
Racatapún Chin Chin
El coronel Uriel Oviedo fue el primero en determinar el peligro. “¡Sembraron la Plaza de Bolívar de minas quiebrapatas!” exclamó, después de que un burro, un vendedor de perros calientes y un grupo de tres niñas, camino del colegio, volaran por los aires. Veinte minutos más tarde, cuando el perímetro se encontraba acordonado, dos incrédulos ciclistas traspasaron las cintas y las señales preventivas, desoyeron los pitos y los gritos de la policía y cuando se pensó que iban a llegar al otro lado, con tres metros y medio segundo de diferencia, sus cuerpos quedaron desmembrados por descargas explosivas brotadas del piso como un chorro instantáneo de fuego.
En Cuba, la dirigencia de las Farc, apoltronada frente a los medios de comunicación, aun con los mondadientes de después del desayuno, en la boca y luciendo distintos colores de camisetas Lacoste, lamentaron el suceso y señalaron al Comando Polvorete –su enemigo consuetudinario– de ser los culpables de tal afrenta a los diálogos de paz. “Esos hijueputas, lo que quieren es jodernos” le dijo, uno de ellos, a Humberto de la Calle Lombana, en privado. Éste último, con su intuición de sabueso, pensó que si bien las fuerzas contrarias al proceso estaban, ahora sí, dispuestas a jugársela toda para que las conversaciones en La Habana fracasaran, había que sopesar otras posibilidades más sombrías.
Tres días después, el presidente Santos, aterrizó en El Dorado, dando fin a una maratónica gira por los países de la cuenca del Pacífico y lo primero que hizo fue visitar la Plaza de Bolívar –que le quedaba en el camino– en compañía del coronel Oviedo. Se pararon junto a las columnas del Capitolio y la visión fue desoladora: los restos mortales fueron recogidos por una grúa con brazos de cincuenta metros, pero la sangre no había podido ser limpiada; la basura se acumulaba a los pies del Libertador y las palomas caminaban, cejijuntas, a sus anchas, pues su peso es inocuo para el efecto de hacer estallar alguna bomba. El presidente se molestó ante la inercia del Estado, pues era poco o nada lo que se había hecho en el intento por desminar el área, pero el coronel le explicó que ya había una comisión de científicos y militares, dilucidando la forma de hacerlo. Lo más grave es que como ninguna organización delictiva salió a declarar la autoría del hecho, pues veladamente los periódicos y las revistas semanales fieles al gobierno, fueron vendiendo la idea de que el Comando Polvorete estaba detrás del asunto, al tiempo que rescataban las fotos –publicadas mil veces– del expresidente Uribe mirándole los genitales a un caballo, en compañía de Yadiro Polvorete Fosca, alias “Verruga”. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran los culpables, no se podía declarar una paz concertada mientras el centro neurálgico de la capital colombiana estuviera agónico con ese sarampión de explosivos, a punto de estallar, frente a la Alcaldía, el Palacio de Justicia, el Capitolio, el Arzopispado, la Catedral Primada y a una cuadra de la Casa de Nariño.
Los citadinos sufrimos en carne propia la inseguridad con que se camina en el campo, porque el fenómeno se replicó, en menor escala, en algunos parques, ciclovías y centros comerciales. Una marca reconocida de prótesis articulares, abrió sucursal en Bogotá y el libro más vendido fue el de “La utopía del desminado” escrito por el serbio Borislav Maranko que explica, de forma sencilla y cuidadosa, que el compromiso de desmantelar los campos minados por grupos al margen de la ley no pasa de ser un contentillo sobre el cual no tienen mayor control. El libro, basado en la experiencia de grupos como los Tupamaros en Uruguay, los Kmer Rojos en Cambodia y el Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros, que prometieron lo mismo que, ahora, prometen las Farc, reunidas en Cuba, tiene, en su página 54, el siguiente fragmento: “[…] los mapas de localización de las minas (entregados por los alzados en armas) son generalmente hechos a posteriori, por lo tanto ineficaces; los equipos sonares o de rayos gamma, son poco confiables porque detectan una mina por cada cinco acumulaciones de desechos orgánicos varios; las técnicas químicas que identifican el nitrato de amonio funcionan pero sólo a escasos centímetros de la mina, lo que las hace altamente peligrosas; el mejor método sigue siendo el más popularizado: pasar, varias veces, manadas de jabalíes, o animales no-domésticos similares, por los campos demarcados. Desafortunadamente, en grandes extensiones de bosque, o selva, una vez se declara el área fuera de peligro, siempre ocurren tragedias por causa de las pocas minas que no fueron ubicadas. […]”
A tres semanas de las primeras explosiones, la principal plaza de Colombia sigue sembrada de minas quiebrapatas, pero ya está en curso una licitación para quitarlas, un consorcio afgano-iraní es el más opcionado en la puja. El expresidente Uribe, en rueda de prensa, asevera tener pruebas de que las minas pertenecen y fueron puestas por las Farc y acusa al presidente Santos de tener conocimiento al respecto. Hoy, el diario de mayor circulación nacional titula, en primera página: “Uribe echa su polvorete y se sacude”.
Defensa de Petro
Un hombre izquierdoso -lo que básicamente quiere decir que es una piedra en el zapato de los más acomodados- al que no le ha temblado la mano para luchar por una democracia más justa, odiado por la corruptela de las contrataciones, malquerido por los ricos y los que se sienten ricos, conocedor de la pobreza y el hambre, pisador intransigente de callos y político atípico pues es honesto hasta los tuétanos, no asumió la Alcaldía de Bogotá pensando que su gobierno iba a ser una travesía relajada y desprovista de obstáculos. Inclusive, no creo que le parezca más difícil de lo que pensaba porque sabía en lo que se estaba metiendo. Además, Gustavo Petro conoce sus limitaciones por eso busca experticias específicas en sus colaboradores y si no las demuestran en el arranque pues -con el dolor del alma- se reemplazan de inmediato. Daría la impresión de ser maquiavélico en el sentido de que el corazón nada tiene que ver con los asuntos de su gestión; debe ser que lo deja en la casa donde su mujer y sus hijos -se nota- lo cuidan y se calientan a su amparo.
Petro se ha equivocado, por supuesto, pero usted no lo ve excusándose, día de por medio y buscando culpables a diestra y siniestra, siendo que podría soltar a su antojo y de manera intermitente, el agua de inodoro público en que se encuentran hasta la coronilla Samuel e Iván Moreno y sus secuaces. Estoico, hasta con la mirada, se le nota el aguante que tiene para soportar la embestida del sistema que se le está viniendo encima “¡con toda!”, como dicen los jóvenes ahora. Es increíble, nuestros estamentos sociales y políticos parecieran sentirse más cómodos con un alcalde que roba, que con uno que les saca los trapos al sol y les escupe en la cara su extracción revolucionaria y marginal, ni siquiera los medios de comunicación se lo aguantan.
Tampoco puede uno, a ultranza, defender a alguien tan criticado sin dar ciertas explicaciones o, en mi caso, hacer suposiciones sobre el tratamiento que le ha dado a ciertos temas y el comportamiento que parecería errático frente a álgidas situaciones de conocimiento público. Empezaré por decir, en todo caso, que no se puede esperar del alcalde la misma actitud desabrochada, de pecho al descubierto y lanza en ristre que le vimos como senador, pues lo que en el elíptico puede constituir un debate sin precedentes a nivel acusatorio y mediático, desde el Palacio Liévano el mismo tipo de señalamientos le pueden mermar grandemente la gobernabilidad. En el caso de la gestión distrital, sus resultados se traducen en beneficios a la ciudadanía y no por en la cantidad de leña que le puede haber echado a la hoguera de las polémicas locales.
Razón tienen Felipe Zuleta y María Isabel Rueda en demandar respuestas, por parte de Gustavo Petro, sobre su aparente nexo con los Nule y las coincidencias que se dan al respecto. No creo, por ningún motivo, que el burgomaestre les esté dando el beneficio de la duda a los mencionados rateros de cuello blanco -y menos coadyuvado con ellos- está es tratando de dar la impresión, ante la opinión pública, de que el tema de las contrataciones podría -por la razón que fuera- estar amañado, o manejado de manera des “interesada”, porque la realidad es que sigue dominado y en control de otros carruseles que, como el de los Nule, siguen robándose el erario público a tajadas. Tal actitud agua tibia, en un hombre que nunca la ha tenido, tiene como objeto el de generar cierta confianza que no ahuyente a quienes están montados en el negocio del soborno, las coimas y las mordidas; para eventualmente poderlos atrapar y seguir en el empeño progresista de sanear la administración y dejar mecanismos de defensa internos e institucionalizados contra este flagelo.
Sale Noticias Uno a decir que el agua de Bogotá no es potable y que según los mismos laboratorios del Acueducto aparecen contaminantes orgánicos cuya ingestión es perjudicial para los usuarios. Petro, con razón, replica la escasez de fuentes para hacer tal afirmación y Cecilia Orozco, directora del noticiero, dice que llamaron a confirmar con los funcionarios de la entidad pero que no les contestaron el teléfono, y los acusa de actuar con intencionalidad para poder hacer las denuncias pertinentes en un futuro venidero. Acto seguido -da risa- critican a Petro por asumir mala fe por parte del medio de comunicación y ponen palabras en su boca: “El Alcalde Mayor de Bogotá denunciaría penalmente a quienes irresponsablemente hicieron falsas afirmaciones sobre la calidad del agua en la capital”.
Igual Daniel Coronell, solidario con sus excompañeros de trabajo, ante la falta de pruebas contundentes se traba en una discusión por twitter con el Alcalde en la que termina dándole consejos, no pedidos, sobre el uso sabio y tolerante del poder. ¿Él qué va a saber? Además, al escribir: “…usted no es un comandante, es un gobernante…”, “…los bogotanos lo escogieron alcalde, no pastor”, “Y cuídese de las aguas mansas y de las aguas Bravo” trata de acuñar frases ingeniosas, a costa de Petro, quien invita al periodista a tomarse un vaso de agua. Ahí termina la cosa ante la imposibilidad de probar algo tan sencillo como abrir el grifo del agua y mandarla analizar a un sitio competente, tal y como se hace con la orina -digo yo- y a un costo que no debe ser mucho mayor. O sea, ¿nadie en la mesa de redacción de Noticias Uno dijo, elevando el dedo índice: “mandemos a analizar el agua nosotros”? ¿Nadie? O lo hicieron y ante la evidencia de su sonada equivocación no tuvieron más opción que atacar a Petro por la forma en que respondió y no por el contenido. Se hubieran quedado callados porque les salió el tiro por la culata. Deben entender, además, que el Alcalde puede no responder -con la velocidad que los medios quisieran- a todas las preguntas sobre él mismo, su gestión o sus colaboradores, pero está en la responsabilidad de desmentir ipso facto los ataques que ponen en peligro la tranquilidad ciudadana.
