Hollywood

La la land

Titulo en español: La ciudad de las estrellas. Dirección: Damien Chazelle. Protagonistas: Emma Stone y Ryan Gosling. 2016 (Estados Unidos)

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 La fantasía como recurso de la memoria

 Este escrito se iba a titular: Bla Bla Bland, porque existía una predisposición -de mi parte- antes de ver la película. La razón era que nada evidencia más las fisuras de Hollywood que la entrega de los premios Oscar. Salvo contadas excepciones y ésta es una de ellas, lo más premiado por la Academia es una demostración de la supremacía de la sociedad de consumo o la reafirmación de algún interés político. Un musical en Los Angeles, la ciudad superficial por excelencia, con dos actores más mediáticos que artistas, daba para enfilar, sin misericordia, un arsenal de críticas.

 Sin embargo… desde el primer segundo se entra, de lleno, en un escenario de vida normal en el que el canto y el baile animan al espectador, así sea, apenas, un recurso para alertar, o poner a punto, una inquietud sentimental. ¿por qué no? De ahí que es válido decir, de una vez, que no se trata de un musical. O sea, ni la banda sonora, ni las ingenuas canciones, ni la sencilla coreografía, son la razón de ser de la historia, sino que surgen como manifestación del amor; porque nada como un romance para poner todo a cantar y a bailar alrededor. Por otro lado, hay jazz, en un intento argumental por reivindicarlo y una tentativa de teatro, como dos formas de arte en decadencia. No existe tampoco un interés en convertir a Stone o a Gosling en cantantes y bailarines profesionales. La estructura es, por lo tanto, más la de una telenovela que la de un musical. Así, creando el ámbito casual del presente, es que empiezan los aciertos de Damien Chazelle, escritor y director del filme.

 Mía y Sebastián son el estereotipo del residente californiano promedio: aspirantes a tener éxito en el mundo del espectáculo. Ella sobrevive de mesera y él como pianista de ocasión, primero y después a cargo de los teclados de una banda de jazz con arreglos demasiado estridentes para su gusto. El romance, desde la tímida cogida de mano en el cine y el baile mágico en el planetario, está determinado por dichas aspiraciones: ella, por supuesto, quiere ser una actriz famosa y él quiere tener un sitio de jazz clásico, donde se escuche a Thelonius Monk y a Charlie Parker, entre otros, mezclado con el sonido improvisado, a media luz y la temperatura sostenida de los viejos metederos de Nueva Orleans. Sólo lo relativo al enamoramiento es grandilocuente -sin exageraciones extremas- de resto es la lucha normal de una pareja por sobrevivir en la ciudad de las estrellas.

 Los Angeles, como prioridad escenográfica, muestra sus colores mundanos, el apiñamiento de su tráfico, su apego a los hitos del cine y sus protagonistas, su llanura al unísona e interminable. Las audiciones y el casting revelan su desencanto y la invasión de las nuevas tendencias visuales y musicales se siente como una amenaza a un pasado con valores estéticos más fundamentados. No es atrevido afirmar, entonces, que su apelativo de “ciudad de las estrellas” ya no hace referencia a las luminarias del celuloide sino a su palpitante sistema de luces, integrado a la vida de sus autopistas, horizontes, valles, letreros, avisos publicitarios, carros, gente y cuadras repetidas hasta la saciedad; como una precipitación que no logra plasmarse, o tocar fondo, porque se renueva cada vez con mayor rapidez. La La Land es una película que maneja, en cada escena, cada encuadre y cada diálogo, la carga de trivialidad que conlleva esta constante aceleración. En ese contexto, Emma Stone y Ryan Gosling no son, para nada, ni pretenden ser: Fred Astaire y Ginger Rogers; es distinto: bailan y cantan porque están enamorados -repito- y lo hacen como cualquier persona que vive en una ciudad donde cada habitante es para sí mismo y potencialmente: un artista. El director demanda de ellos la complicación de ser normales, algo más elaborado quedaría postizo en una propuesta tan centrada en la cotidianidad californiana.

