Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe Nacionales, Justicia, Gobierno, Política Fabio Lozano Uribe

Paz mata Justicia

En Colombia hay paz y hay guerra, lo que no hay es Justicia; y no la hay porque nuestros gobernantes siguen contando con los votos de la subversión para fortalecer su caudal político. Los diálogos son eso: la negociación del paquete de leyes que se debe expedir para que los alzados en armas tengan plena libertad de inclinar la balanza de la única justicia que conocemos: la electoral.

No importa que traficantes de droga, asesinos y secuestradores queden amnistiados y su reinserción a la vida civil dependa de sumarse a los anillos de pobreza urbanos sin otra opción que dedicarse a la misma criminalidad. No importa que Timochenko recobre el estatus político de las Farc y sus esbirros sean elegidos alcaldes. Importa menos aun que siga habiendo colombianos dejados a su suerte desprovista de ley y de Estado, porque siempre habrá a quien echarle la culpa de la “guerra”. Siempre habrá con quien negociar una siguiente “paz” y, así, a quien echarle la culpa de la “guerra” venidera, la de despuesito y así sucesivamente en un ping pong sin maya, sin mesa y sin raquetas porque normatividad que garantice una misma Justicia para todos es lo que no hay.

Podemos vivir en tiempos de paz y en tiempos de guerra, de acuerdo a los titulares de El Tiempo, lo que no podemos es vivir sin Justicia; y eso es lo que nos está asfixiando. El gobierno de Uribe es un buen ejemplo de tal patología. Poner uniformados en las carreteras fue una manera de vendernos la ilusión del despeje de nuestras vías respiratorias, hasta que caímos en la cuenta de que eso se logró diseñando una justicia abundante para los paramilitares y otra precaria para la guerrilla. ¡Qué sorpresa! ¿Nos preguntamos de dónde viene el asma crónica que padecemos?

Todos los colombianos quieren paz, pero no todos quieren Justicia y menos los que tienen la suya propia de acuerdo a apellidos, capacidad adquisitiva, capacidad criminal, patrimonio o nexos con el poder. Una es la justicia para los Rastrojos y otra para los Uniandinos; una para Inocencio Meléndez y otra para Emilio Tapia; una para Sabas Pretelt y otra para Yidis Medina; una para Nicolás Castro y otra para Jerónimo Uribe; una para el pederasta con las uñas sucias y otra para el violador con el cuello blanco. A la paz le damos aire y a la guerra le damos fuego, mientras la justicia recibe palmaditas en la espalda.

Tengo una amiga que se llama Paz Guerra, prima hermana de Vida Guerra la modelo cubana. Pendenciera pero suave y relajada en los momentos del amor. Cuando la llaman por su nombre se abre de piernas con facilidad, como si no hubiera derrotero distinto a la necesidad de lograr un estado de prolongado paroxismo. Cuando saca a relucir el apellido se descompone, se vuelve obstinada en resolver los conflictos que la afligen y en señalar a los culpables de sus falencias o desvirtudes; o sea, en una tarde puede pasar de entregar el goce de sus dadivosos muslos a empuñar la espada del rencor y desatar las rencillas más inútiles. Sin embargo, es justa. Sus principios rigen su vida, no los sacrifica por ganar una pelea o por mantener un ardoroso romance. Están ahí, hacen parte de su estructura como ser humano.

Nuestra amiga Colombia, en cambio, es injusta. Se comporta distinto según el marrano. Se acuesta con unos por una poca plata y a otros les pasa la cuenta como si engendrara en ella el Jardín de las Delicias. Deja que los más encumbrados le levanten la falda y se acomoden en sus bajos fondos, mientras se pone retrechera con los menos favorecidos o con menos recursos para negociar caricias o comodidades adicionales. Su proxeneta de turno conoce tales comportamientos y los alienta al extremo de tratar, de tú a tú, a sus más acérrimos enemigos y de congraciarse con quienes la han vejado y utilizado con desconsideración. ¡Cómo será! Que proxenetas anteriores le coquetean todavía, no se acostumbran a la nostalgia de haberla tenido, de no haberla podido usufructuar por más tiempo. Nuestra pobre amiga, entonces, acoge la paz y alimenta la guerra -es su modus operandi, no sabe otra cosa- pero sin parámetros de Justicia porque quienes se la gozan están más prostituidos que ella y se acostumbraron al río revuelto de su pesca milagrosa.