Ahora bien, estimado lector, si tiene dudas sobre lo que podría ser un soterrado complot en contra de nuestro alcalde remítase a la entrevista que María Isabel Rueda le hace a Gina Parody en El Tiempo y juzgue por usted mismo. La chica súper poderosa, representante clase 1A, golden extra VIP del establishment, incurre en todos los lugares comunes de la oligarquía y espulga, a escasos siete meses del gobierno Petro, hechos de su administración con el único motivo de crear una distancia política que, si bien ya existe, ella ahonda para tratar de robarle algo de su imagen democrática y popular que tanta falta le hizo a su candidatura en las pasadas elecciones por la Alcaldía de Bogotá. Lo trata de “tirano” que es una palabra explotada, desde tiempos inmemoriales, por la burguesía para tratar de trasladar el miedo de los pudientes, al pueblo.
Dicha entrevista, inclusive, lo reivindica a uno con María Isabel Rueda pues buscó todos los argumentos posibles para que Gina Parody dijera algo positivo de Petro, y nada. Lo descabezó sin piedad. Sacó a relucir todos los argumentos del manejo de la riqueza propios de las clases elitistas, que es: dinero que no está comprometido es despilfarro. ¡Vaya conclusión! Que ella tenga un millón de amigos dispuestos a recibir contratos no quiere decir que Petro los tenga y máxime siendo consciente de que, sin importar el tiempo que le tome, debe cuidarse, ante todo, de las adjudicaciones que es donde las chicas y chicos súper poderosos sí le pueden, de verdad, truncar el curso de su carrera política. Desde su cómodo pedestal y acomodándose el cinturón que le regalaron Batman y Robin, Super Power Parody repitió lo que todos dicen -otro lugar común- y es que: Petro es intolerante a la crítica. Nada más absurdo. Lo que pasa es que vivimos en un país en que los funcionarios públicos se desviven por quedar bien ante los medios de comunicación. ¿Al fin aparece uno que decide no pasarse el día hablando con Julito, Dariito y Francisquito que piensa sus respuestas, que opta por no contestarlo todo y, eso, nos parece inadmisible?
Hay mucha tela de donde cortar. No digo más porque me han advertido que voy a perder lectores por escribir tan largo. Lo que no puedo dejar de mencionar es que Petro -estoy seguro- aprendió de los errores de Antanas Mockus, quien se resignó a perder gobernabilidad y ocultó sus deficiencias sacando a la calle elefantes, cebras y payasos de su circo de bolsillo; y -con una supuesta clarividencia inspirada por el pueblo- dejó todo tirado para perseguir la Presidencia de la República.
Como Alcalde, Petro sabe que esta puede ser su última lucha, pero la va a dar, cueste lo que cueste, para cumplirle a los bogotanos y hacer más vivible la ciudad. Le hubiera gustado hacerlo con Daniel García Peña de su lado, pero éste último no entendió que, en lo que al cambio de gabinete respecta, prefirió buscar la comprensión del amigo que cualquier eventual señalamiento por favoritismo. Al fin y al cabo ese es el tipo de sacrificios que hacen los verdaderos amigos. Que fue que le debió advertir, de antemano, dijo el internacionalista realizando la suerte de la doble estocada que casi le saca un ojo: la de defender a su esposa y al tiempo renunciar a su cargo. ¿Alguna otra explicación?
Valga preguntarle a los bogotanos: ¿Cuándo habíamos tenido un alcalde que hiciera tantos esfuerzos por no defraudarnos? Peñalosa, tal vez, y le pagamos no volviendo a votar por él. Petro no espera nada a cambio, por eso va a ser difícil amilanarlo o, en últimas, derrotarlo. Su pellejo desnudo, por voluntad propia, está expuesto a los alambres de púas que, consuetudinariamente, siguen protegiendo a los verdaderos poderosos y que se sienten amenazados por sus actos de valor que, con cortafuegos en mano, se les está metiendo al rancho.
La parte cula de dios
El bosón de Higgs es una partícula formulada en 1964 y demostrada hace un par de semanas en el Gran Colisionador de Hadrones (LHD, por su sigla en inglés) perteneciente a la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por su sigla anterior en francés) y que fue llamada, en 1993, “La partícula maldita” por el premio Nobel de física Leon M. Lederman. Por tratarse de algo –o casi nada– tan pequeño pero con el potencial de originar algo tan grande como la vida, la editorial Dell Publishing pensó que llamarla “maldita” no era una buena idea y la llamó la “partícula de Dios” en el libro que lleva ese nombre, con el subtítulo “Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”, y que está escrito con la coautoría de Dick Teresi. Lo interesante es que se llegó a denominar así, tan ínfimo hallazgo –en tamaño físico, me refiero– no tanto por darle una filiación directa con el altísimo sino porque en inglés causaba menos traumas el cambio de “Goddamn particle” a “God particle” que quiere decir literalmente “la partícula Dios”, o sea una partícula a la que se le puso el nombre de Dios, y no “la partícula de Dios” como se ha traducido equivocadamente, pues en inglés sería “God's particle” y de ser así, fijo, le hubieran puesto el apelativo de Jesús, Chucho o Cristo, a secas, aunque obviamente se trata de un juego de palabras que busca tal asociación. En fin, superada la minucia semántica, de haberse descubierto realmente a Dios –o un ínfimo pedazo de éste que lo demuestra– la vida espiritual del mundo tal y como la conocemos hoy dejaría de existir.
Pensemos, por un momento, que la evidencia de su existencia ya le quita gran parte de su gracia, de su razón de ser, al Todopoderoso. Como decía Andrés Holguín: “La grandeza de Dios es, precisamente, el hecho de que reina entre los mortales sin ni siquiera existir.” Si resulta, ahora, que Dios está presente en el mismísimo bosón de Higgs, o que éste es parte de él mismo, pues los apóstoles ya no serán pescadores sino físicos cuánticos e investigadores nucleares, los colisionadores de partículas se volverán oráculos y en las primeras comuniones se regalarán linternas y microscopios. Dios dejará de ser la imposible falacia de 3 entidades en una y pasará a convertirse en la realidad de una fórmula matemática. Mejor dicho, creer en un ser, o algo, superior dejará de ser un acto de fe.
Al no haber un acto de fe supremo, las creencias menores y meramente intuitivas en la bondad, en un mejor mañana, en lo pasajero de una crisis o de un dolor muy grande, se volverán una carga; el mundo será llevadero sólo para los calculadores, los netamente racionales como los contadores públicos o los odontólogos. Apostarle a Boranda o Carramplín, en las carreras de caballos, será una decisión tomada dentro del ámbito de las leyes de posibilidades matemáticas y no porque me suena bonito, o así se llama mi perro, o de tin marín de do pingüé. No se podrá esperar nada de los albures de la vida, nos sumiremos en la cojera de una existencia justificable sólo por la razón, del amor visto como una liberación planificada de feromonas y el deseo como un desajuste del sistema límbico producido por el azúcar o alguna baja de temperatura súbita e inevitable.
Dios no es solamente dios, es también la primera metáfora, el primer acto poético de nuestros más lejanos antepasados en evolución; su certeza obligaría a la negación de todas las mitologías, a la cesación automática del “podría ser” como recurso mental, sin el cual no tiene objeto levantarse a intentar algo nuevo cada día. No se podrá, entre muchas otras cosas, pensar en príncipes azules, unicornios o dragones a cargo de cuidar castillos y princesas bellas como el alabastro; la ficción perderá su sustento. Si nos quitan a dios como posibilidad y nos lo imponen como certeza se nos cercena, de un tajo, nuestra fabulación más elocuente: el origen divino de la vida. Si de plano “no pueden ser” el Olimpo y la cueva de cristales de Supermán, por ejemplo, éstos dejarían de tener ese margen mínimo de realidad que los hace pensables bajo la fórmula del “¿Por qué no?” y posibles mientras se lee un libro o se mira una película. Nada más tremendo para la humanidad que dios fuera mensurable porque, entonces, todo tendría que serlo; nada que no fuera reducible a una cuantificación tendría, ya, credibilidad.
La creencia en dios –no en la religión– es la misma para todo el mundo: esa sensación ineludible de que no todo es en vano, de que salir a recogerle el excremento al perro, tenerle paciencia al vecino sordo, hacer doble turno para ayudar a un compañero de trabajo, cederle el puesto del bus al anciano, pedir perdón por una ofensa cometida, entre miles de otras cosas, son actos que de alguna manera y ante alguien, o algo con mayor entidad que la nuestra, trascienden y no se quedan en el plano de lo instrumental y mecánico, de la obligación, de lo que se hace porque vivimos en sociedad y somos buenas personas y basta. Inclusive, para los que no rezamos porque nos da risa tanta carajada, tanto “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…” dios es el símbolo de esa sindéresis y de esa dignidad que les hace falta a quienes claman ser sus representantes en la Tierra. Dios es la vara que todos queremos alcanzar sin ser juzgados en el intento y en el plano de la más incorruptible igualdad, lo que obliga a una humildad a la que casi nadie, o nadie, está dispuesto.
