
Los Petrificados
Tres circunstancias marcaron las honras fúnebres de Belisario Betancur: El Ave María cantado en arameo, la misma lengua que se hablaba en Caldea cuando nació Jesús; La hábil narrativa con que el expresidente Santos terminó alabándose, a él mismo, haciendo una semblanza del fallecido, en velado paralelo con la suya; y las declaraciones de Agustín Caimán Guarachas, liberal-belisarista -de los poquísimos que quedan- y excandidato a la gobernación de Norte de Santander, quien proclamó, frente a los medios de comunicación, saliendo de la velación en la Academia de la Lengua, la creación de un nuevo partido político. “(…) conservador pero de izquierda, socialista pero de gente culta, de voces indignadas pero a la vez esperanzadas” así dijo y remató su perorata: “Se trata de un partido honesto, como no queda ningún otro en el horizonte político colombiano.”
El comunicado no pasó de ser una nota altisonante y escasa ante el marasmo de información que los noticieros trasmitieron sobre el hijo prójimo de Amagá, quien fuera precursor de los diálogos de paz con los alzados en armas y a quien le tocara, durante su gobierno, lidiar con dos de las tragedias más duras de nuestro país: la Avalancha de Armero y la Toma del Palacio de Justicia. Esta última realizada por el M-19, financiada por los narcotraficantes y la cual, habiendo dejado 98 personas muertas -incluidos 11 magistrados- y 6 personas desaparecidas, fue premiada, cuatro años después, con la amnistía de los integrantes del grupo guerrillero, cómplices de la masacre, quienes se reintegraron a la vida civil y política del país. De ese proceso y una asertiva vida pública, de más de treinta años, al servicio de las necesidades del pueblo, es que se fragua el protagonismo de Gustavo Petro Urrego, cuya discursiva social e inteligente obtuvo más de ocho millones de votos en las pasadas elecciones presidenciales.
Caimán Guarachas descontento por el poco cuidado que mostraron los periódicos, la radio y la televisión con su declaración inicial, redactó un manifiesto, lo publicó en las redes sociales y convocó a un lanzamiento de su recién creado movimiento en la Plaza de Bolívar. Sin hacerse muchas ilusiones, el día señalado se trasladó al lugar desde el mediodía y espero a los manifestantes en las escaleras del Capitolio con un altavoz de pilas, una canasta de cerveza vacía para utilizar como tarima y un sánduche de atún con huevo para contener los bajonazos de azúcar que le daban, sin falta, a las cinco de la tarde. Y para hacer un cuento largo… corto, el sánduche quedó en su envoltura de papel de aluminio, intacto, en el bolsillo de su trajinada chaqueta, porque a las cinco de la tarde la Plaza de Bolívar estaba a reventar, con gente venida de todos los rincones de nuestro territorio y pancartas que gritaban: “Petro ladrón”, “Petro bandido”, “Abajo Petro”, “Petro candidato a la Picota” y otras expresiones de lenguaje irrepetible y recocidos panfletarios. La policía rodeó la plaza para evitar imprevistos, pero la muchedumbre de manera respetuosa bajó el volumen de su clamor, durante el discurso de Caimán Guarachas, que se extendió hasta entrada la noche y que fue vitoreado y festejado como cualquier gol de la Selección Colombia.
