Global, Bogotá, Salud, Social, Cuento Fabio Lozano Uribe Global, Bogotá, Salud, Social, Cuento Fabio Lozano Uribe

Winonavirus: el último contagio

Pasada la crisis del Covid 19, se creó la Red Mars Inc, una multinacional enfocada a impulsar con urgencia el proyecto de tener una sucursal de la Tierra, en Marte. La crítica mundial seguía siendo la misma: “Por qué gastar esa absurda cantidad de recursos, cuando acabamos de comprobar que nuestros magros presupuestos en salud son el factor de mortalidad más grande, en caso de una pandemia.” ¡Bueno! También está comprobado que el ego supera, por amplio margen, la cordura y para el año 2050, instalados cómodamente, en la superficie de nuestro planeta vecino, había miles de científicos, ingenieros y arquitectos produciendo oxígeno, agua, aclimatando abejas, sembrando tomates, diseñando bulevares, cúpulas inmensas y líneas de transporte vertiginosas.

El 17 de octubre, de 2051, a las 15 horas, 32 minutos y 40 segundos, se perdió toda conexión entre el Complejo Interplanetario Red Mars Inc. y el centro espacial en Houston. Las pantallas se detuvieron en una línea color plata sobre un horizonte nocturno y un mensaje intermitente, en 14 idiomas, que decía: “No vuelvan, ustedes son nuestra única esperanza.” Desde ese momento, lo que parecía una buena idea, dejó de serlo; se convirtieron en una raza alienígena, con la misión de poblar una orbe hostil y ese no era realmente el plan. La razón de todo ese esfuerzo era secreta: se trataba de crear la primera ciudad cubierta del sistema solar, con todos los lujos y comodidades de los billonarios y súper millonarios terrícolas, pero en una atmósfera artificial descontaminada y construida a imagen y semejanza de sus mansiones, clubes y rascacielos. Un sitio al cual trasladar sus acojinados traseros, cuando nuestro planeta dejara, definitivamente, de ser azul y habitable. Mejor dicho: “El egoísmo a su máxima potencia.”

Con todo y que desde los telescopios marcianos, se veía nuestro planeta cada vez más transparente y aguamarina, nadie, en 15 años, se atrevió a volver, hasta que una mujer, piloto aeroespacial, violó las normas de seguridad y se escapó de Marte. Y lo hizo por la única razón posible: el amor; por eso aterrizó en la Plaza de Toros La Santamaría, porque su novio era bogotano y cuando ella aceptó la misión que los separaría -su contrato era apenas por dos años- se comprometieron a casarse, cuando ella volviera y dedicar sus vidas a quererse, tener hijos y envejecer juntos. Desde que entró a la atmósfera, la alertaron varias cosas que le encogieron el corazón, pero nada como los interminables campos, entre unas montañas y otras, de montículos abanderados con cruces maltrechas, puestas de afán, sin lápidas, ni nombres y los nubarrones de carroñeros, alrededor, famélicos. Era claro que el pillaje de la carne y los huesos había dejado atrás su feroz bacanal. La Tierra, sin duda, estaba en una fase de ajuste a las leyes naturales y como no vio signos de destrucción, la conclusión fue contundente: una pandemia que arrasó con los humanos. Ante esta realidad desgarradora, tuvo el buen juicio de bajarse con su traje de astronauta, con un pitillo fijado al casco que proveía, a su antojo, una compota llena de nutrientes y cuyo oxígeno presurizado debía durar algo menos de una semana. Las botas, aunque ligeras, hechas de un polímero sintético de alta resistencia, estaban diseñadas para una gravedad bastante menor, por lo que sus pasos eran lentos, pesados y el esfuerzo de caminar la obligaba a tomar largos descansos.

