Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe

Paz mata Justicia

En Colombia hay paz y hay guerra, lo que no hay es Justicia; y no la hay porque nuestros gobernantes siguen contando con los votos de la subversión para fortalecer su caudal político. Los diálogos son eso: la negociación del paquete de leyes que se debe expedir para que los alzados en armas tengan plena libertad de inclinar la balanza de la única justicia que conocemos: la electoral.

No importa que traficantes de droga, asesinos y secuestradores queden amnistiados y su reinserción a la vida civil dependa de sumarse a los anillos de pobreza urbanos sin otra opción que dedicarse a la misma criminalidad. No importa que Timochenko recobre el estatus político de las Farc y sus esbirros sean elegidos alcaldes. Importa menos aun que siga habiendo colombianos dejados a su suerte desprovista de ley y de Estado, porque siempre habrá a quien echarle la culpa de la “guerra”. Siempre habrá con quien negociar una siguiente “paz” y, así, a quien echarle la culpa de la “guerra” venidera, la de despuesito y así sucesivamente en un ping pong sin maya, sin mesa y sin raquetas porque normatividad que garantice una misma Justicia para todos es lo que no hay.

Podemos vivir en tiempos de paz y en tiempos de guerra, de acuerdo a los titulares de El Tiempo, lo que no podemos es vivir sin Justicia; y eso es lo que nos está asfixiando. El gobierno de Uribe es un buen ejemplo de tal patología. Poner uniformados en las carreteras fue una manera de vendernos la ilusión del despeje de nuestras vías respiratorias, hasta que caímos en la cuenta de que eso se logró diseñando una justicia abundante para los paramilitares y otra precaria para la guerrilla. ¡Qué sorpresa! ¿Nos preguntamos de dónde viene el asma crónica que padecemos?

Todos los colombianos quieren paz, pero no todos quieren Justicia y menos los que tienen la suya propia de acuerdo a apellidos, capacidad adquisitiva, capacidad criminal, patrimonio o nexos con el poder. Una es la justicia para los Rastrojos y otra para los Uniandinos; una para Inocencio Meléndez y otra para Emilio Tapia; una para Sabas Pretelt y otra para Yidis Medina; una para Nicolás Castro y otra para Jerónimo Uribe; una para el pederasta con las uñas sucias y otra para el violador con el cuello blanco. A la paz le damos aire y a la guerra le damos fuego, mientras la justicia recibe palmaditas en la espalda.

Tengo una amiga que se llama Paz Guerra, prima hermana de Vida Guerra la modelo cubana. Pendenciera pero suave y relajada en los momentos del amor. Cuando la llaman por su nombre se abre de piernas con facilidad, como si no hubiera derrotero distinto a la necesidad de lograr un estado de prolongado paroxismo. Cuando saca a relucir el apellido se descompone, se vuelve obstinada en resolver los conflictos que la afligen y en señalar a los culpables de sus falencias o desvirtudes; o sea, en una tarde puede pasar de entregar el goce de sus dadivosos muslos a empuñar la espada del rencor y desatar las rencillas más inútiles. Sin embargo, es justa. Sus principios rigen su vida, no los sacrifica por ganar una pelea o por mantener un ardoroso romance. Están ahí, hacen parte de su estructura como ser humano.

Nuestra amiga Colombia, en cambio, es injusta. Se comporta distinto según el marrano. Se acuesta con unos por una poca plata y a otros les pasa la cuenta como si engendrara en ella el Jardín de las Delicias. Deja que los más encumbrados le levanten la falda y se acomoden en sus bajos fondos, mientras se pone retrechera con los menos favorecidos o con menos recursos para negociar caricias o comodidades adicionales. Su proxeneta de turno conoce tales comportamientos y los alienta al extremo de tratar, de tú a tú, a sus más acérrimos enemigos y de congraciarse con quienes la han vejado y utilizado con desconsideración. ¡Cómo será! Que proxenetas anteriores le coquetean todavía, no se acostumbran a la nostalgia de haberla tenido, de no haberla podido usufructuar por más tiempo. Nuestra pobre amiga, entonces, acoge la paz y alimenta la guerra -es su modus operandi, no sabe otra cosa- pero sin parámetros de Justicia porque quienes se la gozan están más prostituidos que ella y se acostumbraron al río revuelto de su pesca milagrosa.

