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¿Cincuenta sombras de qué?

Perla Quintero se fue a ver Cincuenta sombras de grey con su novio, augurando una noche apasionada y terminaron en una garrotera que terminó con la relación y una tetera de vidrio que él destrozó contra una pared y que le alcanzó a cortar una ceja. “No me imaginé que una película tan recomendada fuera tan mala” comentó Perla en la oficina y algunos compañeros de trabajo la llamaron “recatada” y “frígida”. Para completar, escuchó que su jefe le decía a un amigo, por teléfono, refiriéndose a la nueva secretaria de la gerencia, que: “¡Esa hembrita si está como para darle una paliza!”

En realidad, era indignación lo que sentía Perla y lo expresó de la siguiente manera: “¿Qué tiene de novedosa? ¡Es sólo otra historia sobre un hombre abusador, tratando mal a una mujer!” En un plano más personal, para ella era muy claro que si su novio salió transportado de la sala de cine –“como flotando por la nubes” fue que dijo– pues, desafortunadamente, no tenía nada que hacer en su vida. “¡Hasta ahora me vengo a dar cuenta que no me conoces Reynaldo!” le gritaba ella, llorando, ante la afirmación, absurda y poco inteligente, de que la película es un éxito de taquilla porque la practica sexual del sado-masoquismo se puso de moda. “No es sado-masoquismo” repetía él, incesante, como si ese tecnicismo lo fuera a sacar de las arenas movedizas en que se había metido; “es dominación-masculina” agregaba, como si hubiera mayores diferencias, porque, en eso, Perla tenía razón: ella tendría que ser una masoquista para dejarse amarrar, golpear y tratar como un animal sumiso al que se le pega para que ande o dé piruetas en un circo.

Lo grave de Reynaldo fue asumir que a todas las mujeres les gusta ser sumisas sexualmente y que el pudor o el miedo al dolor, no las deja disfrutar de lo delicioso y gratificante que es sentir latigazos en las nalgas, en posición cuadrúpeda, mientras les gritan: “Eres mi vasalla, mi coima, mi servidora” y las ponen a brillar zapatos con la lengua. Lo grave de Perla fue ponerse tan brava, “¡por dios, es sólo una película!” exclamaba Reynaldo casi que implorando un perdón que nunca se dio y que lo alejó de la mujer con la que pensó, en algún momento, compartir su vida. Y es que a cine llevamos mucho más que el ánimo de relajarnos y olvidar, por un rato, nuestra realidad; llevamos nuestro pasado, nuestras creencias y nuestra particular forma de ver las cosas, pero… ese es otro tema.

La dominación masculina, o femenina, en el sexo –consensual, por supuesto– es una práctica que se da entre un amo y un siervo, por lo tanto es placentera sólo para quien le gusta inflingir dolor, como para quien le gusta recibirlo. A la mujer protagonista de la película pues, simplemente, no le gustaba y al hombre protagonista pues, simplemente, no le gustaba otra cosa, por lo tanto era irremediable el rompimiento. La película trata sobre lo que ella tuvo que pasar para asegurarse de que esa manera, tan específica, de expresar la sexualidad no sólo no era lo suyo, sino que se constituía en un impedimento para continuar con la relación. Obviamente, que a esa trama hay que agregarle los ingredientes de Hollywood: una mujer bella y tierna, con una sonrisa de sandía; un hombre como salido del Olimpo, billonario a pulso; y, un contrato escrito, entre ambos, que asegurara discreción y excluyera pormenores incómodos, como podrían ser: la puesta de tachuelas en la espalda, la exposición de los genitales a algún combustible o la inserción recto-posterior del tubo de la aspiradora, por ejemplo.

Cada cierto tiempo, se llevan a la pantalla películas que causan conmoción por su contenido sexual; de todas, ésta es la más tonta y no porque sea la menos explícita, sino porque está hecha para no tener que ratearla con una “X” y además, para que le guste a un amplio sector de la población adulta, por lo tanto no profundiza en el plano psicológico, salvo un par de problemas de infancia, que todo el mundo los tiene. Nada como la barbarie humana de Salò, o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini; el experimento histórico de Calígula, de Tinto Brass; la desbordada pasión de Marlon Brando y Maria Schneider en Ultimo Tango en París, de Bernardo Bertolucci; la hermética sensualidad, en las calles de Nueva York, de Nueve semanas y media, de Adrian Lyne; o, la peligrosa carnosidad madrileña de las Edades de Lulú, de Bigas Luna; solo por mencionar algunas de las producciones hechas, de verdad, para conmocionar la piel y los pensamientos que se esconden en el sistema nervioso.

Lo otro, lo inconcebible, lo chocante, es que ver en cartelera un título como Cincuenta sombras de Grey es, ya, una invitación a vivenciar una gama de sensaciones, un abanico de posibilidades, cuando la verdad, monda y lironda, es que se trata de una película sobre un hombre que trata, sin mayor sutileza, de llevar a una mujer –de la que indudablemente se enamora– hasta el nivel de sus gustos por la dominación. ¡Nada de sombras diversas! Lo que salva la película de ser un completo desastre es que, al final: ¡ella no se deja joder!


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