
Bogotá lesbiana
No se puede hacer un ponqué sin levadura, o se puede, pero entonces sería imposible llamarlo “ponqué” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerlo como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que se lo coman; cosa que, en un país con hambre, pues, es más fácil.
De igual forma, no se puede hacer la paz sin justicia, o se puede, pero entonces sería imposible llamarla “paz” y tendríamos que recurrir a muchas mentiras para obligar a la gente a reconocerla como tal y a torcer muchos brazos para obligarla a que la disfruten; cosa que, en un país con violencia y corrupción, pues, es más fácil.
Dicen que Bogotá es un microcosmos del resto del país, pero eso es una falacia: aquí podemos vivir en negación de la realidad, sin problema y entrecerrando un poco los ojos, nos podemos sentir como en Edimburgo o Salt Lake City, si queremos. Es lo que, entre otras cosas, la hace vivible -o más vivible que el resto de las capitales del país- y es ese convencimiento de que aquí no está pasando nada. Imposible negar que está llena de atracadores y que amanecen unos cuantos muertos con el cuello cortado o acribillados como costales; o que la red de prostitución infantil es con anuencia de los padres, quienes reciben un roscón relleno de violación y estupro; o que la ciudad está llena de drogadictos que se chutan heroína, que cocinan metanfetaminas, que meten cocaína, que tragan éxtasis y que fuman marihuana, pero no en los parques porque eso evidenciaría algo muy grave y aquí, en la capital de Colombia, los problemas los metemos bajo el asfalto. Por eso inflamos todos los presupuestos de remiendo y mantenimiento de calles, para que en ese vacío quepa toda la podredumbre que, de otro modo, nos llegaría al cogote.
Bogotá es como los bogotanos: hipócrita, siempre abrigada, no es xenófoba pero mira de reojo al forastero, criticona, chismosa y creída; tiene abolengos, nadie sabe que son, pero tiene abolengos, alcurnia y savoir faire. Entre la Avenida de Chile y la Calle 127, entre la Autopista Norte y la Carrera Séptima, Bogotá es un oasis y de la Carrera Séptima para arriba vive lo mejor de nuestra estirpe que ya no se valora por apellidos sino por flujo de capital. Hacinados en Rosales o protegidos por altos muros de contención en Santana sus habitantes son reacios a mostrar la riqueza; porque la riqueza se acumula, no es para goces mundanos, por eso los cachacos de sangre azul parecen estar siempre atragantados y estreñidos. No lo saben, pero lo intuyen: son el reducto de colombianos que, de verdad, se comió el cuento de la paz y duermen más tranquilos porque un Premio Nobel es la prueba reina y contundente de que pasamos de ser animales salvajes a domesticados. Van a Caño Cristales en avión privado y dan gracias a dios por el final de una pesadilla que nunca tuvieron, por el final de una balacera que nunca escucharon y por el final de un conflicto del que nunca hicieron parte. Pero, como cualquier patricio de la antigua Roma o cualquier cruzado medieval, basta un enemigo en común para sacarlos del sopor de sus abullonados cojines y en este momento presente, la amenaza se llama: Claudia López.
Por eso han optado por desarrollar una estrategia bifocular, palabreja que viene del latín “bifos” que quiere decir ataque por dos flancos divididos, en este caso Galán Pachón por un lado y Uribe Turbay por el otro; y del modismo criollo “cular” que quiere decir, que les importa un culo que gane cualquiera de los dos. Lo único importante es frenar el impulso de las izquierdas, so pena de volvernos la próxima Venezuela. Parten de la base, brillante y astuta, solamente utilizada por Hitler y todos los dictadores -o presidentes con ganas de serlo- hasta nuestros días: de que el mensaje sólo tiene que ser difundido hasta la saciedad para volverlo cierto; y lo cierto, paradójicamente, es que tienen razón. Inclusive, ahora, con las redes sociales que parecen proteger la independencia y la privacidad sucede lo mismo, o peor, porque ya no puede uno jugar Pac Man o Marcianitos, mientras se sienta en el baño, sin ver a un joven con una barba que le queda grande, pretendiendo ser su papá y a otro joven, con el ceño fruncido, pretendiendo ser doña Bertha Hernández de Ospina. Dos egos enfrentados que no se van a unir, por la sencilla razón de que, por más que lo oculten, han sido encumbrados por dos fuerzas opuestas: Cambio Radical y el Centro Democrático.
