
Hugh Hefner: un lobo disfrazado de satín
Hugh Hefner colgó las pantuflas. Los medios de comunicación han repetido, hasta la saciedad, sus peripecias de alcoba que no han sido novedad para nadie, pues él, en vida, se encargó de darlas a conocer añadiendo las candentes intimidades, de sus relaciones amorosas, con las conejitas de su revista Playboy. Una parábola, a lo largo de cinco décadas, que, en términos generales, ha sido la envidia de todos los hombres adultos y heterosexuales del hemisferio occidental. Pareciera que vivir en piyama, en una mansión de veintidos cuartos, salas de juego, spa y dispensadores de Viagra en todas las esquinas, con mujeres semidesnudas en la piscina y en los baños, tomando el sol y cocteles a deshoras, con servicios como los de cualquier hotel cinco estrellas es: lo que todo hombre anhela. ¿Me pregunto si vivir en tanguitas y los afeites al aire, con la lacerante mirada masculina encima y con la prioridad de estar a la mano para cualquier desmadre es lo que las mujeres, por su parte, quisieran? Me atrevo a responder que no, salvo aquellas que han sido convertidas en objeto de consumo -como un aguardiente o una paleta de vainilla con chocolate- porque son o emulan con las modelos cuyos atributos físicos son expuestos de forma cosmética y “artística” en una publicación cuyo tiraje llega hasta las droguerías de cualquier ciudad o pueblo insignificante.
Por fin, con su cuerpo flácido entre un cajón, “Hef” como le decían sus amigos descansa de tanta voluptuosidad, alrededor de su existencia y empieza su canonización como el santo varón que inició y fue artífice de la revolución sexual en los Estados Unidos, replicada, a sus anchas, por el capitalismo mundial y la sociedad de consumo. O sea, se atrevió a mostrar vaginas y pezones, en todo su esplendor, a promover el sexo y el entretenimiento y ahora es un ícono de la cultura de la humanidad. ¡Vaya paradoja! Playboy, sin duda, ha sido una marca reconocida por romper tabúes y sacar al cuerpo femenino de sus incómodas represiones y ropajes, pero ¿a qué precio? ¿Al del menosprecio de la mujer como ser inteligente? o ¿al despliegue de su incapacidad para lograr y mantener una plena igualdad con el hombre? Son muchas las preguntas al respecto. Sin tener que contestarlas, estoy seguro que la mujer de hoy no ve en Hugh Hefner a ningún revolucionario sino, más bien, a un viejo reverdecido, decadente y hasta proxeneta. O sea, no es el Ché Guevara que murió por una causa libertaria o Gandhi que se armó con la paz para detener la guerra; se trató de un capitalista emprendedor que identificó las necesidades fálicas de su género y actuó en consecuencia. Netflix podrá hacer una serie de cien capítulos con los acontecimientos ocurridos en su mansión de California, pero con su ideario ni el editor más imaginativo alcanza a publicar un folleto. Afirmar que Hugh Hefner fue algo más que un exitoso hombre de negocios es como decir que Linda Lovelace, con su garganta profunda, ayudó a construir los paradigmas filosóficos de la intimidad.
Es de vital interés, entonces, saber de qué revolución sexual están hablando las cadenas de televisión y la prensa, al respecto del fallecido personaje, pero nada parece tener sustancia. Otra cosa es el significado de Playboy en la cotidianidad de los seres humanos o por lo menos de aquellos con el poder adquisitivo para leer y mirar sus páginas. Al principio fue tachada de pornográfica y la iglesia excomulgó su contenido. Con el correr del tiempo otras revistas y otros medios han producido una carnalidad tan excesiva que la famosa revista se ha ganado un estatus más exquisito, apoyada, además, por su contenido textual que literariamente es digerible y en muchos casos extraordinario con escritos de Vladimir Nabokov, Ray Bradbury, Ian Fleming, Jack Kerouac, Norman Mailer, John Updike, Truman Capote, Gabriel García Márquez y Haruki Murakami, para solo nombrar algunos. “La magia del contraste” titularán los más atrevidos, sugiriendo una alta intelectualidad versus una baja cerebralidad, porque no nos digamos mentiras el cuestionario que le hacen a la conejita del mes, la que aparece en el afiche de la mitad de la revista (centerfold), es como el que le hacen a las reinas de belleza, en nuestro país y eso lo dice todo. El estereotipo de que “los caballeros las prefieren brutas” es, en gran medida, gracias a Playboy y al sequito de pelipintadas que con sus disfraces de conejitas tenían -o tienen- como prioridad la satisfacción de los hombres. Nada más retrógrado.
