
Un virus con corona
El Covid 19 podría ser un simulacro del apocalipsis. Un hombre, Juan, en la isla de Patmos, tuvo las revelaciones del fin del mundo y en su descripción escrita -que cierra el nuevo testamento- menciona a la bestia y las mortíferas y repugnantes atrocidades que escupen sus entrañas; pero nada se dice sobre un ejército de micro-partículas infecciosas, con forma de papa criolla y puntas espigadas a su alrededor, en forma de corona. Falta de imaginación, por parte de los redactores de la Biblia, con todo y que, para las primeras centurias, después de cristo, la humanidad ya había conocido plagas y pestes indomables y arrasadoras. Para los profetas hubiera sido novedoso un enemigo silencioso que no se manifestara con vómito negro, llagas o pústulas purulentas, y que en su forma más letal ataca las vías respiratorias hasta taponar los alvéolos, causar asfixia y producir fibrosis: quistes, como termitas, que dejan los pulmones como a una coladera. La verdad es que avizorar un fin del mundo sin un dramatismo sangriento, un caos torturante y acompañado de la destrucción masiva de la raza humana y todo lo que, ésta, ha construido, no es tan atractivo para manipular a los incautos que se definen, a si mismos, como: “Temerosos de dios.”
Tan incongruente ha sido el Coronavirus, con los textos bíblicos, que las iglesias decidieron cerrar sus puertas, ante la inutilidad de la oración, del sermón o la eucaristía para luchar contra una amenaza más contagiosa que la fe y más invisible que el espíritu santo. También se trata de una medida sanitaria, por supuesto, para no aglomerar tanto estornudo que vaya a contaminar los altares, lo que nos lleva a una pregunta válida: ¿que pasó con los san franciscos de Asís que salían a socorrer a los leprosos, sin importarles el contagio?
Este virus es una señal de alarma que nos obliga a redireccionar nuestra misión como seres humanos y a enfrentar, de una vez por todas, los tres grandes flagelos de la humanidad: la religión, la política y la acumulación del dinero, como prácticas insanas y mezquinas.
No podemos seguir creyendo que existe un dios tan inverosímil que nos exculpa con el sólo arrepentimiento; que reparte la misma ostia, los mismos rezos y la misma absolución de confesionario tanto para asesinos, violadores y secuestradores, como para inocentes monjitas que se avergüezan con las distracciones del clítoris.
No podemos seguir confiando la suerte de la democracia a mujeres y hombres que piensan primero en su bienestar personal, que en el prójimo al que, por juramento y discursos de plaza pública, prometen cuidar y defender.
Y, no podemos seguir comiéndonos el cuento de que las bondades del capitalismo, van de la mano con la posibilidad de ser más ricos que el Rey Midas y aprender sus mañas para convertir lo inmoral, en moral; comprar conciencias y pagar por el amor y la alabanza.
La historia no se cansa de construir pedestales para quienes, en sus delirios, se han sentido y actuado como dioses. Hombres que han caminado descalzos sobre monedas de oro; que han utilizado la cruz para colgar y dejar desangrar los cuerpos de sus enemigos; y, lo más grave, que se han otorgado, a sí mismos, la potestad para decidir entre la vida y la muerte. Herodes, Augusto, Calígula, Qin Shi Huang, Akbar I, Tamerlán, William El Conquistador, Pedro El Grande, Hernán Cortés, Louis XIV, Getulio Vargas, Idi Amín Dadá, Muamar Gaddafi… la lista es absurdamente larga y se trata de líderes todopoderosos cuyo trastorno en común es que, con sólo apretar el puño, han ostentado a su albedrío los tres poderes: la fe, la ley y la riqueza.
Ellos son el verdadero virus que ha mutado, hoy, en los albores del tercer milenio, a seres menos conspicuos, pero más ambiciosos, expertos en abarcar y apretar al mismo tiempo, envidiosos con quienes les llevan la delantera en los rankings de la revista Fortune, escondidos en la falsa filantropía -con contadas excepciones- abusadores sin escrúpulos de sus congéneres y convencidos de que el cielo y un penthouse, en Park Avenue, son la misma cosa. En este momento calculan cómo ayudar en esta pandemia -para evitar el escarnio público- pero sin descapitalizarse y como estrategia publicitaria para darle brillo a un altruismo, de mendrugos, que no amenace el fundamento de sus inflados egos.
El mundo ya no es viable, si alguna vez lo fue. No puede seguir funcionando, así, porque no es equitativo, ni justo y menos aún: humano.
Hoy, reina el Covid 19 y la crisis que está causando es beneficiosa para el planeta. Los niveles de contaminación han bajado, la capa de ozono se ha fortalecido, los árboles sonríen, los ríos corren con algarabía por sus cauces, los diferendos entre países están en pausa y, entre muchas otras bienaventuranzas, la humanidad se está tomando un merecido descanso para pensar en la importancia de lo cotidiano y, principalmente, para repensar el futuro. El Coronavirus nos obliga a agachar la cabeza, a reconocer la maternidad de la naturaleza y pedirle disculpas por los desacatos e intromisiones que le han robado el equilibrio y la armonía. Alguna vez fuimos sus aliados, como cualquier leopardo, como cualquier palmera o grano de arena; ahora, nuestra especie bípeda, de gran cabeza y dedo oponible, ha exacerbado su cuestionable dominio, al punto de que ya nadie se encuentra a salvo.
El conocimiento, el trabajo y la experiencia deben ser remunerados de forma justa y de forma justa el remanente de riqueza debe ser redistribuido y dedicado a evitar el hambre, a enseñar labores útiles, a mermar la explosión demográfica, a reforestar cuanto peladero hemos dejado en el desahucio y, entre miles de esfuerzos más, a privilegiar la salud, la educación y todo lo que nos salvaguarda como seres humanos, antes que seguir alimentando el cúmulo de arsenales, vigilantes y activos, con la increíble capacidad de destruir la Tierra 500 veces. Cosa absurda, porque con morir, todos, una sola vez, es suficiente; el presupuesto de las 499 veces restantes es el que necesitamos para invertir en la vida, cuyo valor, así se tratara de la última cucaracha sobreviviente del holocausto nuclear, es superior al de la muerte.
En resumen, todo lo logrado por la ciencia y la cultura debe ser extensivo a los reinos vegetal, animal y mineral y dedicado amorosamente a nuestro planeta, que aunque pequeño, al lado de Júpiter o Neptuno, ínfimo frente a la Vía Láctea y casi invisible comparado con otras galaxias cercanas o distantes, es nuestro único y verdadero universo. Este virus, que nos ataca, muere al contacto con cualquier jabón de lavar platos. Viene con corona, por eso goza de cierta nobleza, pero ¿qué pasará cuando tenga la forma de Medusa y salgan de sus orificios capilares lenguas de fuego, acompañadas de movimientos telúricos, diluvios torrenciales, ríos de lava y ciclones que barran con todo?
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