O sea, dios es chévere. Su parte cula son, como en todo, los intermediarios. Sólo puedo hablar de los católicos que me han tocado en suerte y su insistencia en la virginidad de la virgen, en los milagros de la santidad, en los votos de pobreza y castidad, en su obstinación por prohibir el aborto y negar la naturaleza de la homosexualidad; el apego a la estructura desigual de sus instituciones en términos de poder, género y estratificación socio-económica; y, sobre todas las cosas, su malsana interpretación de la vida de Jesús El Nazareno y de los textos de sus seguidores evangelistas; su absurda –y bastante inútil– necesidad de tirarse los domingos de sus feligreses con sermones viciados sino por la pederastia, sí por la excesiva masturbación mental o física. Me quedo con los dioses griegos: putos, arrechos, envidiosos, rabiosos y perturbados pero por lo menos creados a imagen y semejanza nuestra y no al contrario, lo que permite imitarlos sin tanta condolencia y latigazo. En fin, la sola pretensión de mediar por él, es ya una falta de humildad que descalifica cualquier religión, cualquier iglesia, cualquier prédica, cualquier rezo y, sobre todo, cualquier investidura; lo que no incluye al bosón de Higgs pero sí a los que quiera fundar, en un futuro cercano, la Orden Bosonita del Santísimo Colisionador o algo parecido.
Alejandra Azcárate: flaca por fuera y gorda por dentro
Digamos por un momento que las intenciones de la columnista de Aló fueron buenas al escribir sobre las mujeres con sobrepeso y que, poco a poco, con el correr del teclado se le fue saliendo la pesadez que carga por dentro y terminó ofendiéndolas sin misericordia, con el mismo odio lacerante que le tiene a esa gorda latente que se aloja en su cuerpo, agazapada en algún meandro del metabolismo. Esa mujer gozona que no pudo ser y que no dejan salir ni a la esquina, pues no está bien visto que una mujer que ha mostrado su curvilíneo empaque en la Revista Soho se deje ver en José Dolores pidiendo chunchullo y morcilla con chorizo. Eso se debe al terror infundado de que un tipo, de pronto, interrumpa la conversación con la excusa de “ya vengo que está sonando la alarma del carro” y no vuelva porque ella pidió bandeja paisa, en la primera cita, y doble porción de chicharrón con guiso. Es un caso imaginario, claro, pero es que el miedo al rechazo se manifiesta de formas inusuales.
Alejandra Azcárate sufre de obesidad mental: disturbio de la personalidad común entre las vedettes que, ante la inminencia de perder su cuarto de hora, en vez de relajarse y consentirse un poquito, ceder a la tentación, evitan a toda costa los placeres de la carne asada con papas chorreadas, arroz y plátano maduro –en rodajas quiero decir– acompañado de refajo, o leche malteada de chocolate. Antes, darse latigazos por incurrir en actos auto-erótico-epidérmicos, por ejemplo, o en comportamientos sexuales impropios, era una forma de castigar el placer; ahora son los excesos de la vanidad los que llevan a una persona a tratarse igual; con el mismo desmán le negamos placeres al cuerpo que nos colman de sabrosura, de ganas de vivir, de gases y modorra también, pero nada alegra más el día y quita más preocupaciones que un pie de Milky Way con arequipe y crema.
También hay gordas que llevan una flaca adentro que les amarga la vida por vivir entre el dulce y la fritanga. Lo que demuestra que uno, y ese es un principio de armonía espiritual, debe ser por dentro igual a como se muestra por fuera, no hay de otra. Alejandra Azcárate peló el cobre, mejor dicho, se dejó ver la tocineta. Demostró que su contextura verdadera es la de una mujer que clama por quitarse el disfraz de flaca, por desayunarse en McDonalds y tomar por asalto la pastelería de Myriam Camhi. Se le nota la amargura de tener que hacer 3 horas de spinning para bajar una tostada de ajonjolí y cuatro arvejas con salsa de rábano. Se le nota el esfuerzo que hace por tener esa belleza natural que le es esquiva; la de ella es de esas figuras sudadas al extremo, logradas con toda clase de rigores alimenticios, tratamientos faciales y corporales de oxigenaciones y colonterapias; la de ella es una imagen que a punta de buena luz y colorete registra bien ante las cámaras pero que está lejos de tener la permanencia mediática de María Cecilia Botero, Laura García o Amparo Grisales.
La comparación entre mujeres gordas y mujeres flacas es, además de insultante, inútil. El objetivo de la publicidad, más que de los medios de comunicación, es el de llenarnos de inseguridades como mecanismo para vendernos productos que nos las quiten. A hombres y mujeres por igual. Mal aliento, sudoración, calvicie, barriga, flacidez, arrugas, estrías, pie de atleta, sobrepeso y miles más son palabras que aterrorizan a cualquiera, que hieren la sensibilidad del más corajudo. O sea, vaya paradoja, aquellos detalles que nos hacen humanos, que se acentúan con el paso de los años, son repudiados por la sociedad de consumo en la que estamos inmersos. Corremos a comernos un chicle, a comprar Viagra, a usar fajas incómodas, a ponernos aguacate en el cutis, a tomarnos 8 vasos de agua al día, a echarnos perfume… y en eso se nos va la vida, pretendiendo mantener, cueste lo que cueste, una asepsia imposible y una belleza efímera y dando por cierta la fórmula de que entre menos nos cuelguen las tetas –a los hombres también– mayor es la felicidad.
Me gustaría tener sexo con una mujer gorda que huela a cebolla o una flaca que se tire pedos. Me gustaría hacerlo, además, como George Constanza –personaje de la comedía televisiva Seinfeld– mientras me como un sándwich de pavo y miro televisión; tres placeres juntos ¿qué puede ser mejor? Pero no. Debemos ocultar nuestra animalidad, esconder nuestros “defectos” y apagar la luz. Me gustaría conocer a Alejandra Azcárate recién levantada y a otras que tampoco son mujeres sino productos de consumo masivo. Debería, alguna programadora, hacer un reality con ellas en el momento de despertarse y así echar por la borda varios mitos, comprobar que son de carne y hueso y que de la cama a las portadas de las revistas y al horario triple A hay mucho trecho. El formato tendría que ser como el de cámara escondida y utilizar de cómplices a las muchachas del servicio que, en el fondo, con seguridad las odian; de otra manera –soldado avisado no muere en guerra– ellas son capaces de dormir peinadas y maquilladas sin moverse, esconder Listerine debajo de la almohada, estrenar un baby doll de Victoria´s Secret y poner un libro sobre la mesita de noche.
Ante la imposibilidad de hacerlo de otra manera decidí algo que requería de más hombría y atrevimiento de mi parte, con la ayuda del celador nocturno y sus habilidades para la cerrajería –todos las tienen– me metí entre el clóset de Alejandra Azcárate y esperé, ahí, entre cajas de zapatos, carteras y cinturones. Se levantó con sonidos y movimientos como de gato montuno, llevaba una camiseta rota y lo primero que hizo fue sacarse el pedazo de tanguita que se aprisiona entre las nalgas, las que –por cierto– se rascó sin agüero, como cualquier futbolista o cualquier pensionado de los que hacen fila en los edificios públicos. Después de hurgarse el ombligo y olerse el dedo, entró al baño; la escuché orinar como un negro en una cervecería de Buenaventura, se metió a la ducha y cantó a grito herido un popurrí, perdón: un mix, de “Ya estás tejiendo la red…”, “Quítame ese hombre del corazón…” y “Grabé en la penca del maguey tu nombre…”. Presentí el jabón tocándola por todos lados, sacándole lo saladito de las axilas y la entrepierna, limpiándole los restos de secreciones anteriores alojadas en el cuello y en el vientre; el shampoo metiéndose en el cuero cabelludo con ayuda de sus dedos, dando suaves circunferencias, sanándole la raíz de cada pelo expuesto a las luces y al maltrato de la vida ejecutiva y artística de una diva; acto seguido, el rinse, otra media hora de masaje capilar hasta restablecer el brillo de su color cascada-amarillo-bora bora recomendado por Humberto Quevedo y todo un equipo de expertos en mercadeo.
Al rato, la sentí secarse, frente al espejo; revisar el inventario de los estragos marcados en la piel; abrir el grifo y hacer largas y pausadas gárgaras de bicarbonato de sodio para aclarar la voz y blanquear los dientes. Todo estaba bien, yo seguía entre el clóset sin nada de cansancio, o ansiedad, hasta que ella, Alejandra, prendió el secador y según los cálculos de mi escasa experiencia en las peluquerías pensé que me daría tiempo de ir hasta la cocina y prepararme un buen desayuno, lavar los platos y dejar, de paso, la nevera organizada. Eso hice, efectivamente, pero al volver al cuarto no resistí las ganas de revolcarme entre sus cobijas, metí las narices en la sábana a la altura de donde duerme su sexo y reconocí la fragancia de Vanish Poder O2 Max con que se lava la ropa de cama; pase las yemas de los dedos buscando algún tipo de humedad y en esas estaba cuando la vi ahí parada, enfrente mío, sin darme tiempo ni espacio de salir corriendo y sin otra alternativa que tragarme mi cobardía y actuar como un verdadero hembro-masculino-testosteronado que es lo que los hombres hacemos sólo cuando se ponen complicadas las cosas. He pagado multas de tránsito y me han sacado de sitios públicos, por supuesto, pero Alejandra Azcárate mirándome desde su desnudez sin timideces, dominando a sus anchas el imprevisto de encontrarse un hombre entre su cama, bien vale el tiempo que le toque a uno templar en la cárcel. Como en todos los grandes momentos de mi vida, me quedé callado y ella me dijo “Guapo, pásame los cigarrillos” se sentó al borde de la cama y cruzó las piernas. Iba a preguntar “¿y qué más?” pero ella se me adelantó con: “¿Cómo te llamas?” a lo cual, en un acopio de valor que nunca pensé tener, le puse un dedo en los labios, en señal de “no son necesarias las palabras” y la besé; ella me respondió con la calidez de su lengua y, de inmediato, sin mucha sutileza introduje mi mano entre sus muslos, se la metí hasta la tiroides y de un jalón saque a la gorda que lleva adentro y se la puse de frente, en igualdad de condiciones, por primera vez en la vida de ambas. Ahí las dejé conversando que es lo mínimo, dadas las circunstancias.
Samuel Nule Uribito
Su padre era poderoso, su madre aristocrática y su abuelo fue durante 30 años el verdadero dueño del país, mientras la banda presidencial se la intercambiaban entre sus esbirros al vaivén de los clamores electorales más diversos. A nadie de su estirpe le habían expedido nunca una orden de captura, pero una anomalía del destino lo tiene “tras las rejas” en un casino de oficiales de alto rango. Le dieron el club por cárcel, dicen los más agrios críticos de su gestión administrativa, en uno de los cargos más encumbrados del poder ejecutivo de una república cualquiera, que como Colombia, se persigna frente al Sagrado Corazón pero busca, a toda costa, la bendición de los Estados Unidos.