El alma le volvió al cuerpo cuando vio gente y pensó que no todo se había perdido; pero en la medida que se les acercó, descubrió unos seres asustadizos, con amplios sombreros, voluminosos morrales y la piel cubierta con papel de aluminio, que se apuraban entre un edificio y el otro, como acosados por una lluvia invisible. Sólo cuando entró a un centro comercial logró comprender el estado de las cosas, la justa dimensión del desastre. Se sentó en una vitrina, de un local vacío, que no tenía vidrio y al rato pasó desapercibida, como un muñeco de publicidad olvidado; hasta se podía recostar y dormir, por raticos, contra unos bloques de icopor enormes, amarrados con unas cintas amarillas, con letras rojas que decían: “Alto Riesgo Ecológico.” Los cuerpos de mujeres y hombres, alguna vez erectos y altivos, acusaban una visible inclinación hacia adelante y los más viejos tenían prominentes jorobas, causadas por el contrapeso, constante, de cargar balas de oxígeno a sus espaldas. La humanidad había perdido su capacidad pulmonar, por culpa de algún organismo contagioso, que podía, perfectamente, seguir en el aire, sin afectar a quienes habían quedado inmunes. ¡No podía ser otra cosa! Extraña paradoja, pensó: “La naturaleza ataca, desde su propio dolor.”

El porcentaje de lisiados era notable. Se dio cuenta de que los que estaban en silla de ruedas no eran, necesariamente, viejos sino personas, de todas las edades, obligadas a vivir pegadas a un respirador artificial, sujetado a un chasis debajo del asiento. Los tubos plásticos de entrada del oxígeno y de salida del dióxido de carbono eran una extensión de la tráquea: una trompa artificial que salía del cuello y había que apretar, o doblar, con los dedos para poder hablar, para poder sacar sonidos articulados que más que voz eran pitidos gangosos. Pese a todos los esfuerzos, se notaba, una oxigenación deficiente que afectaba la tonicidad muscular y la pigmentación de la piel, habiendo predominio de un población albina que huía del sol y se movía, hasta donde le era posible, por vías subterráneas. Lo único que mitigaba la situación, es que la tecnología había logrado mantenerse: el diálogo individual y grupal era, primordialmente, a través de aparatos celulares y pantallas telefónicas; los computadores personales -laptops- eran imprescindibles para desarrollar trabajos productivos; los televisores se hacían sobre medidas y los medios de comunicación tenían, todavía, el monopolio noticioso, incluidas las redes sociales.

Con todo y eso, la astronauta lloraba porque la ausencia de brillo en las miradas evidenciaba una falta de esperanza que la humanidad nunca había tenido. Y porque la distancia social se había vuelto costumbre: nadie se acercaba a nadie; no cogidas de mano, no sonrisas, ninguna cariñosa complicidad… ni siquiera entre padres e hijos. Los seres humanos se habían robotizado, parecían entes programados para sobrevivir un futuro improbable, sin dioses, sin utopías y lo más grave: sin poesía. Las visiones de Terry Gilliam, Michael Crichton, las hermanas Wachowski e Isaac Asimov, juntas. La realidad y la ciencia ficción fundidas en una película de terror, en que la única felicidad era el renacer del planeta, el reverdecimiento de la naturaleza y la libertad de los animales, por decreto, como derecho inalienable. Nos volvimos todos vegetarianos. Variedades de algas marinas y frutos rojos llenaban los supermercados y las legumbres, como proteína básica, eran machacadas artesanalmente y vendidas imitando las formas y sabores de los muslos de pollo, el mondongo, el tocino, la hamburguesa, etc… como sucedáneos de todos los hábitos alimenticios difíciles de abandonar que nos aceleraban la muerte. Los guepardos aún correteaban y se comían las gacelas, los colibríes seguían picando las flores, los tiburones eran los amos y señores del océano y a nosotros, los humanos, ante el miedo de volver a poner en peligro el medio ambiente, nos quedó el contentillo de poder consumir huevos y lácteos, siempre y cuando las gallinas y las vacas no tuvieran restricciones de movimiento, se les tratara con cariño y se les pusiera la música que más las relajara: Enya, Bach, Phillip Glass, Ella Fitzgerald o Alfredo Chocolate Armenteros, entre otros. Aunque había gallineros donde, con la música de Pink Floyd y Jethro Tull, lograban unos huevos magníficos.