Yo estuve esa tarde gloriosa, pero no escuché nada porque el altavoz, comprado en Pepe Ganga y cargado con baterías de segunda mano, no cumplió su cometido de cubrir más de 10 o 15 metros a la redonda. Por lo tanto, como nunca llegaron los periodistas -no se “olieron” la chiva, como dicen- sólo tengo para mis lectores un resumen del manifiesto, realizado por algún entusiasta, fotocopiado en hojas de papel mal cortadas por la mitad y repartidas como volantes, en la esquina de la Casa del Florero. Sin encabezados, ni nada, en letras de molde, dice así: “Petrificados estamos quienes votamos, coyunturalmente, por Gustavo Petro, en las pasadas elecciones presidenciales, convencidos de que hubiera sido el presidente capaz de desmontar el aparato de corrupción del Estado, alimentado desde el Congreso de la República, por senadores y representantes del Centro Democrático y Cambio Radical. Hemos presenciado boquiabiertos y desilusionados el video en que el exguerrillero recibe una gruesa suma de dinero, sobre la cual no ha dado explicación fehaciente alguna. Lo que ya no importa porque, a estas alturas, no se trata de argumentos convincentes; se trata de un lobo con piel de oveja recibiendo, en un ambiente tórrido, con una conversación en tono rastrero y salivando como un depredador frente a su presa, fajos de billetes, en bloque, recién salidos del banco. Los indignados y engañados por quien empuña de frente la “V” de la victoria, con la mano izquierda, mientras hace “pistola” con la derecha, a sus espaldas, hemos decidido emprender las cruzadas que sean necesarias para quemar cuantos rabos de paja sigan mancillando el poder democrático de nuestra amada Colombia.”
Seguir apoyando a Gustavo Petro, como contrapeso a la ignominia de la corrupción, más que una paradoja es una contradicción, más que una contradicción es un peligro. Al creciente grupo que debe mermar, sin duda, el caudal electoral de las izquierdas, ha dado en bien llamarse: Los Petrificados y con ese nombre, en los próximos días, van a crear, de la mano con Agustín Caimán Guarachas, un partido político que sea, de verdad, honesto, transparente y humano.
Carrasquilladas
Este artículo, señor lector, puede no interesarle. Se trata de un tema recocido que no pretende ahondar sobre nada nuevo; sólo puntualizar en el hecho de que un Ministro de Hacienda inmoral logró quedarse, plácidamente, en su cartera, sin tener que dar explicaciones. ¡Bueno, eso no es cierto! Sí dio explicaciones, las esperadas y la principal: que él era la persona idónea para prestar las asesorías sobre un atraco que él mismo planeó y en el cual no tuvo que encapucharse, ni sacar el arma, ni amenazar a nadie, ni salir corriendo. Y digo “inmoral” por no llamarlo delincuente porque según mis fuentes en derecho penal, al no haberse probado una ilegalidad contemplada por la norma, el delito no se tipifica. Prima, entonces, la leguleyada de que: “mi único crimen fue tratar de llevar agua a municipios donde hasta las lagartijas mueren de sed”, donde la gente debe caminar kilómetros, ida y vuelta, en dirección a los ríos y quebradas, con contenedores a cuestas, para poder soltar el inodoro -donde los hay- lavar los platos o hacer una limonada.
La jugada de Carrasquilla fue tan hábil, tan fina, tan de cuello blanco, que es de admirar. No le tocó recurrir a morder los contratos de su administración, no le tocó sacar de la caja menor del ministerio para echarle gasolina a su propio carro o pagar los mariachis de una serenata, no tuvo que untarle la mano a ningún intermediario, sólo tuvo que lanzar el anzuelo: lograr la aprobación de un rubro para entregarle a los municipios, con destinación específica, préstamos impagables, a largo plazo, pero contantes y sonantes para los alcaldes de turno. Algunos de ellos, muy pocos, hicieron los acueductos; pero la mayoría se robó la plata, porque para eso fueron nombrados: para usufructuar, en beneficio propio, de los haberes de la nación; que es, hoy por hoy, la definición de la política colombiana. Mientras tanto se sentó -Carrasquilla- a esperar que pidieran sus asesorías sobre un tema que nadie más conocía y apenas picaron los primeros peces -que ni gordos tenían que ser- él ya tenía un tinglado “off shore” para ocultar el pago de sus honorarios del fisco nacional; y del ojo público porque, al fin y al cabo, la corrosión causada por su mala fe, le debió producir -asumo- una especie de gastritis del alma. La maniobra, o sea la ilicitud no pudo ser probada y no porque fuera imposible hacerlo, sino porque el Estado, con los niños consentidos, no se esfuerza mucho en señalar sus malas conductas y menos amparados por un presidente y un expresidente que tienen montado un acto como de ventriloquía.