Con los nuevos diálogos de paz y sus buenos augurios por parte de los sapos y de los ingenuos, empieza también la campaña por la reelección del actual Presidente de la República. Un proceso de paz en curso, con buena prensa, es su boleto al próximo cuatrenio. Para prometer la paz sólo se necesita estar en guerra y eso, en Colombia, se puede hacer en cualquier momento porque velamos por que sigan ahí los culpables de siempre. Prometer Justicia, en cambio, es prometer un ajuste de cuentas interno que enfrentaría los poderes públicos, que socavaría la tranquilidad política mínima para garantizar la gobernabilidad y que pondría en la picota pública a protagonistas y antagonistas que así no sean cercanos, o ni siquiera indispensables, coadyuvan en la obtención, mantenimiento y cuidado de lo que verdaderamente está en juego: el poder.

Incontables escritos de gente muy seria y comprometida con la crítica constructiva en este país señalaron el fracaso de la Reforma a la Justicia como “una crisis sin precedentes en Colombia.” ¡Por supuesto, no es para menos! Nos trataron de engañar a todos, absolutamente a todos; además pelaron el cobre, se dejaron ver la mezquindad de lo que mascullan y la sin vergüenza con la que actúan. La paz en Colombia es una panacea ilusoria. Un sofisma de distracción que sigue poniendo votos por eso su bandera es recogida del suelo y lavada cuantas veces sea necesario, como mecanismo para soslayar las verdaderas dolencias y evitar los dolorosos tratamientos y curas que necesita nuestro país.

Dan risa los columnistas que dicen que con los diálogos de paz Juan Manuel Santos de manera valerosa se está jugando su imagen, sobre todo porque no se está jugando nada; jugarse su imagen sería exigirle una Justicia igual a quienes la fundamentan y la aplican, así hagan parte de su caudal reelectoral. Seguimos, además, con la percepción errónea, pero cada vez más arraigada, de que si la imagen del Presidente permanece inalterable -en el caso de los presentes diálogos, por ejemplo- es que las cosas van bien, de que la paz está cerca y como eso es lo que queremos oír los colombianos pues seguiremos votando por la continuidad de esa ilusión siendo que lo verdaderamente lamentable en este país es que: Paz mata justicia.

Conviene terminar este artículo con la frase de María Isabel Rueda que la excusa de cualquier exabrupto: “Ojalá me equivoque” y Juan Manuel Santos con la asesoría de los noruegos resulte -digo yo- ser el redentor que necesita Colombia y, como Andrés Pastrana, suene también para el premio Nobel de la Paz que, vaya coincidencia, se decide y se entrega en Oslo.

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Nacionales, Cultura, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Nacionales, Cultura, Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

La muerte es una invitación al silencio

Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.

El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.

Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.

Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.

Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”

Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!

Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.

Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?

Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.

Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.

Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?

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Nacionales, Gobierno, Trabajo, Sexualidad Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Trabajo, Sexualidad Fabio Lozano Uribe

Caso Concha: le creo a Lina María Castro

Una mujer, la periodista Lina María Castro Torres, trabaja en la Presidencia y dice que su jefe abusó sexualmente de ella y que repetidamente, desde hace más de un año, le ha tocado asumir posiciones incómodas en contra de su voluntad.

Su jefe, Tomás Concha Sanz, dice que se trataba de sexo consensual y que si a alguien debe pedirle disculpas es a su mujer por la infidelidad cometida. Le debió llegar con el cuento de que su asistente encargada de las comunicaciones (Lina María Castro) se había aprovechado de su confianza, de la cercanía profesional que le brindó sin otro motivo que el altruismo de ayudarle en su trabajo ¡de ayudarle a surgir y a superarse! pero que desafortunadamente su condición de hombre vulnerable le jugó una mala pasada cuando ella, premeditadamente, se agachó a recoger un clip y no tenía calzones. Sugiere ¡eso sí! en la entrevista a El Tiempo, y como toque romántico, que mediaba un sentimiento de admiración versus la versión de ella que dice que él aprovechó que llevaba un bluyín descaderado para manosearla. ¿Qué es más creíble?