Costeño por lo Nule y paisa por lo Uribito, Samuel se pasó la vida entre la procrastinación y las ganas de trabajar. Sin embargo, si pegaba un moco en la pared, era el moco mejor puesto del mundo entero, alabado por todos, enaltecido por los más lúcidos y elevado, por decreto, a patrimonio cultural de la nación. Sacó buenas notas en el colegio y la universidad gracias a que sus padres eran benefactores de las instituciones que lo vieron crecer y hacerse lo suficientemente hombrecito para señalar con el dedo y pedir cosas y favores a su antojo. No aprendió mucho más. Sus exigencias, al principio, eran las normales de un muchacho proclive al consentimiento, pero se fueron volviendo violatorias del código penal en tal medida que, hoy, se encuentra custodiado por el ejército y esperando un juicio por enriquecimiento ilícito que –valga sea decirlo– es el menor de sus delitos.
Lo más curioso es que no se le ve realmente triste. Cuando la prensa le saca fotos de visitas familiares o tomándole la mano a su esposa, por supuesto que lagrimea y lanza un gesto de vulnerabilidad mil veces practicado frente al espejo; pero se le siente transpirar una confianza inexplicable. En cada requisa le sacan de su sitio de reclusión toda clase de divertimentos digitales, revistas pornográficas, menús de restaurantes “gourmet”, cuentas de televisión satelital, licor, recetas médicas, inclusive le encontraron detrás del clóset una mesa plegable de póquer, cartas usadas y ficheros. Cuando pueden, ciertos medios destacan una sobriedad inexistente; titulan con expresiones como “reposo intelectual” o “periodo sabático” y mencionan palabras como yoga, estudio y literatura. Una cámara indiscreta lo cogió dándole plata en efectivo a una pálida y voluptuosa rubia, y no faltaron editoriales que, al otro día, lo describieron como un políglota tomando clases de sueco.
Ronda, entonces, la pregunta: ¿Por qué tan fresco? Por bien que le vaya: sus hijos tendrán ya la mácula del ratero; su reputación será la misma de cualquier malnacido, deshonesto y débil de carácter; su nombre aparecerá en Google al tiempo con el de los narcotraficantes más buscados; su historia, a la postre, será más recordada que las victorias y logros de sus antepasados, cada que lo mencionen será para compararlo con algún criminal o para señalar una corrupción tan profunda y corrosiva que a alguien de tan ilustre cuna le pareció, de alguna manera, “normal” acrecentar su fortuna con recursos ajenos.
Lo otro, es que las familias influyentes de las repúblicas bananeras funcionan como la realeza. No tanto porque dispongan de una corte interminable de pajes y bufones, si no porque se convencen de que su poder emana de dios; y como reinan a su antojo como centro de un microcosmos alfombrado de rojo en el que todos se comportan como puticas, dispuestos a entregar cualquier cosa, o asumir cualquier posición, a cambio de dinero, pues cada soborno, cada prevaricato, o cada abuso verbal, sexual o humano, que va quedando impune se constituye en una constancia más de su divinidad. Por eso, cuando van a parar a la cárcel, donde por obra –literal– “del espíritu santo” son separados de los delincuentes comunes y alejados de los barrotes y las sudaderas rayadas, lo que reciben es una prueba más de su intocabilidad; y si a esto se le suma una cuenta de unos cuantos millones de dólares en las islas caimán –libre de los compromisos y las cortapisas de su herencia familiar y política– es entendible que estén dispuestos al cautiverio y al cerco de la prensa, pues la posibilidad de una condena corta a cambio de una vida posterior, a sus anchas, lo justifica. El presente, en la cárcel, no deja de ser fastidioso pero es perfectamente soportable, pues al fin y al cabo la actividad a la que se ven abocados no dista mucho de lo que han hecho siempre: nada. Ven, entonces, pasar las horas mientras piensan en un exilio futuro; en Miami, seguramente, pues –como dicen– es mejor ser boca de ratón que cabeza decapitada de león.
La realidad escueta es que Samuel Nule Uribito se ha quedado solo. Lleva tanto tiempo llamando amigos a sus secuaces que los de verdad son, apenas, un recuerdo difuso de la adolescencia, o cuando jugaban, de pantalón corto, a policías y ladrones. Lleva tanto tiempo llenando de lujos a su mujer para acallar su conciencia que la confunde, en sus fantasías cortesanas, con las piernilargas que le cobran de frente por algo de tibieza y el reconocimiento, a gritos, de su hombría. Lleva tanto tiempo enriqueciendo a quienes gravitan a su alrededor que, ahora, sin poder untarles la mano por más tiempo, lo más seguro es que se volteen en su contra: de esa jauría, como siempre, los mandos medios serán los que paguen las mayores condenas, los políticos los que queden en la picota pública y los abogados los que se salgan con la suya.
No importa el país, samueles nules uribitos hay en todos lados. Nacen con la plata y los apellidos –o uno de los dos– par hacer en su vida algo importante por la comunidad. Estudian derecho, en su mayoría, donde se les estimula a trabajar y romperse las vestiduras por el bien común; donde aprenden sobre antepasados que fueron más allá, que sacrificaron sus vidas por los demás, por la libertad, por la justicia, por la democracia y otros principios maravillosos. Maman de su crianza esa noción de que nada les puede ser negado y de que nada les falta porque todo lo tienen y ahí, precisamente ahí, pierden la conexión con la realidad: su zona de confort se supedita a la cantidad de dinero que se necesita para conservarla, mejorarla y mantenerla trepada en la estratosfera por encima de todos; y a eso se dedican: a cuidar un nivel socio-económico tan afortunado que es, en últimas, lo que los define.
Con todo y eso, nuestro Samuel Nule Uribito –o sea, el de esta historia– no podría vivir sin la envidia que le tienen los demás: de ésta es que se alimenta, ésta es realmente la argamasa que soporta la piedra de su pedestal. Él sabe que, a la postre, lo que importa es la plata y que todo se puede perder, hasta la dignidad, pero no la plata, ni, por consiguiente, la gente que los alaba por tenerla, ni los oportunistas que, sintonizados con esta misma visión, manifiestan la misma reverente admiración por el evasor fiscal, que por el prevaricador, el narcotraficante, el estafador o el guerrillero. Hampón es el que se queda sin cinco, el que roba porque tiene hambre, el que mata por encargo, el que secuestra para una organización o el que viola porque está enfermo; los autores intelectuales, los que mueven los hilos del titiritero, son delincuentes de cuello blanco que, como Samuel Nule Uribito, se acogen a sentencias anticipadas y, en su mayoría, salen libres con relativa facilidad para dedicarle el resto de la vida a limpiar su nombre con el mismo desmanchador que usan, en casa, para sus camisas almidonadas.
Carta urgente a Fernando Corredor
Estimado Fernando:
Te quería pedir el favor de que hagas el esfuercito de no morirte antes de Semana Santa, a ver si me gano la apuesta que hicimos entre varios amigos. Ahora, si logras atinarle al Jueves Santo me gano el premio mayor y los acumulados. Con esa platica, si te sirve de consuelo, puedo contratar al chamán que evita la lluvia; acuérdate que si vamos a echar tus cenizas desde el segundo piso del “Yoqui” pues es bueno que salgan volando y no que le vayan a ensuciar los zapatos a Germán Vargas. ¿Te imaginas tus restos con la consistencia del “papié maché” sobre las solapas de tus amigos y los astracanes de tus amigas? ¡Qué oso Fernando! Hasta ahora has logrado mantener cierta dignidad procura no dejar cabos sueltos que puedan empañar las formalidades inmediatas a tu deceso.
Te lo digo con franqueza, no sé si eso de rechazar la misa como parte de tus exequias sea buena idea, acuérdate que si alguien necesita un relacionista público es Jesucristo. A él no le vendría mal una cabeza despejada, como la tuya, que le ayude a pensar en su imagen y que lo conecte con gente influyente. Nadie mejor que tú para convencerlo de que eso de codearse con hombres que huelen a pescado y andan en chanclas le está quitando fieles entre la gente pudiente. Dile, con ese desparpajo tuyo, que puedes llevarlo a las frijoladas de Olga Duque para que conozca gente como él que manda a los que mandan, y de paso aprenda lo que hacen las verdaderas élites: reunirse a hablar mierda y tirarse pedos. No sobra, tampoco, presentarle a Norberto para que lo acicale un poquito y le presente otros peluqueros que lo lleven a piscinear y, como Juan “El Bautista”, le quiten la ropa, lo zambullan en el agua y lo acompañen, en corrillo, a predicar los mandamientos de hoy: No matarás, no robarás, no cometerás adulterio, entre otros… si no tienes cómo pagar un abogado. Tú más que nadie sabe que los poderosos enmiendan sus culpas haciendo favores; por eso, si dios te mandó un cáncer sin consultarte, lo mínimo que puede hacer es tenerte de asesor de imagen o de “bouncer” en las puertas del cielo.
Desde que supe que dentro de poco habrás fallecido, que la quimoterapia, ni tus palancas le han servido mayormente a tu causa, dentro del valiente tire y afloje que has sostenido con la muerte, debo decirte –con cierto rubor– que me cuesta trabajo ponerme triste. ¡O sea! ¿A qué te quedas Fernando? ¿A volverte tan arrugado como Fabio Echeverry que la inteligencia no se te vea ni por las rendijas? ¿O tan estirado como María Isabel Espinosa de Lara, que te salga una chiverita paramuna y con eco? ¿O tan incontinente por la vejiga, como Uribe lo es por la boca? ¡De verdad Fernando! ¿A qué te quedas? ¿A ver a Samuel e Iván Moreno acomodar la justicia y demandar a la nación por haberlos tenido en la picota pública? ¿A que te inviten al cambio de nombre de la Calle 26 por el de Avenida Guido Nule Amín? ¿A que a Amparo Grisales se le empiecen a ver las costuras? ¿A seguir leyendo a Poncho Rentería? ¿A ver qué jovencitas reemplazan a Laura Acuña y Jessica Cediel? ¿A que te sigan dando recetas inútiles contra el cáncer? ¡Mejor morirse! Lo que vale la pena se va contigo, Fernando, y es esa fuerza espiritual que has ganado gracias a la enfermedad; al cangrejo que, en buena hora, supiste hacer tu amigo.
