
Winonavirus: el último contagio
Pasada la crisis del Covid 19, se creó la Red Mars Inc, una multinacional enfocada a impulsar con urgencia el proyecto de tener una sucursal de la Tierra, en Marte. La crítica mundial seguía siendo la misma: “Por qué gastar esa absurda cantidad de recursos, cuando acabamos de comprobar que nuestros magros presupuestos en salud son el factor de mortalidad más grande, en caso de una pandemia.” ¡Bueno! También está comprobado que el ego supera, por amplio margen, la cordura y para el año 2050, instalados cómodamente, en la superficie de nuestro planeta vecino, había miles de científicos, ingenieros y arquitectos produciendo oxígeno, agua, aclimatando abejas, sembrando tomates, diseñando bulevares, cúpulas inmensas y líneas de transporte vertiginosas.
El 17 de octubre, de 2051, a las 15 horas, 32 minutos y 40 segundos, se perdió toda conexión entre el Complejo Interplanetario Red Mars Inc. y el centro espacial en Houston. Las pantallas se detuvieron en una línea color plata sobre un horizonte nocturno y un mensaje intermitente, en 14 idiomas, que decía: “No vuelvan, ustedes son nuestra única esperanza.” Desde ese momento, lo que parecía una buena idea, dejó de serlo; se convirtieron en una raza alienígena, con la misión de poblar una orbe hostil y ese no era realmente el plan. La razón de todo ese esfuerzo era secreta: se trataba de crear la primera ciudad cubierta del sistema solar, con todos los lujos y comodidades de los billonarios y súper millonarios terrícolas, pero en una atmósfera artificial descontaminada y construida a imagen y semejanza de sus mansiones, clubes y rascacielos. Un sitio al cual trasladar sus acojinados traseros, cuando nuestro planeta dejara, definitivamente, de ser azul y habitable. Mejor dicho: “El egoísmo a su máxima potencia.”
Con todo y que desde los telescopios marcianos, se veía nuestro planeta cada vez más transparente y aguamarina, nadie, en 15 años, se atrevió a volver, hasta que una mujer, piloto aeroespacial, violó las normas de seguridad y se escapó de Marte. Y lo hizo por la única razón posible: el amor; por eso aterrizó en la Plaza de Toros La Santamaría, porque su novio era bogotano y cuando ella aceptó la misión que los separaría -su contrato era apenas por dos años- se comprometieron a casarse, cuando ella volviera y dedicar sus vidas a quererse, tener hijos y envejecer juntos. Desde que entró a la atmósfera, la alertaron varias cosas que le encogieron el corazón, pero nada como los interminables campos, entre unas montañas y otras, de montículos abanderados con cruces maltrechas, puestas de afán, sin lápidas, ni nombres y los nubarrones de carroñeros, alrededor, famélicos. Era claro que el pillaje de la carne y los huesos había dejado atrás su feroz bacanal. La Tierra, sin duda, estaba en una fase de ajuste a las leyes naturales y como no vio signos de destrucción, la conclusión fue contundente: una pandemia que arrasó con los humanos. Ante esta realidad desgarradora, tuvo el buen juicio de bajarse con su traje de astronauta, con un pitillo fijado al casco que proveía, a su antojo, una compota llena de nutrientes y cuyo oxígeno presurizado debía durar algo menos de una semana. Las botas, aunque ligeras, hechas de un polímero sintético de alta resistencia, estaban diseñadas para una gravedad bastante menor, por lo que sus pasos eran lentos, pesados y el esfuerzo de caminar la obligaba a tomar largos descansos.
El alma le volvió al cuerpo cuando vio gente y pensó que no todo se había perdido; pero en la medida que se les acercó, descubrió unos seres asustadizos, con amplios sombreros, voluminosos morrales y la piel cubierta con papel de aluminio, que se apuraban entre un edificio y el otro, como acosados por una lluvia invisible. Sólo cuando entró a un centro comercial logró comprender el estado de las cosas, la justa dimensión del desastre. Se sentó en una vitrina, de un local vacío, que no tenía vidrio y al rato pasó desapercibida, como un muñeco de publicidad olvidado; hasta se podía recostar y dormir, por raticos, contra unos bloques de icopor enormes, amarrados con unas cintas amarillas, con letras rojas que decían: “Alto Riesgo Ecológico.” Los cuerpos de mujeres y hombres, alguna vez erectos y altivos, acusaban una visible inclinación hacia adelante y los más viejos tenían prominentes jorobas, causadas por el contrapeso, constante, de cargar balas de oxígeno a sus espaldas. La humanidad había perdido su capacidad pulmonar, por culpa de algún organismo contagioso, que podía, perfectamente, seguir en el aire, sin afectar a quienes habían quedado inmunes. ¡No podía ser otra cosa! Extraña paradoja, pensó: “La naturaleza ataca, desde su propio dolor.”