La verdadera revolución sexual la estamos viviendo ahora, en que los jóvenes asumen su homosexualidad sin tanta tragedia, en que las comunidades LGTBI manifiestan, con marchas coloridas y pacíficas, la necesidad de que se les reconozcan los derechos elementales de cualquier ciudadano a expresar su sexualidad, a casarse y a formar una familia. Los antecedentes de sus logros son los de los verdaderos defensores de los derechos humanos: Martin Luther King, Molly Brown, Harvey Milk, Betty Friedan, Upton Sinclair, Gloria Steinem, Khalil Gibran, Rosa Parks, Desmond Tutu y Malala Yousafzai, entre miles de otros, pero nunca Hugh Hefner que no pasa de ser un lobo disfrazado de satín.
Alejandra Azcárate: flaca por fuera y gorda por dentro
Digamos por un momento que las intenciones de la columnista de Aló fueron buenas al escribir sobre las mujeres con sobrepeso y que, poco a poco, con el correr del teclado se le fue saliendo la pesadez que carga por dentro y terminó ofendiéndolas sin misericordia, con el mismo odio lacerante que le tiene a esa gorda latente que se aloja en su cuerpo, agazapada en algún meandro del metabolismo. Esa mujer gozona que no pudo ser y que no dejan salir ni a la esquina, pues no está bien visto que una mujer que ha mostrado su curvilíneo empaque en la Revista Soho se deje ver en José Dolores pidiendo chunchullo y morcilla con chorizo. Eso se debe al terror infundado de que un tipo, de pronto, interrumpa la conversación con la excusa de “ya vengo que está sonando la alarma del carro” y no vuelva porque ella pidió bandeja paisa, en la primera cita, y doble porción de chicharrón con guiso. Es un caso imaginario, claro, pero es que el miedo al rechazo se manifiesta de formas inusuales.
Alejandra Azcárate sufre de obesidad mental: disturbio de la personalidad común entre las vedettes que, ante la inminencia de perder su cuarto de hora, en vez de relajarse y consentirse un poquito, ceder a la tentación, evitan a toda costa los placeres de la carne asada con papas chorreadas, arroz y plátano maduro –en rodajas quiero decir– acompañado de refajo, o leche malteada de chocolate. Antes, darse latigazos por incurrir en actos auto-erótico-epidérmicos, por ejemplo, o en comportamientos sexuales impropios, era una forma de castigar el placer; ahora son los excesos de la vanidad los que llevan a una persona a tratarse igual; con el mismo desmán le negamos placeres al cuerpo que nos colman de sabrosura, de ganas de vivir, de gases y modorra también, pero nada alegra más el día y quita más preocupaciones que un pie de Milky Way con arequipe y crema.
También hay gordas que llevan una flaca adentro que les amarga la vida por vivir entre el dulce y la fritanga. Lo que demuestra que uno, y ese es un principio de armonía espiritual, debe ser por dentro igual a como se muestra por fuera, no hay de otra. Alejandra Azcárate peló el cobre, mejor dicho, se dejó ver la tocineta. Demostró que su contextura verdadera es la de una mujer que clama por quitarse el disfraz de flaca, por desayunarse en McDonalds y tomar por asalto la pastelería de Myriam Camhi. Se le nota la amargura de tener que hacer 3 horas de spinning para bajar una tostada de ajonjolí y cuatro arvejas con salsa de rábano. Se le nota el esfuerzo que hace por tener esa belleza natural que le es esquiva; la de ella es de esas figuras sudadas al extremo, logradas con toda clase de rigores alimenticios, tratamientos faciales y corporales de oxigenaciones y colonterapias; la de ella es una imagen que a punta de buena luz y colorete registra bien ante las cámaras pero que está lejos de tener la permanencia mediática de María Cecilia Botero, Laura García o Amparo Grisales.
La comparación entre mujeres gordas y mujeres flacas es, además de insultante, inútil. El objetivo de la publicidad, más que de los medios de comunicación, es el de llenarnos de inseguridades como mecanismo para vendernos productos que nos las quiten. A hombres y mujeres por igual. Mal aliento, sudoración, calvicie, barriga, flacidez, arrugas, estrías, pie de atleta, sobrepeso y miles más son palabras que aterrorizan a cualquiera, que hieren la sensibilidad del más corajudo. O sea, vaya paradoja, aquellos detalles que nos hacen humanos, que se acentúan con el paso de los años, son repudiados por la sociedad de consumo en la que estamos inmersos. Corremos a comernos un chicle, a comprar Viagra, a usar fajas incómodas, a ponernos aguacate en el cutis, a tomarnos 8 vasos de agua al día, a echarnos perfume… y en eso se nos va la vida, pretendiendo mantener, cueste lo que cueste, una asepsia imposible y una belleza efímera y dando por cierta la fórmula de que entre menos nos cuelguen las tetas –a los hombres también– mayor es la felicidad.