Además, no pasará nada que no esté previsto: los masones seguirán tomando whisky los martes por la nochecita; Simón Gaviria será presidente y mandará a escribir en piedra que la “no extradición” salvó a Colombia; El Bolillo reemplazará a Pékerman; Stephen Hawking se seguirá encogiendo; La Casa de Poesía Silva será dirigida por Dalita Navarro; cuando Jaqueen muera Ernesto Samper confesará que “sí sabía”; Las Farc seguirán cogiéndole un testículo a este país y los Estados Unidos el otro; todos enfrentaremos la recta final en la que te encuentras y todos, como tú, trataremos de reírnos de nuestra suerte, a sabiendas de que no se recorren los pasos, precisamente, por una súper autopista pavimentada y con carriles de vuelta; ¡no!, se recorren con una sensibilidad –según me cuentan tus más cercanos amigos– como la que nunca te ha faltado, a la que nunca le has sido ajeno y que has repartido y entregado en cada abrazo, con cada carcajada y con tus palabras de cachaco amable, paraguas, gabardina y, sobre todo, gallardía en la punta de la lengua.
Yo si voy a vivir un rato más que tú, afortunadamente, y espero no morir tan pobre y jodido; pero anímate Fernando, dicen que a los muertos les siguen creciendo las orejas y a ti, sin duda, se te calentarán porque nos has dejado un anecdotario apoteósico y maravilloso que todos recordaremos; es más, no hay manera de que lo olvidemos porque, no nos digamos mentiras, con los años te has vuelto bastante repetitivo. Trataremos, además, de ser lo más ecuánimes y justos contigo una vez te hayas ido; como muerto que se respete –no será fácil– pero diremos que la lagartería era parte de tu trabajo y le indilgaremos tus chistes malos a otros amigos menos queridos que tú. Pasaremos por alto cuando llegabas a las reuniones de Alcohólicos Anónimos creyendo que era un encuentro de masones y esperamos, de todo corazón, que ellos hagan lo mismo por las veces que hiciste lo contrario. Al cabo de un tiempo, vas a ver, te recordarán por lo mismo que a Lucho Bermúdez: San, San, San Fernando.
En fin, Corredor –como te han dicho siempre– piensa que los siete mil millones de habitantes actuales de este planeta, en trescientos años seremos todos parte del mismo cocido; y que sin importar dónde ¿en qué sitio? estaremos, sin duda, mejor que en este mundo superpoblado, estrecho y con gente que habrá olvidado la risa como parte fundamental de la vida; preocupados, como sin duda estarán, por sus raciones diarias de agua y comida. Habrá gente de clase alta, por supuesto, pero reducida a su mínima expresión, sin necesidad de relacionistas públicos porque su prioridad será la de esconderse de quienes los mantienen con vida; o sea, de los demás: subalternos y proletarios de una raza transgénica de humanos-pala, humanos-bisturí, humanos-pistola, etc… injertos de mujeres y hombres conectados desde su nacimiento a una herramienta de trabajo y, todo, para suplir el “bienestar” de una minoría cibernética de humanoides tan supremamente ricos que, más allá de toda comprensión, renunciarán a las emociones por la promesa de una relativa inmortalidad. ¡Imagina Fernando! Agradece que conociste la buena vida porque de eso no va a haber mucho más: en un par de siglos estará supeditada a la producción interminable de clones y microorganismos de cilicio introducidos en el cerebro para suplir las funciones básicas de memoria y reacciones instintivas. Lo único que no harán las máquinas será recordar que si bien la gente se moría de enfermedades tan tremendas como el cáncer, eran capaces de darle una trascendencia especial a su quehacer como ser humano, basado en el sentido del amor y el buen humor frente a la vida.
Me alegra, y no puedo dejar de decírtelo, que le hagas fiestas y carantoñas a tu situación terminal porque en Bogotá nadie lo hace. Vivimos en una ciudad donde nos da pena morirnos, o reconocer que sufrimos, o llorar. Somos corajudos para cosas de poca monta, como robarle el periódico al vecino, criticar a los ministros, echarle balota negra a los nuevos ricos que quieren pertenecer al club, meter la mano en el erario público, echar discursos, tergiversar al socio, demandar al amigo, mentarle la madre al hermano y putear a dios; pero hipócritas y cobardes en lo fundamental, en lo que requiere de un acopio humano tal que preferimos amar sin compromiso, vivir sin arriesgar el pellejo, susurrar los orgasmos, calcular las palabras, ahorrar los abrazos y morirnos con la puerta cerrada en un cuarto de la Fundación Santa Fe.
Querido Fernando, aquí o allá nos veremos pronto. Un amigo latinoamericano enumeraba las personas grandiosas que se iba a encontrar después de la vida, incluidas su mujer y su hija que murieron en un trágico accidente de avión; y decía, en alguno de sus monólogos poéticos: “… y si tenés una enfermedad terminal, te pueden pasar dos cosas, las dos extraordinarias: sobrevivir, en cuyo caso conocerés la humil-dad que tanta paz nos aporta; o morir, en cuyo caso salís de este cuerpo tan ingrato y estorboso.” Te dedico estas palabras de Facundo Cabral y cuenta con mi presencia en tu cremación, a menos que tenga cita con la manicurista.
Fiesta a la brava
La corrida de toros dejó de ser brava hace mucho tiempo; desde que se tomaron medidas para quitarle ventajas al animal y facilitar la labor del matador. La gente en general no lo sabe pero el toro que sale al ruedo nunca ha sido toreado para evitar que, con algo de práctica, se vaya dando cuenta del engaño. Sus cuernos vienen cepillados, limados, acortados en 2 o 3 centímetros, lo que lo vuelve torpe y descachado en la embestida. Viene de la oscuridad –por eso se le llama encierro a los ejemplares que serán sacrificados durante la corrida– la luz los obnubila durante un buen rato, además el toro es sensible al brillo, incluidos los reflejos del traje de luces que, como miniflashes de una cámara fotográfica descontrolada, lo hacen mirar hacia el lado contrario del torero. Además de eso: la ignominia de la tortura.
La tradición navarra decoraba al toro como parte de la preparación que culmina con su sacrificio. Las banderillas clavadas en el morrillo del animal eran consideradas vistosas y la suerte de ponerlas era ovacionada por el público. Lo mismo hoy: de uno a tres pares de puntas de arpón en un palo de madera forrado de cintas de colores alegran la fiesta y animan al toro; es como si en vez de dos tragos de aguardiente, a uno le clavan dos trinches de mazorca en las costillas para hacerlo sentir a gusto y con ganas de quedarse en cualquier agasajo. Acto seguido, con pases de capote, el torero lleva al toro para ser picado, con una lanza ancha, desde un caballo protegido por baberos de cuero. La pica es para humillar al toro, hacerle bajar la cabeza, y hacer que la lidia transcurra de una manera estética y armoniosa, con pases de muleta suaves, haciendo que el animal mantenga la cabeza a ras del suelo con cada invitación del torero. La verdad de la lidia es que los toros que cabecean son unos descastados y los que no se agachan del todo son faltos de garbo: lo que tiene un sentido práctico, porque cualquiera de las dos situaciones es peligrosa para el torero.
Cuando se escucha el famoso “olé” por parte del público es porque el toro, en total sometimiento, se ha prestado al engaño. Por último la estocada, que puesta entre los homoplatos del toro debe cortar la arteria que irriga su corazón y matarlo en segundos, cosa que no siempre sucede y el animal termina entre tumbos de agonía, muriendo indecorosamente, bufando y botando sangre por la boca mientras el torero desanimado recoge su montera y se retira sin cortar ni oreja, ni rabo. La suerte de matar determina el éxito de la faena. Sale una junta de bueyes y saca el cadáver de la escena del crimen, la sangre es barrida y cubierta de arena para que la víctima siguiente no “se la huela” y descubra, antes de tiempo, lo que realmente sucede en el ruedo. Son seis y hasta siete faenas, torturas y sacrificios iguales en una tarde. Cada cierto tiempo se indulta un toro, pero la gente paga es para verlos morir, bajo el supuesto de que se trata de una dignidad excelsa dar el último suspiro en la plaza y, de paso, colaborar con sumisión a la gloria de su asesino y de la ganadería que lo crío y le dio tan irrepetible oportunidad.
No hay legislación contemporánea que, hoy por hoy, contemple la tortura de un condenado a muerte. En el caso de los seres humanos la cultura ha progresado en ese sentido; la tortura en tiempos de guerra está también proscrita como se evidenció en los señalamientos al ejército norteamericano con los cruentos sucesos de Abu Ghraib. Actividades lúdicas como la caza y la pesca han sido reguladas para aminorar, precisamente, el sufrimiento animal y la posible desaparición o merma de las especies. Parte de la enseñanza primaria está basada en el amor a la naturaleza, en la igualdad entre los habitantes de este planeta sin distingo entre humanos y animales; las nuevas generaciones de niños eco-equilibrados ya no juegan a quitarle las patas a un zancudo, o ver qué reacción tiene un cucarrón sobre la parrilla del barbecue. Cada vez más adolescentes y adultos procuran una relación armoniosa con el entorno: escalando, navegando, caminando, respirando o gozando del sexo tras los matorrales. Cada vez más los padres evitan los zoológicos y los acuarios por no tener respuestas claras sobre el cautiverio; sobre todo de animales que se desplazan diariamente por largas extensiones de tierra, aire o agua, como las águilas, los tigres o los salmones. La cantidad de personas que decide no alimentarse de animales va en aumento; los más radicales no comen huevo, tampoco, ni derivados lácteos. Las modelos –y esto es de lo más bonito– prefieren andar por ahí desnudas que ponerse abrigos, zapatos o cualquier accesorio de moda que tenga retazos de chinchilla, caimán, oso o largarto, entre otros.
