Anna Karenina

Dirección: Joe Wright. Protagonistas: Keira Knightley, Jude Law, Matthew MacFadyen, Alicia Vikander y Emily Watson. 2012

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El desamor imaginado

La aristocracia rusa tomó de la europea sus más relamidos protocolos. El terreno ganado por la estética en París, en las décadas anteriores a la revolución, se pierde en San Petersburgo y Moscú por las contravenciones del exceso y el uso de los erróneos amaneramientos. No se puede juzgar a Tolstoi por una película que resume su extensa novela, pero sí se puede señalar que el director Joe Wright hizo un experimento que no funcionó para la crítica. El espectador, como en un museo, está literalmente sentado frente a una obra de arte que, desde los primeros minutos, revela una larga retahíla de artificios innecesarios, lo que -en mi sentir- lejos de descalificarla, o invalidar sus múltiples aciertos, le da un sello de autenticidad maravilloso. Que, en un empeño de perfeccionismo, a una realización cinematográfica no le sobre, ni le falte nada, la convierte en una pretensión de higiénica joyería, antes que en el resultado de un esfuerzo humano.

La narración sucede en un teatro, lo que es, de antemano, una curiosidad -¿o un desatino?- tratándose Anna Karenina de un texto original del género novelístico. Muchas veces la tramoya se abre, por medio de inmensas puertas o cortes exteriores que muestran los vastos horizontes rusos y esa diferencia, entre lo encajonado y lo espacial, muestra cómo son de pequeñas y mezquinas las penurias del hombre frente a la naturaleza. Grandilocuente metáfora que también subraya la incapacidad de una moral tan restrictiva en aceptar los dictámenes del sentimiento. La protagonista, al final, se tira de frente a los rieles de un tren en movimiento -eso lo sabe todo el mundo-; queda desgarrada, partida en dos, tal y como ha sido su vida: entre lo debido y lo indebido. Las descripciones palaciegas, los detalles de la vida rural y las intrigas sociales son secundarias; es la locura de Anna Karenina lo que le toma a Tolstoi todo el tesón de su abigarrada caligrafía. Estamos, pues, ante el forcejeo del texto versus el guion, la página versus el celuloide, la tinta versus la luz, la paciencia versus la inmediatez; pelea que gana, con creces, el libro pero cuya victoria no es reconocida por la vida acelerada de hoy. Eso no quiere decir que Anna Karenina sea un personaje inapropiado para llevar a la pantalla grande -pues el cine terminará arrastrando frente a la cámara y sin misericordia, hasta la última criatura literaria agazapada en las bibliotecas- sino que el reto de mostrar su verdadera índole, con la camisa de fuerza impuesta por la superabundancia de creatividad, resultó fallido.

Nadie se suicida por amor, en estos días; y es una lástima porque se trata de una forma noble de morir, distinta a un cáncer terminal o a una cuchillada rastrera durante un atraco. Estamos hablando del Siglo XVIII, cuando el amor se sentía en la garganta y sólo se podía respirar con la anuencia y cercanía del ser amado. Lo contrario era una asfixia exasperante que mermaba el flujo de oxígeno en el cerebro, por lo que eran inevitables las aproximaciones de la demencia. Anna Karenina está casada con un alto funcionario del gobierno y lo tiene todo y cuando se enamora del joven y apuesto Conde Vronsky también lo tiene todo. Disfruta de su amor prohibido, hasta sus últimas consecuencias, contrario a muchas otras mujeres de la literatura cuyos amores, en contravía, fueron frustrados y no pasaron de un beso o una angustiosa noche de pasión, antes del rechazo o la muerte. Anna logra conservar, inclusive, el amor de su marido quien trata de ayudarla, al extremo de perdonar a Vronsky cuando ambos piensan que ella va a morir de fiebre puerperal.

Anna Karenina se convence, con el peso de la fría soledad, de que ya nadie la quiera y con la amenaza de esa imaginada falta de amor, irrumpen los celos y el derrumbe de la autoestima. No se da cuenta ¡pobrecita! que, igualmente constreñidos por la sociedad, el marido está imposibilitado para otorgar el divorcio y Vronsky, aunque aceptado en los clubes y en las fiestas de la alta sociedad moscovita, está condicionado a ir solo, sin su concubina y con la tácita prohibición de mencionarla. El ostracismo la consume, poco a poco; por voluntad propia asiste a los eventos culturales donde antes era admirada y Anna no recibe sino las espaldas que dejan entrever el escarnio. Si del amor al odio sólo hay un paso, del amor al desamor, sólo un parpadeo y un tren, en pleno invierno, tomando impulso.

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