
Crónica de un Paro anunciado
Si el Presidente Iván Duque se mostrara tan fuerte y decidido en el frente social, como lo ha hecho en el policivo y militar, los colombianos no le tendríamos tanta desconfianza. Y, eso, por no hablar de los frentes tributario, educativo y pensional, en que sus ministros lanzan anzuelos sin carnada, en un río tan revuelto que lo que se pesca es turbio y no resiste el más mínimo análisis de transparencia. O por no entrar en detalles del tiempo que ha perdido en cavar profundas trincheras para dispararle a los acuerdos de paz, donde él, a duras penas, oficia de soldado raso. O por no mencionar el esfuerzo desmedido por ganar indulgencias de Donald Trump, a costa de patear un avispero que es mejor dejar que se caiga solo; por aquello de que lo que está maduro, no aguanta mucho antes de podrirse y servir de alimento a la carroña.
El 21 de noviembre pasado hubo comparsas, con distintos ritmos e instrumentos autóctonos; hubo ríos de campesinos e indígenas, con sus quejas al hombro, buscando reacciones válidas y positivas del gobierno; hubo consignas de las centrales obreras pidiendo por salarios igualitarios con el costo de la vida; hubo caminantes de la tercera edad, en muletas y sillas de ruedas, lisiados por la iniquidad de sus pensiones y estuvieron -entre muchos otros actores de la injusta realidad colombiana- los restantes líderes sociales, de una matanza que los ha diezmado por centenas, clamando por una repartición de tierras digna para quienes la cultivan y la han usufructuado por generaciones. Si bien hubo disturbios y problemas graves del orden público, el Presidente de la República en ambas alocuciones, minimizó el lamento del pueblo a problemas cuyas soluciones -según él- se vienen trabajando desde los quince meses que ha durado su mandato y prometiendo continuar con unas conversaciones cuya contraparte, ya, se cansó de tanto palabrerío y quiere pasar a la acción, a la manifestación pública de las injusticias a las que se encuentra sometida.
Es absurdo sugerir que la intervención del Esmad, la Policía Nacional y el Ejército, garantizó la expresión libre de los colombianos que salieron a marchar por quejas sustentadas en la ausencia del Estado, en regiones de alta peligrosidad; por el pisoteo constante de los derechos constitucionales de libertad, orden, desarrollo de la personalidad y justicia; o por el mero descontento, pues estamos lejos de ser el país más feliz del mundo. Al contrario, los cielos de Bogotá decidieron llorar, la tarde del Paro Nacional, en virtud de que la vivencia de una muchedumbre buscando ser escuchada, defendiendo la paz, contra vándalos e intereses mezquinos, es -a grandes rasgos- un microcosmos de nuestra querida Colombia.
Lo que impresiona de los manifestantes en Bogotá, los que se concentraron en la Plaza de Bolívar, es que vinieron de todos los rincones del país. Lo que quiere decir que agregaron a sus penurias un viaje a las inmediaciones del páramo, para lograr una interlocución que, hasta el momento no se ha dado; y no se ha dado, por la sencilla razón de que ninguno de ellos: ni el paria, ni el cafetero, ni el artista, ni el amargado, ni el sindicalista, ni el estudiante, ni el ambientalista, ni el pensionado, ni nadie, han obtenido respuesta. No se han calibrado los descontentos para cuantificarlos, calificarlos y así, buscar canales de entendimiento. El Presidente todavía cree que se trata de problemas que se arreglan por decreto; desconoce, hasta el momento, que tener, a los manifestantes, al pie de la Casa de Nariño, es una oportunidad para invitarlos a la mesa y escucharlos. Me refiero a escucharlos, de verdad, hacerle el quite al oportunismo deshonroso de sus copartidarios, evitar las presiones beligerantes de quienes no reciben mermelada y volver a ser el candidato que, en mangas de camisa, se comprometió a la lucha social y al respeto por los acuerdos de paz. ¡Por ahí se empieza o se continúa, según sea el caso!