Todo eso lo aprendió la astronauta, desde que abrió la escotilla de su casco y se dio cuenta de que el aire había dejado de ser mortal. Se salió de su traje y se paralizó, momentáneamente, con el júbilo de recuperar la vitalidad, pero en un mundo que, por falta de cuidado y de no haber tenido las agallas de cambiar a tiempo, sufrió una tragedia pandémica por culpa del Covid 37. Una mutación del Covid 19, que al cabo de generaciones subsecuentes, mutó a una cepa capaz de generar fibrosis pulmonar con sólo respirarlo o tener expuestos los poros de la piel. A los sobreviventes, les tocó cambiar a la fuerza. Lo fundamental fue comportarse con respeto frente a los demás seres vivos y aceptar nuestra condición de especie animal, antes que la humana; una solidaridad co-existencial que demostró lo que más sospechábamos: que las hienas se ríen de cualquier pendejada; que las cebras se pintan las rayas con pigmentos de las aceitunas negras; que las telarañas no soportan el peso de más de tres elefantes; que los pulpos siguen escribiendo a mano, se niegan a utilizar el computador; que hay hombres que se vuelven caimanes y sirenas que se meten a las piscinas; que las iguanas toman café, pero son alérgicas a la lana; que la leona es la reina de la selva; y que existe, inclusive, una zoología fantástica, recopilada por Jorge Luis Borges, hombre ciego que amaba los tigres hechos de palabras. En fin, para el año 2077 éramos, nosotros, los domesticados.

La astronauta recorrió con minucia la ciudad; su nave fue llevada a un parque de diversiones. Después de varios meses, de infructuosa búsqueda, cayó en la cuenta de que amaba a un hombre y de que ese sentimiento reparador y sublime no debería estar, necesariamente, atado a una sola persona y en la mitad de la Plaza de Bolívar, viendo cómo las ratas salían de las alcantarillas para compartir su comida con las palomas y los perros, se levantó y cogió por la Carrera Séptima, hacia el norte. Con determinación infinita, sin calcular ningún tipo de riesgos y animada por un arco iris de buenas intenciones que le salía del alma: le dio un beso a todas y cada una de las personas que encontró a su paso. Nadie rechazó su cercanía, al contrario, la reciprocidad fue inmediata, se dieron abrazos, afloraron sonrisas, se colorearon mejillas y se rescataron palabras cariñosas que muchos niños desconocían.

La astronauta, llamada Winona, se convirtió en la paciente cero de un nuevo virus; otra pandemia, cuyo contagio fue inmediato. La infección del amor se propagó a todos los países, en cuestión de unos pocos días. Los médicos buscaron la sintomatología en la poesía romántica, el cine y las telenovelas; los medios de comunicación lo llamaron, porque la originalidad también se había perdido: El winonavirus.

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Nacionales, Social, Trabajo, Gobierno, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe Nacionales, Social, Trabajo, Gobierno, Justicia, Educación Fabio Lozano Uribe

Crónica de un Paro anunciado

Si el Presidente Iván Duque se mostrara tan fuerte y decidido en el frente social, como lo ha hecho en el policivo y militar, los colombianos no le tendríamos tanta desconfianza. Y, eso, por no hablar de los frentes tributario, educativo y pensional, en que sus ministros lanzan anzuelos sin carnada, en un río tan revuelto que lo que se pesca es turbio y no resiste el más mínimo análisis de transparencia. O por no entrar en detalles del tiempo que ha perdido en cavar profundas trincheras para dispararle a los acuerdos de paz, donde él, a duras penas, oficia de soldado raso. O por no mencionar el esfuerzo desmedido por ganar indulgencias de Donald Trump, a costa de patear un avispero que es mejor dejar que se caiga solo; por aquello de que lo que está maduro, no aguanta mucho antes de podrirse y servir de alimento a la carroña.