Como siempre pasa, terminará, en la intimidad de su cuarto, pidiendo excusas a su pareja por todos los hombres, porque dios nos hizo en exceso falibles y proclives a la flaqueza del cuerpo; puede que suelte una lágrima pidiendo compasión y, un buen día, cuando vea calmados los ánimos dirá, por casualidad, que de pronto inconscientemente su sexualidad estaba buscando emociones que ya no consigue en su propia cama. Canallada que transfiere la culpabilidad a la esposa y completa el círculo típico con que se dan gran parte de las discusiones maritales, en que el hombre impone su verdad, por lo menos en este reino del sagrado corazón. De ahí en adelante ella no dirá nada, los medios de comunicación la abordarán, ella contestará unas frases torpemente aprendidas y su marido habrá cometido su peor abuso contra el ser que menos lo merece; sólo porque ella, vestidita de blanco y con el pubis perfumado, se comprometió a apoyarlo en “las buenas” que ya pasaron y en “las malas” que aceptó, como dios manda: para siempre.

Dejando de lado la ironía, los casos de sexo consensual entre funcionarios de la Presidencia de la República no son extraños. Está -perdón la obviedad- el que sucede entre el presidente y la primera dama, interrumpido sólo por el edecán para pasarles los condones o decirles, por ejemplo, que ya ubicaron a Timochenko; otro más libertino pero que tiene el encanto de ser una de las buenas tradiciones laborales que aún se conservan: el sexo del día de las secretarias después de la consabida invitación a almorzar con la ventaja de que, ellas mismas, reservan el motel y piden dos copitas de champaña; están también las infidelidades normales que se producen bajo el efecto embrutecedor de la quincena, que es cuando las niñas del conmutador contestan con tono grave “El doctor está en el despacho”. Estar en el despacho presidencial, no da lugar a dudas, ni a preguntas subsecuentes; o sea, ninguna esposa, o esposo, responde: “¿Y, en qué andan, o qué?” o “¿Con quién están?” o “¿De qué se trata la reunión?” o “¿Me comunicas un minutico?” nadie es tan imprudente. Es la mejor excusa en el mundo para ocultar confidencias y vidas paralelas, por eso es tan apetecido trabajar allá.

En nuestro gobierno, para no ir más lejos, se han escuchado rumores de presidentes que en la Casa de Huéspedes de Cartagena no vestían sino la banda presidencial, o que en la Casa de Nariño han dejado el corbatín en la despensa o entre alguno de los clósets del aseo; clósets de los que han salido también mandatarios y alguna consorte, a demostrar que el poder es un afrodisíaco tan potente que ¡todo se vale y que, antes, es mucha gracia que les quede cabeza para gobernar! La debilidad de la carne es proporcional a la importancia del cargo; eso se sabe, sobra cualquier explicación, basta observar la naturaleza humana. Por eso, le perdonamos a Clinton que se metiera con una vieja tan desabrida; a Berlusconi que gobernara desde un yate anclado en las cercanías de Capri; a Sarkozy que, recién posesionado, dejara a su mujer por una más flexible y manualita; y eso por dar unos ejemplos actuales y no remitirnos a Bolívar y Manuelita, John Kennedy, Enrique VIII, Catalina la Grande, los dictadores latinoamericanos, los polígamos sultanes del Islam o los emperadores chinos. O sea los colombianos sabemos de relaciones consensuales en el seno del ejecutivo, conocemos su dinámica, su manera de multiplicarse en rumores disímiles y versiones de telenovela… y lo sucedido a Lina María Castro no es una de ellas. No tiene esa magia vivificante del chisme sino la certeza colectiva de la ignominia.

