Nacionales, Gobierno, Justicia Fabio Lozano Uribe Nacionales, Gobierno, Justicia Fabio Lozano Uribe

Carrasquilladas

Este artículo, señor lector, puede no interesarle. Se trata de un tema recocido que no pretende ahondar sobre nada nuevo; sólo puntualizar en el hecho de que un Ministro de Hacienda inmoral logró quedarse, plácidamente, en su cartera, sin tener que dar explicaciones. ¡Bueno, eso no es cierto! Sí dio explicaciones, las esperadas y la principal: que él era la persona idónea para prestar las asesorías sobre un atraco que él mismo planeó y en el cual no tuvo que encapucharse, ni sacar el arma, ni amenazar a nadie, ni salir corriendo. Y digo “inmoral” por no llamarlo delincuente porque según mis fuentes en derecho penal, al no haberse probado una ilegalidad contemplada por la norma, el delito no se tipifica. Prima, entonces, la leguleyada de que: “mi único crimen fue tratar de llevar agua a municipios donde hasta las lagartijas mueren de sed”, donde la gente debe caminar kilómetros, ida y vuelta, en dirección a los ríos y quebradas, con contenedores a cuestas, para poder soltar el inodoro -donde los hay- lavar los platos o hacer una limonada.

La jugada de Carrasquilla fue tan hábil, tan fina, tan de cuello blanco, que es de admirar. No le tocó recurrir a morder los contratos de su administración, no le tocó sacar de la caja menor del ministerio para echarle gasolina a su propio carro o pagar los mariachis de una serenata, no tuvo que untarle la mano a ningún intermediario, sólo tuvo que lanzar el anzuelo: lograr la aprobación de un rubro para entregarle a los municipios, con destinación específica, préstamos impagables, a largo plazo, pero contantes y sonantes para los alcaldes de turno. Algunos de ellos, muy pocos, hicieron los acueductos; pero la mayoría se robó la plata, porque para eso fueron nombrados: para usufructuar, en beneficio propio, de los haberes de la nación; que es, hoy por hoy, la definición de la política colombiana. Mientras tanto se sentó -Carrasquilla- a esperar que pidieran sus asesorías sobre un tema que nadie más conocía y apenas picaron los primeros peces -que ni gordos tenían que ser- él ya tenía un tinglado “off shore” para ocultar el pago de sus honorarios del fisco nacional; y del ojo público porque, al fin y al cabo, la corrosión causada por su mala fe, le debió producir -asumo- una especie de gastritis del alma. La maniobra, o sea la ilicitud no pudo ser probada y no porque fuera imposible hacerlo, sino porque el Estado, con los niños consentidos, no se esfuerza mucho en señalar sus malas conductas y menos amparados por un presidente y un expresidente que tienen montado un acto como de ventriloquía.

“Acto como de ventriloquía” -símil poco original, que se ha utilizado hasta la saciedad para definir la relación entre el jefe y el subalterno del Centro Democrático, pero que no por eso deja de ser acertado- en el cual, un senador, le tiene metida la mano entera, hasta el cogote, al mandatario de la nación -no pregunten por dónde- para dominarlo a su antojo. Iván Duque, así se llama el muñeco, ha tratado de que no se note tan impropia cercanía y ha hecho cositas por su lado, pero sacar a un ministro es, como quedó demostrado, más alto que su vuelo. Y es curioso, porque paradójicamente es el muñeco quien tiene la autoridad moral para hacerlo pues nunca ha infringido la ley, ni cometido actos inmorales, es un buena gente embelasado por el poder y eso le pasa a cualquiera. Dejarse comer a cuento por un presunto hampón es más un acto de estupidez que otra cosa; pero eso también le pasa a cualquiera, justificable solamente si logra tomar plena posesión de su cargo, con todo lo que eso implica: acabar con la corrupción y sobre todo la que tiene frente a sus narices.

