Anna Karenina

Dirección: Joe Wright. Protagonistas: Keira Knightley, Jude Law, Matthew MacFadyen, Alicia Vikander y Emily Watson. 2012

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El desamor imaginado

La aristocracia rusa tomó de la europea sus más relamidos protocolos. El terreno ganado por la estética en París, en las décadas anteriores a la revolución, se pierde en San Petersburgo y Moscú por las contravenciones del exceso y el uso de los erróneos amaneramientos. No se puede juzgar a Tolstoi por una película que resume su extensa novela, pero sí se puede señalar que el director Joe Wright hizo un experimento que no funcionó para la crítica. El espectador, como en un museo, está literalmente sentado frente a una obra de arte que, desde los primeros minutos, revela una larga retahíla de artificios innecesarios, lo que -en mi sentir- lejos de descalificarla, o invalidar sus múltiples aciertos, le da un sello de autenticidad maravilloso. Que, en un empeño de perfeccionismo, a una realización cinematográfica no le sobre, ni le falte nada, la convierte en una pretensión de higiénica joyería, antes que en el resultado de un esfuerzo humano.

La narración sucede en un teatro, lo que es, de antemano, una curiosidad -¿o un desatino?- tratándose Anna Karenina de un texto original del género novelístico. Muchas veces la tramoya se abre, por medio de inmensas puertas o cortes exteriores que muestran los vastos horizontes rusos y esa diferencia, entre lo encajonado y lo espacial, muestra cómo son de pequeñas y mezquinas las penurias del hombre frente a la naturaleza. Grandilocuente metáfora que también subraya la incapacidad de una moral tan restrictiva en aceptar los dictámenes del sentimiento. La protagonista, al final, se tira de frente a los rieles de un tren en movimiento -eso lo sabe todo el mundo-; queda desgarrada, partida en dos, tal y como ha sido su vida: entre lo debido y lo indebido. Las descripciones palaciegas, los detalles de la vida rural y las intrigas sociales son secundarias; es la locura de Anna Karenina lo que le toma a Tolstoi todo el tesón de su abigarrada caligrafía. Estamos, pues, ante el forcejeo del texto versus el guion, la página versus el celuloide, la tinta versus la luz, la paciencia versus la inmediatez; pelea que gana, con creces, el libro pero cuya victoria no es reconocida por la vida acelerada de hoy. Eso no quiere decir que Anna Karenina sea un personaje inapropiado para llevar a la pantalla grande -pues el cine terminará arrastrando frente a la cámara y sin misericordia, hasta la última criatura literaria agazapada en las bibliotecas- sino que el reto de mostrar su verdadera índole, con la camisa de fuerza impuesta por la superabundancia de creatividad, resultó fallido.

Nadie se suicida por amor, en estos días; y es una lástima porque se trata de una forma noble de morir, distinta a un cáncer terminal o a una cuchillada rastrera durante un atraco. Estamos hablando del Siglo XVIII, cuando el amor se sentía en la garganta y sólo se podía respirar con la anuencia y cercanía del ser amado. Lo contrario era una asfixia exasperante que mermaba el flujo de oxígeno en el cerebro, por lo que eran inevitables las aproximaciones de la demencia. Anna Karenina está casada con un alto funcionario del gobierno y lo tiene todo y cuando se enamora del joven y apuesto Conde Vronsky también lo tiene todo. Disfruta de su amor prohibido, hasta sus últimas consecuencias, contrario a muchas otras mujeres de la literatura cuyos amores, en contravía, fueron frustrados y no pasaron de un beso o una angustiosa noche de pasión, antes del rechazo o la muerte. Anna logra conservar, inclusive, el amor de su marido quien trata de ayudarla, al extremo de perdonar a Vronsky cuando ambos piensan que ella va a morir de fiebre puerperal.

Anna Karenina se convence, con el peso de la fría soledad, de que ya nadie la quiera y con la amenaza de esa imaginada falta de amor, irrumpen los celos y el derrumbe de la autoestima. No se da cuenta ¡pobrecita! que, igualmente constreñidos por la sociedad, el marido está imposibilitado para otorgar el divorcio y Vronsky, aunque aceptado en los clubes y en las fiestas de la alta sociedad moscovita, está condicionado a ir solo, sin su concubina y con la tácita prohibición de mencionarla. El ostracismo la consume, poco a poco; por voluntad propia asiste a los eventos culturales donde antes era admirada y Anna no recibe sino las espaldas que dejan entrever el escarnio. Si del amor al odio sólo hay un paso, del amor al desamor, sólo un parpadeo y un tren, en pleno invierno, tomando impulso.