Si bien no faltaron la violencia, el miedo y la vivencia de las nuevas generaciones que evidenciaron, por primera vez, la capacidad destructiva de una sociedad pordebajeada y mantenida al margen de la seguridad y el progreso, la entraña del Paro Nacional fue pacífica y merecedora de toda la atención por parte del poder central. Las parcas reacciones del gobierno, ante los inconformes, nos pueden llevar a suponer, de pronto, que Iván Duque reconoce sus limitaciones para cumplirle a Colombia y no piensa hacer nada al respecto, sino seguir sobreaguando tres años más; y no lo escribo de mala leche sino que me pregunto: ¿Si el Paro fue anunciado porque no se prepararon respuestas más convincentes y tranquilizadores para los distintos actores de tan multitudinaria protesta? Hay que pasar de las acciones reactivas a las proactivas, so pena de que los aires de improvisación que rodean las decisiones de la Casa de Nariño sigan siendo confundidas con la falta de voluntad o, peor, con la recurrente duda: madre de todas las desconfianzas.
En el peor de los escenarios, de pronto, a Iván Duque -como a su padre putativo- lo que le conviene es la guerra; poder declarar toques de queda y conmociones interiores, a su acomodo, que distraigan la atención de la corrupción política que lo rodea -y que se niega a ver- o para sacar su agenda económica a la fuerza, tal y como Alberto Carrasquilla la tiene diseñada para amparar a los ricos y desamparar a los ya desamparados, que -al fin y al cabo- han logrado sobrevivir a la impunidad de sus explotadores, con rabietas que, afortunadamente, no pasan de blandir la única arma que conocen: la cacerola.
Trump: el payaso que se quitó la nariz
Es una necedad, la de criticar a Trump a ultranza, sin darle, por lo menos, el beneficio de la duda. La democracia es una obra humana y como tal contempla, como una de sus fortalezas, que no siempre gobiernen los mismos y que las diversas facciones de una nación se turnen en el poder. Quienes están asustados por las arbitrariedades de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos es porque no tienen fe en su sistema político y eso es lo realmente grave. Si un payaso que nos ha entretenido, durante un año y medio largo, logra desarrollar e implementar la mayoría de las incongruencias que propuso para hacerse elegir pues: “apaguen y váyanse”.
Además -la de los necios- se trata de una crítica rabiosa, del tipo que pierde fácilmente su objetividad. Los demócratas, que se consideran, ellos mismos, inteligentes y moderados incurren ahora en generalidades sin fundamento y terminan diciendo falsedades, de a peso, como que ya no queda gente decente en Washington, que la familia Trump hace parte del crimen organizado o que los cargos más importantes han sido adjudicados a personas que sólo persiguen su bienestar y no el del común de la gente. Es como si Donald Trump para congraciarse con quienes no votaron por él hubiera debido nombrar gente menos reaccionaria o de derecha, siendo que su campaña no giró, precisamente, alrededor de la mesura y el equilibrio; eso hubiera sido un engaño a sus electores y aunque un presidente se debe a la nación entera, debe respetar los designios de quienes lo eligieron. Trump tendrá que moderarse pero por efecto del enfrentamiento sistémico con el Congreso, la Procuraduría y la Corte y no como resultado del señalamiento desesperado de quienes no resisten un cambio tan drástico, de quienes piensan que cualquier política en contrario a su pensamiento es un retroceso.