Con los nuevos diálogos de paz y sus buenos augurios por parte de los sapos y de los ingenuos, empieza también la campaña por la reelección del actual Presidente de la República. Un proceso de paz en curso, con buena prensa, es su boleto al próximo cuatrenio. Para prometer la paz sólo se necesita estar en guerra y eso, en Colombia, se puede hacer en cualquier momento porque velamos por que sigan ahí los culpables de siempre. Prometer Justicia, en cambio, es prometer un ajuste de cuentas interno que enfrentaría los poderes públicos, que socavaría la tranquilidad política mínima para garantizar la gobernabilidad y que pondría en la picota pública a protagonistas y antagonistas que así no sean cercanos, o ni siquiera indispensables, coadyuvan en la obtención, mantenimiento y cuidado de lo que verdaderamente está en juego: el poder.

Incontables escritos de gente muy seria y comprometida con la crítica constructiva en este país señalaron el fracaso de la Reforma a la Justicia como “una crisis sin precedentes en Colombia.” ¡Por supuesto, no es para menos! Nos trataron de engañar a todos, absolutamente a todos; además pelaron el cobre, se dejaron ver la mezquindad de lo que mascullan y la sin vergüenza con la que actúan. La paz en Colombia es una panacea ilusoria. Un sofisma de distracción que sigue poniendo votos por eso su bandera es recogida del suelo y lavada cuantas veces sea necesario, como mecanismo para soslayar las verdaderas dolencias y evitar los dolorosos tratamientos y curas que necesita nuestro país.

Dan risa los columnistas que dicen que con los diálogos de paz Juan Manuel Santos de manera valerosa se está jugando su imagen, sobre todo porque no se está jugando nada; jugarse su imagen sería exigirle una Justicia igual a quienes la fundamentan y la aplican, así hagan parte de su caudal reelectoral. Seguimos, además, con la percepción errónea, pero cada vez más arraigada, de que si la imagen del Presidente permanece inalterable -en el caso de los presentes diálogos, por ejemplo- es que las cosas van bien, de que la paz está cerca y como eso es lo que queremos oír los colombianos pues seguiremos votando por la continuidad de esa ilusión siendo que lo verdaderamente lamentable en este país es que: Paz mata justicia.

Conviene terminar este artículo con la frase de María Isabel Rueda que la excusa de cualquier exabrupto: “Ojalá me equivoque” y Juan Manuel Santos con la asesoría de los noruegos resulte -digo yo- ser el redentor que necesita Colombia y, como Andrés Pastrana, suene también para el premio Nobel de la Paz que, vaya coincidencia, se decide y se entrega en Oslo.

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Deporte, Cultura, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Deporte, Cultura, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Desnudez atlética y minusválida

Hay mujeres que, en cierto momento, cuando se están quitando la ropa como parte de un desafuero del deseo, piden apagar la luz. ¿Por qué? ¿Es algo que no quieren ver o es algo que pretenden ocultar? Mi madre confiesa “lo mínimo que quiero en un momento de tanta intimidad es fastidiarme por las humedades del techo.” La señora que riega las matas de mi oficina dice “no puedo imaginarme que estoy con Antonio Banderas si le estoy viendo la cara al menso de mi marido.” La esposa de mi mejor amigo apaga la lámpara y además la televisión, para poder concentrarse en la consecución del orgasmo y mi novia dice –y explica– que la diferencia entre hacer el amor y copular está en la cantidad de luz que ambienta la ocasión. ¿Cómo así? “Sí”, responde ella, “el ambiente de las relaciones amorosas debe ser tenue, con aroma de sándalo, o caléndula, palabras susurradas al oído y sábanas de estampados suaves y difuminados color pastel; contrario a la pornografía, que es la linterna entre las piernas, los gritos de gallinero en crisis y eyaculaciones que inundan hasta el ombligo.”

Los hombres sabemos que nada de eso es cierto. Las mujeres que apagan la luz, lo hacen para que la piel no muestre sus imperfecciones, las estrías de los embarazos, el ámbar marchito de los excesivos bronceados, las líneas de bikini mil veces trazadas, las cesáreas, el vaivén que en el vientre van dejando las dietas y las manifestaciones varias de la conjugación tiempo-cuerpo. Con mayor perturbación sucede entre mujeres más jóvenes que se comparan con las modelos de los avisos publicitarios, las portadas de las revistas y se encuentran ante un listado de requisitos estéticos difícil de cumplir.

Los hombres prendemos la luz y si tenemos un lunar peludo y pedregoso queremos que nos lo chupen y le tomen fotos. Las mujeres son menos desinhibidas, menos mostronas, siempre tienen algo que tapar y lo más molesto de todo es que piensen que nos importa y, la verdad, no nos importa; pero no por la razón hermosa de que mientras haya amor somos inmunes a la vanidad… ¡ya quisiéramos que fuera así! Si no porque desde el momento mismo que vemos la oportunidad de iniciar, acrecentar y llevar a feliz término una erección no nos interesa nada más, somos como perros aferrados a un tronco, o a una rodilla, nos entregamos a un solo tire y afloje como sino existiera un mañana. Se nos sale el animal de monte que existe adentro nuestro y después del rebuzne quedamos con la sonrisa más idiota de todos los tiempos, que es aquella que da a entender que estamos esperando unas merecidas felicitaciones. Cosa que no sucede nunca por parte de nuestra pareja, pero sí entran al cuarto todos nuestros amigos a aplaudir como festejando un gol y es, precisamente, buscando ese sueño recurrente que siempre nos quedamos dormidos. ¿Ustedes –pregunto a las mujeres– creen que durante una reacción animal de tal calibre tenemos tiempo de fijarnos en algo?