El 21 de noviembre pasado hubo comparsas, con distintos ritmos e instrumentos autóctonos; hubo ríos de campesinos e indígenas, con sus quejas al hombro, buscando reacciones válidas y positivas del gobierno; hubo consignas de las centrales obreras pidiendo por salarios igualitarios con el costo de la vida; hubo caminantes de la tercera edad, en muletas y sillas de ruedas, lisiados por la iniquidad de sus pensiones y estuvieron -entre muchos otros actores de la injusta realidad colombiana- los restantes líderes sociales, de una matanza que los ha diezmado por centenas, clamando por una repartición de tierras digna para quienes la cultivan y la han usufructuado por generaciones. Si bien hubo disturbios y problemas graves del orden público, el Presidente de la República en ambas alocuciones, minimizó el lamento del pueblo a problemas cuyas soluciones -según él- se vienen trabajando desde los quince meses que ha durado su mandato y prometiendo continuar con unas conversaciones cuya contraparte, ya, se cansó de tanto palabrerío y quiere pasar a la acción, a la manifestación pública de las injusticias a las que se encuentra sometida.

Es absurdo sugerir que la intervención del Esmad, la Policía Nacional y el Ejército, garantizó la expresión libre de los colombianos que salieron a marchar por quejas sustentadas en la ausencia del Estado, en regiones de alta peligrosidad; por el pisoteo constante de los derechos constitucionales de libertad, orden, desarrollo de la personalidad y justicia; o por el mero descontento, pues estamos lejos de ser el país más feliz del mundo. Al contrario, los cielos de Bogotá decidieron llorar, la tarde del Paro Nacional, en virtud de que la vivencia de una muchedumbre buscando ser escuchada, defendiendo la paz, contra vándalos e intereses mezquinos, es -a grandes rasgos- un microcosmos de nuestra querida Colombia.

Lo que impresiona de los manifestantes en Bogotá, los que se concentraron en la Plaza de Bolívar, es que vinieron de todos los rincones del país. Lo que quiere decir que agregaron a sus penurias un viaje a las inmediaciones del páramo, para lograr una interlocución que, hasta el momento no se ha dado; y no se ha dado, por la sencilla razón de que ninguno de ellos: ni el paria, ni el cafetero, ni el artista, ni el amargado, ni el sindicalista, ni el estudiante, ni el ambientalista, ni el pensionado, ni nadie, han obtenido respuesta. No se han calibrado los descontentos para cuantificarlos, calificarlos y así, buscar canales de entendimiento. El Presidente todavía cree que se trata de problemas que se arreglan por decreto; desconoce, hasta el momento, que tener, a los manifestantes, al pie de la Casa de Nariño, es una oportunidad para invitarlos a la mesa y escucharlos. Me refiero a escucharlos, de verdad, hacerle el quite al oportunismo deshonroso de sus copartidarios, evitar las presiones beligerantes de quienes no reciben mermelada y volver a ser el candidato que, en mangas de camisa, se comprometió a la lucha social y al respeto por los acuerdos de paz. ¡Por ahí se empieza o se continúa, según sea el caso!

Si bien no faltaron la violencia, el miedo y la vivencia de las nuevas generaciones que evidenciaron, por primera vez, la capacidad destructiva de una sociedad pordebajeada y mantenida al margen de la seguridad y el progreso, la entraña del Paro Nacional fue pacífica y merecedora de toda la atención por parte del poder central. Las parcas reacciones del gobierno, ante los inconformes, nos pueden llevar a suponer, de pronto, que Iván Duque reconoce sus limitaciones para cumplirle a Colombia y no piensa hacer nada al respecto, sino seguir sobreaguando tres años más; y no lo escribo de mala leche sino que me pregunto: ¿Si el Paro fue anunciado porque no se prepararon respuestas más convincentes y tranquilizadores para los distintos actores de tan multitudinaria protesta? Hay que pasar de las acciones reactivas a las proactivas, so pena de que los aires de improvisación que rodean las decisiones de la Casa de Nariño sigan siendo confundidas con la falta de voluntad o, peor, con la recurrente duda: madre de todas las desconfianzas.

