Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe Social, Espiritual Fabio Lozano Uribe

La parte cula de dios

El bosón de Higgs es una partícula formulada en 1964 y demostrada hace un par de semanas en el Gran Colisionador de Hadrones (LHD, por su sigla en inglés) perteneciente a la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por su sigla anterior en francés) y que fue llamada, en 1993, “La partícula maldita” por el premio Nobel de física Leon M. Lederman. Por tratarse de algo –o casi nada– tan pequeño pero con el potencial de originar algo tan grande como la vida, la editorial Dell Publishing pensó que llamarla “maldita” no era una buena idea y la llamó la “partícula de Dios” en el libro que lleva ese nombre, con el subtítulo “Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”, y que está escrito con la coautoría de Dick Teresi. Lo interesante es que se llegó a denominar así, tan ínfimo hallazgo –en tamaño físico, me refiero– no tanto por darle una filiación directa con el altísimo sino porque en inglés causaba menos traumas el cambio de “Goddamn particle” a “God particle” que quiere decir literalmente “la partícula Dios”, o sea una partícula a la que se le puso el nombre de Dios, y no “la partícula de Dios” como se ha traducido equivocadamente, pues en inglés sería “God's particle” y de ser así, fijo, le hubieran puesto el apelativo de Jesús, Chucho o Cristo, a secas, aunque obviamente se trata de un juego de palabras que busca tal asociación. En fin, superada la minucia semántica, de haberse descubierto realmente a Dios –o un ínfimo pedazo de éste que lo demuestra– la vida espiritual del mundo tal y como la conocemos hoy dejaría de existir.

Pensemos, por un momento, que la evidencia de su existencia ya le quita gran parte de su gracia, de su razón de ser, al Todopoderoso. Como decía Andrés Holguín: “La grandeza de Dios es, precisamente, el hecho de que reina entre los mortales sin ni siquiera existir.” Si resulta, ahora, que Dios está presente en el mismísimo bosón de Higgs, o que éste es parte de él mismo, pues los apóstoles ya no serán pescadores sino físicos cuánticos e investigadores nucleares, los colisionadores de partículas se volverán oráculos y en las primeras comuniones se regalarán linternas y microscopios. Dios dejará de ser la imposible falacia de 3 entidades en una y pasará a convertirse en la realidad de una fórmula matemática. Mejor dicho, creer en un ser, o algo, superior dejará de ser un acto de fe.

Al no haber un acto de fe supremo, las creencias menores y meramente intuitivas en la bondad, en un mejor mañana, en lo pasajero de una crisis o de un dolor muy grande, se volverán una carga; el mundo será llevadero sólo para los calculadores, los netamente racionales como los contadores públicos o los odontólogos. Apostarle a Boranda o Carramplín, en las carreras de caballos, será una decisión tomada dentro del ámbito de las leyes de posibilidades matemáticas y no porque me suena bonito, o así se llama mi perro, o de tin marín de do pingüé. No se podrá esperar nada de los albures de la vida, nos sumiremos en la cojera de una existencia justificable sólo por la razón, del amor visto como una liberación planificada de feromonas y el deseo como un desajuste del sistema límbico producido por el azúcar o alguna baja de temperatura súbita e inevitable.

Dios no es solamente dios, es también la primera metáfora, el primer acto poético de nuestros más lejanos antepasados en evolución; su certeza obligaría a la negación de todas las mitologías, a la cesación automática del “podría ser” como recurso mental, sin el cual no tiene objeto levantarse a intentar algo nuevo cada día. No se podrá, entre muchas otras cosas, pensar en príncipes azules, unicornios o dragones a cargo de cuidar castillos y princesas bellas como el alabastro; la ficción perderá su sustento. Si nos quitan a dios como posibilidad y nos lo imponen como certeza se nos cercena, de un tajo, nuestra fabulación más elocuente: el origen divino de la vida. Si de plano “no pueden ser” el Olimpo y la cueva de cristales de Supermán, por ejemplo, éstos dejarían de tener ese margen mínimo de realidad que los hace pensables bajo la fórmula del “¿Por qué no?” y posibles mientras se lee un libro o se mira una película. Nada más tremendo para la humanidad que dios fuera mensurable porque, entonces, todo tendría que serlo; nada que no fuera reducible a una cuantificación tendría, ya, credibilidad.

