
Acatemos el Fallo de La Haya
El fallo de La Haya es inapelable. Lo que pasa es que Juan Manuel Santos, en Colombia, está acostumbrado, como cualquier niño consentido, a cambiar las reglas del juego y ha escogido, ante el infortunio de tener que entregarle un pedazo de océano a Nicaragua, la táctica de “hacer pataleta.” Mecanismo que le ha dado resultado antes, en asuntos políticos de regular importancia a nivel local. La dimensión internacional es otra cosa y no es que él la desconozca, pero si está echándose una suerte que puede conducirnos a una guerra, como todas ellas: innecesaria.
Mañana, o pasado mañana, se van a divisar barcos nicaragüenses armados desde las playas de San Luis y ¡ahí va a ser Troya! Estos serán, sin duda, de estricta vigilancia pero lo vamos a ver con los ojos enardecidos de quién a perdido un pedazo de uña, pero actúa como si le hubieran arrancado el brazo. Que, entre otras, para no ir muy lejos, el riesgo si era el de perder, por lo menos, un par de falanges o un pulgar. Pero bueno, todo el mundo se pregunta qué paso; culpan a Guillermo Fernández de Soto -con razón- y en menor medida a María Angela Holguín que, sentada durante la alocución presidencial con las rodillas bien juntitas, como en el colegio y en actitud de haber hecho bien la tarea, poco o nada tiene que ver en el asunto. Lo complicado se le viene ahora, porque tiene que buscar unos subterfugios que no existen para lograr una solución imposible. Lo importante es que mantenga el suspenso tres años más y que finja un tire y afloje jurídico-diplomático otros cuatro si el Presidente logra su reelección.
El Presidente de la República se dirige a la nación -frente a su teleprompter- con los expresidentes atrás -Juan Lozano en representación de Uribe, supongo- y Noemí y María Emma que, más que excancilleres, no pierden la oportunidad de empolvarse la cara si de salir en televisión se trata; todos con ese gesto patriótico se sacar el pecho y apretar el culo. La indignación de los colombianos por perder otro margen de soberanía ante nuestros vecinos y condolidos por los pobres sanandresanos que están perdiendo la oportunidad de aprovechar lo que no sabían que tenían: los recursos naturales y el petróleo de las áreas afectadas. Y, lo que más causa confusión: el rictus hipócrita de Uribe y Pastrana, solidarios con el Presidente, para ocultar la realidad de que bien hubieran podido, ellos sí, en su momento, evitar el descalabro diplomático. ¡No se entiende del todo la reacción, como si los pescados que cambiaron de nacionalidad se pusieran a nadar en dirección opuesta.
Para que los conflictos se acaben, alguien tiene que ceder. Cuando nadie quiere ceder se recurre a un organismo de credibilidad internacional para que tome la decisión y ambas partes adquieran el compromiso de acatarla ya sea que beneficie a una parte, o a la otra; porque lo importante es que se gane o se pierda: el fallo marca el final del conflicto. Por lo que a mí me parece que debemos entregarle, a Nicaragua, las aguas marinas contempladas en el Fallo de La Haya. Lo contrario es desconocer el orden internacional, participar del caos individualista de las naciones que desconocen los rigores de la globalización y la importancia -futura sobre todo- que para la estabilidad del mundo representa que entre los países haya puntos de encuentro y no de desencuentro. Yo pensé que el Presidente, en su alocución, con alborozo iba a puntualizar en el hecho de que conservamos el archipiélago a cambio de un mar territorial que poco o nada estábamos aprovechando y en el cual, desde hoy, tenemos la oportunidad de unir esfuerzos con los nicaragüenses para desarrollar proyectos conjuntos. Que, en vez de los expresidentes, iba a estar el embajador de nuestro país homólogo y con un abrazo fraterno se iba a sellar el final del conflicto y el inicio de una era de progreso y bienaventuranza entre países con la misma sangre.
¡Pero no! La confusión deja de existir cuando -como sucede casi siempre- se le aplica la lógica electoral a los acontecimientos. Todo esto hay que calcularlo en la cantidad de puntos de imagen que hubiera perdido el Presidente Santos para su reelección, más grave aún el riesgo que corría de pasar a la historia con José Manuel Marroquín por entregar menos patria de la que le fue encomendada. Para evitar tal inconveniente -que no hubiera sido tanto pues somos conscientes de que este asunto Pastrana lo cocinó y Uribe le echó la sal- Colombia decide desconocer el fallo y montar un tinglado en que parezca que de verdad se puede echar reversa. Previendo, además, que este será un tema crucial en la repartición del caudal electoral, el expresidente Uribe hace lo propio -apoya con los mismos términos pero con otras palabras, por ponerlo de alguna manera- la decisión del primer mandatario pero no porque tenga una idea salvadora sino precisamente porque no la tuvo cuando era imperativo tenerla; o porque subvaloró las consecuencias de la contienda y la contienda misma, lo que no es extraño dada la facilidad con que su ego le nubla el entendimiento.