Ahora bien, en el mismo ambiente en que hay sexo consensual también se produce lo contrario: sexo no consensual por alguna de las partes. En el matrimonio mismo no siempre el deseo del cuerpo es alunísono; algunas veces, uno de los dos lo hace a regañadientes, sin querer, por complacer al otro y no verlo con la misma cara del perro que no sacaron el parque. Dejar, por ejemplo, que la pareja de uno se frote una pepa de mango en los genitales como preludio al amor, o que cante la Marsellesa en el momento del orgasmo, o que insista en pellizcarse la piel con los ganchos de colgar la ropa, es consentir. Disentir sería decir que no, explícitamente y negarse a continuar el proceso de la cópula como respuesta a una determinada insatisfacción. Disentir es un derecho y una forma de pedir respeto por parte del otro siempre y cuando -y en esto radica la diferencia con el delito- no exista una coacción tácita o pronunciada con el objetivo de infundir miedo.

Los abusadores sexuales, generalmente, provocan encuentros con base en la intimidación porque más que el sexo lo que los excita es sojuzgar a la contraparte, vencerla y literalmente arrodillarla a sus pies y humillarla; obligarla a realizar un acto que la reduzca a una condición animal. Los ambientes laborales son facilitadores de este tipo de delitos y se da en una relación de 99 a 1 entre jefes hombres contra mujeres subalternas. Hombres insatisfechos en tan alto grado que ponen en peligro los principios de la fidelidad, y la convivencia, por tener un goce prohibido que les supla una de las drogas más poderosas del universo: la adrenalina. Hombres que necesitan ayuda, pero les da vergüenza pedirla porque nadie que tenga un mínimo de poder reconoce sus errores a menos de que lo cojan y su problema amanezca un día fresquito en el periódico, al lado del jugo de naranja, el pan y el café que la muchacha del servicio le revuelve con el dedo.

Lo que agrava el contexto ético del caso de Tomás Concha es que él trabaja en Derechos Humanos, o sea que mientras con una mano puntualiza, con el índice en alto, sus discursos -muchos en los que se toca el tema de la desigualdad de la mujer y la lucha que debe darse para evitar tal injusticia- con la otra se abre la bragueta justo en el momento de recordarle a su subalterna que él es quien decide la renovación de su contrato. Yo le creo a Lina María Castro porque si la relación hubiera sido consensual con seguridad la salida de su agresor hubiera sido mucho más airada y amenazante, pues la reacción de un hombre atacado en su amor propio es mayor a la de un abusador sexual que maneja de manera más calculada sus emociones. Tomás Concha no se está defendiendo de una falsa acusación porque hubiera, sin duda, reclamado un mínimo de honestidad, hubiera insistido en la ausencia de pruebas y se hubiera explayado en una declaración pública más emotiva, más humana, tomando más riesgos, pero no: lo declarado, hasta ahora, ha sido medido, que es como actúan quienes le temen a “todo lo que diga será usado en su contra.” La entrevista a El Tiempo, por ejemplo, fue por escrito y no telefónica que es lo usual. En ésta, señala a su subalterna por no haber declarado el hecho desde que comenzó, lo que en mi sentir delata que más grave que ponerle a la fuerza el pene en la boca debió ser el manoseo verbal, las miradas sin tregua y esa respiración de hiena, a través de la sala de conferencias o en la cafetería llena de gente, que nadie escucha salvo la presa.

¿Cuánto tiempo le lleva a una mujer acopiar el valor necesario para reconocer públicamente una flagrante violación de su intimidad? ¿Hay estadísticas al respecto? Pensemos que hay mujeres que se pasan la vida en situaciones peores sin chistar, sin decir ni mú, porque qué pena, porque qué dirán o, peor, porque me lo merezco en razón a las desvirtudes del pecado original magnificadas por el machismo que, en el caso de las relaciones laborales, su representación gráfica más común es la del pulpo. No es para nada casual la expresión “los tentáculos del poder”, ésta no hace sólo referencia al alcance manipulador de quienes lo ostentan sino a la práctica “inofensiva” de tentar culos. Yo creo en Lina María Castro porque si hubiera sido una relación consensual la esposa de Tomás Concha no lo hubiera perdonado tan fácil. Ella no lo ayudaría si fuera un desliz del corazón, o de la piel; ella lo ayuda porque sabe -las mujeres saben- que su marido tiene un trastorno grave de la personalidad y debe estar rezando, en silencio, para que con este golpe a su integridad toque el fondo que necesita para recuperarse de su desvarío.

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