La creencia en dios –no en la religión– es la misma para todo el mundo: esa sensación ineludible de que no todo es en vano, de que salir a recogerle el excremento al perro, tenerle paciencia al vecino sordo, hacer doble turno para ayudar a un compañero de trabajo, cederle el puesto del bus al anciano, pedir perdón por una ofensa cometida, entre miles de otras cosas, son actos que de alguna manera y ante alguien, o algo con mayor entidad que la nuestra, trascienden y no se quedan en el plano de lo instrumental y mecánico, de la obligación, de lo que se hace porque vivimos en sociedad y somos buenas personas y basta. Inclusive, para los que no rezamos porque nos da risa tanta carajada, tanto “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…” dios es el símbolo de esa sindéresis y de esa dignidad que les hace falta a quienes claman ser sus representantes en la Tierra. Dios es la vara que todos queremos alcanzar sin ser juzgados en el intento y en el plano de la más incorruptible igualdad, lo que obliga a una humildad a la que casi nadie, o nadie, está dispuesto.

O sea, dios es chévere. Su parte cula son, como en todo, los intermediarios. Sólo puedo hablar de los católicos que me han tocado en suerte y su insistencia en la virginidad de la virgen, en los milagros de la santidad, en los votos de pobreza y castidad, en su obstinación por prohibir el aborto y negar la naturaleza de la homosexualidad; el apego a la estructura desigual de sus instituciones en términos de poder, género y estratificación socio-económica; y, sobre todas las cosas, su malsana interpretación de la vida de Jesús El Nazareno y de los textos de sus seguidores evangelistas; su absurda –y bastante inútil– necesidad de tirarse los domingos de sus feligreses con sermones viciados sino por la pederastia, sí por la excesiva masturbación mental o física. Me quedo con los dioses griegos: putos, arrechos, envidiosos, rabiosos y perturbados pero por lo menos creados a imagen y semejanza nuestra y no al contrario, lo que permite imitarlos sin tanta condolencia y latigazo. En fin, la sola pretensión de mediar por él, es ya una falta de humildad que descalifica cualquier religión, cualquier iglesia, cualquier prédica, cualquier rezo y, sobre todo, cualquier investidura; lo que no incluye al bosón de Higgs pero sí a los que quiera fundar, en un futuro cercano, la Orden Bosonita del Santísimo Colisionador o algo parecido.

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La muerte es una invitación al silencio

Se puede hacer una lectura socio-económica del país con los obituarios de El Tiempo. Los viejos lo saben y nunca lo dicen, les debe parecer un ejercicio senil, abyecto; leen los editoriales a la carrera -dejaron de leer a muchos contemporáneos por el camino y los jóvenes les parecen sosos, poco cortopunzantes- y de un brinco del corazón pasan a la página de los muertos. Después de acompañar la lectura de cada aviso con demorados sorbos de café, dos reacciones son posible: hacerle siesta al desayuno o gritarle a la muchacha del servicio doméstico: “Mija, pláncheme el cuello de la camisa que voy a salir.” Por la tarde, toman las onces, con tertulia incluida, que dura muy poco cuando no han tenido entierro. Sin nadie sobre quien hablar, sin una remembranza que invoque otras, se afanan por el mal tiempo y rompen filas temprano. Siempre -de todas maneras- están haciendo planes: “Avendaño, sabes…”, “Sí, está muy enfermo”, “Se le complicó la próstata” exclama un tercero.

El miércoles pasado sucedió un hecho sin precedente en la historia funeraria del país, Alberto Casas me corregirá, pero nunca había visto un obituario de una página completa en la prensa nacional. El Grupo Odinsa publica sus condolencias por la muerte de Luis Fernando Jaramillo, excanciller de la República, quien debe haber hecho mucha plata, ir a muchos cocteles o pertenecer a muchos clubes porque como canciller fue muy regular, según dice Mauricio Vargas en sus Memorias del Revolcón: “Nombró como embajadores a varios parlamentarios, repartió favores a diestra y siniestra por medio de la nómina diplomática y consular, filtró cuanta noticia pudo para ganarse el aprecio de algunos periodistas y, sobre todo, demostró que más que la agenda del Presidente le interesaba la suya.” El país le achacó -no sin cierta razón- el asesinato de Enrique Low Murtra porque le pidió su renuncia a la Embajada de Colombia en Suiza adonde lo habían mandado para protegerle la vida.