 La La Land es una parábola que, como Los Angeles, entra en la caída libre de la rutina y el agobio, pero que repunta -de manera magistral- en el ámbito de lo que pudo ser este romance, entre Mía y Sebastián, que se acaba, como muchos, precisamente, por exceso de realidad. Se termina, además, como deberían terminar todas las parejas del mundo: con la promesa de amarse para siempre, así bifurquen sus caminos y nunca se vuelvan a ver.

 Cinco años después, ella se ha vuelto famosa, él ha logrado abrir su sitio para tocar jazz y en un encuentro imprevisto, con el sólo cruce de sus miradas, lo que se muestra -en flash back- no es la realidad de lo vivido, sino la fantasía que, como constituyente primario del recuerdo, nos revela todo aquello que hubiera podido ser: la vida juntos, con el brillo y el colorido con que fue imaginada. La memoria, entonces, puede trastocar fechas, borrar caras e ir, con el tiempo, opacando instantes pero las ilusiones permanecen inalteradas e iluminadas por neones nocturnos: los que nunca se apagan.

La la land in IMDb

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Lost in translation

Titulo en español: Perdidos en Tokio. Dirección: Sofia Coppola. Protagonistas: Scarlett Johansson y Bill Murray. 2003 (Estados Unidos y Japón)

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Un poquito de amor

Esta es una película que –me atrevo a afirmar– excedió las expectativas de quienes la hicieron, incluida, por supuesto, Sofia Coppola quien debió prefigurar una historia con la premisa “¿qué le puede pasar de peculiar, en Tokio, a un hombre y una mujer que no tienen muchas ganas de estar allí?” Me refiero a que la publicidad original de la película: afiche, tráiler, carátula, etc. estuvo focalizada en mostrar al actor Bill Murray –famoso por interpretaciones ingenuas, rayanas en la tontería– sentado, con cara de aburrición, en la cama de un cuarto de hotel y usando las pantuflas simplonas que dejan para uso de los huéspedes, al tiempo con la clásica bata de toalla blanca. Se podría pensar en una táctica de mercadeo impuesta por los productores, pero el caso es que se trata de una obra intimista que explora la crisis pasajera de dos seres humanos que se encuentran en el bar de un hotel como los hay miles alrededor del mundo.

No estoy tratando de decir que la joven directora pensó y realizó una película banal –puramente catártica– y que resultó, como por ensalmo, una película inteligente y emotiva; pero si se siente la intervención de muchas manos, no en vano American Zoetrope, la compañía productora de su padre, es la responsable del proyecto; además, extrañamente, ella no se cansa de decir que si no hubiera sido Bill Murray el actor protagonista, ella no hubiera hecho la película.

Las escenas de humor son equilibradas y fluyen, sin parecer demasiado intencionadas, por lo que la situación y los diálogos arrastran al espectador a inquietarse por el momento que viven los protagonistas. No hay amores imposibles –desde que Woody Allen se enamorara de una oveja en Everything you always wanted to know about sex– pero éste no tiene futuro porque ni Bob, un exitoso actor de Hollywood casado tardíamente, ni Charlotte, una jovencita, filósofa de Yale, que lleva dos años de matrimonio con un fotógrafo, están dispuestos a cruzar esa frontera que lo cambia todo. Sin embargo, pasan unos días maravillosos, se tocan el alma y sacan lo mejor de sí, teniendo en cuenta que están en Tokio –un poco a regañadientes– por intereses de terceras personas.

Lástima tener mala memoria. Recuerdo una película argentina, que trata de dos personas que se conocen en la estancia de un amigo e igual, sus vidas están comprometidas con otras y al final, después de la insípida despedida oficial y de manera similar a Lost in translation, el hombre sale detrás de la mujer y la busca para decirle algo urgente pero no logra balbucear nada muy coherente, sin embargo ella responde algo así como: “Sí, nos enamoramos un poquito, pero ya se nos pasará”. Aquí pasa lo mismo Bob y Charlotte se enamoraron un poquito, lo suficiente para imaginar, por ejemplo, una vida juntos, o contarse ciertas intimidades, pero no lo suficiente para incurrir en la infidelidad. La ausencia de sexo, teniendo plenamente la posibilidad, es lo que pone la relación a un nivel poético, más allá de la piel, en un lugar al que –por no tener mejores opciones– podemos decirle: alma.