En el peor de los escenarios, de pronto, a Iván Duque -como a su padre putativo- lo que le conviene es la guerra; poder declarar toques de queda y conmociones interiores, a su acomodo, que distraigan la atención de la corrupción política que lo rodea -y que se niega a ver- o para sacar su agenda económica a la fuerza, tal y como Alberto Carrasquilla la tiene diseñada para amparar a los ricos y desamparar a los ya desamparados, que -al fin y al cabo- han logrado sobrevivir a la impunidad de sus explotadores, con rabietas que, afortunadamente, no pasan de blandir la única arma que conocen: la cacerola.

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Los Petrificados

Tres circunstancias marcaron las honras fúnebres de Belisario Betancur: El Ave María cantado en arameo, la misma lengua que se hablaba en Caldea cuando nació Jesús; La hábil narrativa con que el expresidente Santos terminó alabándose, a él mismo, haciendo una semblanza del fallecido, en velado paralelo con la suya; y las declaraciones de Agustín Caimán Guarachas, liberal-belisarista -de los poquísimos que quedan- y excandidato a la gobernación de Norte de Santander, quien proclamó, frente a los medios de comunicación, saliendo de la velación en la Academia de la Lengua, la creación de un nuevo partido político. “(…) conservador pero de izquierda, socialista pero de gente culta, de voces indignadas pero a la vez esperanzadas” así dijo y remató su perorata: “Se trata de un partido honesto, como no queda ningún otro en el horizonte político colombiano.”

El comunicado no pasó de ser una nota altisonante y escasa ante el marasmo de información que los noticieros trasmitieron sobre el hijo prójimo de Amagá, quien fuera precursor de los diálogos de paz con los alzados en armas y a quien le tocara, durante su gobierno, lidiar con dos de las tragedias más duras de nuestro país: la Avalancha de Armero y la Toma del Palacio de Justicia. Esta última realizada por el M-19, financiada por los narcotraficantes y la cual, habiendo dejado 98 personas muertas -incluidos 11 magistrados- y 6 personas desaparecidas, fue premiada, cuatro años después, con la amnistía de los integrantes del grupo guerrillero, cómplices de la masacre, quienes se reintegraron a la vida civil y política del país. De ese proceso y una asertiva vida pública, de más de treinta años, al servicio de las necesidades del pueblo, es que se fragua el protagonismo de Gustavo Petro Urrego, cuya discursiva social e inteligente obtuvo más de ocho millones de votos en las pasadas elecciones presidenciales.

Caimán Guarachas descontento por el poco cuidado que mostraron los periódicos, la radio y la televisión con su declaración inicial, redactó un manifiesto, lo publicó en las redes sociales y convocó a un lanzamiento de su recién creado movimiento en la Plaza de Bolívar. Sin hacerse muchas ilusiones, el día señalado se trasladó al lugar desde el mediodía y espero a los manifestantes en las escaleras del Capitolio con un altavoz de pilas, una canasta de cerveza vacía para utilizar como tarima y un sánduche de atún con huevo para contener los bajonazos de azúcar que le daban, sin falta, a las cinco de la tarde. Y para hacer un cuento largo… corto, el sánduche quedó en su envoltura de papel de aluminio, intacto, en el bolsillo de su trajinada chaqueta, porque a las cinco de la tarde la Plaza de Bolívar estaba a reventar, con gente venida de todos los rincones de nuestro territorio y pancartas que gritaban: “Petro ladrón”, “Petro bandido”, “Abajo Petro”, “Petro candidato a la Picota” y otras expresiones de lenguaje irrepetible y recocidos panfletarios. La policía rodeó la plaza para evitar imprevistos, pero la muchedumbre de manera respetuosa bajó el volumen de su clamor, durante el discurso de Caimán Guarachas, que se extendió hasta entrada la noche y que fue vitoreado y festejado como cualquier gol de la Selección Colombia.