Ni siquiera a Julio Mario Santo Domingo, muerto hace un par de meses, le dieron un pésame de tal magnitud; al contrario, sus conglomerados estuvieron más bien parcos, discretos, en sus comunicados por el fallecimiento de quien hubiera podido -de verdad- empapelar, si no su trayecto a la bóveda celeste, por lo menos sí la subida peatonal a Monserrate o la extensión del puente Pumarejo, con sus obituarios. Coincidencial y paradójicamente el mismo día de la publicación del aviso de Odinsa, se le hizo cubrimiento a un homenaje en el nuevo teatro que lleva su nombre: Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un tono de comunicación austero, escrito con mesura y sin pormenorizar la lista de importantes invitados -como suele hacerse- ni contar interminables anécdotas palaciegas, salvo que Germán Vargas llegó antecitos de los aplausos finales.

Así pues, había transcurrido una calma chicha acorde con nuestra reservada costumbre en la honra de nuestros difuntos: hasta la semana pasada. Desde ahora ¡dios nos libre, nos ampare y nos favorezca! va a terminar El Tiempo poniendo a circular una sección aparte, full color, con brillos especiales y papel brillante -como los catálogos de Kevin´s Joyeros- cuando se muera Jean Claude Bessudo, Carlos Mattos o Abdón Espinosa Valderrama. Claro que, a éste último, con el espacio que deja libre su columna alcanza y le sobra, por lo menos, para las áureas invitaciones de su familia política, a sus emperifollados funerales. Los venidos a menos deberán empeñar hasta lo que ya no tiene lustre así sea para ponerle tonos magenta y plata a las cruces de sus condolencias impresas. El negocio funerario se volverá tan excluyente que, por ejemplo, los cadáveres se incinerarán a fuego lento, medio o alto, de acuerdo a su estrato y patrimonio, previa comprobación de la declaración de renta. El chiste de moda será: “¡prefiero casar a mi mujer con otro, que enterrarla!” Parafraseando con ligereza a Bertolt Brecht los historiadores, como ya sucede, tendrán dificultades en distinguir a los ricos, de los buenos, los mejores y los imprescindibles.

Esto son nimiedades, es más importante lo que se lee entre líneas, entre avisos; lo metatextual, como dicen los filósofos, el palimpsesto. La página de obituarios es la expresión de uno de los protocolos de la muerte, los avisitos mismos parecen cajoncitos de cementerio empujándose unos a otros por acompañar al muerto en su despedida, por sobresalir, por dejar claro quiénes heredan, qué compañías quedan con una vacante en su consejo directivo y quiénes eran sus amigos, o amigas, y sus actividades en las tardes: sus compañeros de comer mojicón los lunes a las 3:00, sus amigos de voyeurismo virtual el martes a las 5:00, el grupo de soporte para incontinentes urinarios de los miércoles a las 4:00, etc… Morirse es, en sí mismo, un ajuste de cuentas ¡qué purgatorio ni qué nada! todo queda a la luz pública y, aunque no hay muerto malo, la gente también va al entierro a corroborar información: “¿Verdad que a Consuelito le tocó vender el Guayasamín para pagar la clínica?” “¿Verdad que el finado murió en el cuarto de la muchacha del servicio?” “¿Verdad que le dejó todo en vida a la manicurista?”

Y, para aquellas personas realmente incólumes, faltas de faltas, se reserva el obituario editorializado: Doña Josefina Estupiñán de Cáceres (Pepita) madre ejemplar, esposa fiel, dadora de buenos consejos, feligresa de sacrificar domingos y feriados en pro de los desamparados, contertulia de comentarios inteligentes y propios para cada ocasión, siempre tuvo una palabra amable para quienes buscaron sus demostraciones de cariño. Su destino es el de estar a la derecha del Padre Celestial para que la tenga en su eterna y merecida gloria. Lo que traduce que le dio de lactar a sus hijos hasta su primer día de colegio y los obligó a ir a misa hasta que se fueron de la casa. Si dice esposa fiel es porque su marido no lo fue y a ella le tocaba aguantarse las ganas de hacer lo mismo, pero por fea y santurrona se conformaba con echar rulo con sus amigas voluntarias de la parroquia. Si daba buenos consejos es porque hablaba hasta por los codos y si buscaban sus demostraciones de cariño es porque era tacaña, por ende el único que se la puede aguantar, una eternidad completa ¡tiene que ser el Altísimo!

