Cultura, Global, Social Fabio Lozano Uribe Cultura, Global, Social Fabio Lozano Uribe

El ombligo de Sor Teresa de Calcuta

Hay personas que creen que para acercarse a la divinidad, a las élites del nirvana, y volverse un ser de luz, hay que dejar lo mundano, alejarse de la trivialidad y aprender a reirse sólo de chistes higiénicos, que no se refieran a nadie por alguna condición desventajosa; lo que deja sólo los frívolos repentismos de redes sociales que se devuelven con un “Ja” un “Jajajá” o una carita feliz.

Arriesgo, entonces, a demostrar que el humor no tiene raza, credo, ni partido político y que considerarlo como algo pueril y cochambroso es una equivocación. Sobre todo porque nuestra cultura y crianza han puesto, al frente nuestro, un cultivo interminable de papayas: veneramos a un dios que dice ser “humilde”, pero al que debemos alabar arrodillados y pedirle purificación comiendo una oblea, sin arequipe; y a quienes representan nuestros intereses democráticos, debemos llamarlos “padres de la patria” pero se comportan como unos vástagos de Mesalina, cuando nos entregan -con grandes sonrisas- las moronas de lo que se reparten en el opíparo submundo del despílfarro público.

Una gorda entra a una panadería, pide 50 roscones y el tendero le dice: ¿Sólo 50, si a usted le caben como 100? Unas personas que están desayunando -de esas que comen huevo tibio con una cucharita- se molestan con el tendero, comentan su rudeza, su falta de tacto y lo llaman -en voz baja- irrespetuoso y toda clase de adjetivos odiosos, incluido “racista” porque la señora gorda es un tanto atezada. Mientras tanto ella y el tendero, se ríen a carcajadas. Están envueltos, ambos, en ese momento irrepetible de felicidad que es: la risa compartida, la que nos revive la corriente sanguínea y nos reivindica, por un breve lapso, con la vida. Los comensales, incomodados, se van; consideran el suceso como un atropello, una burla -el jugo de naranja se les agria en las barrigas- y eso que no oyeron la respuesta: “100 es demasiado, pero deme 75 y una Coca Cola de dieta” dice la gorda, feliz de que alguien la tome en cuenta por lo que es: una señora con una obesidad mórbida y puertorriqueña, donde comer no es un crimen, no genera culpabilidad, es la razón de la existencia. Perdón: “…es la sazón de la existencia”.

Ahora, es normal, en tiempos de pandemia, considerar que la Covid 19 es un castigo de dios por nuestro mal comportamiento y que uno debe poner su granito de arena, rezando: “Por mi culpa, por mi gran culpa. Confieso ante dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Y regurgitando, pepita por pepita, los rosarios que justifican el vacío que nos han dejado los trajines de la vida social, que son los que, verdaderamente, nos convierten en gente muy ocupada, de agendas donde no cabe ni un tinto.

Al respecto de ese comportamiento de echarse la culpa, sin tenerla, empecemos por lo básico; nadie, ni siquiera Alberto Carrasquilla, peca lo suficiente para darse rejo, de esa manera, todos los domingos y días de guardar. Tan es cierto que tocó meterle, al estribillo, los pecados de pensamiento, también; eso constituye un pecado cada 56 minutos por cada mujer, 35 minutos por cada hombre, 28 minutos por cada sacerdote, 17 minutos por cada obispo,10 minutos por cada monja y 8 segundos por cada parlamentario. Sigamos con lo menos básico; confesar ante dios, vaya y venga, pero ¿quién confiesa ante los hermanos? Si eso fuera verdad el uberrimato estaría todo preso, las mafias se hubieran acabado solas y la hermandad de los masones se estaría diezmando por efectos del rumor y no del aburrimiento. Y terminemos con lo más complejo; secundando la genialidad de Ricky Martin, quien ya dio un paso adelante con la primicia de que María -apodada “la virgen” por aquello de: la misericordia- había sido nada más, ni nada menos, una madre sustituta pagada por judios disidentes para poder vender una nueva religión: la verdadera. Con una promoción de tres en uno: un hijo, un padre y un espíritu santo pero, sólo, un dios absoluto y eterno. Porque, no nos digamos mentiras, las siete palabras del sermón de Jesús, en la cruz, fueron: ¿Ustedes no saben quién es mi papá?