Somos carnívoros, es cierto, pero hemos abusado de los beneficios que otorga el haber permanecido, desde la prehistoria, en la cima de la pirámide alimenticia. ¡Dios nos libre de que exista, inadvertidamente, un “cocodrilus erectus” o alguna clase de felino o cerdo a la que le dé por pensar, porque hasta ahí llega nuestro reinado! En unos miles de millones de años cuando las corridas se conviertan en ondearle un limpión de colores, en la cara, a un descendiente de nuestra raza, imberbe, cabezón y apenas con un par de dedos, con seguridad ya no nos parecerán tan entretenidas. Ahora, puede que tan dolorosa deshonra no se demore tanto; supongamos que mañana nos invade una raza superior de extraterrestres que también considera culto y súper artístico llevarnos al matadero a punta de chuzones, poniéndonos a dar vueltas como si fuéramos autistas y gritándole consignas emocionadas a nuestros victimarios para animarlos, para avivar la fiesta, para pasar una tarde de domingo entre congéneres que privilegian la supremacía.
Con los toros de lidia sucede lo mismo que con los tiburones, mientras haya gente acomodada que tome la costosísima sopa que se prepara con sus aletas y que, además, considere que hacerlo hace parte de su alcurnia, se seguirán capturando tiburones y devolviéndolos cercenados al mar para ser presa de otros depredadores. Las corridas no son menos masivas si contamos la cantidad de espectadores dispuestos a ver sufrir los toros y pagar por ello, con el agravante de que a la Plaza de Toros –por lo menos a La Santamaría– dejan entrar menores de edad que es lo mismo, si tomamos los parámetros de censura que aplica el cine, que llevarlos a ver una orgía: la misma ansiedad en las entrañas, la misma lidia, la misma trascendencia en la estocada, la misma gritería…
Se entiende que en un país tan violento, hacerle pasar un mal rato a un macho vacuno, no tiene la menor importancia; y menos si terratenientes, hacendados y opulentos de todas las pelambres tienen la oportunidad de lucir sus “foulards” y chaquetas de gamuza; sus esposas de mostrar sus cuellos templados y la magia de la liposucción y la bulimia; y, sus mozas de salir en las fotos con el labio abultado y el bronceado mediterráneo de motel con piscina. Mucho menos aun, si la familia y el gabinete del Presidente de la República tienen acaparados los palcos posando para las revistas sociales y compartiendo comentarios taurinos sacados de memoria de los escritos de Antonio Caballero quien sólo reconoce la barbarie en ojo ajeno.
Mientras los tendidos a la sombra sigan siendo un microcosmos de nuestra oligarquía, seguirá habiendo temporadas de toros: como hubo cristianos, y numidios, y etíopes para el coliseo de los patricios romanos; eunucos para los coros florentinos; niñas vírgenes para los altares de Quetzalcoatl; niños engordados para sodomizar por los sacerdotes de Dionisos y, entre una gran multitud de otras barbaries, faenas inolvidables e históricas en que un toro logra, contra toda prevención y augurio, atravesar la arteria femoral de un torero y dejarlo a “las cinco en sombra de la tarde” tendido y muerto sobre la arena.
Los caballeros las preferimos inteligentes
A los hombres no nos gustan las mujeres brutas. No las preferimos, no queremos que nos las presenten y tampoco las buscamos. Nos gustan las mujeres independientes, que trabajan, que tienen actividades distintas a las nuestras, que van al gimnasio, que socialmente se desenvuelven con fluidez, que saben divertirse, que tienen sentido del humor y que saben lo que les gusta en la cama. Que escojan bien los tomates en el supermercado, sepan voltear a tiempo una omelette o aspiren el tapete de vez en cuando no es indispensable, si lo fuera los brutos seríamos otros.
Una mujer cuya lujuria coincide con la nuestra durante una noche de karaoke, cerveza y Detodito, que se autoinvita a nuestro apartamento y con la excusa de que le entró una calentura impostergable termina, con una tanguita de fibra de caramelo y una hilera de 3 condones, haciendo contorsiones en el futón comprado en Bima, es cualquier cosa menos bruta. Si además nos ventila el cuello con griticos intermitentes y nos dice que invitemos a una amiga e independientemente de que la llamemos al otro día, o no, ella nos describe lo que pasaría si Kelly Johana -su amiga- apareciera con su melena plateada y sus muslos de oblea; no sólo no es bruta sino que cuesta trabajo creer que fuimos nosotros los que nos aprovechamos de ella. Los hombres ya no somos tan pacatos para creer que una mujer que tira por gusto es puta, pero todavía nos queda la sensación de que les urge atraparnos. Tan embebidos estamos en nosotros mismos que si no inventan cualquier excusa para quedarse el fin de semana o no nos sacan el número de la oficina y del celular y, además, se visten como un tiro, se van para su casa con un simple “chao” y no vuelven a aparecer nunca, pensamos que esas sí son definitivamente unas: ¡brutas! ¡Qué brutos!
¿Cómo quedamos, entonces, los hombres si esa es precisamente nuestra forma de relacionarnos con las mujeres? ¡Esas mañas las aprendieron de nosotros! “Llegamos, conquistamos, clavamos la espada en la madre tierra, dejamos nuestra semilla donde caiga y salimos corriendo” ese es nuestro lema y se le enseña -en ceremonia privada- a cada niño que eyacula por primera vez; es el premio que recibimos por la prueba de nuestra hombría: la consigna que nos guía a través del mapa del tesoro femenino. Lo que pasa, y digámoslo de una vez, es que la mujer más bruta de todas, la más descerebrada y fronteriza, la que en la repartición de neuronas le tocó rila de mondongo ¡esa! que debió ser tercera princesa de la belleza colombiana y que para completar es incapaz de sostenerle una conversación a Raimundo Angulo, es más inteligente que todos los hombres juntos.
Por supuesto, que hay mujeres abusadas, golpeadas, sojuzgadas en su amor propio, utilizadas como un mero receptor de arrecheras y espermatozoides; mujeres obligadas al servilismo, dependientes del hombre de la casa, desprovistas de cualquier gesto cercano al amor o, en el peor de los casos, a la caridad. Mujeres objeto, pero no en el sentido glamoroso de las que se muestran para vender pañoletas y perfumes, sino verdaderamente mujeres tratadas como trapero, como balde, como pera de boxeo, como cañería, como lubricante, como desecho… lo que tampoco las hace brutas a ellas, pero sí a nosotros, los hombres, por haber desperdiciado 20.000 años de historia buscando una supremacía de género cuya actitud arrolladora es la que está acabando con la familia, la sociedad, la humanidad y el planeta.
El voto a la mujer, la liberación femenina, la ley de cuotas, entre otras concesiones, no han sido sino permisos otorgados por los hombres, como contentillo, a las mujeres para mantenerlas a raya, para domar la jauría, para retrasar la inminencia de que la balanza está cambiando hacia el útero, hacia el cántaro, hacia lo que contiene; y rechazando lo que escupe, lo que vacía, lo que tiende a la resta y a la división y no a la suma y a la multiplicación. Parafraseando a Florence Thomas: las mujeres sobresalientes de la historia, hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, lo han sido porque han asumido roles masculinos. Con todo y tetas es como si llevaran una palanca de cambios entre las piernas, como los travestis, de ahí que Hillary Clinton y Noemí Sanín, por ejemplo, hablan con esa voz de mando y esa pretensión de poderlo todo, propias de la testosterona.
De un tiempo para acá, lo que llamamos evolución, o re-evolución, es que las mujeres se están haciendo cargo del destino del hombre y del cosmos que, hasta ahora, era un oficio que nos pertenecía. ¡Ojalá estén a tiempo! Y, no se trata de que nos estén mandando a cuidar los niños y a hacer el almuerzo, sino que por fin están haciendo caso omiso de nuestra suerte. Se cansaron de gravitar en función nuestra, ahora se defienden solas. Si el hombre provee bien y si no también. El amor ya no las obnubila como antes y a la mierda con la represión sexual: tiran por gusto y con desenfado, si se acomodan con la posición del columpio, la piden; si las excita el lubricante de pimienta y sábila, lo llevan entre la cartera; si el macho no responde a las expectativas, no importa, ellas tienen un sucedáneo que vibra con solo encenderlo; y siempre, de manera amable y linda porque esa es su naturaleza, sabrán decirte lo que no les gusta, lo que no quieren que intentes nunca más, lo que les huele feo, lo que les fastidia, lo que quieren de desayuno y de regalo en navidad.
¿Nos quitaron la presión de mantenerlas, de hacerlas felices en la cama, de estar pendientes de ellas, de cuidarlas, de acompañarlas en la salud y la enfermedad, de amarlas hasta la muerte… y nos quejamos?
¡Claro que nos quejamos! Nos están quitando los puestos ejecutivos. Nos están escogiendo como sementales, para vestirnos como al Kent de la Barbie y mostrarnos entre sus amigas. Nos usan de choferes, de confidentes, de amos de casa, de acompañantes, de guardaespaldas, de padres de sus hijos y hasta de muñeco inflable. Nos están volviendo un accesorio, una bisutería; ya nos tienen yendo al cirujano plástico y al gimnasio, nos están cambiando el fútbol por el patinaje sobre hielo y la cerveza por el aguardiente light. Ahora son ellas las que sugieren una relación entre tres, con una escort a domicilio o con la vecina, son ellas las que lo arrastran a uno a tener una experiencia swinger y son ellas las que dicen, siempre de manera casual: “me excitaría verte hacer el amor con otro hombre.”
¿A qué extremo hemos llegado? Nos tienen echándole popurrí al cajón de los calzoncillos, poniéndole esencia de “primavera mediterránea” al carro, depilándonos las cejas, dándole brillo a nuestras uñas y afeitándonos lo que nunca se nos había ocurrido afeitarnos; inclusive algunos se dejan un arbustico, en forma de bigote hitleriano, justo donde quedaba la espesura. Se metieron con el origen de nuestra fuerza, de nuestra virilidad ¿adónde vamos a parar, ahora? dentro de poco vamos a estar echándonos base y rubor en los testículos. Nos llaman “metrosexuales” para que el golpe no nos duela tanto, porque la verdad es que de jinetes de rodeo pasamos a ser floricultores.
