Nacionales, Gobierno, Justicia, Política, Social Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Justicia, Política, Social Fabio Lozano Uribe

Samuel Nule Uribito

Su padre era poderoso, su madre aristocrática y su abuelo fue durante 30 años el verdadero dueño del país, mientras la banda presidencial se la intercambiaban entre sus esbirros al vaivén de los clamores electorales más diversos. A nadie de su estirpe le habían expedido nunca una orden de captura, pero una anomalía del destino lo tiene “tras las rejas” en un casino de oficiales de alto rango. Le dieron el club por cárcel, dicen los más agrios críticos de su gestión administrativa, en uno de los cargos más encumbrados del poder ejecutivo de una república cualquiera, que como Colombia, se persigna frente al Sagrado Corazón pero busca, a toda costa, la bendición de los Estados Unidos.

Costeño por lo Nule y paisa por lo Uribito, Samuel se pasó la vida entre la procrastinación y las ganas de trabajar. Sin embargo, si pegaba un moco en la pared, era el moco mejor puesto del mundo entero, alabado por todos, enaltecido por los más lúcidos y elevado, por decreto, a patrimonio cultural de la nación. Sacó buenas notas en el colegio y la universidad gracias a que sus padres eran benefactores de las instituciones que lo vieron crecer y hacerse lo suficientemente hombrecito para señalar con el dedo y pedir cosas y favores a su antojo. No aprendió mucho más. Sus exigencias, al principio, eran las normales de un muchacho proclive al consentimiento, pero se fueron volviendo violatorias del código penal en tal medida que, hoy, se encuentra custodiado por el ejército y esperando un juicio por enriquecimiento ilícito que –valga sea decirlo– es el menor de sus delitos.

Lo más curioso es que no se le ve realmente triste. Cuando la prensa le saca fotos de visitas familiares o tomándole la mano a su esposa, por supuesto que lagrimea y lanza un gesto de vulnerabilidad mil veces practicado frente al espejo; pero se le siente transpirar una confianza inexplicable. En cada requisa le sacan de su sitio de reclusión toda clase de divertimentos digitales, revistas pornográficas, menús de restaurantes “gourmet”, cuentas de televisión satelital, licor, recetas médicas, inclusive le encontraron detrás del clóset una mesa plegable de póquer, cartas usadas y ficheros. Cuando pueden, ciertos medios destacan una sobriedad inexistente; titulan con expresiones como “reposo intelectual” o “periodo sabático” y mencionan palabras como yoga, estudio y literatura. Una cámara indiscreta lo cogió dándole plata en efectivo a una pálida y voluptuosa rubia, y no faltaron editoriales que, al otro día, lo describieron como un políglota tomando clases de sueco.

Ronda, entonces, la pregunta: ¿Por qué tan fresco? Por bien que le vaya: sus hijos tendrán ya la mácula del ratero; su reputación será la misma de cualquier malnacido, deshonesto y débil de carácter; su nombre aparecerá en Google al tiempo con el de los narcotraficantes más buscados; su historia, a la postre, será más recordada que las victorias y logros de sus antepasados, cada que lo mencionen será para compararlo con algún criminal o para señalar una corrupción tan profunda y corrosiva que a alguien de tan ilustre cuna le pareció, de alguna manera, “normal” acrecentar su fortuna con recursos ajenos.

Lo otro, es que las familias influyentes de las repúblicas bananeras funcionan como la realeza. No tanto porque dispongan de una corte interminable de pajes y bufones, si no porque se convencen de que su poder emana de dios; y como reinan a su antojo como centro de un microcosmos alfombrado de rojo en el que todos se comportan como puticas, dispuestos a entregar cualquier cosa, o asumir cualquier posición, a cambio de dinero, pues cada soborno, cada prevaricato, o cada abuso verbal, sexual o humano, que va quedando impune se constituye en una constancia más de su divinidad. Por eso, cuando van a parar a la cárcel, donde por obra –literal– “del espíritu santo” son separados de los delincuentes comunes y alejados de los barrotes y las sudaderas rayadas, lo que reciben es una prueba más de su intocabilidad; y si a esto se le suma una cuenta de unos cuantos millones de dólares en las islas caimán –libre de los compromisos y las cortapisas de su herencia familiar y política– es entendible que estén dispuestos al cautiverio y al cerco de la prensa, pues la posibilidad de una condena corta a cambio de una vida posterior, a sus anchas, lo justifica. El presente, en la cárcel, no deja de ser fastidioso pero es perfectamente soportable, pues al fin y al cabo la actividad a la que se ven abocados no dista mucho de lo que han hecho siempre: nada. Ven, entonces, pasar las horas mientras piensan en un exilio futuro; en Miami, seguramente, pues –como dicen– es mejor ser boca de ratón que cabeza decapitada de león.

La realidad escueta es que Samuel Nule Uribito se ha quedado solo. Lleva tanto tiempo llamando amigos a sus secuaces que los de verdad son, apenas, un recuerdo difuso de la adolescencia, o cuando jugaban, de pantalón corto, a policías y ladrones. Lleva tanto tiempo llenando de lujos a su mujer para acallar su conciencia que la confunde, en sus fantasías cortesanas, con las piernilargas que le cobran de frente por algo de tibieza y el reconocimiento, a gritos, de su hombría. Lleva tanto tiempo enriqueciendo a quienes gravitan a su alrededor que, ahora, sin poder untarles la mano por más tiempo, lo más seguro es que se volteen en su contra: de esa jauría, como siempre, los mandos medios serán los que paguen las mayores condenas, los políticos los que queden en la picota pública y los abogados los que se salgan con la suya.

No importa el país, samueles nules uribitos hay en todos lados. Nacen con la plata y los apellidos –o uno de los dos– par hacer en su vida algo importante por la comunidad. Estudian derecho, en su mayoría, donde se les estimula a trabajar y romperse las vestiduras por el bien común; donde aprenden sobre antepasados que fueron más allá, que sacrificaron sus vidas por los demás, por la libertad, por la justicia, por la democracia y otros principios maravillosos. Maman de su crianza esa noción de que nada les puede ser negado y de que nada les falta porque todo lo tienen y ahí, precisamente ahí, pierden la conexión con la realidad: su zona de confort se supedita a la cantidad de dinero que se necesita para conservarla, mejorarla y mantenerla trepada en la estratosfera por encima de todos; y a eso se dedican: a cuidar un nivel socio-económico tan afortunado que es, en últimas, lo que los define.

Con todo y eso, nuestro Samuel Nule Uribito –o sea, el de esta historia– no podría vivir sin la envidia que le tienen los demás: de ésta es que se alimenta, ésta es realmente la argamasa que soporta la piedra de su pedestal. Él sabe que, a la postre, lo que importa es la plata y que todo se puede perder, hasta la dignidad, pero no la plata, ni, por consiguiente, la gente que los alaba por tenerla, ni los oportunistas que, sintonizados con esta misma visión, manifiestan la misma reverente admiración por el evasor fiscal, que por el prevaricador, el narcotraficante, el estafador o el guerrillero. Hampón es el que se queda sin cinco, el que roba porque tiene hambre, el que mata por encargo, el que secuestra para una organización o el que viola porque está enfermo; los autores intelectuales, los que mueven los hilos del titiritero, son delincuentes de cuello blanco que, como Samuel Nule Uribito, se acogen a sentencias anticipadas y, en su mayoría, salen libres con relativa facilidad para dedicarle el resto de la vida a limpiar su nombre con el mismo desmanchador que usan, en casa, para sus camisas almidonadas.

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