
La cruz de Dilan
El primer sorprendido con la muerte de Dilan, debió ser el mismo Dilan. Tuvo pocos segundos para barajar, en su cabeza, cientos de hipótesis que explicaran las razones por las cuales lo estaban atacando y no encontró ninguna. De la misma manera, su agresor, todavía se debe estar preguntando las razones por las cuales terminó matando a un estudiante inocente y también, es posible, que no encuentre ninguna. Sin embargo, ante el hecho, somos muchos los que pretendemos tener una explicación y más que eso, señalamos culpables a diestra y siniestra como buscando, en nuestro fuero interno, una reivindicación del libre derecho a manifestar nuestras quejas y por el otro lado la obligación del Estado a defendernos del vandalismo y la violencia. El problema del momento aciago que estamos viviendo, desde el Paro Nacional del 21 de noviembre, es, precisamente, ese: que cada colombiano engendra, en sí mismo, una contradicción; lo que lleva a la incertidumbre y se vuelve exponencial la capacidad de creer en noticias falsas.
Por eso, lo que se diga de Dilan, de ahora en adelante, entra dentro del plano de la más absoluta subjetividad. Algunos, los más benévolos, dirán que su nombre será un símbolo imperecedero de la lucha contra la opresión, como la del hombre aquel que se paró, en Beijing, frente a los tanques que invadieron Tiananmen Square. Otros, los más religiosos, elevarán letanías a dios, nuestro señor, por su alma y encontrarán que su sacrificio no fue en vano; que, de alguna manera, su muerte lo convierte en un ángel protector de quienes alzan su voz para clamar por el cese de la injusticia y el respeto a los compromisos del gobierno con los colombianos. Los más asustados, o sea quienes le temen a la fuerza de la civilidad, a la rebelión de los desfavorecidos, buscarán en el pasado del héroe, cualquier inconsistencia, cualquier falta, cualquier ligereza, con tal de bajarlo de su pedestal y enlodarlo con la invención de una pandilla de violadores de la moral o de una conspiración para poner grafitis satánicos en las columnas del Capitolio. Y están los indignados, que son los más peligrosos, porque dirán o pensarán: “¿Quién le manda meterse con la autoridad?” dejando, así, constancia de su propia sumisión, de su consentimiento a que la democracia son las instituciones y no, como su nombre lo indica: el mandato del pueblo.
Dilan representa -con su abrupta muerte- a todos los jóvenes de Colombia que, desde temprana edad, intuyen los desajustes de nuestro sistema económico, la marrullería de nuestros políticos y el escaso futuro de quienes trabajan. Se trata de otro estudiante incomprendido, caído en la mitad de una guerra sucia, entre las tres cabezas del poder público: Santos, Petro y Uribe, adictos a mandar, solícitos y rendidos de rodillas ante un mismo dios: el dinero, manipuladores de circunstancias y con idearios cuya resonancia es inversamente proporcional a la verdad de sus intenciones. Con un discurso similar que es, en sí mismo, un contrasentido: porque cuando dicen “paz” es “guerra”; cuando dicen “honestidad” es “corrupción”; cuando dicen “cárcel” es “casa”; y, cuando sonríen, en realidad están pasando el trago amargo de no poder instaurar una dinastía que lleve su apellido hasta el final de los tiempos. Todos son culpables, menos ellos; la guerrilla, los disidentes del acuerdo de paz, los cubanos, los grupos económicos, los venezolanos, los narcotraficantes, los periodistas, los medios de comunicación, el cartel de Sinaloa, los ciudadanos-sin-miedo, todos, absolutamente todos, menos ellos y los Estados Unidos, mientras sigan girando millones de dólares a costa de nuestro ecosistema y sigan siendo nuestro escudo protector contra la barbarie venezolana. Si estuviéramos en Roma, ya hubiéramos declarado un triunvirato: Uribe, en Antioquia y el Eje Cafetero; Santos, en Bogotá y sus alrededores; y Petro, en la costa; el resto repartido entre generales de alto rango, cuyo oficio seguiría siendo el mismo: protegernos, hasta donde les es posible, de nosotros mismos.