Y es que nos hemos vuelto permisivos, los colombianos, todos los colombianos. Ministros con mejores títulos, han caído por mucho menos, pero eran otras épocas, en que la dignidad era más importante que la plata. Una vez conocida la fechoría, a Carrasquilla qué le importa que lo llamen oportunista o atracador en los cocteles, o en el Gun Club, si tiene ocho mil millones de pesos regados por todo el Caribe. Esa es la verdadera moralidad de hoy: la avidez por el dinero es perdonable, bajo una sola e indispensable condición: cuando se consigue. Y debe ser en considerables cantidades porque, además, hay un adendum a esa certidumbre: que entre más se roba, más fácil es evitar las consecuencias; por eso el aumento de la riqueza ilícita es proporcional al miedo de templar en la cárcel. Aunque, inclusive, parece que hasta la prisión es llevadera si, uno, ya tiene asegurado su futuro para cuando salga y el de sus hijos y el de su esposa y el del amante de su esposa. ¡Por plata todo se justifica! Y ese convencimiento es la semilla de la corrupción, por eso el cambio debe ser de mentalidad. Empezando por la suya señor Presidente; usted debe pasar de ser un marranito con crocs a ser un toro con los cachos afilados, sin dejarse decorar con banderillas, ni poner la pica, ni sufrir la estocada. La faena es suya. Usted es el que debe matar al torero -o por lo menos encerrarlo- apagarle el traje de luces y no permitir que las carrasquilladas se multipliquen, se vuelvan en otro parámetro de normalidad para su equipo de trabajo y que todos, pensando en dejar su negocio personal planeado, le tiren a usted pedazos de carne para mantenerlo contento, para alimentar al muñeco que pone la cara frente a los medios de comunicación, como un emoticón y esa quijada que se le cae sin mayor control.

El problema con Alberto Carrasquilla es que como la hizo, no la pagó y sigue en su cargo, está empoderado. Con cipote espaldarazo suyo señor Presidente, saliva ante la posibilidad de acrecentar su fortuna, para él y los de su calaña, así sea a costa de los menos favorecidos que, como ya vimos: no le importan.

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Samuel Nule Uribito

Su padre era poderoso, su madre aristocrática y su abuelo fue durante 30 años el verdadero dueño del país, mientras la banda presidencial se la intercambiaban entre sus esbirros al vaivén de los clamores electorales más diversos. A nadie de su estirpe le habían expedido nunca una orden de captura, pero una anomalía del destino lo tiene “tras las rejas” en un casino de oficiales de alto rango. Le dieron el club por cárcel, dicen los más agrios críticos de su gestión administrativa, en uno de los cargos más encumbrados del poder ejecutivo de una república cualquiera, que como Colombia, se persigna frente al Sagrado Corazón pero busca, a toda costa, la bendición de los Estados Unidos.

Costeño por lo Nule y paisa por lo Uribito, Samuel se pasó la vida entre la procrastinación y las ganas de trabajar. Sin embargo, si pegaba un moco en la pared, era el moco mejor puesto del mundo entero, alabado por todos, enaltecido por los más lúcidos y elevado, por decreto, a patrimonio cultural de la nación. Sacó buenas notas en el colegio y la universidad gracias a que sus padres eran benefactores de las instituciones que lo vieron crecer y hacerse lo suficientemente hombrecito para señalar con el dedo y pedir cosas y favores a su antojo. No aprendió mucho más. Sus exigencias, al principio, eran las normales de un muchacho proclive al consentimiento, pero se fueron volviendo violatorias del código penal en tal medida que, hoy, se encuentra custodiado por el ejército y esperando un juicio por enriquecimiento ilícito que –valga sea decirlo– es el menor de sus delitos.

Lo más curioso es que no se le ve realmente triste. Cuando la prensa le saca fotos de visitas familiares o tomándole la mano a su esposa, por supuesto que lagrimea y lanza un gesto de vulnerabilidad mil veces practicado frente al espejo; pero se le siente transpirar una confianza inexplicable. En cada requisa le sacan de su sitio de reclusión toda clase de divertimentos digitales, revistas pornográficas, menús de restaurantes “gourmet”, cuentas de televisión satelital, licor, recetas médicas, inclusive le encontraron detrás del clóset una mesa plegable de póquer, cartas usadas y ficheros. Cuando pueden, ciertos medios destacan una sobriedad inexistente; titulan con expresiones como “reposo intelectual” o “periodo sabático” y mencionan palabras como yoga, estudio y literatura. Una cámara indiscreta lo cogió dándole plata en efectivo a una pálida y voluptuosa rubia, y no faltaron editoriales que, al otro día, lo describieron como un políglota tomando clases de sueco.

Ronda, entonces, la pregunta: ¿Por qué tan fresco? Por bien que le vaya: sus hijos tendrán ya la mácula del ratero; su reputación será la misma de cualquier malnacido, deshonesto y débil de carácter; su nombre aparecerá en Google al tiempo con el de los narcotraficantes más buscados; su historia, a la postre, será más recordada que las victorias y logros de sus antepasados, cada que lo mencionen será para compararlo con algún criminal o para señalar una corrupción tan profunda y corrosiva que a alguien de tan ilustre cuna le pareció, de alguna manera, “normal” acrecentar su fortuna con recursos ajenos.

