Noeh Emmerich

The Truman Show

Título en español: El Show de Truman: Una vida en directo. Dirección: Peter Weir. Protagonistas: Jim Carrey, Laura Linney, Noah Emmerich y Ed Harris. 1998 (Estados Unidos)

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La ternura vs. la omnipotencia

Las buenas películas son aquellas a las que a uno le dan genuinas ganas de volverlas a ver, de descubrirles algo nuevo, de dejarse llevar por su oleaje y sin esfuerzos, cuando las aprendemos de memoria, incorporarlas a nuestro sistema límbico. The Truman Show es esta clase de película; inclusive, a veces pienso, que secretamente el director deja indicios que, por su complejidad, no toman sentido sino la segunda, o tercera, vez que la vemos.

The Truman Show es una película sobre Dios, sobre la omnipotencia. Eso no tiene mayor misterio, el determinador de la vida de Truman Burbank se llama Kristof y tiene ese aire de “sabérselas todas” que uno odia en la gente que todo lo mira por el rabillo del ojo. Todo lo dice como si fuera la verdad revelada y se siente el temor de los demás a su alrededor y su incapacidad para contradecirlo. Aparece con una de esas boinas tejidas que cubren todo el pelo y que caen de medio lado, dando ese pretendido toque estético de quienes creen que todo lo convierten en una tendencia a seguir. Se toma esos segundos de más, antes de hablar, que utilizan las personas que todo lo que expresan pretende ser de importancia suma. Él cuenta la historia de Truman y cómo lo salvaron de la orfandad cediéndole la paternidad a una corporación que lo puso delante de las cámaras desde su nacimiento. Lo que no deja de inquietar al espectador porque las corporaciones son, en Estados Unidos, esas entidades que manejan los hilos del verdadero poder: son señaladas de jugar con los precios del petróleo, de tener intereses en los negociados de las armas y, entre otras cosas, de nombrar presidentes. Si tocara ponerles cara serían: Kristof, de ahí que se trata de un anti-protagonista que Goliat envidiaría.

No hay sutilezas conceptuales, el pueblo se llama Seahaven y es el clásico paraíso norteamericano, donde suceden las películas de Spielberg -por dar un ejemplo, esta película es de Peter Weir- y utiliza ese mismo cliché de casas iguales, con todas las comodidades, calles iguales, familias iguales, colores pastel que no envejecen, jardines peluqueados como una cabeza de soldado y mujeres como Meryl Burbank, la esposa de Truman, que festejan las marcas de todo lo que les satisface una necesidad; en este caso ella lo que hace es presentar los beneficios de cada producto frente a la cámara y ante miles de millones de personas alrededor del mundo. O sea que si Kristof fuera Zeus, la publicidad sería su rayo que implacable nos domina y mantiene a raya nuestros sueños, porque sólo nos permite desear lo que todos desean y eso, en el fondo, es frustrante; como las religiones y sus fanatismos adscritos.

Es, por supuesto, un Dios omnipresente; por medio de miles de cámaras vigila hasta el último movimiento del único verdadero ser humano en escena -los demás son actores, extras la mayoría-, inclusive hay una cámara entre el hueco del tajalápices eléctrico. No hay diferencias con la vida real: un mundo del que no podemos salir, una constante sensación de que nos están mirando, una humanidad que reconocemos en nuestra carne y en nuestro hueso, y los demás, allegados, amigos, desconocidos que se nos cruzan en la calle, todos juegan un papel alrededor nuestro. En realidad, todos somos Truman, vigilantes, atentos a que se nos revele la verdad de la existencia, con ganas pero sin posibilidades de salir corriendo a cerciorarnos de que las pirámides de Egipto estén ahí, y sean de piedra y no de cartón o algún poliuretano; preparados para desaparecer sin avisar, que no tengan tiempo los productores de nuestra propia telenovela de construir de afán el puente de Brooklyn, o una ciudad entera como Tokio o Kuala Lumpur; por eso y es tal vez lo más diciente de la naturaleza manipuladora de Kristof: a Truman le insertan de forma truculenta, en sus pensamientos de niño, el miedo al agua y el pecado injusto de haber dejado ahogar a su padre.

Se trata, entonces, de un Dios paralizante que, para agravar las cosas, es predeterminador. En el set, todo se controla al milímetro y el espectador resiente el drasticismo con que se resuelven los problemas propios de un show muy humano de características planetarias. El dilema de Truman es la verdad, o la mentira, y este hubiera podido no resolverse si no aparece Lauren, en escena, a mostrarle una ternura para él desconocida. El dilema del espectador es más superficial; Truman tendría en el mundo real una vida de riquezas y titulares en los tabloides, pero en esa “cárcel” se tiene que conformar con las pequeñas y obligatorias expectativas de la clase media. Lo bueno de Truman es que tiene carisma, sólo con su gestualidad manifiesta esa bonhomía de espíritu de quien no merece ser engañado de una manera tan ignominiosa. Y, con todo en su contra, se lanza al agua a vencer su miedo y a averiguar, de una vez por todas, de qué está hecho y cuál es la verdad de su vida.

El final es previsible, no en vano es una película de Hollywood, el espíritu humano vence todos los obstáculos para que los espectadores salgan satisfechos de la sala de cine -la reafirmación de la catarsis de que habla Bruckhart-. Sin embargo, con todo lo fastidioso que eso puede ser, una vez que Kristof renuncia a su poder, la tormenta amaina, el agua se calma, sale el sol y sucede una de las escenas más poético-apoteósicas del cine -desde la luna de Méliès- la punta de la embarcación choca contra el horizonte de dry wall; no monstruos infernales, no acantilados sin fondo: un muro pintado de azul con nubecitas y una escalera para subir al purgatorio.

The Truman Show en IMDb

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