Queda, entonces, la pregunta en el aire: ¿Quién mató a Dilan Cruz? Y la respuesta más acertada seguirá siendo: la pobreza, la física y la social. La primera es una vivencia epidérmica, aliviada, sólamente, por el cumplimiento de las políticas en salud y bienestar; y, la segunda es una vivencia racional que resulta de constatar que son los poderosos quienes viven mejor, quienes gozan de mayor libertad y quienes logran salirse con la suya. Se debe explicar a las hijas e hijos de Colombia, desde el colegio, que el poder es como la droga y que genera actitudes encontradas, de los que lo quieren porque no lo han tenido o quieren más, de los que lo necesitan para evitar los efectos del síndrome de abstinencia y de los que creen que no lo han perdido y están convencidos de que su legado sigue vigente. Ante esta realidad, son los estudiantes, los que cargan la cruz de Dilan; sus abanderados, los menos contaminados, con la convicción y el conocimiento de que es la fuerza de las masas, como recurso pacífico y fundamentado, la que puede lograr los cambios conducentes a que sean mejores las generaciones venideras.
Entonces, incumplirle a los jóvenes es peor que atacarlos, con la fuerza del ESMAD o de la policía, porque su espíritu libertario está latente y no miden las consecuencias; con el agravante de que sienten, en carne propia, las dificultades de sus familias y de su entorno. Y ahí es donde empieza el circulo vicioso porque se convencen, paradójicamente, de que lo que necesitan es: poder y empiezan a ejercerlo en la calle, que es donde se entra en contacto, de primera mano, con todos los vicios.
Trump: el payaso que se quitó la nariz
Es una necedad, la de criticar a Trump a ultranza, sin darle, por lo menos, el beneficio de la duda. La democracia es una obra humana y como tal contempla, como una de sus fortalezas, que no siempre gobiernen los mismos y que las diversas facciones de una nación se turnen en el poder. Quienes están asustados por las arbitrariedades de Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos es porque no tienen fe en su sistema político y eso es lo realmente grave. Si un payaso que nos ha entretenido, durante un año y medio largo, logra desarrollar e implementar la mayoría de las incongruencias que propuso para hacerse elegir pues: “apaguen y váyanse”.
Además -la de los necios- se trata de una crítica rabiosa, del tipo que pierde fácilmente su objetividad. Los demócratas, que se consideran, ellos mismos, inteligentes y moderados incurren ahora en generalidades sin fundamento y terminan diciendo falsedades, de a peso, como que ya no queda gente decente en Washington, que la familia Trump hace parte del crimen organizado o que los cargos más importantes han sido adjudicados a personas que sólo persiguen su bienestar y no el del común de la gente. Es como si Donald Trump para congraciarse con quienes no votaron por él hubiera debido nombrar gente menos reaccionaria o de derecha, siendo que su campaña no giró, precisamente, alrededor de la mesura y el equilibrio; eso hubiera sido un engaño a sus electores y aunque un presidente se debe a la nación entera, debe respetar los designios de quienes lo eligieron. Trump tendrá que moderarse pero por efecto del enfrentamiento sistémico con el Congreso, la Procuraduría y la Corte y no como resultado del señalamiento desesperado de quienes no resisten un cambio tan drástico, de quienes piensan que cualquier política en contrario a su pensamiento es un retroceso.
No sobra pensar positivo; la elección de Trump es, antes que todo, la oportunidad para acelerar las transformaciones que necesita la principal potencia del mundo occidental y corregir las falencias del partido demócrata. Las primeras, son las derivadas del capitalismo: pareciera que la promesa de tener más plata en el bolsillo es más importante que la educación o la salud, la diplomacia o los esfuerzos por salvar el planeta, porque lo cierto es que los Estados Unidos propenden por priorizar la riqueza, la obtención de capital y el mismo Donald Trump es verdaderamente un ejemplo a seguir en ese sentido. Los gringos han construido una ideología en torno a un desueto American Dream que, hoy por hoy, se traduce en la obtención de dinero, por encima de cualquier otro ánimo intelectual, espiritual o altruista. Las segundas, son consecuencia de haber escogido como alternativa, en el tono y los mensajes de la campaña electoral, la de rebajarse al mismo nivel procaz e injurioso de la contraparte, lo que le hizo un contrapeso innecesario al carisma y al honroso liderazgo de Barack Obama. Pasar de un presidente transparente, en todo sentido, a una candidata con varios rabos de paja fue un error inconcebible y crucial, que un candidato con menos asuntos que ocultar hubiera subsanado.