No sobra pensar positivo; la elección de Trump es, antes que todo, la oportunidad para acelerar las transformaciones que necesita la principal potencia del mundo occidental y corregir las falencias del partido demócrata. Las primeras, son las derivadas del capitalismo: pareciera que la promesa de tener más plata en el bolsillo es más importante que la educación o la salud, la diplomacia o los esfuerzos por salvar el planeta, porque lo cierto es que los Estados Unidos propenden por priorizar la riqueza, la obtención de capital y el mismo Donald Trump es verdaderamente un ejemplo a seguir en ese sentido. Los gringos han construido una ideología en torno a un desueto American Dream que, hoy por hoy, se traduce en la obtención de dinero, por encima de cualquier otro ánimo intelectual, espiritual o altruista. Las segundas, son consecuencia de haber escogido como alternativa, en el tono y los mensajes de la campaña electoral, la de rebajarse al mismo nivel procaz e injurioso de la contraparte, lo que le hizo un contrapeso innecesario al carisma y al honroso liderazgo de Barack Obama. Pasar de un presidente transparente, en todo sentido, a una candidata con varios rabos de paja fue un error inconcebible y crucial, que un candidato con menos asuntos que ocultar hubiera subsanado.
A estas alturas, satanizar a Donald Trump es contraproducente porque el descontento no puede ser la semilla del odio. Seguir polarizando al país es reproducir y multiplicar las razones por las cuales muchas civilizaciones y naciones, a lo largo de la historia, han caído en la guerra civil previo a su desmoronamiento. “Dividámonos y nos vencerán” podría decirse al respecto de esta nueva guerra fría que arranca con China, la que continúa con la solapada Rusia y las muchas otras subvencionadas y a punta de serlo por cuenta del norte de América. Las diferencias internas, entre nacionales, pasaron de los argumentos, a los insultos, a los brotes de violencia, en los últimos 18 meses y con la posesión del nuevo presidente no han cesado. Muchas democracias han resistido peores megalómanos que Donald Trump, pero aquellas que han sucumbido ante la desmoralización social y a la intolerancia han perdido su puesto en la historia y eso sería fatal para los Estados Unidos. ¿A menos que quisieran que, en un par de generaciones, los jóvenes, desde Maryland a California, se estén rasgando los ojos, quirúrgicamente, para estar a la moda?
Que un payaso se quite la nariz es grave porque cuando las tonterías deben ser tomadas en serio, se dan pasos en falso y hacia atrás; pero se trata de los traspiés normales de la historia, los que invitan a recapacitar y a mejorar, los que evidencian los problemas urgentes y la forma de corregirlos. El emperador Qin Shi Huang también fue declarado loco cuando proyectó la Muralla China -por las mismas razones del muro paralelo al Río Grande: alejar a los vecinos- sin pensar que, pese a que en su construcción perdieron la vida 10 millones de trabajadores, un día sería el anhelo de multitudes de turistas y un orgullo para los astronautas que la miran, más allá de la atmósfera, desde sus escotillas presurizadas. No hay nada nuevo bajo el sol, la humanidad ha vivido una montaña rusa entre la sensatez y la insensatez; no se nos olvide.
La Candy Crush Saga
“La mayoría de mis amigos son del siguiente calibre: postean fotos de ellos mismos, enfundados en sus vestidos Armani y con los nudos de sus corbatas de seda perfectamente triangulares, a punto de tomar decisiones trascendentales para el medio en que desarrollan sus actividades económicas; a los cinco minutos, su celular expide un comunicado, corto y directo a la pepa: Tu amigo te invita a jugar Candy Crush Saga", decía Alberto Mengano Lafaurie, a sus contertulios de ocasión, durante una recepción en la Embajada del Reino Unido para conmemorar los 60 años en el trono de la Reina Isabel.
Hacia las nueve y media de la noche, después de sendos pasabocas, hubo un brindis y rodó la champaña durante largo rato. Alberto se encontró con una vieja amiga –de esas tan lanzadas que la voz parece que le saliera del escote– comentaron los mismos tres, o cuatro, chismes de moda en el ambiente diplomático colombiano y en el momento de salir, cuando se estaba despidiendo de la Canciller a quien llamaba por su nombre de pila, sintió que le halaban el brazo. Era un agente del servicio secreto que lo llevó hasta un rincón, poco iluminado, de la casa para decirle, de manera incisiva “deme nombres, necesito nombres de las personas que juegan Candy Crush, se lo ruego estamos tratando de salvar al mundo, de ese flagelo”. Alberto se intimidó y con voz entrecortada dijo “no soy un soplón” por lo que el agente lo sacudió por el cuello de la camisa, mientras exclamaba “¡hágalo por el bien de la humanidad!”, al instante salió corriendo y se evaporó entre la gente, eso sí: le dejó una tarjeta en la mano con un teléfono.
