Factory girl

Titulo en español: Fábrica de Sueños. Dirección: George Hickenlooper. Protagonistas: Sienna Miller y Guy Pierce. 2006 (Estados Unidos)

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Un caballo en el quinto piso

Factory girl es una película, aunque no lo parezca: cortopunzante. La actuación de Guy Pierce es memorable, representa un Andy Warhol ególatra pero a su vez ensimismado, como una especie de autista inteligente; pensativo en extremo y, en extremo, manipulable por el entorno, por el “qué dirán”, por las tendencias cosméticas, por la insidia de los tabloides y rodeado por personas subalternas de su fama. Nueva York es el centro del mundo, es la ciudad que reina con los ropajes de las vanguardias; ésta presta sus espacios para el desacato intelectual, el extravío del espíritu y la permisibilidad de la droga.

El auge de la cocaína va de la mano con el derrumbe de la moral conservadora. El arte privilegia el significado y denigra de la técnica, las parejas interraciales se sienten a gusto en los paraderos de los buses, el movimiento gay toma impulso y se restringe drásticamente la importación del tabaco cubano. La cultura pierde su exclusividad, su estrato, y se vuelve Pop: se vuelve de todos. El arte excede el lienzo y los pinceles: el ruido intestinal inspira a los músicos y cualquier mujer que lea poesía frente a un baño público es musa. Warhol es, entonces, la cresta de la nueva ola. Tiene un look calculado para parecer descuidado. Su estilo marca una tendencia andrógina pero a la moda. Se maquilla con tonos claros y busca la neutralidad del blanco que, por lo menos, es una buena excusa para taparse la piel de la cara, estragada por la adolescencia.

Su taller se llama la Fábrica (Factory) pero también es peluquería, estudio fotográfico, escenario de cine, discoteca y ¿por qué no? establo: una vez subió –el taller quedaba en un piso superior– diversos animales para una filmación. Una escena era, por ejemplo, varios hombres vestidos de cuero negro acariciando un caballo, Warhol quería filmarlo con una erección. El animal embravecido por el trato desnaturalizado, entre paredes de concreto y a punto de acabar con todo fue calmado por Edie Sedgwick, la protagonista de la película, quien había crecido en un rancho de tres mil hectáreas y conocía sobre el sentimiento que prima en la relación de los seres humanos con el reino animal. Warhol ya la conocía y le había ofrecido, por adularla, un papel en alguna de sus películas, pero ese espectáculo equino-femenino-poético se le antoja poderosamente visual, sugestivo y se decide a convertirla en una diva. Hacía un par de generaciones, en las tierras de su familia, se descubrió un inmenso yacimiento de petróleo; por lo que su apellido en Nueva York tenía la misma resonancia que el de otros magnates del oeste norteamericano como Getty, Davis, Hearst, Redstone, Hughes y Moore, entre otros.

Edie, no era precisamente una niña consentida, ni autorizada a explorar sus desvarios –como Paris Hilton, hoy, por ejemplo- al contrario, su padre era muy estricto, seguidor de los lineamientos sociales y deliberadamente machista. Una noche la invitó con Warhol a un restaurante estupendo sólo para ofender al artista, rebajando su homosexualidad al subsuelo e injuriando su facha de mujercita chillona. Siempre que pudo fue muy duro con ella, le señalaba su anorexia y su drogadicción como debilidades de una mujer casquivana, sin ley ni orden y la forma lacerante de ser con ella misma. Bastaba admirar a Warhol para admirarla a ella, sin embargo, aunque siguió actuando en todas sus películas, Edie empezó a sentir incomodidad entre tanta diletancia y libertinaje, en un ambiente en que la droga era uno de los principales ingredientes de la extravagancia. Aunque apareció en carátulas de Vogue y Esquire, su carrera como modelo nunca despegó porque era vista como una enfant terrible cuya indisciplina era mal vista en las pasarelas y en los cocteles de los diseñadores de moda.

Representada por la sensual Sienna Miller, la audiencia se enamora de su vulnerabilidad, de sus huesos maltratados por el exceso, de su ficticia joie de vivre y de su desmedida confianza en Andy Warhol, quien la hace a un lado como material de desecho cuando ella pierde sus encantos y la fiducia de su padre. Bob Dylan se enamora perdidamente de ella, le suplica que se aleje de todo lo que Warhol representa, lucha por ella hasta el cansancio. Infructuosamente, porque inclusive, hoy, su nombre está atado al del artista vanguardista y a su arte cinematográfico. Digamos que Edie, en un asomo de lucidez, debió pensar que más importante que ser la esposa de un guitarrista rodante, era ser una obra de arte de carne y hueso moldeada por el artista más representativo del Arte Pop. Esto último, como su romance con Dylan, parecen ser meras especulaciones de los medios de comunicación. La historia está más inclinada a señalar que sus amoríos eran con uno de los asistentes del rockero.

La película, con música de The Velvet Underground, tiene, además, un valor psicológico porque muestra los momentos creativos del artista en que afloran, incesantes, sus inseguridades. La necesidad obsesiva de Warhol, de tener que gustarle a todo el mundo, sobre todo a su madre; y la forma cómo personas mezquinas no tienen problema para ser aceptados en su entorno.

La lectura final de la obra cinematográfica es la de mostrar el fracaso sublimado de una generación cuyo arte trastocó los criterios para acceder a la felicidad. Edie Sedgwick no fue la excepción, no fue feliz tampoco, ni logró rehabilitarse del todo. Se casa con Michael Post a quien conoce en un hospital psiquiátrico y al año logra hacerse recetar barbitúricos por su médico personal. Muere dormida, fue tal vez lo único que hizo con cierta tranquilidad.

Factory girl en IMDb

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