
Los nietos de la dictadura
Nadie hace mejores zapatos que el hijo del zapatero. En el mismo sentido, nadie dicta mejor que el hijo del dictador y ¡ni hablar! del nieto del dictador: éste debe dictar de lo lindo, con comas y tildes y todo. La hija del dictador es otra cosa, ésta, por lo general, es consentida; criada como el ganado de engorde, sin ponerle límites a su ingesta de placeres y comodidades.
Dictadores hay buenos y hay malos, eso decía Carlos Medellín en las clases de cívica que daba en su colegio, el Claustro Moderno. El éxito de un gobierno no está necesariamente en el régimen, en la estructura del Estado o en su capacidad administrativa, está en sus líderes; en su honestidad, su insaciable búsqueda del bien común y, en el caso de las democracias, su empeño por garantizar el equilibrio entre los poderes públicos.
Al General Gustavo Rojas Pinilla, único dictador que tuvo Colombia en el Siglo XX -por lo menos, el único declarado como tal- le debemos agradecer tres cosas: que acabó con la masacre entre liberales y conservadores que venía azotando al país, después de una centuria larga de guerras civiles; que se retiró del solio de Bolívar cuando la sociedad civil se lo pidió, evitando mayores desafueros por parte de los militares; y, que después de ganar las elecciones que le esquilmaron, la noche aciaga del 19 de abril de 1970, le entregó pacíficamente la presidencia a Misael Pastrana Borrero, como acto de contrición personal y por no arruinar lo que se había logrado con el Frente Nacional. O sea que fue un buen dictador y, mucho más, si lo comparamos con Rafael Leonidas Trujillo, Juan Vicente “El Bagre” Gómez o Getulio Vargas, para sólo nombrar tres latinoamericanos desbocados y malquerientes.
Ahora bien, este artículo no es para escribir sobre él, o sobre su ilustre hija, o el par de joyas que resultaron ser sus nietos; ¡no! es para escribir sobre otro dictador, éste sí bastante regular.
Se llamaba Ramiro Estampida del Buen Pastor y era dueño de todo el garbanzo que se cultivaba en Colombia cinco o seis décadas atrás. Era ciego, por lo que dictaba cartas y memorandos todo el día; de ahí -la sociedad es sabia en eso- su apelativo de “El Dictador”. Además, como tal, era pésimo: atropellaba las frases y muchas las dejaba sin terminar; gritaba del desespero a las mil secretarias que tuvo -estenógrafas para ser más exactos-; se comía las eses y las ces, o sea que procuraba no usar expresiones como “sociedad civil” o “acción legislativa”; le ponía acento a palabras que usualmente no tienen: “charreteras” la pronunciaba con la pompa de una sobreesdrújula, “libertad” la tildaba como grave y, por ejemplo, otras palabras como privilegio, privilegiar, privilegiando, en todas sus formas, acepciones y conjugaciones, las usaba sin razón y sin medida.
Había logrado apaciguar las huestes de los vendedores de lenteja que, históricamente, se peleaban la supremacía de la plaza de mercado con los vendedores de fríjol. Ambos bandos, aunque poderosos, estaban disgregados, destrozados internamente por estrategias contradictorias de venta; entre más rivalizaron ¡vaya paradoja! más terminaron por parecerse. Y como “en río revuelto ganancia de pescadores” el Dictador logró introducir el garbanzo como única proteína vegetal entre los productos de la “Canasta Familiar” y gozar de reducciones de impuestos y, de paso, hacer uso de prebendas que de otro modo le hubieran estado vedadas. Así se hacían las fortunas en Colombia, antes, cuando la gente se servía de las influencias y buscaba hacerle zancadillas a la ley y a los vecinos. ¡Cosas inauditas del siglo pasado!
En cuestión de un par de años la familia Estampida se colocó en el curubito de la sociedad capitalina y nacional. Por ende, los garbanceros -cultivadores, distribuidores y vendedores- se volvieron de mejor familia, también, y pasaron de la plaza de mercado a la plaza pública; se convirtieron en una fuerza política de muchos brazos disidentes-conservadores-armados que se infiltraron en los aparatos ejecutivo y legislativo de los municipios, los departamentos y el país, así como en la espesura de las urbes y las profundidades de la selva. El Dictador murió y se le dieron las honras fúnebres de los hombres que dictan, con mano firme, su destino y el de los demás a su alrededor. Su hija, quien se había casado con un vendedor de fríjol negro, engendraba en ella misma la dicotomía de ser una rolliza comadrona de club y juego de cartas vespertino y/o una líder del movimiento popular garbancero; cuyos miembros dejaron de cultivar, distribuir y vender garbanzo, y se acomodaron dentro de la holgura política que provee otro tipo de clientela: la de un Establishment, como el nuestro, abierto a la democracia participativa.
Gozaban, entonces y por decirlo mejor, de su capacidad electoral; que si bien se fue acabando con el correr del tiempo, siempre alcanzó para que los hijos de ella no tuvieran mayores problemas en la vida, salvo el inconveniente pasajero de haber despilfarrado, con sus acciones políticas y administrativas, el capital económico, político y ético de su familia. Les decían -la sociedad es sabia en eso- “los nietos de la dictadura” y con la diligencia y cuidado que corresponde a cualquier delfín, se encargaron de que nada los distrajera de su aventajado destino: no en vano, habían nacido para las ideas de alto vuelo: el Estado, su infraestructura, sus obras públicas… y todas esas cosas importantes a las que se dedican las personas que anteponen el bien común al personal, y viceversa.
A todo efecto, su causa, pensaba su progenitora quien, desde jovencitos, se dio cuenta que uno era bueno y el otro era malo, como Caín; bastaba ver la mugre que salía del cuello blanco de sus camisas. Ese era el motivo de sus desvelos, por ellos recorrió el país con arengas socializantes, repartiendo estampitas de su padre y adjudicando casas a las familias pobres, para lograr con su ejemplo el cometido de que el uno ejerciera una verdadero influencia sobre el otro. ¡Y así fue! Por eso, hoy, aunque con várices como salchichas y una soledad de caserón enrejado, es una mujer que no tiene por qué quejarse de su suerte; la diferencia entre sus hijos que nadie había notado nunca, nadie la nota, ahora, tampoco, pues entre ambos mataron a Abel, pero antes mataron al burro con la ayuda de la serpiente que se quedó a vivir en el paraíso.
¡Pobres bisnietos! Si fueron criados con la misma castrante -¿o castrense?- lógica deben estar pensando que mejor tener papás ricos aunque deshonrados, antes que la ignominia -dios no lo permita- de volver a cultivar garbanzo.
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