
El efecto Uber
Los bogotanos pensamos, al principio, que “úber” era el apócope de “ubérrimo” por lo que asumimos que se trataba de otro negocio de los hermanos Uribe Moreno, al amparo de su padre, especialistas en enriquecerse aprovechando información privilegiada. Pero no. Se trata de un servicio de taxi que funciona por medio de una aplicación para Windows phone, Android e IOS, lo que lo hace más rápido en la recogida que los taxis convencionales, más cómodo y sin la molestia de manejar dinero en efectivo –la carrera se prepaga con tarjeta de crédito– lo que evita el atraco a sus conductores. Las condiciones de higiene y comodidad del vehículo son óptimas y aunque es más costosa la carrera, parte de la premisa, cierta por demás, de que “quien tiene la plata para comprar teléfonos celulares de alta tecnología, la tiene para tomar este agradable y novedoso servicio”. Uber inició operaciones hace cinco años y se presta actualmente en más de 300 ciudades, a nivel internacional, incluidas el 80 por ciento de las capitales del mundo.
“Se trata de un golpe bajo para los taxis amarillos” –los Uber son blancos– dice Don Uldarico Peña, la cabeza sobresaliente de los taxistas, de siempre, señalados generalmente por su mal genio, su olor trasnochado y sus indebidas jornadas de 12 a 15 horas.
Los usuarios de taxi en Bogotá han venido, paulatinamente, equilibrando la balanza entre blancos y amarillos; y es que, estos últimos, todos los días dan excusas para que la gente se cambie: “yo por allá no lo llevo patroncito”, “usted me va diciendo por donde, porque yo, por esos lados, no conozco”, “no tengo vueltas, señora, mire a ver si le cambian el billete en alguna parte” y a la par con frases despedidoras, los hay que ponen espejitos, frente a la palanca de cambios, para mirarle las piernas a las mujeres que se suben; algunos exceden los límites de velocidad a su antojo; otros siguen cobrando, a los incautos, el doble o el triple de la tarifa; y hay un porcentaje –a veces alarmante– que se presta para el consabido paseo millonario.
“Por eso es que las cosas están cambiando” dice don Uldarico Peña y le muestra, a los periodistas que lo visitan, un reel de testimoniales que, eventualmente, piensa subir a You Tube:
Francina Tabares dice que: “Apenas el taxista supo que era el día de mi cumpleaños me ofreció una chupeta, en forma de vela, dejó abierta la recepción de la antena y todos los taxistas con la misma frecuencia me cantaron e Sapo Verde”.
“El taxista me presentó a su esposa, sentada de copiloto” dice Darío Cavanzo y agrega: “la vieja me ofreció manicure, pedicure, masajes de todas clases y como no acepté ninguno, me armó un pegadito de marihuana. Me lo cobraron, claro, pero me sentí muy bien atendido”.
Doña Josefina Coscuez de Aramburo comenta, sonrojada frente a la cámara, que le tocó un taxista que le cantó a capella sus boleros favoritos. “Qué voz la de ese hombre, interpretó a Lucho Gatica, Leo Marini y Armando Manzanero. Con decirles que llegué 20 años más joven a mi casa”.
“A mí, me salvaron la vida” dice el abogado Camilo Insignares, quien camino de Paloquemao, a presentar los fundamentos de una demanda contra el Estado, olvidó su cédula y el taxista se las arregló para que un compañero la recogiera y la llevara –arriesgando velocidades mayores de las permitidas– hasta el juzgado.
Cuenta, por ejemplo, Ezequiel Miramonte, que tomó un taxi de esos que tienen las ventanas de atrás polarizadas y recostaderas abullonadas. “El taxista me ofreció una revista. El asiento del copiloto parecía la vitrina de una droguería” dice, de forma divertida y cuenta que, antes de pasársela, el taxista le pregunta: “¿El señor desea una revista de negocios, noticiosa, de chismes de farándula o de relax?” A lo cual, él contesta “de relax”. Acto seguido le pasan una revista Penthouse, plastificada y una cajita de Kleenex.
Así las cosas, es claro que los taxistas bogotanos, de toda la vida, piensan dar la pelea por competir contra los advenedizos. Algunos han instalado, ya, sistemas de Home Theater con Surround y 3D en las cabinas de sus carros; otros han puesto cojinería floreada, echado perfume primaveral y escogido en Spotify playlists de música californiana; y, otros pocos –cuando se trata de usuarios que están haciendo una diligencia, que no les toma mucho tiempo- ofrecen la devuelta a mitad de precio. Están en mora de montar un sistema de “millas” como el de las aerolíneas y ofrecer acumulación de “kilómetros” por cada carrera según la distancia recorrida.
Están, además, próximos a salir, en horario triple A –dice, también, don Uldarico Peña– dos comerciales: uno que muestra a un taxista molesto porque le rayaron el carro y que, en vez de sacar un chuzo, o una cruceta, para pelear, saca una pistola de agua y alega, amistosamente, cantando en verso, como si fuera un rapero; y otro en el que sale Natalia Paris en paños menores, entre un taxi, diciendo que: “Son tan cómodos los taxis amarillos, que le dan, a una, ganas de quitarse la ropa”.
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