Este artículo no dice, en realidad, nada nuevo, ni pretende hacerlo; lo que si tiene es la intención literal de pedirle el favor al Presidente Juan Manuel Santos de que acate el Fallo de la Corte Internacional de La Haya y que pierda los votos que tiene que perder, con la seguridad de que está evitando una guerra. Que cambie de actitud, que le dé un ejemplo a los israelitas sobre la importancia de ceder para evitar conflictos que desgastan recursos económicos, humanos y naturales. Que se pregunte ¿qué tantos planes tenía, en realidad, para ese mar territorial completamente inexplotado? Que busque soluciones proactivas, ante el hecho de que lo que de verdad fortalece nuestra soberanía, es la posesión de tierras; porque, en un contexto general y dado que nuestra pesca es escasa en producir divisas, poca importancia tiene quién pesque y en qué aguas, o qué meridianos prevalezcan, ante la contundencia de que el archipiélago es nuestro y punto.
Acatemos el Fallo de la Haya, disciplinemos nuestra diplomacia para actuar acorde con el orden internacional. No somos parias, nunca lo hemos sido; la tendencia en nuestro pensamiento internacionalista han sido más la sapística y la arrodillística. ¿Por qué actuar ahora, entonces, con un rol que desconocemos? ¿Qué nos pasa? Somos generosos de espíritu, esa es nuestra índole, mañana perderemos, sin duda, la órbita geoestacionaria, el trapecio amazónico y los Estados Unidos nos empujará hasta el Atrato. Vámonos acostumbrando, pasemos de ser perdedores, a ser unos buenos perdedores, gallardos y orgullosos: ese es el verdadero pacifismo. Hoy nombraron una comisión de sabios juristas como grupo de apoyo a las acciones por venir. No los conozco a todos, pero son gente seria, ojalá alguno le diga la verdad a Santos; lo llame con cierta discreción a la esquina de un corredor y le explique la inutilidad de buscar un equilibrio en la balanza electoral, preguntándole: “¿Presidente de qué le serviría una eventual paz con las Farc, si vamos a estar en guerra con Nicaragua?”
Los caballeros las preferimos inteligentes
A los hombres no nos gustan las mujeres brutas. No las preferimos, no queremos que nos las presenten y tampoco las buscamos. Nos gustan las mujeres independientes, que trabajan, que tienen actividades distintas a las nuestras, que van al gimnasio, que socialmente se desenvuelven con fluidez, que saben divertirse, que tienen sentido del humor y que saben lo que les gusta en la cama. Que escojan bien los tomates en el supermercado, sepan voltear a tiempo una omelette o aspiren el tapete de vez en cuando no es indispensable, si lo fuera los brutos seríamos otros.
Una mujer cuya lujuria coincide con la nuestra durante una noche de karaoke, cerveza y Detodito, que se autoinvita a nuestro apartamento y con la excusa de que le entró una calentura impostergable termina, con una tanguita de fibra de caramelo y una hilera de 3 condones, haciendo contorsiones en el futón comprado en Bima, es cualquier cosa menos bruta. Si además nos ventila el cuello con griticos intermitentes y nos dice que invitemos a una amiga e independientemente de que la llamemos al otro día, o no, ella nos describe lo que pasaría si Kelly Johana -su amiga- apareciera con su melena plateada y sus muslos de oblea; no sólo no es bruta sino que cuesta trabajo creer que fuimos nosotros los que nos aprovechamos de ella. Los hombres ya no somos tan pacatos para creer que una mujer que tira por gusto es puta, pero todavía nos queda la sensación de que les urge atraparnos. Tan embebidos estamos en nosotros mismos que si no inventan cualquier excusa para quedarse el fin de semana o no nos sacan el número de la oficina y del celular y, además, se visten como un tiro, se van para su casa con un simple “chao” y no vuelven a aparecer nunca, pensamos que esas sí son definitivamente unas: ¡brutas! ¡Qué brutos!
¿Cómo quedamos, entonces, los hombres si esa es precisamente nuestra forma de relacionarnos con las mujeres? ¡Esas mañas las aprendieron de nosotros! “Llegamos, conquistamos, clavamos la espada en la madre tierra, dejamos nuestra semilla donde caiga y salimos corriendo” ese es nuestro lema y se le enseña -en ceremonia privada- a cada niño que eyacula por primera vez; es el premio que recibimos por la prueba de nuestra hombría: la consigna que nos guía a través del mapa del tesoro femenino. Lo que pasa, y digámoslo de una vez, es que la mujer más bruta de todas, la más descerebrada y fronteriza, la que en la repartición de neuronas le tocó rila de mondongo ¡esa! que debió ser tercera princesa de la belleza colombiana y que para completar es incapaz de sostenerle una conversación a Raimundo Angulo, es más inteligente que todos los hombres juntos.