Yo estuve esa tarde gloriosa, pero no escuché nada porque el altavoz, comprado en Pepe Ganga y cargado con baterías de segunda mano, no cumplió su cometido de cubrir más de 10 o 15 metros a la redonda. Por lo tanto, como nunca llegaron los periodistas -no se “olieron” la chiva, como dicen- sólo tengo para mis lectores un resumen del manifiesto, realizado por algún entusiasta, fotocopiado en hojas de papel mal cortadas por la mitad y repartidas como volantes, en la esquina de la Casa del Florero. Sin encabezados, ni nada, en letras de molde, dice así: “Petrificados estamos quienes votamos, coyunturalmente, por Gustavo Petro, en las pasadas elecciones presidenciales, convencidos de que hubiera sido el presidente capaz de desmontar el aparato de corrupción del Estado, alimentado desde el Congreso de la República, por senadores y representantes del Centro Democrático y Cambio Radical. Hemos presenciado boquiabiertos y desilusionados el video en que el exguerrillero recibe una gruesa suma de dinero, sobre la cual no ha dado explicación fehaciente alguna. Lo que ya no importa porque, a estas alturas, no se trata de argumentos convincentes; se trata de un lobo con piel de oveja recibiendo, en un ambiente tórrido, con una conversación en tono rastrero y salivando como un depredador frente a su presa, fajos de billetes, en bloque, recién salidos del banco. Los indignados y engañados por quien empuña de frente la “V” de la victoria, con la mano izquierda, mientras hace “pistola” con la derecha, a sus espaldas, hemos decidido emprender las cruzadas que sean necesarias para quemar cuantos rabos de paja sigan mancillando el poder democrático de nuestra amada Colombia.”

Seguir apoyando a Gustavo Petro, como contrapeso a la ignominia de la corrupción, más que una paradoja es una contradicción, más que una contradicción es un peligro. Al creciente grupo que debe mermar, sin duda, el caudal electoral de las izquierdas, ha dado en bien llamarse: Los Petrificados y con ese nombre, en los próximos días, van a crear, de la mano con Agustín Caimán Guarachas, un partido político que sea, de verdad, honesto, transparente y humano.

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Racatapún Chin Chin

El coronel Uriel Oviedo fue el primero en determinar el peligro. “¡Sembraron la Plaza de Bolívar de minas quiebrapatas!” exclamó, después de que un burro, un vendedor de perros calientes y un grupo de tres niñas, camino del colegio, volaran por los aires. Veinte minutos más tarde, cuando el perímetro se encontraba acordonado, dos incrédulos ciclistas traspasaron las cintas y las señales preventivas, desoyeron los pitos y los gritos de la policía y cuando se pensó que iban a llegar al otro lado, con tres metros y medio segundo de diferencia, sus cuerpos quedaron desmembrados por descargas explosivas brotadas del piso como un chorro instantáneo de fuego.

En Cuba, la dirigencia de las Farc, apoltronada frente a los medios de comunicación, aun con los mondadientes de después del desayuno, en la boca y luciendo distintos colores de camisetas Lacoste, lamentaron el suceso y señalaron al Comando Polvorete –su enemigo consuetudinario– de ser los culpables de tal afrenta a los diálogos de paz. “Esos hijueputas, lo que quieren es jodernos” le dijo, uno de ellos, a Humberto de la Calle Lombana, en privado. Éste último, con su intuición de sabueso, pensó que si bien las fuerzas contrarias al proceso estaban, ahora sí, dispuestas a jugársela toda para que las conversaciones en La Habana fracasaran, había que sopesar otras posibilidades más sombrías.