Tener la posibilidad de algo que vislumbramos mejor para nuestra vida, pero que asumirlo heriría a las personas que queremos, es una situación que nos hace poner nuestra existencia en perspectiva, valorarla por encima de las rutinas cotidianas, de la pérdida del romanticismo y de los peligros del desamor. Cuando se habla, precisamente, de que se han perdido los valores de la sociedad, se hace referencia –entre otras cosas– a que el vínculo del amor pasó de ser indisoluble, a perder su capacidad de unir a la pareja y a la familia, a incumplir con su función de pegamento entre las personas. Hoy por hoy, la gente se enamora de otras cosas como el dinero, el estatus y el apellido, por ejemplo; por lo que el espectador puede pensar –como efectivamente lo hace– que para un hombre maduro sería un “hit” vivir un ardoroso romance con una rubia joven y bella, de prominentes proporciones, y para la jovencita sería aún mejor atrapar a un hombre que, sólo en la semana que estuvo en Tokio, se ganó dos millones de dólares haciendo la publicidad de un whisky. 

La única infidelidad de la película es la de Sofia Coppola que traiciona los estereotipos de Hollywood, y de la sociedad americana, particularmente, en que los hombres ricos y viejos se quedan con las mujeres jóvenes y bellas. Además de esa infamia que debió decepcionar a muchos espectadores, la heredera de American Zoetrope que en su larga vida ha generado películas tan icónicas como El padrino, Apocalipse now y American graffiti, por mencionar algunas, se atreve hacer una película sombría inspirada –no sé– por Bergman, por Kieslowski y algo de Kurosawa, a quien Sofia debió conocer siendo apenas una niña en 1980, cuando George Lucas y Francis Ford Coppola hicieron la producción ejecutiva de Kagemucha, La sombra del guerrero.

Sea como fuere Sofia Coppola ha logrado que a su película, lo que, hace quince años, era casi imposible en Hollywood, se le califique como: Cine Arte.

Lost in translation in IMDb

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Inventing the Abbotts

Título en español: Círculo de pasiones. Dirección: Pat O’Connor. Protagonistas: Jennifer Connelly, Liv Tyler, Joaquin Phoenix, Billy Crudup y Joanna Going. 1997 (Estados Unidos)

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Entre el rumor y la mentira

Una apuesta, una muerte y una pregunta: ¿qué pasó? La película responde a esta incógnita, no sin antes mostrar los efectos de la mala interpretación que, de los hechos, se hizo durante la vida del joven que narra la historia. 

1957, un barrio común y corriente de la suburbia norteamericana; las faldas jardineras están en furor, al tiempo con Elvis Presley y las corbatas delgaditas. Otro de los miles de microcosmos donde se replicó el fenómeno de la sociedad capitalista: “La gente vale por su patrimonio” y que –aparentemente, de manera irrefrenable– ha cambiado la valoración del ser humano en pro del consumismo y la idealización del dinero. La película establece, con claridad, esas coordenadas para contar una historia de esas que se cuecen a fuego lento y que, cuando venimos a ver, se trata de una olla pitadora a punto de reventar. Me adelanto en decir que, por supuesto que revienta, pero amortiguada por: la verdad, que aparece de manera natural a esclarecerlo todo.

Al final, el espectador sale tranquilo a la calle porque, él mismo, ha sufrido la misma confusión del narrador que es el menor de los Holt: un muchacho despreocupado que se pinta las patillas de Elvis para una fiesta, con tinta de estilográfico, y no le da pena hacer el oso. Ama con autenticidad a Pamela, la menor de las Abbott, pero no con esa rabia y ansiedad con que su hermano las corteja, las seduce y las quiere llevar al altar; a cualquiera de ellas, la que sea; incluida Pamela con quien no pierde la oportunidad –en un momento vulnerable de ella– de tratarla como la presea que le estaba haciendo falta. Esta es, además, la situación que desenreda la madeja, después de casi 20 años, y que deja al descubierto la difusa frontera que existe entre el rumor y la mentira.