Por supuesto, que hay mujeres abusadas, golpeadas, sojuzgadas en su amor propio, utilizadas como un mero receptor de arrecheras y espermatozoides; mujeres obligadas al servilismo, dependientes del hombre de la casa, desprovistas de cualquier gesto cercano al amor o, en el peor de los casos, a la caridad. Mujeres objeto, pero no en el sentido glamoroso de las que se muestran para vender pañoletas y perfumes, sino verdaderamente mujeres tratadas como trapero, como balde, como pera de boxeo, como cañería, como lubricante, como desecho… lo que tampoco las hace brutas a ellas, pero sí a nosotros, los hombres, por haber desperdiciado 20.000 años de historia buscando una supremacía de género cuya actitud arrolladora es la que está acabando con la familia, la sociedad, la humanidad y el planeta.
El voto a la mujer, la liberación femenina, la ley de cuotas, entre otras concesiones, no han sido sino permisos otorgados por los hombres, como contentillo, a las mujeres para mantenerlas a raya, para domar la jauría, para retrasar la inminencia de que la balanza está cambiando hacia el útero, hacia el cántaro, hacia lo que contiene; y rechazando lo que escupe, lo que vacía, lo que tiende a la resta y a la división y no a la suma y a la multiplicación. Parafraseando a Florence Thomas: las mujeres sobresalientes de la historia, hasta ahora, salvo muy pocas excepciones, lo han sido porque han asumido roles masculinos. Con todo y tetas es como si llevaran una palanca de cambios entre las piernas, como los travestis, de ahí que Hillary Clinton y Noemí Sanín, por ejemplo, hablan con esa voz de mando y esa pretensión de poderlo todo, propias de la testosterona.
De un tiempo para acá, lo que llamamos evolución, o re-evolución, es que las mujeres se están haciendo cargo del destino del hombre y del cosmos que, hasta ahora, era un oficio que nos pertenecía. ¡Ojalá estén a tiempo! Y, no se trata de que nos estén mandando a cuidar los niños y a hacer el almuerzo, sino que por fin están haciendo caso omiso de nuestra suerte. Se cansaron de gravitar en función nuestra, ahora se defienden solas. Si el hombre provee bien y si no también. El amor ya no las obnubila como antes y a la mierda con la represión sexual: tiran por gusto y con desenfado, si se acomodan con la posición del columpio, la piden; si las excita el lubricante de pimienta y sábila, lo llevan entre la cartera; si el macho no responde a las expectativas, no importa, ellas tienen un sucedáneo que vibra con solo encenderlo; y siempre, de manera amable y linda porque esa es su naturaleza, sabrán decirte lo que no les gusta, lo que no quieren que intentes nunca más, lo que les huele feo, lo que les fastidia, lo que quieren de desayuno y de regalo en navidad.
¿Nos quitaron la presión de mantenerlas, de hacerlas felices en la cama, de estar pendientes de ellas, de cuidarlas, de acompañarlas en la salud y la enfermedad, de amarlas hasta la muerte… y nos quejamos?
¡Claro que nos quejamos! Nos están quitando los puestos ejecutivos. Nos están escogiendo como sementales, para vestirnos como al Kent de la Barbie y mostrarnos entre sus amigas. Nos usan de choferes, de confidentes, de amos de casa, de acompañantes, de guardaespaldas, de padres de sus hijos y hasta de muñeco inflable. Nos están volviendo un accesorio, una bisutería; ya nos tienen yendo al cirujano plástico y al gimnasio, nos están cambiando el fútbol por el patinaje sobre hielo y la cerveza por el aguardiente light. Ahora son ellas las que sugieren una relación entre tres, con una escort a domicilio o con la vecina, son ellas las que lo arrastran a uno a tener una experiencia swinger y son ellas las que dicen, siempre de manera casual: “me excitaría verte hacer el amor con otro hombre.”
¿A qué extremo hemos llegado? Nos tienen echándole popurrí al cajón de los calzoncillos, poniéndole esencia de “primavera mediterránea” al carro, depilándonos las cejas, dándole brillo a nuestras uñas y afeitándonos lo que nunca se nos había ocurrido afeitarnos; inclusive algunos se dejan un arbustico, en forma de bigote hitleriano, justo donde quedaba la espesura. Se metieron con el origen de nuestra fuerza, de nuestra virilidad ¿adónde vamos a parar, ahora? dentro de poco vamos a estar echándonos base y rubor en los testículos. Nos llaman “metrosexuales” para que el golpe no nos duela tanto, porque la verdad es que de jinetes de rodeo pasamos a ser floricultores.
Es hora, entonces, de no decirnos más mentiras. Hemos malgastado nuestra oportunidad histórica. Tanto Taj Mahal, tanto transbordador espacial, tanta expedición al Everest, tanta guerra inútil, tanto record Guinness, tanta ojiva nuclear, tanto Hugh Heffner, tanto Donald Trump, tanta fiesta brava, tanto apóstol, tanto proxeneta, tanto héroe, tanta medalla al mérito, tanta charretera, tanto cuello almidonado, tanto galán y tanta caja de herramientas… ¿Para qué? ¡Si ellas en ningún momento se han comido el cuento! Por eso, entre muchas otras cosas, si los caballeros las preferimos inteligentes es porque, en realidad, no tenemos otra opción.
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