Es hora, entonces, de no decirnos más mentiras. Hemos malgastado nuestra oportunidad histórica. Tanto Taj Mahal, tanto transbordador espacial, tanta expedición al Everest, tanta guerra inútil, tanto record Guinness, tanta ojiva nuclear, tanto Hugh Heffner, tanto Donald Trump, tanta fiesta brava, tanto apóstol, tanto proxeneta, tanto héroe, tanta medalla al mérito, tanta charretera, tanto cuello almidonado, tanto galán y tanta caja de herramientas… ¿Para qué? ¡Si ellas en ningún momento se han comido el cuento! Por eso, entre muchas otras cosas, si los caballeros las preferimos inteligentes es porque, en realidad, no tenemos otra opción.
La muerte es una invitación al silencio
Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.
El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.
Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.
Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.
Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”
Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!
Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.
Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?
Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.
Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.
Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?
El aborto recreativo: idea para un proyecto de ley
Hay mujeres que son vegetarianas porque no resisten la idea de ser cómplices en el sacrificio de nuestros congéneres del reino animal, sin embargo no tienen en tan alta estima o no son tan misericordes con los tomates, ni a los champiñones, por ejemplo, y si se trata de abortar, no hay problema, mientras la cita no caiga en un día de pico y placa.
Hemos, sin duda, trivializado un tema que antes era de vida o muerte y ahora es de oportunidad, de “timing”, de respetar derechos y opciones de vida. De repente, nueve meses es demasiado tiempo, hay otras prioridades: el ascenso laboral, la figura, el postgrado; además está el problema de que los hijos es mejor tenerlos en pareja, en lo posible del mismo sexo, y darles leche materna directamente del seno y, hasta donde se pueda: quererlos.
Marina Cediel se levantó, la mañana siguiente al “prom”, sin acordarse exactamente con quien se había acostado. Al entrar al baño vio que su dispositivo intrauterino seguía ahí, en un estuche azul sobre el lavabo, desde la noche anterior y al revisar su cartera se dio cuenta que los 3 condones que había pedido a la droguería estaban intactos. Camino al club -pensó- se tomaría la píldora del día siguiente pero entre recoger a dos amigas y echarle gasolina al carro, fue otra cosa que también se le olvidó. A los quince días: retraso de la menstruación y el consejo, muy a tiempo, de su mejor amiga “¡Di que tienes que estudiar mucho este fin de semana!” y le mandó una dirección y un número de teléfono a su Blackberry.
Carlos y María Adelaida Contreras soñaban con ser padres, cambiaron de apartamento y el cuarto extra lo pintaron de amarillo pollito, “unisex”, y le pusieron calcomanías de Bob Esponja a las paredes. Dejaron de utilizar anticonceptivos y sus padres llamaban, cada semana, a ver si su primer nieto, o nieta, ya estaba en camino. Inclusive le pondrían Camilo a un niño, Carolina a una niña y los padrinos serían Juan Manuel, hermano de ella y Marujita, tía de él. El milagro de la concepción no se hizo esperar, pero en la tarde del mismo día en que les anunciaron el embarazo, a él le dieron el traslado al Brasil por el que tanto había luchado y que mejoraba sustancialmente su sueldo y su carrera. Abortaron, de común acuerdo, al fin y al cabo oportunidades de trabajo, como esa, no se dan todos los días.
El sexo en el matrimonio no siempre es consensual, a veces es a regañadientes y otras -más de las que uno cree- podría constituirse en violación. La prueba, en derecho, es deficiente en este tipo de intimidades pero el abuso de alcohol y drogas, la frustración y el machismo pueden desencadenar violencia en las relaciones de pareja. Tal es el caso de Maritza, quien si no es amarrada, golpeada y sometida con arremetidas brutales no tendría vida sexual pues su esposo no logra una erección de otra manera. Ella, a su 24 años, ha abortado 2 veces a escondidas, pues no se atreve a tener un hijo en esa situación de riesgo latente; está esperando a que se le pase el amor para poderse marchar sin que le duela tanto. Cuando va a misa pide por él, nunca se le ha ocurrido excusarse ante el altísimo por haber abortado; lo considera, en su caso, un acto de caridad sublime.
Cecilia Estupiñán es adicta al sexo, nunca ha abortado pero no tendría ningún problema en hacerlo. Sólo le interesa el trance químico-cerebral que le produce el orgasmo y ha dirigido su vida para conseguir la mayor cantidad posible de éstos, sin que tengan demasiada importancia las calidades de la contraparte que presta el servicio, o que sirve de vehículo para que éste se cumpla. Sin distingos de género, cantidad, nivel socio-económico, edad o raza, ella donde le propongan y a la hora que le propongan entabla una relación -difícil de llamar: íntima- en la que una eventual omisión de cualquier método anti-conceptivo no es razón suficiente para cancelar el encuentro. Inclusive, ella alienta comportamientos aún más lesivos con frases como: “¡No importa, quiero sentirte de verdad, al natural!” o “¡Déjame toda chorreada por dentro!” Cuando está “sobria” teme haber contraído el VIH o algo infeccioso que pueda producir asco, quedar embarazada es la menor de sus preocupaciones.
Ana Ximena, una niña, mayor de edad, violada por su padre, decidió continuar el embarazo hasta el final; cosa que causó gran admiración en su Iglesia Evangélica Pan y Vino y Rezos para el Camino. Esto la convirtió en un ejemplo a destacar entre la comunidad, hasta que un domingo, en que la felicitaron públicamente, alcanzó a decir por el micrófono antes de que se lo quitaron a la fuerza: “Bueno.. a mí se me ocurre… después de pensarlo mucho… que si la virgen María no abortó un hijo que también era del padre, pues, ninguna mujer tiene por qué…”
Las mujeres abortan, o no abortan, por múltiples razones sin importar lo que la ley diga, o no diga, al respecto. En Colombia, ésta no permite interrumpir un embarazo como resultado del sexo recreativo, ni acepta argumentos socio-económicos, ni poblacionales que lo posibiliten; sólo cobija el aborto en casos que son la gran minoría: violación (siempre difícil de probar), malformaciones graves del feto y riesgo de la vida de la madre. Sin embargo, por poquito que abarque, es una ley ganada a pulso que sirve como primera línea de fuego para enfrentar y ganar batallas posteriores; sobre todo cuando primen las razones matemáticas en un mundo que, demográficamente al límite, no pueda -como ya sucede- ofrecer a sus habitantes una aceptable calidad de vida.
Ante la realidad actual, la religión y la ética siguen dando tumbos de ciego. La calidad de la vida deberá determinar la concepción, y no al contrario, para estar preparados el día aciago en que la humanidad tendrá que restringir -o condenar en el peor de los casos- globalmente la procreación. Antes de convertirse en un privilegio para los genéticamente superiores y en un delito capital para los demás, será durante mucho tiempo una frontera difusa, una contravención: la mujer que habiendo fracasado en todos los intentos por evitar un embarazo, por descuido, olvido o porque la obnubila el sentimiento maternal, deberá, en un término exigido y señalado por la ley: abortar.
Como vamos, cada vez habrá menos filosofía, evangelio, sermón, diatriba o sentido común que piense lo contrario. Lo sano sería ir tramitando un proyecto de ley que proponga el aborto recreativo basado en las razones por las cuales, de verdad, se aborta; con eso estaremos defendiendo a la ciudadanía de que -de vuelta al oscurantismo- se prohíba el sexo y con eso ¡dios no lo quiera! se penalice la masturbación, cuyo único aliciente será que, mentalmente hablando, los parlamentarios conservadores de la Comisión Primera serán los primeros en recibir una condena.
Me comprometo a matar a Nicolás Castro
Supongamos que las cosas hubieran sido distintas. Jerónimo se levanta un día cualquiera del año 2008, se despereza, se acuerda que su papi es el Presidente de la República y con eso tiene para mantenerse contento y sonriente todo el día. Llama por celular a su cuñada -que es lo mejorcito de la familia- y ella mientras se desviste para meterse a la ducha le cuenta, alarmada, que escuchó, en el evento de anoche, que el vecino de una amiga, tiene un amigo que conoce a un muchacho que habla mal de él.
+ Se llama Nicolás Castro, estudia bellas artes en La Tadeo y anda diciendo que eres un príncipe convertido en sapo, como Rin Rin Renacuajo muy tieso y muy majo + dice, alterada, y cuelga de afán, sin despedirse, porque necesita recogerse el pelo con ambas manos.
+ ¡Rin Rin Renacuajo! ¿Con quién cree, ese tal por cual, que se está metiendo? + Dice Jerónimo, para sus adentros. Se le hinchan los ojos de la furia y decide continuar el videojuego que dejó la tarde anterior, le falta matar una colonia de hormigas camufladas para subir al siguiente nivel, por lo que retoma el control de su consola X-Box 360, de 250 Gb, con inusitado ímpetu.
Jerónimo, que contrario a lo que uno cree es un tipo reflexivo, dedica el día a pensar en el asunto. Se lo toma con calma, pone la mano en la barbilla y mira por la ventana hacia el horizonte mientras su secretaria lo contacta con los miembros de su gabinete personal: Simón el Bobito, el Gato con Botas, Doña Pánfaga y otros que, en su momento, lo ayudaron asertivamente con las tareas de la universidad. El asunto amerita un cónclave extraordinario, se reúnen en Andrés D.C., deliberan mientras les llevan trago y picadas a la mesa, sopesan la gravedad de la situación y deciden contraatacar por Internet.
Jerónimo se levanta al día siguiente, se despereza, se acuerda que su papi es el Presidente de la República, de un salto prende el computador y crea un perfil en alguna de las páginas sociales con el título de “Me comprometo a matar a Nicolás Castro”, escribe -aunque no acostumbra hacerlo- un par de párrafos y para no ser tan evidente, tan boleta, firma el comunicado como El Indio Uribe. Lo que le da un aire intelectual porque debe tratarse de don Juan de Dios Uribe famoso liberal del siglo XIX, uno de los fundadores del Correo Liberal y magnífico prosista y poeta; o de pronto es una referencia a Geronimo, valiente e insobornable jefe indio que enfrentó, con escasos 30 hombres, al ejército de los Estados Unidos; o puede ser un sentido homenaje al Apache Kid personaje de los comics que también pasan por televisión. ¿Quién sabe cuál de estas posibilidades será? El caso es que sus amigos le siguen la corriente y entran a la página con chanzas cada vez más inverosímiles, postean mensajes a nombre de las Farc, de los paracos, del grupo Achepé (Asociación de Hijos de Papi), de Al Qaeda, de los talibanes; se llaman a sus blackberries, a sus Iphones, se chatean, se twittean y dicen cosas horribles de Nicolás Castro sin que nunca hubieran sido presentados. O sea, hacen lo propio de los jóvenes inmaduros: pasan, impunemente, horas de inacabable diversión a costa, en este caso, de un muchacho cualquiera.
