia volverá a ser suya algún día. Es consciente de que más que reinar, lo suyo es la paciencia, enseñanza que le dejaron las incontables travesías por el desierto.

Por su lado, la Interpol se da cuenta que la declaración de Saif no es más que un sartal de tramas literarias extrapoladas del Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez y ordena su detención por falso testimonio. El problema es que mañana será demasiado tarde para aprenderlo, se pasó a Venezuela donde sigue lavándole los pies con la reverencia de siempre, al hombre más buscado por los rebeldes libios, los mercenarios contratados por el CNT (Consejo Nacional de Transición), la OTAN, los franceses, los ingleses y cuanto cazador de recompensas existe.

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