El porcentaje de lisiados era notable. Se dio cuenta de que los que estaban en silla de ruedas no eran, necesariamente, viejos sino personas, de todas las edades, obligadas a vivir pegadas a un respirador artificial, sujetado a un chasis debajo del asiento. Los tubos plásticos de entrada del oxígeno y de salida del dióxido de carbono eran una extensión de la tráquea: una trompa artificial que salía del cuello y había que apretar, o doblar, con los dedos para poder hablar, para poder sacar sonidos articulados que más que voz eran pitidos gangosos. Pese a todos los esfuerzos, se notaba, una oxigenación deficiente que afectaba la tonicidad muscular y la pigmentación de la piel, habiendo predominio de un población albina que huía del sol y se movía, hasta donde le era posible, por vías subterráneas. Lo único que mitigaba la situación, es que la tecnología había logrado mantenerse: el diálogo individual y grupal era, primordialmente, a través de aparatos celulares y pantallas telefónicas; los computadores personales -laptops- eran imprescindibles para desarrollar trabajos productivos; los televisores se hacían sobre medidas y los medios de comunicación tenían, todavía, el monopolio noticioso, incluidas las redes sociales.
Con todo y eso, la astronauta lloraba porque la ausencia de brillo en las miradas evidenciaba una falta de esperanza que la humanidad nunca había tenido. Y porque la distancia social se había vuelto costumbre: nadie se acercaba a nadie; no cogidas de mano, no sonrisas, ninguna cariñosa complicidad… ni siquiera entre padres e hijos. Los seres humanos se habían robotizado, parecían entes programados para sobrevivir un futuro improbable, sin dioses, sin utopías y lo más grave: sin poesía. Las visiones de Terry Gilliam, Michael Crichton, las hermanas Wachowski e Isaac Asimov, juntas. La realidad y la ciencia ficción fundidas en una película de terror, en que la única felicidad era el renacer del planeta, el reverdecimiento de la naturaleza y la libertad de los animales, por decreto, como derecho inalienable. Nos volvimos todos vegetarianos. Variedades de algas marinas y frutos rojos llenaban los supermercados y las legumbres, como proteína básica, eran machacadas artesanalmente y vendidas imitando las formas y sabores de los muslos de pollo, el mondongo, el tocino, la hamburguesa, etc… como sucedáneos de todos los hábitos alimenticios difíciles de abandonar que nos aceleraban la muerte. Los guepardos aún correteaban y se comían las gacelas, los colibríes seguían picando las flores, los tiburones eran los amos y señores del océano y a nosotros, los humanos, ante el miedo de volver a poner en peligro el medio ambiente, nos quedó el contentillo de poder consumir huevos y lácteos, siempre y cuando las gallinas y las vacas no tuvieran restricciones de movimiento, se les tratara con cariño y se les pusiera la música que más las relajara: Enya, Bach, Phillip Glass, Ella Fitzgerald o Alfredo Chocolate Armenteros, entre otros. Aunque había gallineros donde, con la música de Pink Floyd y Jethro Tull, lograban unos huevos magníficos.
Todo eso lo aprendió la astronauta, desde que abrió la escotilla de su casco y se dio cuenta de que el aire había dejado de ser mortal. Se salió de su traje y se paralizó, momentáneamente, con el júbilo de recuperar la vitalidad, pero en un mundo que, por falta de cuidado y de no haber tenido las agallas de cambiar a tiempo, sufrió una tragedia pandémica por culpa del Covid 37. Una mutación del Covid 19, que al cabo de generaciones subsecuentes, mutó a una cepa capaz de generar fibrosis pulmonar con sólo respirarlo o tener expuestos los poros de la piel. A los sobreviventes, les tocó cambiar a la fuerza. Lo fundamental fue comportarse con respeto frente a los demás seres vivos y aceptar nuestra condición de especie animal, antes que la humana; una solidaridad co-existencial que demostró lo que más sospechábamos: que las hienas se ríen de cualquier pendejada; que las cebras se pintan las rayas con pigmentos de las aceitunas negras; que las telarañas no soportan el peso de más de tres elefantes; que los pulpos siguen escribiendo a mano, se niegan a utilizar el computador; que hay hombres que se vuelven caimanes y sirenas que se meten a las piscinas; que las iguanas toman café, pero son alérgicas a la lana; que la leona es la reina de la selva; y que existe, inclusive, una zoología fantástica, recopilada por Jorge Luis Borges, hombre ciego que amaba los tigres hechos de palabras. En fin, para el año 2077 éramos, nosotros, los domesticados.