Claudia López divide, entonces, las aguas y pasa por la mitad de ellas llevando todo un pueblo a cuestas, que es, nada más ni nada menos, el sustento de la democracia: hombres y mujeres con piel de frailejón, que sudan, que se trepan a un Transmilenio, que trabajan para pagar más impuestos que Sarmiento Angulo, que luchan, que manejan Uber por necesidad, que aman a Bogotá y saben que la bandera de su candidata es la anticorrupción, que su preferencia sexual es un valor agregado porque se trata de una prueba a nuestra tolerancia, de la cual saldremos airosos porque ya estamos preparados para un cambio cualitativo de esa magnitud. No en vano Lucho Garzón nos quitó la indiferencia; Mockus nos volvió cultos y ciudadanos; Clara López nos devolvió la transparencia y Gustavo Petro nos mostró el lado humano de quienes vivimos, aquí, anclados al altiplano de una cordillera donde los primeros en establecerse -se nos olvida- fueron indios de la cultura precolombina.
Peñalosa elevado
Tengo un amigo, Walter Murales de la Peña; un hombre estrato seis, culto y con esa altísima autoestima de quienes han labrado su vida a pulso, de la pobreza a la riqueza. Cuando le preguntan, en esta época de elecciones municipales, por el candidato de su preferencia, contesta que: Peñalosa; pero lo hace como un reflejo condicionado, como si el estatus socio-económico también obligara a tener una consecuente fórmula electoral. Los ricos pueden votar por Pardo, también, pero nunca por las izquierdas so pena de que les hagan zancadilla en el Gun Club o los dejen de invitar a las frijoladas de doña Olga Duque de Ospina.
De todas maneras, Walter Murales hace uso de la reserva electoral y vota por quien le da la gana, pero en el momento de hablar de política, en los cocteles y recepciones de ocasión, se apodera, de su labia y discursiva, la más rampante hipocresía. Manotea en el aire y frunce el ceño para repudiar a los vendedores ambulantes que se acercan, en los semáforos, a su Mercedes Benz; despotrica contra los taxistas y dice que sus subalternos son todos usuarios de Uber; y, se refiere a Clara López Obregón, como Clara de Romero e inventa que su paso por Harvard fue, meramente, un intercambio veraniego de canabis y libros de Herbert Marcuse.
Traigo a colación este amigo, mío, porque me temo que la mayoría de quienes se manifiestan adeptos a Enrique Peñalosa, para la Alcaldía de Bogotá, son como él: peñalosistas de dientes para afuera, pero que terminan votando por opciones que consideran más factibles, menos volátiles y más apegadas a la realidad: menos urbanismo y calzadas oxigenadas y multicolores y más pragmatismo a la hora de luchar contra las mafias; de frenar los monopolios que nos saquean, a cuentagotas, a los ciudadanos; y, más equidad para los estratos menos favorecidos. Los ricos –los que llamamos: acomodados– son muy pocos y no son la fuerza que determina un alcalde capitalino; se precian de Transmilenio como un logro de todos y les gusta porque el chofer y el servicio doméstico, llegan más temprano, por las mañanas, a trabajar; logro que además –valga repetir– lo consideramos como un esfuerzo de todos los bogotanos, por eso no deja de ser antipático que Peñalosa lo señale como su gran éxito, cada que toma un micrófono y repite el periplo de su recorrido político y administrativo.
Puntear en las encuestas lo ha elevado, lo tiene hablando de utopías cada vez más distantes y como disco rayado, la idea del metro, o tranvía, colgado de las nubes –como alternativa al metro subterráneo– se ha convertido en su caballito de batalla: más bonito, más rápido, más barato, más cómodo para construir y más fácil de llevar a los confines de esta ciudad ya, de por sí, anclada a dos mil seiscientos metros de altura, en una cordillera majestuosa, donde, ni siquiera, hemos sido capaces de implementar, adecuadamente, un servicio de trenes. Si bien es cierto que Peñalosa representa la Bogotá que queremos, se trata, precisamente, de la que no podemos tener; porque, como decía el maestro Echandía, esto no es Dinamarca, sino Cundinamarca.