Tres días después, el presidente Santos, aterrizó en El Dorado, dando fin a una maratónica gira por los países de la cuenca del Pacífico y lo primero que hizo fue visitar la Plaza de Bolívar –que le quedaba en el camino– en compañía del coronel Oviedo. Se pararon junto a las columnas del Capitolio y la visión fue desoladora: los restos mortales fueron recogidos por una grúa con brazos de cincuenta metros, pero la sangre no había podido ser limpiada; la basura se acumulaba a los pies del Libertador y las palomas caminaban, cejijuntas, a sus anchas, pues su peso es inocuo para el efecto de hacer estallar alguna bomba. El presidente se molestó ante la inercia del Estado, pues era poco o nada lo que se había hecho en el intento por desminar el área, pero el coronel le explicó que ya había una comisión de científicos y militares, dilucidando la forma de hacerlo. Lo más grave es que como ninguna organización delictiva salió a declarar la autoría del hecho, pues veladamente los periódicos y las revistas semanales fieles al gobierno, fueron vendiendo la idea de que el Comando Polvorete estaba detrás del asunto, al tiempo que rescataban las fotos –publicadas mil veces– del expresidente Uribe mirándole los genitales a un caballo, en compañía de Yadiro Polvorete Fosca, alias “Verruga”. Lo único cierto es que, fueran quienes fueran los culpables, no se podía declarar una paz concertada mientras el centro neurálgico de la capital colombiana estuviera agónico con ese sarampión de explosivos, a punto de estallar, frente a la Alcaldía, el Palacio de Justicia, el Capitolio, el Arzopispado, la Catedral Primada y a una cuadra de la Casa de Nariño.

Los citadinos sufrimos en carne propia la inseguridad con que se camina en el campo, porque el fenómeno se replicó, en menor escala, en algunos parques, ciclovías y centros comerciales. Una marca reconocida de prótesis articulares, abrió sucursal en Bogotá y el libro más vendido fue el de “La utopía del desminado” escrito por el serbio Borislav Maranko que explica, de forma sencilla y cuidadosa, que el compromiso de desmantelar los campos minados por grupos al margen de la ley no pasa de ser un contentillo sobre el cual no tienen mayor control. El libro, basado en la experiencia de grupos como los Tupamaros en Uruguay, los Kmer Rojos en Cambodia y el Frente Polisario en Sahara Occidental, entre otros, que prometieron lo mismo que, ahora, prometen las Farc, reunidas en Cuba, tiene, en su página 54, el siguiente fragmento: “[…] los mapas de localización de las minas (entregados por los alzados en armas) son generalmente hechos a posteriori, por lo tanto ineficaces; los equipos sonares o de rayos gamma, son poco confiables porque detectan una mina por cada cinco acumulaciones de desechos orgánicos varios; las técnicas químicas que identifican el nitrato de amonio funcionan pero sólo a escasos centímetros de la mina, lo que las hace altamente peligrosas; el mejor método sigue siendo el más popularizado: pasar, varias veces, manadas de jabalíes, o animales no-domésticos similares, por los campos demarcados. Desafortunadamente, en grandes extensiones de bosque, o selva, una vez se declara el área fuera de peligro, siempre ocurren tragedias por causa de las pocas minas que no fueron ubicadas. […]”

A tres semanas de las primeras explosiones, la principal plaza de Colombia sigue sembrada de minas quiebrapatas, pero ya está en curso una licitación para quitarlas, un consorcio afgano-iraní es el más opcionado en la puja. El expresidente Uribe, en rueda de prensa, asevera tener pruebas de que las minas pertenecen y fueron puestas por las Farc y acusa al presidente Santos de tener conocimiento al respecto. Hoy, el diario de mayor circulación nacional titula, en primera página: “Uribe echa su polvorete y se sacude”.


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