Los obituarios son una manifestación social pero deberían ser una manifestación espiritual, al fin y al cabo la muerte -como la vida, el amor y la soledad tal vez- es uno de los grandes temas de la humanidad, de la poesía, de los que se preguntan por el hombre, como diría Andrés Holguín. La muerte es de las pocas cosas que no son banales, que por más esfuerzos que hagamos no podemos trivializar: nadie, en un funeral, tira un bouquet al aire para que le caiga al próximo que se va a morir, ni la viuda lleva una liga negra para que se la arranquen con los dientes. La muerte nos obliga a la reflexión, a dimensionar nuestra presencia en este mundo, a confirmar que no existe escapatoria.

Los obituarios son, además, publicidad. Un banco que invita a las exequias de un expresidente ofrece, sin duda, inversiones más estables que uno que invita al entierro de un prestigioso activista gay; es como si el Banco de los Trabajadores -por poner un ejemplo- hubiera lamentado, en primera página, la muerte de Ernesto Samper Pizano, en el caso hipotético y afortunado para la historia de Colombia de que hubiera recibido, también, las balas que le tocaban a Antequera. Por ejemplo, cuando murió Fanny Mikey muchos avisos corporativos más que condolidos estaban era interesados en que se les reconociera públicamente su patrocinio a la cultura. A una empresa que bota desechos con mercurio al mar le interesa dejar de presente que, en contraposición, patrocina obras del Teatro Nacional, así como es capaz de llorar -otro ejemplo- la muerte de un artista pop que se inyectó heroína hasta morir. La vida es un sistema de contrapesos, por eso los que quedamos vivos, en la jugada, tenemos que ganar algo cuando perdemos a alguien sino ¿qué gracia?

Son más auténticos, en todo caso, esos brochures de pastas aterciopeladas -y poco antialérgicas- que llegan a la casa de los dolientes ofreciendo misas por el fallecido. La oferta de estos sufragios es variada, hay unos “pop up” que cuando se abren salta, en primer plano, una virgen pechugona con cara de tener rubeola y vestida como lo haría Marbelle si la coronaran reina del festival de la papa y el chunchullo. Es un detalle un poco lobo, o kitsch, pero no trivial pues ofrece, por lo menos, un intangible: la súplica porque el alma del difunto no se condene, para que nada interrumpa su ascenso a un estado iluminado y por falta de “firmas” no vaya a rodar en tobogán hasta los spás del infierno.

Desde el momento que expiran, los muertos deberían ser innombrables, lo que de ellos no se dijo en vida debería ser prohibido decirlo después de ésta. El hábito de personalizar los recuerdos debe cortarse de raíz, las evocaciones deben hacerse en plural. Es injusto referirse a uno en particular cuando lo cierto es que la memoria colectiva recordará finalmente el todo y no la parte. Es el orden de las cosas. Señalar a unos pocos es negar a muchos, nadie merece tal injusticia; la historia trata de acomodar las cargas pero debemos ayudarle. La Capilla Sixtina es producto del Renacimiento, del papado, de los mitos del catolicismo, de los arquitectos e ingenieros, de los que mezclaron la pintura y estucaron las paredes, de los que montaron los andamios y, entre muchos otros, de un hombre que pintó sus cielos rasos, de su talento y de la masa crítica de artistas que tuvieron, por razones diversas, la oportunidad de florecer en la Italia post-medieval.

Los libros de historia cuando se cierran van borrando los nombres de las personas. De Fidias se habla de su escuela, sobre su vida cada vez oímos menos; lo mismo, nos extendemos en las hazañas homéricas y no de Homero; o, en el legado helénico de Alejandría y no precisamente en Alejandro, a quien ya le hemos ido quitando su título de: “Magno.” Nadie recuerda al vencedor de Salamina y tampoco al de Accio, batalla en la que murió la República y nació el Imperio Romano. El tiempo privilegia circunstancias y dentro de éstas, de un rato para acá, cuyo lapso es ridículo comparado con el todo, existe el factor humano que es apenas una ínfima variable del acontecer cósmico. Toda vanagloria es, entonces, por decir lo menos: inútil. De ahí que debería bastar una sola fosa común, una sola misa y un solo obituario universal para todos porque, al fin y al cabo, todos moriremos al tiempo, en el segundo mismo en que el último hombre con memoria de lo que fuimos: muera. Cualquier textualidad al respecto sobra. ¿Por qué no nos damos cuenta que la muerte es una invitación al silencio?

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