La realidad indica que si no fuera por la religión y la política, habría muy poco de qué echar mano para ejercitar el humor. Por supuesto que seguirían en vigencia los chistes de pastusos, pero si se empieza diciendo algo así como: “Un párroco y un senador pastusos quedan atrapados en un ascensor…” se asegura una impepinable hilaridad, de antemano.

El humor ha humillado pueblos, ha tumbado estatuas, ha destituido gobernantes y desacreditado ejecutivos hasta dejarlos en la calle. El humor ha puesto en tela de juicio principios fundamentales de la moral, ha causado actos terroristas de violencia extrema, ha desnudado a los políticos más píos y virtuosos de la historia y ha denigrado de los estamentos religiosos hasta la saciedad. Perdón: “…hasta la suciedad”.

El humor ha puesto a Sor Teresa de Calcuta, mostrando hasta el ombligo, en revistas porno-eróticas; ha echado llave al cinturón de castidad de Melania Trump cuando se encuentra con otros mandatarios; ha metido hasta 500 judios en los ceniceros de un Volkswagen; ha afirmado que: “El Corán es una mierda” porque no sirve para protegerse de las balas; y -entre muchas otras negruras- ha obligado al primer ministro del Reino Unido a tener relaciones con un cerdo, frente a las cámaras de las redes sociales del mundo entero.

Con todo y eso -oígase bien- el humor sigue y debe seguir siendo un componente sine qua non de la libertad de expresión. El día que esa sana masturbación se pierda, no habrá pandemia, ni recitaciones arrodilladas, ni arengas de plaza pública que nos socorran.

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El amor como purgante

No conozco a nadie con un entendimiento del amor. Supongo que son múltiples los factores que lo hacen indefinible y es, de pronto, en esa etérea falta de concreción que se encuentra su verdadera esencia. Por eso es un tema recurrente en las conversaciones cotidianas, porque cualquier nuevo sentido, cualquier nuevo grumo de este batido inagotable es, básicamente, un descubrimiento; como las tajadas de un ponqué universal, en la que cada una revela la más sutil variación de alguno de sus infinitos sabores.

El amor resiste la trivialidad. Los eternos corazones rojos -que ahora también vienen con los colores del arco iris- con sus manidas frases de cajón, le pueden llegar a personas para las cuales significan un flotador en medio del huracán o la certeza vital de que podemos ser melancólicos, haber fracasado en todos los intentos e inclusive haber sufrido injustamente y sin embargo merece la pena permanecer del lado contrario a la muerte. O del lado contrario a la maldad, porque es claro que nadie, en estado de enamoramiento, comete un asesinato. Un atraco, tal vez sí, pero para comprarle entradas al cine y dulces a quien se regocija con su amor.

La bondad es lo que hace popocho al amor. Es la levadura, la harina, los huevos, el azúcar, el sabor a canela o naranja rallada, y el calor constante del horno. La bondad es lo que predica el Dalai Lama, pero también Doña Ercilia, la dueña de la tienda de abarrotes, que me manda pandeyucas a domicilio y a la que una bala perdida le quitó, hace años, la capacidad de procrear. La bondad no tiene prensa, por eso pareciera que la maldad gana terreno pero ¡pamplinas! es el pegamento que nos une, que sublimamos entre dos, que mantenemos encendido en el seno del hogar y con actitud amable hacia los demás.

Amar a alguien es amar a todos los seres del planeta y me refiero a: todos, sin distingo de género, raza, nivel socio-económico y especie animal o vegetal. Se ama también el atardecer, las estrellas, los copos de nieve, la arena de la playa, el rocío, la brisa vespertina, los cinturones Gucci y el olor a tabaco. Nadie ama la sangre derramada inútilmente, ni las bacterias gastrointestinales, ni el relleno Doña Juana, ni los estragos del escorbuto, sin embargo existen mujeres y hombres de luz que claman amarlo todo, inclusive al odio mismo, al enemigo y a las formas miméticas del diablo. Ellos llevan el péndulo hasta el extremo opuesto de lo que significa dolor y guerra, y con su gesto compasivo, de Quijote o Sor Teresa de Calcuta, logran equilibrar lo que parece irreconciliable y aligerar la pugna entre los opuestos.