A los pocos días, las conjeturas de Alberto se disiparon, pues wikileaks reveló el listado de las personas adictas a jugar Candy Crush a nivel mundial: el piloto del avión de Malasia Airlines MH370, desaparecido hace más de un año; el príncipe Harry cuando no está subido en un helicóptero haciendo prácticas de tiro; Kim Jong-Un el joven mandatario norcoreano, que juega, inclusive, durante los desfiles militares; Fernando Alonso los últimos tres años, se precia de haber sido el primero en completar mil niveles; Cristina Kirchner a quien se le oyó decir: “puede que las encuestas no me sean favorables, pero mi puntaje de Candy Crush está por las nubes”; entre otras, y en la lista también aparecen: Justin Bieber, Kim Kardashian, París Hilton, Rafael Nadal, Chelsea Clinton, Mark Zuckerberg, Donald Trump, Oprah Winfrey, etc… y los únicos colombianos que aparecen son: Juanes, Samuel Moreno y Radamel Falcao García. Los medios internacionales increparon severamente a los integrantes de dicha lista, los pusieron en la picota pública porque calcularon que, por cada 100 niveles, debían gastar alrededor de 2 semanas, jugando entre 4 y 5 horas diarias.
Después de ese suceso, de esa filtración deshonrosa la gente empezó a jugar a escondidas; si a uno lo encontraban en un baño metiendo cocaína, era menos grave que con el celular entre las manos eliminando hileras de dulcesitos. Jugar Candy Crush se volvió causal para despidos laborales y para le separación de matrimonios, tanto civiles como por la iglesia. “Dios castiga la procastinación digital” decían los curas en los sermones dominicales, aleccionados por los últimos comunicados del Vaticano vetando, por su perversidad, ciertas aplicaciones para los celulares. Una nueva versión salió al mercado, la Candy Crush Saga Incognito, con el atractivo de ser totalmente silenciosa y con un dispositivo que, con sólo quitar los dedos de la pantalla, está se convierte –de acuerdo a los ajustes del usuario– en páginas de Word, hojas de cálculo de Excel, o cualquier otro pantallazo predeterminado: desde ecuaciones cosmológicas hasta pornografía.
Alberto empezó a ser fuertemente presionado para que soltara los nombres de sus amigos, dedicados a la turbia actividad candicrochera; lo interrogaron durante varios días, le pusieron fotografías de conocidos y desconocidos para que, él, los señalara con el dedo, los humillara ante la sociedad y ante el país; lo amenazaron con torturarlo y lo tuvieron, en solitario, durante varios días. Demacrado y sin aliento lo sacaron, le ofrecieron café pero orinaron la cafetera, le ofrecieron bandeja paisa pero escupieron en el plato; finalmente, desfallecido les dijo que sólo les podía dar un nombre y se lanzó con el que más le pareció que cumplía con los requisitos de un hombre que de dientes para afuera tiene un cargo de responsabilidad, pero de dientes para adentro es solamente un hijo de papi simpaticón y que frunce el ceño ante los periodistas, como inmerso en cavilaciones importantísimas: Simón Gaviria. Y, como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas, Alberto fue bañado, vestido y alimentado en un Corral Gourmet antes de dejarlo en su casa.
A Simón Gaviria lo encontraron las autoridades durmiendo la siesta, en el carro, protegido por sus guardaespaldas, en el parqueadero del Jockey Club y ante los medios de comunicación declaró que, efectivamente, que él jugaba Candy Crush todos los días y que eso le permitía mantenerse enfocado en una sola cosa; en pocas palabras, lo que dijo, exactamente, fue: “Es una forma de ejercitar mi lucidez”.
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