Mil años más tarde, frente a la psicóloga de pareja nos enteramos, de que todo lo dejamos sin empezar, cosa que a ellas no les pasa porque –como dice el dicho– lo que empiezan con el codo, lo terminan con la mano; pero lo que si es supremamente grave –uno lo nota porque la psicóloga asiente de manera imperceptible– es nuestra falta de sensibilidad y ¿eso qué quiere decir? Pues… ¡ni puta idea! Lo único cierto es que la mayoría de las veces e influenciados por la pornografía y el machismo de nuestra crianza, tenemos la falsa creencia –qué estúpidos somos– de que el sexo termina cuando soltamos nuestros ejércitos de boys scouts unicelulares.

(Entre este párrafo y el que sigue me demoro dos días llamando a muchos conocidos de género –léase: amigos– con la misma pregunta: ¿A qué se refiere tu pareja cuando te dice que eres insensible? Ninguno se queda callado, todos musitan una especie de vocablos ininteligibles –como de foca o tartamudo perdido– para rematar: “¡No, sabe que no sé!” Y si no hay ningún tema candente del fútbol o de la política, la única opción es colgar)

Pero, bueno, este es un artículo sobre la desnudez, la cual tiene una dinámica distinta cuando salimos de la intimidad en pareja y la ponemos en el plano de los medios de comunicación y el photoshop. Creo que no me equivoco al decir que nunca había estado tan de moda desnudarse y es una lástima porque pronto se va a volver cosa de todos los días y perderá su gracia. Será muy duro –para la escasa madurez mental masculina– cuando deje de ser motivo de codazos, reojos y carraspeos ver una mujer desnuda, pero, entraremos de lleno en un proceso de humanización del cuerpo que nos está haciendo falta. Empezaremos por buscar otros alicientes como desnudarnos nosotros mismos y tomarnos fotos, mandarlas por Facebook y llevarlas en la billetera. Al principio, cohibidos, claro, pero si se empelotó Yidis Medina, en Soho, y mañana lo hiciera ¡no sé! Angelino Garzón, en Aló o Carrusel, y pasado mañana Cecilia López Montaño o María Isabel Rueda, en Cromos, pues, más o menos, poco faltará para que el plan sea volver la séptima, además de peatonal, nudista. ¿Quién sabe? ¡Ya veremos!

A lo que quiero llegar es que, poco a poco, la desnudez está ganado humanidad. Una modelo sueca de vestidos de baño se negó a que retocaran sus fotografías y, aunque el cliente se fastidió, la campaña fue un éxito porque mostraba las marcas de inyecciones de insulina que ella misma se pone en el estómago, necesarias para combatir su afección diabética y eso acercó a una clientela de mujeres agradecidas con una marca que no es, precisamente, para mujeres perfectas. Hasta hace poco una película japonesa –considerada pornográfica– se descubrió que era la más vendida del mercado, se trata de tres escena largas de parejas heterosexuales cuyo sexo es básicamente caricias incesantes entre muñones que hacen las veces de falos y heridas de accidentes y cirugías que se convierten en verdaderas zonas erógenas. Además de eso, ya son incontables las mujeres cuyos senos cercenados, o en proceso de reconstrucción, por el cáncer, han sido objeto de exposiciones fotográficas cuya intención en la muestra y su curaduría dista mucho de ser morbosa.

Y dejo para el final lo que inspira este artículo: los desnudos fotográficos de los atletas, con prótesis y sin ellas, que participan en los juegos olímpicos de Londres; qué gran ejemplo para todos aquellos que se quejan por dolencias menos sustanciales. Se ven sin asomo de pena alguno, porque lo que están mostrando es la frente alta, el resto es accesorio, el trabajo de sus cuerpos está centrado en su supervivencia, en su realización como seres humanos y no en los genitales que es donde la mayoría de los mortales nos hemos quedado estancados. Entre la animalidad de los hombres y el rubor tenue de las mujeres, estamos perdiendo la oportunidad de ser más sensibles nosotros, más conformes con su cuerpo ellas, viceversa, al revés, para el otro lado, con la luz apagada y, a veces, con la luz prendida.

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