Es una película desconocida, de esas que distribuyen las multinacionales del cine sin mayores alharacas y que no dura mucho tiempo en cartelera; de esas que uno toma en la video tienda, también, sin expectativas, pero que resulta siendo un goce verla. La actuación de Joaquin Phoenix y Liv Tyler es maravillosa, la de Jennifer Connelly, por supuesto que también; pero asimismo es la de Billy Crudup, Joanna Going y muy especialmente la de Kathy Baker, la mamá de los Holt, cuya transparencia de carácter le da credibilidad al desenlace de la trama.

No es una película nominada a nada importante, no es una película aclamada por la audiencia, ni por la crítica, no está en la lista de favoritos de nadie, no te la ponen de frente en Blockbuster y tampoco tiene potencial ninguno a convertirse en una película de culto, pero te llega al alma, te obliga a sentir una infamia galopante que se te viene encima y a cuestionarte cada gesto, cada diálogo, cada movimiento suspensivo de la cámara. Pasas de la indignación a la ternura con facilidad y te da vergüenza juzgar a los protagonistas porque te has enamorado de ellos; salvo del padre de las niñas Abbott, al que aborreces porque asume todas las bravuras de todos los padres del planeta, que quieren lo mejor para sus hijas. Sin embargo, terminas dándole la razón, sin esfuerzo y por lo mismo: porque también tiene la nobleza y la querencia de todos los padres del planeta.

“Hay dos tipos de amor”, dice la madre de los Holt, “cuando amamos sin que nada nos importe y cuando amamos porque la situación es correcta” y remata “prefiero el primero”. Pienso que todo el mundo –o la mayoría de gente– prefiere el primero; inclusive, los que están enamorados por la segunda razón dirán, si se les pregunta, con poesía en los labios: que aman sin que les importe nada. Si el espectador se pregunta por qué Lloyd Abbott (el padre) es tan ferozmente radical en su actitud contra Jacey Holt, el mayor; pero cede a que Doug, el menor, se case con Pamela es porque él advierte que son amores diferentes y prefiere alejar al oportunista, a Jacey, que infortunadamente se cree con un derecho divino basado en la verdad, a medias, que ha creído durante toda la vida.

Inventing the Abbotts en IMDb

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The Truman Show

Título en español: El Show de Truman: Una vida en directo. Dirección: Peter Weir. Protagonistas: Jim Carrey, Laura Linney, Noah Emmerich y Ed Harris. 1998 (Estados Unidos)

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La ternura vs. la omnipotencia

Las buenas películas son aquellas a las que a uno le dan genuinas ganas de volverlas a ver, de descubrirles algo nuevo, de dejarse llevar por su oleaje y sin esfuerzos, cuando las aprendemos de memoria, incorporarlas a nuestro sistema límbico. The Truman Show es esta clase de película; inclusive, a veces pienso, que secretamente el director deja indicios que, por su complejidad, no toman sentido sino la segunda, o tercera, vez que la vemos.

The Truman Show es una película sobre Dios, sobre la omnipotencia. Eso no tiene mayor misterio, el determinador de la vida de Truman Burbank se llama Kristof y tiene ese aire de “sabérselas todas” que uno odia en la gente que todo lo mira por el rabillo del ojo. Todo lo dice como si fuera la verdad revelada y se siente el temor de los demás a su alrededor y su incapacidad para contradecirlo. Aparece con una de esas boinas tejidas que cubren todo el pelo y que caen de medio lado, dando ese pretendido toque estético de quienes creen que todo lo convierten en una tendencia a seguir. Se toma esos segundos de más, antes de hablar, que utilizan las personas que todo lo que expresan pretende ser de importancia suma. Él cuenta la historia de Truman y cómo lo salvaron de la orfandad cediéndole la paternidad a una corporación que lo puso delante de las cámaras desde su nacimiento. Lo que no deja de inquietar al espectador porque las corporaciones son, en Estados Unidos, esas entidades que manejan los hilos del verdadero poder: son señaladas de jugar con los precios del petróleo, de tener intereses en los negociados de las armas y, entre otras cosas, de nombrar presidentes. Si tocara ponerles cara serían: Kristof, de ahí que se trata de un anti-protagonista que Goliat envidiaría.