A estas alturas, satanizar a Donald Trump es contraproducente porque el descontento no puede ser la semilla del odio. Seguir polarizando al país es reproducir y multiplicar las razones por las cuales muchas civilizaciones y naciones, a lo largo de la historia, han caído en la guerra civil previo a su desmoronamiento. “Dividámonos y nos vencerán” podría decirse al respecto de esta nueva guerra fría que arranca con China, la que continúa con la solapada Rusia y las muchas otras subvencionadas y a punta de serlo por cuenta del norte de América. Las diferencias internas, entre nacionales, pasaron de los argumentos, a los insultos, a los brotes de violencia, en los últimos 18 meses y con la posesión del nuevo presidente no han cesado. Muchas democracias han resistido peores megalómanos que Donald Trump, pero aquellas que han sucumbido ante la desmoralización social y a la intolerancia han perdido su puesto en la historia y eso sería fatal para los Estados Unidos. ¿A menos que quisieran que, en un par de generaciones, los jóvenes, desde Maryland a California, se estén rasgando los ojos, quirúrgicamente, para estar a la moda?
Que un payaso se quite la nariz es grave porque cuando las tonterías deben ser tomadas en serio, se dan pasos en falso y hacia atrás; pero se trata de los traspiés normales de la historia, los que invitan a recapacitar y a mejorar, los que evidencian los problemas urgentes y la forma de corregirlos. El emperador Qin Shi Huang también fue declarado loco cuando proyectó la Muralla China -por las mismas razones del muro paralelo al Río Grande: alejar a los vecinos- sin pensar que, pese a que en su construcción perdieron la vida 10 millones de trabajadores, un día sería el anhelo de multitudes de turistas y un orgullo para los astronautas que la miran, más allá de la atmósfera, desde sus escotillas presurizadas. No hay nada nuevo bajo el sol, la humanidad ha vivido una montaña rusa entre la sensatez y la insensatez; no se nos olvide.
El Partido de la Ubre
Todos maman del Partido de la U, se alimentan de éste, crecen y se van. El destete es duro porque Alvaro Uribe es el dueño de la ubre y tal posesión la considera extensiva a todos los que la ordeñan, con el compromiso de devolver, en cantidades iguales o similares, lo recibido; so pena de caer en desgracia y sufrir los dardos de sus ojitos enérgicos y su ceño fruncido. Pero entre la alevosía y la indiferencia nada de esto es grave, hace parte del juego político en el que cambiar de teta responde a un problema de subsistencia política, antes que de fidelidad o familiar cariño.
El problema, entonces, es la vaca -la colectividad- porque a ella sí le gusta que le den besitos y le hagan carantoñas antes de manosearla y de que se le metan entre las piernas. Inclusive, es de conocimiento público que le han propuesto mejores abrevaderos, se la ha visto pastar en otros potreros y, en múltiples circunscripciones, hasta la han apareado y tratado de marcar con fierros de otras ganaderías. Esa forma indiscriminada de levantarse la falda, entre componendas y coaliciones, es lo que desconcierta al electorado.
Entre la vaca y su dueño debe haber un sentimiento recíproco e irrompible, un lazo tan fuerte como el matrimonio, de lo contrario se trata de una relación entre amantes, de intereses mutuos, o en el peor de los escenarios -que podría ser éste- de un arreglo entre el proxeneta y la alegre comadrona que se para en la puerta del burdel, engordada a la fuerza para hacerla parecer más apetitosa y rebosante a la transeúnte clientela. Con la gravedad, además, de que ella ve con desgano que se turnan el manejo del negocio entre escuderos y lugartenientes que tienen una denodada fe ciega en su propietario, padre putativo, guía espiritual y líder, mientras éste sigue buscando peleas callejeras de poca monta que lo distraen de su verdadero oficio: cuidar de su rebaño, en este caso de animales mal domesticados y cortesanos desagradecidos.