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Der Untergang

Título en español: El hundimiento. Dirección: Oliver Hirchbiegel. Protagonistas: Bruno Ganz y Alexandra María Lara. 2004

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Poética del no arrepentimiento

Hitler se suicida al tiempo con Eva Braun, toman una cápsula de cianuro y se pegan un tiro. Esa mañana, el Führer ha hecho lo mismo con su perro y le ha entregado cápsulas venenosas, a la mayor parte de su staff, para quien quiera seguirlo en su fatídica suerte. Goebbels y su esposa hacen lo propio, después de asesinar a sus seis hijos: los hacen beber una infusión amarga que los duerme y durante el sueño les aplican el cianuro en la boca. De los que quedan en el búnker, uno que otro se suicida, pero la mayoría sale corriendo ante la inminente toma de Berlín, por parte del ejército ruso.

Esta es una película sobre los últimos días del Tercer Reich y sobre la soledad del poder. Está escrita, producida y dirigida por alemanes, con base en el libro testimonial de Trudl Junge quien fuera la secretaria personal de Hitler, desde principios de la II Guerra Mundial; ella aparece en la primera escena diciendo: “Hubiera podido negarme a servirlo, pero no lo hice. Era demasiado curiosa. No me di cuenta de que mi destino me llevaría a donde yo no quería; de todas maneras, me cuesta trabajo perdonarme.” Después de esa sentida e incómoda introducción uno esperaría cualquier tipo de excusa, cualquier tipo de mitigación de la culpa por parte de los alemanes, pero, no es así; en el marco de una objetividad tajante y estudiada, personifican a un Hitler amable en la intimidad, sin ser cariñoso, y monstruoso en su concepción humana. En una de las primeras escenas le dice a Albert Speer, su arquitecto, parados frente a una fabulosa maqueta de la nueva Berlín del Tercer Reich, la que piensan construir: “¡Qué nos bombardeen todo lo que quieran, nos están ahorrando el trabajo de tumbar la ciudad vieja!” En esa misma escena –hay personas cercanas que ya le están pidiendo que se marche de la ciudad– Hitler, al respecto de irse o quedarse, pregunta la opinión de su arquitecto y éste le contesta: “Yo pienso que usted debe estar en escena, cuando caiga el telón.”

La representación de Hitler es impecable, Bruno Ganz logra un personaje creíble e históricamente contundente: la tembladera de su mano izquierda, llevada hacia la espalda, su voz chillona en los momentos de excitación y su obsesión por el rigor y los protocolos; su falta de sentimiento por el prójimo –salvo su perro– sumada a la ausencia total de compasión. “¿Qué hacemos para salvar a los civiles: mujeres y niños?” le pregunta un de los jefes del Estado Mayor, a lo cual contesta: “En la guerra no hay civiles”. Una de las escenas exteriores muestra a Hitler condecorando niños de trece y catorce años por sus labores bélicas y hasta el último momento, con los rusos a la vuelta de la esquina, se siguen sacrificando alemanes por traición, a los que se arrepienten de su apoyo al Nacional Socialismo o a los que tratan de escapar o amenazan con hacerlo. Se evidencia la decadencia a su alrededor: hombres sumidos en la ebriedad, el letargo de las drogas y la falsa distracción de las fiestas en que el ruido de la champaña, al destaparse, se confunde con la explosión de las bombas; pero Hitler se niega a ver el hundimiento, inmerso en sus últimas elucubraciones por tratar de reversar el fracaso de su propia guerra. La realidad es inexorable, los batallones y líneas de defensa con que él cuenta para defender Berlín, no existen y para su infortunio es el último en reconocer la cercanía del desenlace, porque sus hombres le ocultan lo esencial de la situación y hacen esfuerzos sobrehumanos para evitar sus malos genios; nadie se atreve a confrontarlo y su círculo de colaboradores –excepto Goebbels– huyen y son, uno a uno, acusados de traición, con justicia o sin ella.

El entorno general es de austeridad y ese es el tono de la película, no tiene lujos, no se interesa tanto por las fracturas del imperio, sino por las del ser humano y la ideología que representa. Algunos desafueros verbales muestran la decepción de Hitler y la narración es muy clara, casi puntillosa, en establecer que no hubo ni un solo asomo de duda entre la vida y la muerte: “El capitán se hunde con su barco” por así decirlo y las instrucciones son ineludibles: ambos cadáveres deben ser quemados, con gasolina, hasta su absoluta calcinación, no debe quedar ningún resto que sirva como un símbolo triunfalista del enemigo.