Sí: cualquiera. El recipiente de dichos agravios hubiera podido ser cualquiera, porque en realidad Jerónimo estaba buscando una excusa para canalizar su rabia interna. De pronto, vive frustrado porque nadie le reconoce sus verdaderos logros; o le molesta la comparación constante con su hermano que es, indudablemente, más buenmozo que él; o se siente asfixiado por la insalvable vigilancia que sobre sus acciones ejercen los medios de comunicación y los sistemas de seguridad del Estado; o se cansó del asedio e impertinencia permanentes de cuanto arribista existe en el país. ¿Quién sabe? Abrir esa página fue sólo una forma irreflexiva de escupirle al universo y culpar a otros de su suerte. Ese tipo de cosas, repito, es lo que hacen los muchachos inmaduros de todas las alcurnias cuando utilizan de forma irresponsable su libertad.
A los pocos días Nicolás Castro se levanta y sin tiempo para desperezarse, ve que en su celular aparecen varios mensajes perdidos y uno de ellos dice “Jejejejeje no vuelvas a salir de tu casa jejejejejeje el hijo del Presidente te quiere asesinar jejejejejeje.” En la buseta, camino a la universidad, se acuerda de las bobadas que dijo, pero piensa que debe ser una confusión: uribes hay cantidades y nicolases castro muchos más. A lo largo del día recibe otros mensajes en el mismo sentido por lo que intrigado entra a Internet y, de repente, se da cuenta que efectivamente es cierto: su vida está en juego. Los comentarios posteados son contundentes y un par de fotos revelan que se trata de Jerónimo Uribe con cara de malas pulgas y todo porque, alguien como él que nada que ver, osó decirle Rin Rin Renacuajo, al parecer, en presencia de muchos otros sapos.
Aunque se siente ofendido por la injusticia con que lo tratan los “amigos” de dicha página, le basta caminar hasta la séptima, donde toma el bus de vuelta a su casa, para desestimar el asunto. Piensa, de narices contra el tubo de la buseta, que además perro que ladra no muerde, que del dicho al hecho hay mucho trecho, y que por más influencia que tenga Jerónimo Uribe es imposible que pueda ejecutar una amenaza de esa naturaleza que, con seguridad y aunque se le fue la mano, fue hecha por molestar, por dárselas de verraco y chicanearle a los amigos.
Llegó a su casa, no se habló de otra cosa. Hubo indignación general y como nunca falta un tío que se destaca por decir lo que todos piensan, éste exclamó: “Y ¿por qué no demandamos a ese chino #$%&%$#?” ¡No es para tanto exclamó Nicolás! Hablaron también de los rumores que corren acerca de Jerónimo Uribe, en el internet y en las revistas, y concluyeron que deben ser iguales a los que se ven sometidos los hijos, e hijas, de los presidentes y la gente famosa alrededor del mundo. ¡Pobres muchachos! Exclamó la abuela.
Los lectores de este texto pensarán que invertir y cambiar los hechos, es especulativo y que en este caso no es válido porque Jerónimo Uribe no es cualquiera persona. Lo que no deja de ser cierto, salvo que fue su propio abogado, en el 2006, quien invalidó tal argumento al decir, sin ruborizarse, que el plagio por el que se sancionó a su cliente en la Universidad de los Andes, fue “¡un asunto de muchachos!” y que no tenía por qué volverse de “interés general”. ¿Quién entiende? La realidad -y en eso debemos ser justos- es que Jerónimo Uribe goza de un estatus Extra Súper VIP y que por muy tieso y muy majo que sea, el peligro de convertirse en objetivo militar del terrorismo, la guerrilla, la paraguerrilla, el narcotráfico y los estudiantes de arte, no deja de ser real.
Las gemelas Torres
Las gemelas Eliana y Patricia Torres fueron asesinadas de una manera atroz, de eso hace diez años y nos volvemos a poner de luto para los actos de rememoración. Eran lo mejorcito de la familia más influyente del país. Altas, imponentes y ejecutivas, la clase más próspera de la sociedad entraba y salía de sus oficinas; sus fiestas se constituían en un centro de poder y de negocios que le daba prestigio automático a quien fuera invitado. Eran, de lejos, las mujeres más notorias en el panorama económico de la ciudad.
Una mañana de septiembre fueron tomadas por asalto. Unos hombres con el uniforme de TV Cable entraron a los dos lujosos penthouse que habitaban en un edificio de la misma calle que la Bolsa de Valores, al norte de Bogotá; las amarraron, las violaron con palos de escoba, las sacaron desnudas a una terraza amplia y, a la vista de los medios de comunicación que ya habían sido alertados y que no demoraron en instalarse en los techos aledaños más altos, le improvisaron un juicio a la oligarquía y leyeron una sentencia de catorce páginas que nunca se recuperó y de la que no se entendieron sino unas pocas consignas. Acto seguido, les regaron gasolina encima y sin tiros de gracia, o paliativo alguno, las inmolaron y una vez cesó la horrenda gritería botaron sus cuerpos calcinados, a la calle, desde el piso 23 en que vivían desde que su padre les construyera y les regalara el edificio. Los perpetradores reivindicaron el hecho a nombre del SECA (Separatistas de la Costa Atlántica), descubrieron sus rostros -había una mujer- se tomaron de las manos y, entre rezos balbuceantes, se lanzaron al vacío.
La comunidad local enmudeció, se recibieron condolencias de los demás países y, toda la prensa y los noticieros del planeta, condenaron el abominable crimen. Sumidos en una depresión colectiva, en un estupor paralizante, durante un par de años las alusiones al respecto fueron escasas pero, hoy, a una década del suceso se conocen, en gran medida, las reacciones de los principales protagonistas y grupos afectados por el acto terrorista que partió en dos la historia de Colombia.
Pese a nuestra vena democrática trópico-paramuna; los costeños, sin mayores distingos de procedencia, color y/o rango social, fueron injustamente señalados y se les empezó a tratar con especial dureza, sobre todo en la capital, independientemente de que se tratara de guajiros, samarios o monterianos, por ejemplo. Sus familias fueron proscritas de los principales clubes sociales, de los conjuntos cerrados y sus hijos -éstos sin entender por qué- de los colegios más conservadores. Iguales reacciones hubo contra ellos en Medellín, Cali, Bucaramanga y otras ciudades del eje centro-oriente-occidental del país. En un aparato jurisdiccional tan lento como el nuestro, paradójicamente, los procesos contra personas, naturales y jurídicas, de la costa se agilizaron y en mayor medida que lo normal resultaron en condenas, así como en penas de mayor rigor. En muchas gasolineras buscaban excusas absurdas para no atenderlos, había ferreterías que les negaban la venta de material inflamable y redadas de policía cuyo único objetivo era el de requisar, con inusitada minucia, los carros con placas de los departamentos caribeños.
El líder del SECA, fue buscado por las milicias del Estado, la Interpol y mercenarios cazarecompensas. Su imagen fue satanizada y toda su familia identificada y perseguida por espías e informantes. Se especuló sobre su paradero y su estoica capacidad de vivir hasta en las cavernas; su alianza con varios grupos guerrilleros era ampliamente conocida por lo que se le buscó en el Magdalena Medio, en la Sierra de la Macarena y en el Caguán. Los marines no pudieron atraparlo y se tachó a Álvaro Uribe Vélez de estar poco interesado en hacerlo, por lo que se habló de posibles intereses económicos entre su familia y un par de los quinientos primos y hermanos del magnicida.
Finalmente, fue dado de baja, durante la actual administración del Presidente Santos, por un grupo élite del Ejército Nacional, que lo sorprendió a plena luz del día en la discreta mansión de un barrio residencial del centro de Caracas. Fue asesinado como consecuencia del operativo y su cuerpo fue desaparecido en el mar para evitar la exaltación de sus restos por parte de los fanáticos; tampoco se mostraron fotografías del cadáver.
El gobierno condenó el terrorismo en todas sus formas; y, para no dejar impune una afrenta tan oprobiosa, encontró unos estibadores con camisetas de camuflaje caminando por las playas de Buenaventura y los acusó de conspirar contra el Estado y ser el foco de todos los terroristas del mundo. Instigó búsquedas debajo de las camas, entre las canecas de la basura, en los pliegues de las cortinas, en los entrepisos y en las vigas de los techos; trajo organismos internacionales para que ayudaran en las pesquisas y de paso mostrarles los arsenales enteros de caucheras e insecticidas que se habían encontrado. Sin pedir permiso, ni preguntar demasiado, se sitió el puerto, se bombardeó hasta la última casa y se tomó posesión de los bienes de producción de la región con la excusa de que, pese a no ser de la Costa Atlántica, ¡los costeños son todos menudencia de un mismo plato!
No faltó ¡claro! quienes dijeran que se trató de un montaje organizado por fuerzas oscuras del Gobierno Uribe, para darle un derrotero a su administración distinto al de favorecer con la mano derecha a los Estados Unidos, y con la izquierda a los paramilitares; o para justificar chuzadas, repartición de notarías y falsos positivos. ¿Quién sabe? Igual, otra causa de insatisfacción es la de las personas que deploran la poca trascendencia que se le da a un acontecimiento delictivo que se repite, con la misma sevicia y mayor cantidad de muertos, en escenarios socio-económicos menos importantes y en rincones del mundo donde las víctimas no son símbolo de nada, ni le interesan a nadie y son lloradas por un puñado de familiares que no tienen presupuesto para hacerles un monumento, ni el apoyo de un país que los acompañe a recordarlos, ni el ánimo para ponerle un nombre al sitio de la masacre.
El mismo día, apareció una mujer torturada, y estrellada contra el piso, en las oficinas generales del DAS y su director salió a decir que dicho infortunio hacia parte del mismo crimen.
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