No se nos olvide –tampoco– que Santos ha introducido al ambiente político, como fórmula para acceder y mantener el poder, la corrupción mediática: el grueso de la información noticiosa, salvo las columnas de opinión de unos pocos –cada vez más pocos– está supeditada a la preferencia política y a los intereses económicos; de igual modo, las encuestas son, también, cada vez menos, el reflejo de la realidad electoral y están compradas, de antemano. A esto, hay que sumarle el agravante de que a Enrique Peñalosa, en las últimas tres elecciones, se le ha caído la votación por debajo del sesenta por ciento de lo que indica su “rating”, eso es imposible soslayarlo y es, además, la razón por la cual Rafael Pardo y Clara López han sido tan precavidos a la hora de unir sus fuerzas con él.
Enrique Peñalosa sabe, por la experiencia de su propia carne, que su elección está lejos de ser ganada, todavía; por eso, las ínfulas triunfalistas de Cambio Radical se están convirtiendo en un factor grande de desavenencia con los bogotanos, que le puede mermar votos –donde sí los tiene– en los estratos altos. Carlos Fernando Galán y Rodrigo Lara Restrepo andan a la pata del candidato, como la estela que genera un cometa, robando cámara y trasladando a la palestra el contrapunteo político que tienen con Horacio Serpa y con el Partido Liberal. Ambos jóvenes, cuyo ímpetu nace de una tragedia similar, deberían olvidar sus egos y mostrar a sus coequiperos que, en el caso de Bogotá, son interesantes, diversos y con una vocación de servicio que, los dos primeros, han venido opacando con su malentendida necesidad de figuración. O sea que entre las rencillas prosaicas de las figuras del partido y las nebulosas discursivas del candidato puede que, después de estas elecciones, ya no quede Peñalosa para más rato.
Candidatos Revertrex
Se avecinan las elecciones para la Alcaldía de Bogotá y los candidatos trotan, caminan barrios enteros, escalan hasta el tugurio más alto, montan bicicleta, nadan en el río Bogotá y se ven estupendos en la prensa y la televisión; no les pasan los años. Blanco es gallina lo pone: están usando Revertrex.
Revertrex es un compuesto que rejuvenece a las personas; y, repito: las rejuvenece, no las vuelve más inteligentes, ni más talentosas, ni mejores administradores públicos; les quita las arrugas y eso basta para plancharles el ego y que se sientan de quince. Dice en la etiqueta que tiene uñas de gato, ojos de murciélago, lagañas de mico, fresas con crema y fluidos vaginales de diva. Su modo de empleo es muy sencillo: tomar una tableta por cada diez años que se quiera quitar el paciente, decir el sortilegio secreto (que le llega diariamente a su correo electrónico) y cruzar los dedos.
Estas instrucciones ya hacen parte de la rutina de los siguientes candidatos que buscan el remozamiento de su imagen pública por razones que en este escrito se plantean y analizan con rigurosa profundidad:
Enrique Peñalosa: Lo toma hace tres meses y ya le creció el medio dedo que le faltaba. No quiere que se le note, en el ceño ni en la frente, la frustración de haber perdido sus electores y que le haya tocado tragarse sus aspiraciones a la Presidencia de la República. Necesita también flexibilizar las piernas y alertar los reflejos para no caerse en los andenes que mandó subir pero que nunca mandó nivelar, ni rellenar. El Revertrex se lo regalaron sus amigos: los dueños de los parqueaderos; el pastillero, con los días de la semana, se lo regalaron los proveedores de bolardos. No debería tomarse más de tres tabletas al día porque, a veces, se parece a esos excampeones de boxeo a los que se les pasó su cuarto de hora pero deciden, en un asomo de vitalidad, volver a pelear por el título de su categoría. Para el efecto, contratan un nuevo manager -en este caso el Presidente Uribe- para que les pase un baldecito donde escupir y les arregle las peleas.
