
El último vendedor ambulante
Le decían Don Zacas y era la persona más famosa de su esquina. Nunca quiso diversificarse e hizo perros calientes hasta que cayó muerto, de un infarto, al día siguiente de elegido Enrique Peñalosa como alcalde de Bogotá, por segunda vez. Echaba las salchichas a hervir, el pan a calentar en un horno del año de Upa y los servía de tres clases: el “con de todo” salsa de tomate, mayonesa, mostaza, piña y papas fritas molidas por encima; el “sencillo” sin piña y el “mexicano” con ají. Se sentaba debajo de un paraguas, de los que regalaba Granahorrar, hace como treinta años y dormía siestas, intermitentes, a lo largo del día; con esa habilidad que tienen los boyacenses de dormir sentados, sin perder noción de lo que sucede alrededor.
Como él, muchos otros vendedores ambulantes, es como si también hubieran muerto ese día porque con la derrota, en las urnas, de las izquierdas que los venían amparando, el futuro de la venta callejera ha quedado, de nuevo, en entredicho; por no decir que en cuidados intensivos, a la espera de las operaciones policivas para devolverlos a sus casas y tener que darse mañas para vivir del polvo, de las pequeñas violencias o de cualquier otro familiar más afortunado. A esa limpieza la llamarán “reubicación” y las esquinas por donde pasan los ricos van a recobrar ese aire desolado e higiénico, que tanto le gusta a los urbanizadores y tecnócratas. No le faltaba razón, entonces, a Don Zacarías Panqueva, natural de Tibasosa, que cuando subieron los andenes para inducir al uso obligado de los parqueaderos, por parte de los usuarios del automóvil, exclamó: “¡Los ricos, ahora cuidan carros; no demoran, también, en vender perros calientes!”
Peñalosa ha diversificado el ámbito de sus amistades, por no decir que el de los contribuyentes a sus campañas políticas. Más de quince años después, no son sólo los que se lucraron -y se siguen lucrando- de los parqueaderos sino, por nombrar algunos, los que están enfilando baterías para quedarse con las esquinas de Bogotá. A saber:
José Elias Boquerón, el lechonero más rico del país tiene diseñados, con la ayuda de expertos en carrocerías para motos, un lote inicial de 500 carritos fritadores de chicharrón, cuyos platos, en forma de cono, irían acompañados de yuca, papa y gaseosa. Sus tres hijos, los herederos del emporio económico que, hoy, incluye producción y distribución de productos agrícolas y derivados del petróleo -llamados, con cariño, por sus subalternos: los Tres Cerditos- están en conversaciones con Ardila Lulle y están buscando una alianza con Aceicol para la consecución de una mezcla especial de margarina líquida que se descomponga menos, ante los altibajos del clima.
Manuel Vicente Marmolejo -hijo de un prominente senador de la costa, ya fallecido- quien ha manejado la franquicia, para Colombia, de Churros & Crisp Incorporated, desde hace más de 20 años importó, de Corea -antes de que a Carlos Mattos lo echaran de la Hyundai- unos vehículos motorizados, del tamaño de un carrito de helado, con capacidad para llevar perecederos congelados, paquetes de fritos, pan y gaseosa. Estas sanducheras, con ruedas, ya están nacionalizadas y la compañía de Marmolejo contrató a la firma de lobbyistas Garmendia, Insignares, Montes y Cadavid para quedarse, en la repartición del botín, con las entradas y salidas de los puentes y vías peatonales de Transmilenio.
Basten este par de ejemplo, entre bastantes más. Se supo también que un franquiciante anónimo va a traer los Sugar Green Manguitos que están en todos los centros comerciales de La Florida; que Wraps & Go ya tiene inversionistas bogotanos para sus “ventanas rodantes” y lo más preocupante -porque puede causar un problema de seguridad, sin precedentes- se dice en los clubes que la Alcaldía está pensando en arrasar con los sanandresitos, como hizo con San Victorino y hacer parques temáticos con las programadoras que se le midan a convertir sus telenovelas en un parque de diversiones.
Así las cosas, Bogotá perderá lo que le queda de mosaico racial y social, de muestrario de nuestra colombianidad, de nuestra recursividad y gastronomía callejera. La evidencia de nuestra pobreza quedará oculta, en barrios donde a Peñalosa le han robado, incontables veces, la bicicleta y todo será para el bien de unos cuantos políticos que han logrado vender el espejismo de que nuestra ciudad, como la Gran Manzana, aguantaría -¿por qué no?- una sucursal de Disney en el Centro Andino.
La muerte es una invitación al silencio
Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.
El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.
Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.
Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.
Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”
Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!
Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.
Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?
Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.
Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.
Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?
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