Con la ley de bancadas, los partidos políticos colombianos se volvieron, eso: bancadas. Partidos de paso para aspirantes a las corporaciones y políticos ansiosos por cumplir el sueño de servir al país y de luchar por el bien común. ¡Perdón! ¡comprensible equivocación! lo correcto es decir: para servirse del país y luchar por los bienes comunes de los que puedan echar mano. El arte de la política es, hoy, la destreza de mantener el equilibrio entre ordeñar y dejarse ordeñar. En ese orden de ideas el Partido de la Ubre ha exagerado en lo segundo y bajado la guardia en lo primero; fenómeno normal si se considera que Juan Manuel Santos es ahora el gran ordeñador del gasto, de los puestos públicos y de la teta del Estado: una cabeza de Medusa con largas e infinitas tetillas que Álvaro Uribe terminó por mirar de frente y quedó, aunque le cueste trabajo resignarse, como todos los expresidentes: quieto en primera y con dedicación exclusiva a defender y tratar de darle un puesto en la historia a su gobierno.
Uribe no ha logrado acomodarse a tales circunstancias. No tiene cómo responderle a un partido fundamentado en sus favoritismos y su capacidad de entrega… ¡de nuevo, involuntario error! quise decir: y su capacidad de entregar notarias, prebendas y otras dádivas públicas. Tampoco le quedan adeptos a la causa porque no hay causa, mientras no haya qué repartir nadie en su partido -salvo Juan Lozano- es incondicional; lo que le quedan son subalternos, lo suficientemente ubicuos, umbilicales, undívagos, uniformes y ufanos para seguir mamando de un jefe político sin poder, pero al que no se le quitan las ganas de mandar ni con goticas de mancusina.
El uribismo no está en retirada, pero tampoco avanza, sino que por tratarse de una ubre inmensa con un corazón tan grande, pues la cabida para el cerebro no es mucha por lo que el partido se quedó sin ideología, si es que alguna vez la tuvo. El mismo Alvaro Uribe es un gran hacedor, más no un pensador que compense con manifiestos políticos la enjundia hiperactiva de sus actos, discursos e itinerarios. Sus ideas son más bien del tipo instrumental y mecánico, dictadas por una intuición de baqueano paisa que suple, de sobra, la falta de reflexión que tienen las decisiones de partido ¡perdón otra vez! … de bancada. Él lo sabe, por eso ha tenido cabezas brillantes a su diestra y a su siniestra, no en vano se ha rodeado de las neuronas y el líquido encéfalo-raquídeo de personas cuyo talento es precisamente el de sopesar -reposadamente y con tiempo- todas las variables de un problema para dar soluciones adecuadas y, sobre todo, duraderas. Personas con las que Uribe se desespera y terminan llevándole el tinto con arepa y volteándole el sombrero.
Se podría decir que Uribe domina la inmediatez, el día a día, lo urgente, lo que no da espera, porque se aburre como almeja en vacaciones con lo que requiera de planeación a largo plazo. Por eso, gran parte de las acciones discrecionales de su fuero sirvieron en su momento y para fenómenos determinados; la aplicación de éstas en el presente ha sido torpe y lenta porque Juan Manuel Santos no es de los que le dedica un domingo a llamar, por ejemplo, a los peajes de todas las carreteras de Colombia para garantizar el éxito de la operación retorno; a escucharle las quejas a un parroquiano de Ramiriquí que se explaya en detalles de cómo el aluvión le arrasó la finca; o se detenga, camino a un consejo de ministros, a preguntarle a un embolador cómo va el negocio y si le alcanza la platica para hacer mercado.
Aunque aguerrido y trabajado, el suyo no fue un gobierno de sembrar y sentarse a esperar frutos, por lo que su partido adolece de lo mismo: falta de raíces, un tronco demasiado pequeño para tanto pajarraco anidado en sus ramas y excesiva y asfixiante cantidad de abono: el remanente de tanto capital político que se ha venido malgastando en esfuerzos puramente electorales y que hubiera servido para estructurar una ideología, una línea de pensamiento, una visión de país, capaz de entusiasmar al común de los colombianos por causas y no por los heroísmos de su jefe máximo.
Alvaro Uribe no ha tenido tiempo -ni es su estilo- de acuñar frases conjugadas en pretérito como tienen los demás expresidentes: “Mi mandato fue, como diría el poeta: …uva, y rosa, y trigo sur-tidor…” “La no extradición era un imperativo para salvar la patria.” “Yo estaba de espaldas a todo menos al país.” “No me extrañan los aciertos de Uribe y de Santos, porque yo les dejé todo listo para que así fuera.” Podría empezar por reconocer que la ubre se le salió de las manos y decir algo así como: “!Qué mi gobierno se hubiera amancebado con el paramilitarismo, acostado con los Estados Unidos y enamorado del poder es positivamente falso!”
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