Antanas Mockus: No se toma sino media tableta cada dos días, porque sólo quiere verse como antes de perder las elecciones a la Presidencia, contra Juan Manuel Santos, el único candidato que, como él, habla en lituano; y olvidar, de paso, que durante un par de semanas, en el pico más alto de las encuestas, alcanzó a ilusionarse con llevar a Palacio a Tola y Maruja. Él sabe que para ganar por tercera vez la Alcaldía de Bogotá basta ser mejor candidato que Samuel Moreno, cosa que no tiene mucha gracia; lo que le preocupa es si podrá ser mejor candidato de lo que él mismo ha sido y, eso, ya es más difícil. El Revertrex es también para evitar la flacidez de las nalgas, pues no sabe en qué momento le toque volver a mostrarlas, son su par de ases bajo la manga del pantalón.
Carlos Fernando Galán: Compra el Revertrex en secreto y usa las tabletas de supositorio para que tengan el efecto contrario. Necesita ponerse años, con todo y eso es difícil que dejen de verlo como el treinta y tres por ciento de la herencia de Galán; o sea tiene la tercera parte de su carisma, o menos, la tercera parte de su denodado entusiasmo y la tercera parte de su pasión; tiene también genes de César Gaviria reflejados en su cara de niño, de Juan Lozano en su barba desordenada y de Germán Vargas en su filiación política, es como una especie de Frankenstein político: el resultado de una fórmula de laboratorio que, para completar, comparte con sus hermanos. No tiene nada propio, hereda los pantalones de Juan Manuel y las camisas de Claudio, su imagen necesita un verdadero cambio radical.
Gustavo Petro: Es el candidato que más compra la milagrosa droga, inclusive ha desviado fondos de la campaña para adquirirla en cantidades industriales y dársela a Bogotá. Su afán es el de deshacerse, de una vez por todas, de las viejas mañas que fortalecidas por Samuel Moreno han borrado con el codo lo que Mockus y Peñalosa hicieron a pulso. Petro es el hombre para remozar la ciudad por dentro y por fuera, tiene el talante para encarar a las mafias y la firmeza de carácter para hacer respetar los derechos de la ciudadanía. Petro desafía la necedad, la corrupción, el abuso de los mandos medios, las mordidas, los carruseles, los transportadores privados; en resumidas cuentas es un hombre con más de un metro de frente.
David Luna: Toma Revertrex por disciplina de Partido. Los liberales están en un periodo serio de reencauche. Apoyar a Luna es jugársela por las nuevas generaciones, distraer la atención de la corrupción, de la infiltración del paramilitarismo, del clientelismo y de los turbantes de Piedad Córdoba. Es también apoyar el medio ambiente, uno de los temas principales del joven candidato, porque Bogotá debe ser más sana y con un aire más limpio. Debe empezar a descontaminarse, como el Partido y renovar el abono de la nueva simiente liberal.
Aurelio Suárez: Le dio Revertrex a sus publicistas, pero se le fue la mano. Por eso, no tienen ni idea de ¿Quién es Aurelio? Y así lo expresan en su campaña: ¿Será Peñalosa? ¿Será la Chica Superpoderosa? ¿Será Petro? ¿Será Transmilenio? ¿Será Monserrate? ¿Será la salud? ¿Será la construcción? ¿Será Mockus? ¿Será Jorge Eliécer Gaitán? Y, la verdad, Aurelio es: ¡Todos los anteriores! Es el más preparado, el más estudioso, el menos politizado y el más honesto. Es una lástima que sea del Polo. Esperamos que los electores puedan evaluar al Candidato, haciendo caso omiso del presunto y muy seguro prevaricador Samuel Moreno; y que voten por alguien que puede seguir la contundente labor de Clara López, quién, en un par de meses, le ha devuelto a Bogotá por lo menos su autoestima.
La verdad es que, salvo Gina Parodi que si tiene los diecisiete años que aparenta, todos los demás se pegaron a la moda del Revertrex, como sucedáneo temporal del Botox y las cirugías estéticas; procedimientos éstos que ya le hacen falta a Jaime Castro, Alcalde de Bogotá durante la época oscurantista del apagón y Ministro de Gobierno, de Belisario Betancur, por las épocas en que Samuel Moreno tenía un bar llamado La Rockola y le pedía a sus meseros, olímpicamente, comisión por las propinas.
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