
El amor como purgante
No conozco a nadie con un entendimiento del amor. Supongo que son múltiples los factores que lo hacen indefinible y es, de pronto, en esa etérea falta de concreción que se encuentra su verdadera esencia. Por eso es un tema recurrente en las conversaciones cotidianas, porque cualquier nuevo sentido, cualquier nuevo grumo de este batido inagotable es, básicamente, un descubrimiento; como las tajadas de un ponqué universal, en la que cada una revela la más sutil variación de alguno de sus infinitos sabores.
El amor resiste la trivialidad. Los eternos corazones rojos -que ahora también vienen con los colores del arco iris- con sus manidas frases de cajón, le pueden llegar a personas para las cuales significan un flotador en medio del huracán o la certeza vital de que podemos ser melancólicos, haber fracasado en todos los intentos e inclusive haber sufrido injustamente y sin embargo merece la pena permanecer del lado contrario a la muerte. O del lado contrario a la maldad, porque es claro que nadie, en estado de enamoramiento, comete un asesinato. Un atraco, tal vez sí, pero para comprarle entradas al cine y dulces a quien se regocija con su amor.
La bondad es lo que hace popocho al amor. Es la levadura, la harina, los huevos, el azúcar, el sabor a canela o naranja rallada, y el calor constante del horno. La bondad es lo que predica el Dalai Lama, pero también Doña Ercilia, la dueña de la tienda de abarrotes, que me manda pandeyucas a domicilio y a la que una bala perdida le quitó, hace años, la capacidad de procrear. La bondad no tiene prensa, por eso pareciera que la maldad gana terreno pero ¡pamplinas! es el pegamento que nos une, que sublimamos entre dos, que mantenemos encendido en el seno del hogar y con actitud amable hacia los demás.
Amar a alguien es amar a todos los seres del planeta y me refiero a: todos, sin distingo de género, raza, nivel socio-económico y especie animal o vegetal. Se ama también el atardecer, las estrellas, los copos de nieve, la arena de la playa, el rocío, la brisa vespertina, los cinturones Gucci y el olor a tabaco. Nadie ama la sangre derramada inútilmente, ni las bacterias gastrointestinales, ni el relleno Doña Juana, ni los estragos del escorbuto, sin embargo existen mujeres y hombres de luz que claman amarlo todo, inclusive al odio mismo, al enemigo y a las formas miméticas del diablo. Ellos llevan el péndulo hasta el extremo opuesto de lo que significa dolor y guerra, y con su gesto compasivo, de Quijote o Sor Teresa de Calcuta, logran equilibrar lo que parece irreconciliable y aligerar la pugna entre los opuestos.
Espontáneo o trabajado durante años en una relación de pareja, egoísta o holístico como el Budismo tibetano impartido desde la cima del mundo, tiene, el amor, dos grandes clasificaciones: la particular y la general. “Yo amo a mi perro, pero odio al resto de los habitantes de la Tierra” o “amo todo el contenido del universo, salvo las verrugas” son afirmaciones posibles entre la cantidad de posibilidades estratosféricas de que somos capaces los seres vivos cuando hablamos del amor. ¡Vaya realidad! No importa que se trate del abundante “I love you” gringo, del romántico “je t’aime” francés o del reservado “te amo” en español, amar o no amar algo, o a alguien, es la reiterada respuesta ante cualquier valoración. Desde la minúscula división que provoca el espermatozoide cuando penetra el óvulo, hasta dios -exista o no exista- la manifestación más común que nos nace es, por exceso o por defecto: el amor.
Nos referimos, entonces, a un espacio general de la existencia. El amor existe, independientemente de los juicios del observador, entre lo más ramplón o lo más extraordinario: la cadencia con que se revuelve el café por las mañanas, el líder social que muere por intereses corruptos y cuyo último pensamiento lo dedica a quienes trató de ayudar o la estrella del rock, en concierto, que no se cansa en su afán por darle la mano a todos sus fanáticos. Ejemplos hay millones de millones y por más benevolentes, no podemos descartar el amor de los ambiciosos por acrecentar su dinero, el amor de los soberbios por ensalzar su propio ego, el amor de los psicópatas por sacrificar a sus víctimas o el amor del adicto por consumir la droga que lo está matando. El amor por el amor, cualquiera que este sea, va desde el desvarío de quienes lo cargan, a la espalda, como una maldición; el éxtasis de aquellos que lo consideran la fuerza primordial que cambia el rumbo del torrente sanguíneo y mueve montañas; o la inmediatez de quienes se lo toman como un purgante, obligatorio para tener sexo sin compromiso, para no caer en la indigencia absoluta o no desfallecer ante la tragedia.
Lo que nos lleva al problema medular del amor y es que, en su forma ideal, debería ser incondicional pero en la práctica no lo es. Nuestra humanidad está limitada -uno- por los instintos animales que aún conservamos y que nos han servido para la supervivencia: la desconfianza, la supremacía del más fuerte, el rechazo a quienes podrían convertirse en amenaza, el miedo a lo desconocido, la evasión permanente de lo que nos causa dolor y entre muchos otros: la creencia, a veces escondida pero siempre latente, de que somos mejores que otros congéneres similares a nosotros mismos. Y -dos- por las barreras de crianza y calidad de vida que de acuerdo a las circunstancias de nuestro nacimiento, nos hayan tocado en suerte.
Significa, entonces, que por instinto y gravámenes socio-económicos -principalmente- le hemos quitado al amor su utilidad de generar alivio. Te amo con la condición de que no mires, ni te acerques a otra; de que rechaces a quienes contradicen tus fundamentos; de que sigas trepando la escala social; de que no dejes de ir al gimnasio o te engordes demasiado; de que no demuestres tus debilidades; de que seas fiel hasta la muerte; de que vayas a misa los domingos y creas en lo que dice la palabra de dios; de que nunca pierdas el buen humor, ni falte el dinero, ni te salgan arrugas, ni ronques, ni eructes, ni dejes el inodoro sin soltar, ni pelos en la ducha, ni cuelgues tus brassieres en los grifos de la ducha. O sea… está bien que el amor resiste la trivialidad, pero lo que no resiste es ser trivializado.
La cultura ha dado pasos gigantes en minimizar diferencias, pero aún construimos muros; nos dejamos distanciar por la educación y la dicción del lenguaje; le tenemos aversión a los que aman la promiscuidad y huimos de quienes aman en solitario; dividimos el mundo entre quienes rompen nuestras mismas reglas y aquellos que no las rompen o rompen otras; y, lo más terrible, odiamos detalles de nosotros mismos que envidiamos en mujeres y hombres que son la representación de la sociedad de consumo, con la desventaja de que los consideramos más adecuados para el amor. De todas maneras, aunque nadie lo entiende o nadie lo desentiende de la misma manera, en cuanto a las incontables variables del amor, el péndulo oscila entre dos extremos: el de quienes, para vivir en armonía, lo incorporan a cada célula de su ser y quienes, para salir de una urgencia, se lo toman de un golpe, cada que lo necesitan.
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