Espontáneo o trabajado durante años en una relación de pareja, egoísta o holístico como el Budismo tibetano impartido desde la cima del mundo, tiene, el amor, dos grandes clasificaciones: la particular y la general. “Yo amo a mi perro, pero odio al resto de los habitantes de la Tierra” o “amo todo el contenido del universo, salvo las verrugas” son afirmaciones posibles entre la cantidad de posibilidades estratosféricas de que somos capaces los seres vivos cuando hablamos del amor. ¡Vaya realidad! No importa que se trate del abundante “I love you” gringo, del romántico “je t’aime” francés o del reservado “te amo” en español, amar o no amar algo, o a alguien, es la reiterada respuesta ante cualquier valoración. Desde la minúscula división que provoca el espermatozoide cuando penetra el óvulo, hasta dios -exista o no exista- la manifestación más común que nos nace es, por exceso o por defecto: el amor.

Nos referimos, entonces, a un espacio general de la existencia. El amor existe, independientemente de los juicios del observador, entre lo más ramplón o lo más extraordinario: la cadencia con que se revuelve el café por las mañanas, el líder social que muere por intereses corruptos y cuyo último pensamiento lo dedica a quienes trató de ayudar o la estrella del rock, en concierto, que no se cansa en su afán por darle la mano a todos sus fanáticos. Ejemplos hay millones de millones y por más benevolentes, no podemos descartar el amor de los ambiciosos por acrecentar su dinero, el amor de los soberbios por ensalzar su propio ego, el amor de los psicópatas por sacrificar a sus víctimas o el amor del adicto por consumir la droga que lo está matando. El amor por el amor, cualquiera que este sea, va desde el desvarío de quienes lo cargan, a la espalda, como una maldición; el éxtasis de aquellos que lo consideran la fuerza primordial que cambia el rumbo del torrente sanguíneo y mueve montañas; o la inmediatez de quienes se lo toman como un purgante, obligatorio para tener sexo sin compromiso, para no caer en la indigencia absoluta o no desfallecer ante la tragedia.

Lo que nos lleva al problema medular del amor y es que, en su forma ideal, debería ser incondicional pero en la práctica no lo es. Nuestra humanidad está limitada -uno- por los instintos animales que aún conservamos y que nos han servido para la supervivencia: la desconfianza, la supremacía del más fuerte, el rechazo a quienes podrían convertirse en amenaza, el miedo a lo desconocido, la evasión permanente de lo que nos causa dolor y entre muchos otros: la creencia, a veces escondida pero siempre latente, de que somos mejores que otros congéneres similares a nosotros mismos. Y -dos- por las barreras de crianza y calidad de vida que de acuerdo a las circunstancias de nuestro nacimiento, nos hayan tocado en suerte.

Significa, entonces, que por instinto y gravámenes socio-económicos -principalmente- le hemos quitado al amor su utilidad de generar alivio. Te amo con la condición de que no mires, ni te acerques a otra; de que rechaces a quienes contradicen tus fundamentos; de que sigas trepando la escala social; de que no dejes de ir al gimnasio o te engordes demasiado; de que no demuestres tus debilidades; de que seas fiel hasta la muerte; de que vayas a misa los domingos y creas en lo que dice la palabra de dios; de que nunca pierdas el buen humor, ni falte el dinero, ni te salgan arrugas, ni ronques, ni eructes, ni dejes el inodoro sin soltar, ni pelos en la ducha, ni cuelgues tus brassieres en los grifos de la ducha. O sea… está bien que el amor resiste la trivialidad, pero lo que no resiste es ser trivializado.

La cultura ha dado pasos gigantes en minimizar diferencias, pero aún construimos muros; nos dejamos distanciar por la educación y la dicción del lenguaje; le tenemos aversión a los que aman la promiscuidad y huimos de quienes aman en solitario; dividimos el mundo entre quienes rompen nuestras mismas reglas y aquellos que no las rompen o rompen otras; y, lo más terrible, odiamos detalles de nosotros mismos que envidiamos en mujeres y hombres que son la representación de la sociedad de consumo, con la desventaja de que los consideramos más adecuados para el amor. De todas maneras, aunque nadie lo entiende o nadie lo desentiende de la misma manera, en cuanto a las incontables variables del amor, el péndulo oscila entre dos extremos: el de quienes, para vivir en armonía, lo incorporan a cada célula de su ser y quienes, para salir de una urgencia, se lo toman de un golpe, cada que lo necesitan.

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