“Acto como de ventriloquía” -símil poco original, que se ha utilizado hasta la saciedad para definir la relación entre el jefe y el subalterno del Centro Democrático, pero que no por eso deja de ser acertado- en el cual, un senador, le tiene metida la mano entera, hasta el cogote, al mandatario de la nación -no pregunten por dónde- para dominarlo a su antojo. Iván Duque, así se llama el muñeco, ha tratado de que no se note tan impropia cercanía y ha hecho cositas por su lado, pero sacar a un ministro es, como quedó demostrado, más alto que su vuelo. Y es curioso, porque paradójicamente es el muñeco quien tiene la autoridad moral para hacerlo pues nunca ha infringido la ley, ni cometido actos inmorales, es un buena gente embelasado por el poder y eso le pasa a cualquiera. Dejarse comer a cuento por un presunto hampón es más un acto de estupidez que otra cosa; pero eso también le pasa a cualquiera, justificable solamente si logra tomar plena posesión de su cargo, con todo lo que eso implica: acabar con la corrupción y sobre todo la que tiene frente a sus narices.
Y es que nos hemos vuelto permisivos, los colombianos, todos los colombianos. Ministros con mejores títulos, han caído por mucho menos, pero eran otras épocas, en que la dignidad era más importante que la plata. Una vez conocida la fechoría, a Carrasquilla qué le importa que lo llamen oportunista o atracador en los cocteles, o en el Gun Club, si tiene ocho mil millones de pesos regados por todo el Caribe. Esa es la verdadera moralidad de hoy: la avidez por el dinero es perdonable, bajo una sola e indispensable condición: cuando se consigue. Y debe ser en considerables cantidades porque, además, hay un adendum a esa certidumbre: que entre más se roba, más fácil es evitar las consecuencias; por eso el aumento de la riqueza ilícita es proporcional al miedo de templar en la cárcel. Aunque, inclusive, parece que hasta la prisión es llevadera si, uno, ya tiene asegurado su futuro para cuando salga y el de sus hijos y el de su esposa y el del amante de su esposa. ¡Por plata todo se justifica! Y ese convencimiento es la semilla de la corrupción, por eso el cambio debe ser de mentalidad. Empezando por la suya señor Presidente; usted debe pasar de ser un marranito con crocs a ser un toro con los cachos afilados, sin dejarse decorar con banderillas, ni poner la pica, ni sufrir la estocada. La faena es suya. Usted es el que debe matar al torero -o por lo menos encerrarlo- apagarle el traje de luces y no permitir que las carrasquilladas se multipliquen, se vuelvan en otro parámetro de normalidad para su equipo de trabajo y que todos, pensando en dejar su negocio personal planeado, le tiren a usted pedazos de carne para mantenerlo contento, para alimentar al muñeco que pone la cara frente a los medios de comunicación, como un emoticón y esa quijada que se le cae sin mayor control.
El problema con Alberto Carrasquilla es que como la hizo, no la pagó y sigue en su cargo, está empoderado. Con cipote espaldarazo suyo señor Presidente, saliva ante la posibilidad de acrecentar su fortuna, para él y los de su calaña, así sea a costa de los menos favorecidos que, como ya vimos: no le importan.
La papa caliente del "no"
Nadie se esperaba el desenlace electoral del plebiscito; ya sea porque se amañaron las encuestas o porque, de dientes para afuera, la gente dijo “sí” pero votó “no”. ¿Quién sabe? El caso es que nadie tenía una estrategia planeada para proponerle a Colombia ante la presente eventualidad y es en ese limbo que nos encontramos hoy: buscando culpables donde no los hay y respuestas donde nadie las tiene. Al menos reconocemos el triunfo de quienes no avalaron los acuerdos concluidos en La Habana, la derrota de los que pensaron que estaban en juego la paz y la guerra y la realidad de que ante tantas dudas, la mayoría de los colombianos se abstuvo de votar.