Lo otro, es que las familias influyentes de las repúblicas bananeras funcionan como la realeza. No tanto porque dispongan de una corte interminable de pajes y bufones, si no porque se convencen de que su poder emana de dios; y como reinan a su antojo como centro de un microcosmos alfombrado de rojo en el que todos se comportan como puticas, dispuestos a entregar cualquier cosa, o asumir cualquier posición, a cambio de dinero, pues cada soborno, cada prevaricato, o cada abuso verbal, sexual o humano, que va quedando impune se constituye en una constancia más de su divinidad. Por eso, cuando van a parar a la cárcel, donde por obra –literal– “del espíritu santo” son separados de los delincuentes comunes y alejados de los barrotes y las sudaderas rayadas, lo que reciben es una prueba más de su intocabilidad; y si a esto se le suma una cuenta de unos cuantos millones de dólares en las islas caimán –libre de los compromisos y las cortapisas de su herencia familiar y política– es entendible que estén dispuestos al cautiverio y al cerco de la prensa, pues la posibilidad de una condena corta a cambio de una vida posterior, a sus anchas, lo justifica. El presente, en la cárcel, no deja de ser fastidioso pero es perfectamente soportable, pues al fin y al cabo la actividad a la que se ven abocados no dista mucho de lo que han hecho siempre: nada. Ven, entonces, pasar las horas mientras piensan en un exilio futuro; en Miami, seguramente, pues –como dicen– es mejor ser boca de ratón que cabeza decapitada de león.

La realidad escueta es que Samuel Nule Uribito se ha quedado solo. Lleva tanto tiempo llamando amigos a sus secuaces que los de verdad son, apenas, un recuerdo difuso de la adolescencia, o cuando jugaban, de pantalón corto, a policías y ladrones. Lleva tanto tiempo llenando de lujos a su mujer para acallar su conciencia que la confunde, en sus fantasías cortesanas, con las piernilargas que le cobran de frente por algo de tibieza y el reconocimiento, a gritos, de su hombría. Lleva tanto tiempo enriqueciendo a quienes gravitan a su alrededor que, ahora, sin poder untarles la mano por más tiempo, lo más seguro es que se volteen en su contra: de esa jauría, como siempre, los mandos medios serán los que paguen las mayores condenas, los políticos los que queden en la picota pública y los abogados los que se salgan con la suya.

No importa el país, samueles nules uribitos hay en todos lados. Nacen con la plata y los apellidos –o uno de los dos– par hacer en su vida algo importante por la comunidad. Estudian derecho, en su mayoría, donde se les estimula a trabajar y romperse las vestiduras por el bien común; donde aprenden sobre antepasados que fueron más allá, que sacrificaron sus vidas por los demás, por la libertad, por la justicia, por la democracia y otros principios maravillosos. Maman de su crianza esa noción de que nada les puede ser negado y de que nada les falta porque todo lo tienen y ahí, precisamente ahí, pierden la conexión con la realidad: su zona de confort se supedita a la cantidad de dinero que se necesita para conservarla, mejorarla y mantenerla trepada en la estratosfera por encima de todos; y a eso se dedican: a cuidar un nivel socio-económico tan afortunado que es, en últimas, lo que los define.

Con todo y eso, nuestro Samuel Nule Uribito –o sea, el de esta historia– no podría vivir sin la envidia que le tienen los demás: de ésta es que se alimenta, ésta es realmente la argamasa que soporta la piedra de su pedestal. Él sabe que, a la postre, lo que importa es la plata y que todo se puede perder, hasta la dignidad, pero no la plata, ni, por consiguiente, la gente que los alaba por tenerla, ni los oportunistas que, sintonizados con esta misma visión, manifiestan la misma reverente admiración por el evasor fiscal, que por el prevaricador, el narcotraficante, el estafador o el guerrillero. Hampón es el que se queda sin cinco, el que roba porque tiene hambre, el que mata por encargo, el que secuestra para una organización o el que viola porque está enfermo; los autores intelectuales, los que mueven los hilos del titiritero, son delincuentes de cuello blanco que, como Samuel Nule Uribito, se acogen a sentencias anticipadas y, en su mayoría, salen libres con relativa facilidad para dedicarle el resto de la vida a limpiar su nombre con el mismo desmanchador que usan, en casa, para sus camisas almidonadas.

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