
El ombligo de Sor Teresa de Calcuta
Hay personas que creen que para acercarse a la divinidad, a las élites del nirvana, y volverse un ser de luz, hay que dejar lo mundano, alejarse de la trivialidad y aprender a reirse sólo de chistes higiénicos, que no se refieran a nadie por alguna condición desventajosa; lo que deja sólo los frívolos repentismos de redes sociales que se devuelven con un “Ja” un “Jajajá” o una carita feliz.
Arriesgo, entonces, a demostrar que el humor no tiene raza, credo, ni partido político y que considerarlo como algo pueril y cochambroso es una equivocación. Sobre todo porque nuestra cultura y crianza han puesto, al frente nuestro, un cultivo interminable de papayas: veneramos a un dios que dice ser “humilde”, pero al que debemos alabar arrodillados y pedirle purificación comiendo una oblea, sin arequipe; y a quienes representan nuestros intereses democráticos, debemos llamarlos “padres de la patria” pero se comportan como unos vástagos de Mesalina, cuando nos entregan -con grandes sonrisas- las moronas de lo que se reparten en el opíparo submundo del despílfarro público.
Una gorda entra a una panadería, pide 50 roscones y el tendero le dice: ¿Sólo 50, si a usted le caben como 100? Unas personas que están desayunando -de esas que comen huevo tibio con una cucharita- se molestan con el tendero, comentan su rudeza, su falta de tacto y lo llaman -en voz baja- irrespetuoso y toda clase de adjetivos odiosos, incluido “racista” porque la señora gorda es un tanto atezada. Mientras tanto ella y el tendero, se ríen a carcajadas. Están envueltos, ambos, en ese momento irrepetible de felicidad que es: la risa compartida, la que nos revive la corriente sanguínea y nos reivindica, por un breve lapso, con la vida. Los comensales, incomodados, se van; consideran el suceso como un atropello, una burla -el jugo de naranja se les agria en las barrigas- y eso que no oyeron la respuesta: “100 es demasiado, pero deme 75 y una Coca Cola de dieta” dice la gorda, feliz de que alguien la tome en cuenta por lo que es: una señora con una obesidad mórbida y puertorriqueña, donde comer no es un crimen, no genera culpabilidad, es la razón de la existencia. Perdón: “…es la sazón de la existencia”.
Ahora, es normal, en tiempos de pandemia, considerar que la Covid 19 es un castigo de dios por nuestro mal comportamiento y que uno debe poner su granito de arena, rezando: “Por mi culpa, por mi gran culpa. Confieso ante dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” Y regurgitando, pepita por pepita, los rosarios que justifican el vacío que nos han dejado los trajines de la vida social, que son los que, verdaderamente, nos convierten en gente muy ocupada, de agendas donde no cabe ni un tinto.
Al respecto de ese comportamiento de echarse la culpa, sin tenerla, empecemos por lo básico; nadie, ni siquiera Alberto Carrasquilla, peca lo suficiente para darse rejo, de esa manera, todos los domingos y días de guardar. Tan es cierto que tocó meterle, al estribillo, los pecados de pensamiento, también; eso constituye un pecado cada 56 minutos por cada mujer, 35 minutos por cada hombre, 28 minutos por cada sacerdote, 17 minutos por cada obispo,10 minutos por cada monja y 8 segundos por cada parlamentario. Sigamos con lo menos básico; confesar ante dios, vaya y venga, pero ¿quién confiesa ante los hermanos? Si eso fuera verdad el uberrimato estaría todo preso, las mafias se hubieran acabado solas y la hermandad de los masones se estaría diezmando por efectos del rumor y no del aburrimiento. Y terminemos con lo más complejo; secundando la genialidad de Ricky Martin, quien ya dio un paso adelante con la primicia de que María -apodada “la virgen” por aquello de: la misericordia- había sido nada más, ni nada menos, una madre sustituta pagada por judios disidentes para poder vender una nueva religión: la verdadera. Con una promoción de tres en uno: un hijo, un padre y un espíritu santo pero, sólo, un dios absoluto y eterno. Porque, no nos digamos mentiras, las siete palabras del sermón de Jesús, en la cruz, fueron: ¿Ustedes no saben quién es mi papá?
La realidad indica que si no fuera por la religión y la política, habría muy poco de qué echar mano para ejercitar el humor. Por supuesto que seguirían en vigencia los chistes de pastusos, pero si se empieza diciendo algo así como: “Un párroco y un senador pastusos quedan atrapados en un ascensor…” se asegura una impepinable hilaridad, de antemano.
El humor ha humillado pueblos, ha tumbado estatuas, ha destituido gobernantes y desacreditado ejecutivos hasta dejarlos en la calle. El humor ha puesto en tela de juicio principios fundamentales de la moral, ha causado actos terroristas de violencia extrema, ha desnudado a los políticos más píos y virtuosos de la historia y ha denigrado de los estamentos religiosos hasta la saciedad. Perdón: “…hasta la suciedad”.
El humor ha puesto a Sor Teresa de Calcuta, mostrando hasta el ombligo, en revistas porno-eróticas; ha echado llave al cinturón de castidad de Melania Trump cuando se encuentra con otros mandatarios; ha metido hasta 500 judios en los ceniceros de un Volkswagen; ha afirmado que: “El Corán es una mierda” porque no sirve para protegerse de las balas; y -entre muchas otras negruras- ha obligado al primer ministro del Reino Unido a tener relaciones con un cerdo, frente a las cámaras de las redes sociales del mundo entero.
Con todo y eso -oígase bien- el humor sigue y debe seguir siendo un componente sine qua non de la libertad de expresión. El día que esa sana masturbación se pierda, no habrá pandemia, ni recitaciones arrodilladas, ni arengas de plaza pública que nos socorran.
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