Con cajas destempladas el Presidente Santos salió, en una alocución de tres minutos, a garantizar su esfuerzo por seguir batallando la paz y sus esbirros impávidos lo apoyaron con su presencia. No propuso nada, no tranquilizó a nadie, sólo desvió la mirada hacia un punto neutro y buscó no comprometerse con ninguna solución factible pues, indudablemente, nunca pensó en perder el tire y afloje con los colombianos en las urnas; pensó, dentro de su bien conjugado poder político y mediático, que bastaba polarizar la contienda entre el “sí” de la paz y el “no” de la guerra, para tratarnos como borregos en un carrusel. Opciones B, ni C, fueron contempladas y por eso el vacío actual de propuestas proactivas por parte del Estado.
Alvaro Uribe Vélez con su pecho de pavorreal, henchido, no tiene nada que proponer, tampoco. Salvo alguna amnistía al tenor de las auspiciadas por su gobierno, el Centro Democrático no puede apoyar una renegociación porque, esto, sería reconocer los diálogos que vituperó con tanto empeño. No puede sugerir su desmonte porque pasar de salvador a mercenario no es su estilo, él prefiere escudarse en su retórica y retardar los procesos hasta que los compromisos los adquieran sus lugartenientes y sean ellos mismos los que incurran en el desgaste político o en las ilicitudes. Él es un hombre a la sombra de si mismo y sabe que entre más esté “la pelota en su cancha” -como dicen los medios- más puede distraer a la opinión colombiana de la podredumbre que arrastra el cauce de sus acciones públicas y privadas.
Ante el descalabro, Humberto de la Calle decide renunciar, como David Cameron después de los resultados del Brexit, con la diferencia de que este último contempló la derrota y anunció, de antemano, su posible dimisión. A De la Calle tampoco se le ocurrió la posibilidad de perder; con un acuerdo tan ladrilludo que llevaría años dilucidar, con un umbral que había vencido hasta la lógica matemática, con un acuerdo ya firmado, con la anuencia de tanto jurista e internacionalista de varias latitudes, con todas las encuestas del país a su favor y enceguecido por opiniones altisonantes, como: “es el acuerdo más completo del mundo” o “es una verdadera obra de arte”, no pensó en la posibilidad de una alternativa, ni siquiera discursiva, que contemplara el rechazo de los colombianos a lo pactado, bajo su dirección, con las Farc.
De igual forma, Timochenko, ni Iván Márquez saben qué decir, ni qué hacer. Cualquiera hubiera pensado que, al otro día, retomarían sus cambuches en el monte, pero la ilusión de tanta comodidad, para quienes han subvertido y arrodillado a la ley, los obnubiló y siguen prometiendo una paz que, en cierto momento, pensaron que dependía de ellos. Les cuesta trabajo entender que Colombia quiere que paguen por sus crímenes y que se sometan, con un mínimo de humildad, al escrutinio de la verdad y de la historia; ¿o es que pensaron que se las íbamos a dejar así de fácil, en virtud a que el Presidente Juan Manuel Santos necesita mostrar algún logro de su gobierno o a que pasaron de terroristas a políticos, con los solos aplausos que recibieron en Cartagena?
Los colombianos, salvo pedir una justicia que no llega ni cojeando, tampoco sabemos cómo reaccionar a la negativa del plebiscito por coadjuvar con la reinserción de las Farc a un bienestar jurídico e institucional inmerecido. Podemos rodear al Presidente, es cierto, pero ¿en torno a qué? o podemos dejar que nos pasen por la faja y se aplique un acuerdo ya firmado y en ciernes de cumplirse, pero ¿a qué costo? Una imposición de un grupo alzado en armas, al margen de la ley, sería un golpe a la democracia, la que se sostiene gracias a que la decisión del pueblo debe ser acatada como prioridad número uno. El sino de Colombia parece ser el de la ambivalencia ¿Por qué no cumplirle a los abstencionistas y resolverles las dudas? ¿Por qué no retomar el Acuerdo desde el momento en que se salió de madre? Porque suponemos, los colombianos, que en algún momento las Farc estuvieron dispuestas a entregar mucho más de lo que les fue concedido ¿o no?
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