No hay sutilezas conceptuales, el pueblo se llama Seahaven y es el clásico paraíso norteamericano, donde suceden las películas de Spielberg -por dar un ejemplo, esta película es de Peter Weir- y utiliza ese mismo cliché de casas iguales, con todas las comodidades, calles iguales, familias iguales, colores pastel que no envejecen, jardines peluqueados como una cabeza de soldado y mujeres como Meryl Burbank, la esposa de Truman, que festejan las marcas de todo lo que les satisface una necesidad; en este caso ella lo que hace es presentar los beneficios de cada producto frente a la cámara y ante miles de millones de personas alrededor del mundo. O sea que si Kristof fuera Zeus, la publicidad sería su rayo que implacable nos domina y mantiene a raya nuestros sueños, porque sólo nos permite desear lo que todos desean y eso, en el fondo, es frustrante; como las religiones y sus fanatismos adscritos.

Es, por supuesto, un Dios omnipresente; por medio de miles de cámaras vigila hasta el último movimiento del único verdadero ser humano en escena -los demás son actores, extras la mayoría-, inclusive hay una cámara entre el hueco del tajalápices eléctrico. No hay diferencias con la vida real: un mundo del que no podemos salir, una constante sensación de que nos están mirando, una humanidad que reconocemos en nuestra carne y en nuestro hueso, y los demás, allegados, amigos, desconocidos que se nos cruzan en la calle, todos juegan un papel alrededor nuestro. En realidad, todos somos Truman, vigilantes, atentos a que se nos revele la verdad de la existencia, con ganas pero sin posibilidades de salir corriendo a cerciorarnos de que las pirámides de Egipto estén ahí, y sean de piedra y no de cartón o algún poliuretano; preparados para desaparecer sin avisar, que no tengan tiempo los productores de nuestra propia telenovela de construir de afán el puente de Brooklyn, o una ciudad entera como Tokio o Kuala Lumpur; por eso y es tal vez lo más diciente de la naturaleza manipuladora de Kristof: a Truman le insertan de forma truculenta, en sus pensamientos de niño, el miedo al agua y el pecado injusto de haber dejado ahogar a su padre.

Se trata, entonces, de un Dios paralizante que, para agravar las cosas, es predeterminador. En el set, todo se controla al milímetro y el espectador resiente el drasticismo con que se resuelven los problemas propios de un show muy humano de características planetarias. El dilema de Truman es la verdad, o la mentira, y este hubiera podido no resolverse si no aparece Lauren, en escena, a mostrarle una ternura para él desconocida. El dilema del espectador es más superficial; Truman tendría en el mundo real una vida de riquezas y titulares en los tabloides, pero en esa “cárcel” se tiene que conformar con las pequeñas y obligatorias expectativas de la clase media. Lo bueno de Truman es que tiene carisma, sólo con su gestualidad manifiesta esa bonhomía de espíritu de quien no merece ser engañado de una manera tan ignominiosa. Y, con todo en su contra, se lanza al agua a vencer su miedo y a averiguar, de una vez por todas, de qué está hecho y cuál es la verdad de su vida.

El final es previsible, no en vano es una película de Hollywood, el espíritu humano vence todos los obstáculos para que los espectadores salgan satisfechos de la sala de cine -la reafirmación de la catarsis de que habla Bruckhart-. Sin embargo, con todo lo fastidioso que eso puede ser, una vez que Kristof renuncia a su poder, la tormenta amaina, el agua se calma, sale el sol y sucede una de las escenas más poético-apoteósicas del cine -desde la luna de Méliès- la punta de la embarcación choca contra el horizonte de dry wall; no monstruos infernales, no acantilados sin fondo: un muro pintado de azul con nubecitas y una escalera para subir al purgatorio.

The Truman Show en IMDb

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