La astronauta recorrió con minucia la ciudad; su nave fue llevada a un parque de diversiones. Después de varios meses, de infructuosa búsqueda, cayó en la cuenta de que amaba a un hombre y de que ese sentimiento reparador y sublime no debería estar, necesariamente, atado a una sola persona y en la mitad de la Plaza de Bolívar, viendo cómo las ratas salían de las alcantarillas para compartir su comida con las palomas y los perros, se levantó y cogió por la Carrera Séptima, hacia el norte. Con determinación infinita, sin calcular ningún tipo de riesgos y animada por un arco iris de buenas intenciones que le salía del alma: le dio un beso a todas y cada una de las personas que encontró a su paso. Nadie rechazó su cercanía, al contrario, la reciprocidad fue inmediata, se dieron abrazos, afloraron sonrisas, se colorearon mejillas y se rescataron palabras cariñosas que muchos niños desconocían.
La astronauta, llamada Winona, se convirtió en la paciente cero de un nuevo virus; otra pandemia, cuyo contagio fue inmediato. La infección del amor se propagó a todos los países, en cuestión de unos pocos días. Los médicos buscaron la sintomatología en la poesía romántica, el cine y las telenovelas; los medios de comunicación lo llamaron, porque la originalidad también se había perdido: El winonavirus.
Un virus con corona
El Covid 19 podría ser un simulacro del apocalipsis. Un hombre, Juan, en la isla de Patmos, tuvo las revelaciones del fin del mundo y en su descripción escrita -que cierra el nuevo testamento- menciona a la bestia y las mortíferas y repugnantes atrocidades que escupen sus entrañas; pero nada se dice sobre un ejército de micro-partículas infecciosas, con forma de papa criolla y puntas espigadas a su alrededor, en forma de corona. Falta de imaginación, por parte de los redactores de la Biblia, con todo y que, para las primeras centurias, después de cristo, la humanidad ya había conocido plagas y pestes indomables y arrasadoras. Para los profetas hubiera sido novedoso un enemigo silencioso que no se manifestara con vómito negro, llagas o pústulas purulentas, y que en su forma más letal ataca las vías respiratorias hasta taponar los alvéolos, causar asfixia y producir fibrosis: quistes, como termitas, que dejan los pulmones como a una coladera. La verdad es que avizorar un fin del mundo sin un dramatismo sangriento, un caos torturante y acompañado de la destrucción masiva de la raza humana y todo lo que, ésta, ha construido, no es tan atractivo para manipular a los incautos que se definen, a si mismos, como: “Temerosos de dios.”
Tan incongruente ha sido el Coronavirus, con los textos bíblicos, que las iglesias decidieron cerrar sus puertas, ante la inutilidad de la oración, del sermón o la eucaristía para luchar contra una amenaza más contagiosa que la fe y más invisible que el espíritu santo. También se trata de una medida sanitaria, por supuesto, para no aglomerar tanto estornudo que vaya a contaminar los altares, lo que nos lleva a una pregunta válida: ¿que pasó con los san franciscos de Asís que salían a socorrer a los leprosos, sin importarles el contagio?
Este virus es una señal de alarma que nos obliga a redireccionar nuestra misión como seres humanos y a enfrentar, de una vez por todas, los tres grandes flagelos de la humanidad: la religión, la política y la acumulación del dinero, como prácticas insanas y mezquinas.
No podemos seguir creyendo que existe un dios tan inverosímil que nos exculpa con el sólo arrepentimiento; que reparte la misma ostia, los mismos rezos y la misma absolución de confesionario tanto para asesinos, violadores y secuestradores, como para inocentes monjitas que se avergüezan con las distracciones del clítoris.
No podemos seguir confiando la suerte de la democracia a mujeres y hombres que piensan primero en su bienestar personal, que en el prójimo al que, por juramento y discursos de plaza pública, prometen cuidar y defender.