Me gustaría tener sexo con una mujer gorda que huela a cebolla o una flaca que se tire pedos. Me gustaría hacerlo, además, como George Constanza –personaje de la comedía televisiva Seinfeld– mientras me como un sándwich de pavo y miro televisión; tres placeres juntos ¿qué puede ser mejor? Pero no. Debemos ocultar nuestra animalidad, esconder nuestros “defectos” y apagar la luz. Me gustaría conocer a Alejandra Azcárate recién levantada y a otras que tampoco son mujeres sino productos de consumo masivo. Debería, alguna programadora, hacer un reality con ellas en el momento de despertarse y así echar por la borda varios mitos, comprobar que son de carne y hueso y que de la cama a las portadas de las revistas y al horario triple A hay mucho trecho. El formato tendría que ser como el de cámara escondida y utilizar de cómplices a las muchachas del servicio que, en el fondo, con seguridad las odian; de otra manera –soldado avisado no muere en guerra– ellas son capaces de dormir peinadas y maquilladas sin moverse, esconder Listerine debajo de la almohada, estrenar un baby doll de Victoria´s Secret y poner un libro sobre la mesita de noche.
Ante la imposibilidad de hacerlo de otra manera decidí algo que requería de más hombría y atrevimiento de mi parte, con la ayuda del celador nocturno y sus habilidades para la cerrajería –todos las tienen– me metí entre el clóset de Alejandra Azcárate y esperé, ahí, entre cajas de zapatos, carteras y cinturones. Se levantó con sonidos y movimientos como de gato montuno, llevaba una camiseta rota y lo primero que hizo fue sacarse el pedazo de tanguita que se aprisiona entre las nalgas, las que –por cierto– se rascó sin agüero, como cualquier futbolista o cualquier pensionado de los que hacen fila en los edificios públicos. Después de hurgarse el ombligo y olerse el dedo, entró al baño; la escuché orinar como un negro en una cervecería de Buenaventura, se metió a la ducha y cantó a grito herido un popurrí, perdón: un mix, de “Ya estás tejiendo la red…”, “Quítame ese hombre del corazón…” y “Grabé en la penca del maguey tu nombre…”. Presentí el jabón tocándola por todos lados, sacándole lo saladito de las axilas y la entrepierna, limpiándole los restos de secreciones anteriores alojadas en el cuello y en el vientre; el shampoo metiéndose en el cuero cabelludo con ayuda de sus dedos, dando suaves circunferencias, sanándole la raíz de cada pelo expuesto a las luces y al maltrato de la vida ejecutiva y artística de una diva; acto seguido, el rinse, otra media hora de masaje capilar hasta restablecer el brillo de su color cascada-amarillo-bora bora recomendado por Humberto Quevedo y todo un equipo de expertos en mercadeo.
Al rato, la sentí secarse, frente al espejo; revisar el inventario de los estragos marcados en la piel; abrir el grifo y hacer largas y pausadas gárgaras de bicarbonato de sodio para aclarar la voz y blanquear los dientes. Todo estaba bien, yo seguía entre el clóset sin nada de cansancio, o ansiedad, hasta que ella, Alejandra, prendió el secador y según los cálculos de mi escasa experiencia en las peluquerías pensé que me daría tiempo de ir hasta la cocina y prepararme un buen desayuno, lavar los platos y dejar, de paso, la nevera organizada. Eso hice, efectivamente, pero al volver al cuarto no resistí las ganas de revolcarme entre sus cobijas, metí las narices en la sábana a la altura de donde duerme su sexo y reconocí la fragancia de Vanish Poder O2 Max con que se lava la ropa de cama; pase las yemas de los dedos buscando algún tipo de humedad y en esas estaba cuando la vi ahí parada, enfrente mío, sin darme tiempo ni espacio de salir corriendo y sin otra alternativa que tragarme mi cobardía y actuar como un verdadero hembro-masculino-testosteronado que es lo que los hombres hacemos sólo cuando se ponen complicadas las cosas. He pagado multas de tránsito y me han sacado de sitios públicos, por supuesto, pero Alejandra Azcárate mirándome desde su desnudez sin timideces, dominando a sus anchas el imprevisto de encontrarse un hombre entre su cama, bien vale el tiempo que le toque a uno templar en la cárcel. Como en todos los grandes momentos de mi vida, me quedé callado y ella me dijo “Guapo, pásame los cigarrillos” se sentó al borde de la cama y cruzó las piernas. Iba a preguntar “¿y qué más?” pero ella se me adelantó con: “¿Cómo te llamas?” a lo cual, en un acopio de valor que nunca pensé tener, le puse un dedo en los labios, en señal de “no son necesarias las palabras” y la besé; ella me respondió con la calidez de su lengua y, de inmediato, sin mucha sutileza introduje mi mano entre sus muslos, se la metí hasta la tiroides y de un jalón saque a la gorda que lleva adentro y se la puse de frente, en igualdad de condiciones, por primera vez en la vida de ambas. Ahí las dejé conversando que es lo mínimo, dadas las circunstancias.
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