Y, no podemos seguir comiéndonos el cuento de que las bondades del capitalismo, van de la mano con la posibilidad de ser más ricos que el Rey Midas y aprender sus mañas para convertir lo inmoral, en moral; comprar conciencias y pagar por el amor y la alabanza.
La historia no se cansa de construir pedestales para quienes, en sus delirios, se han sentido y actuado como dioses. Hombres que han caminado descalzos sobre monedas de oro; que han utilizado la cruz para colgar y dejar desangrar los cuerpos de sus enemigos; y, lo más grave, que se han otorgado, a sí mismos, la potestad para decidir entre la vida y la muerte. Herodes, Augusto, Calígula, Qin Shi Huang, Akbar I, Tamerlán, William El Conquistador, Pedro El Grande, Hernán Cortés, Louis XIV, Getulio Vargas, Idi Amín Dadá, Muamar Gaddafi… la lista es absurdamente larga y se trata de líderes todopoderosos cuyo trastorno en común es que, con sólo apretar el puño, han ostentado a su albedrío los tres poderes: la fe, la ley y la riqueza.
Ellos son el verdadero virus que ha mutado, hoy, en los albores del tercer milenio, a seres menos conspicuos, pero más ambiciosos, expertos en abarcar y apretar al mismo tiempo, envidiosos con quienes les llevan la delantera en los rankings de la revista Fortune, escondidos en la falsa filantropía -con contadas excepciones- abusadores sin escrúpulos de sus congéneres y convencidos de que el cielo y un penthouse, en Park Avenue, son la misma cosa. En este momento calculan cómo ayudar en esta pandemia -para evitar el escarnio público- pero sin descapitalizarse y como estrategia publicitaria para darle brillo a un altruismo, de mendrugos, que no amenace el fundamento de sus inflados egos.
El mundo ya no es viable, si alguna vez lo fue. No puede seguir funcionando, así, porque no es equitativo, ni justo y menos aún: humano.
Hoy, reina el Covid 19 y la crisis que está causando es beneficiosa para el planeta. Los niveles de contaminación han bajado, la capa de ozono se ha fortalecido, los árboles sonríen, los ríos corren con algarabía por sus cauces, los diferendos entre países están en pausa y, entre muchas otras bienaventuranzas, la humanidad se está tomando un merecido descanso para pensar en la importancia de lo cotidiano y, principalmente, para repensar el futuro. El Coronavirus nos obliga a agachar la cabeza, a reconocer la maternidad de la naturaleza y pedirle disculpas por los desacatos e intromisiones que le han robado el equilibrio y la armonía. Alguna vez fuimos sus aliados, como cualquier leopardo, como cualquier palmera o grano de arena; ahora, nuestra especie bípeda, de gran cabeza y dedo oponible, ha exacerbado su cuestionable dominio, al punto de que ya nadie se encuentra a salvo.
El conocimiento, el trabajo y la experiencia deben ser remunerados de forma justa y de forma justa el remanente de riqueza debe ser redistribuido y dedicado a evitar el hambre, a enseñar labores útiles, a mermar la explosión demográfica, a reforestar cuanto peladero hemos dejado en el desahucio y, entre miles de esfuerzos más, a privilegiar la salud, la educación y todo lo que nos salvaguarda como seres humanos, antes que seguir alimentando el cúmulo de arsenales, vigilantes y activos, con la increíble capacidad de destruir la Tierra 500 veces. Cosa absurda, porque con morir, todos, una sola vez, es suficiente; el presupuesto de las 499 veces restantes es el que necesitamos para invertir en la vida, cuyo valor, así se tratara de la última cucaracha sobreviviente del holocausto nuclear, es superior al de la muerte.
En resumen, todo lo logrado por la ciencia y la cultura debe ser extensivo a los reinos vegetal, animal y mineral y dedicado amorosamente a nuestro planeta, que aunque pequeño, al lado de Júpiter o Neptuno, ínfimo frente a la Vía Láctea y casi invisible comparado con otras galaxias cercanas o distantes, es nuestro único y verdadero universo. Este virus, que nos ataca, muere al contacto con cualquier jabón de lavar platos. Viene con corona, por eso goza de cierta nobleza, pero ¿qué pasará cuando tenga la forma de Medusa y salgan de sus orificios capilares lenguas de fuego, acompañadas de movimientos telúricos, diluvios torrenciales, ríos de lava y ciclones que barran con todo?
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