El espectador siente la asfixia, su oído constata el acercamiento de las bombas; el búnker tiembla, agoniza, está lleno del humo del tabaco que todos fuman y el polvo de una que otra explosión que da en el blanco. La bacanal, como tal, no se da –por la misma austeridad– pero Eva Braun tiene carta blanca para escapar la realidad, a su albedrío, con los regocijos que tenga a la mano y a conciencia de que seguirá el destino que le indique su marido. No hay una debacle real, en ese encierro; inclusive, el último día, Hitler almuerza un plato sencillo y se despide de todos, en fila, con la misma emoción de partir para un viaje o pasar una temporada de vacaciones alejado de los suyos y del poder. Tampoco hay un resentimiento distinto al de una rabia manifiesta hacia los traidores, por quienes trataron de entregarse, con base en algún tipo de negociación, a los vencedores –y que después fueron juzgados en Nuremberg, la mayoría–. Así se haya perdido la guerra y truncado unas expectativas de dominación universal, se tiene una lectura de “labor cumplida” como si el solo atrevimiento de haberse querido tomar el mundo y el asesinato en masa de razas inferiores hubiera sido, en todas sus formas, justificable.

Pese al agotamiento de los recursos vitales que sufre Berlín, la luz, dentro del búnker, es siempre blanca y brillante, hasta el final; los exteriores son menos lúcidos y la devastación humana es tan cargante como la ciudad en ruinas, el espectador no tiene problemas para entrever el daño extensivo de la derrota. El resultado estético revela una poética del no arrepentimiento, porque ni los diálogos, ni las gestualidades, ni la desesperación de los civiles, ni la incredulidad de los militares que huyen: que se dispersan como cuando se le prende fuego a un nido de ratas, revelan el requerimiento de alguna clase de perdón, por la ignominia cometida. Hay un dolor latente por la caída del Tercer Reich, su élite y su líder, pero ningún sentimiento ni remotamente parecido a la piedad, o al remordimiento, por la sangre fría con que diezmaron Europa. Una poética del no arrepentimiento cuya manifestación es a nivel actoral y soportada por un guion que muestra unos hombres derrotados, sí, pero sin lamentos de ninguna especie. El único quebranto, se siente por parte de la mujer que narra la historia, pero cincuenta años después, o sea con tiempo de sobra para lamentarse del apocalipsis que los de su misma sangre desencadenaron.

Der Untergang en IMDb

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La la land

Titulo en español: La ciudad de las estrellas. Dirección: Damien Chazelle. Protagonistas: Emma Stone y Ryan Gosling. 2016 (Estados Unidos)

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 La fantasía como recurso de la memoria

 Este escrito se iba a titular: Bla Bla Bland, porque existía una predisposición -de mi parte- antes de ver la película. La razón era que nada evidencia más las fisuras de Hollywood que la entrega de los premios Oscar. Salvo contadas excepciones y ésta es una de ellas, lo más premiado por la Academia es una demostración de la supremacía de la sociedad de consumo o la reafirmación de algún interés político. Un musical en Los Angeles, la ciudad superficial por excelencia, con dos actores más mediáticos que artistas, daba para enfilar, sin misericordia, un arsenal de críticas.

 Sin embargo… desde el primer segundo se entra, de lleno, en un escenario de vida normal en el que el canto y el baile animan al espectador, así sea, apenas, un recurso para alertar, o poner a punto, una inquietud sentimental. ¿por qué no? De ahí que es válido decir, de una vez, que no se trata de un musical. O sea, ni la banda sonora, ni las ingenuas canciones, ni la sencilla coreografía, son la razón de ser de la historia, sino que surgen como manifestación del amor; porque nada como un romance para poner todo a cantar y a bailar alrededor. Por otro lado, hay jazz, en un intento argumental por reivindicarlo y una tentativa de teatro, como dos formas de arte en decadencia. No existe tampoco un interés en convertir a Stone o a Gosling en cantantes y bailarines profesionales. La estructura es, por lo tanto, más la de una telenovela que la de un musical. Así, creando el ámbito casual del presente, es que empiezan los aciertos de Damien Chazelle, escritor y director del filme.

 Mía y Sebastián son el estereotipo del residente californiano promedio: aspirantes a tener éxito en el mundo del espectáculo. Ella sobrevive de mesera y él como pianista de ocasión, primero y después a cargo de los teclados de una banda de jazz con arreglos demasiado estridentes para su gusto. El romance, desde la tímida cogida de mano en el cine y el baile mágico en el planetario, está determinado por dichas aspiraciones: ella, por supuesto, quiere ser una actriz famosa y él quiere tener un sitio de jazz clásico, donde se escuche a Thelonius Monk y a Charlie Parker, entre otros, mezclado con el sonido improvisado, a media luz y la temperatura sostenida de los viejos metederos de Nueva Orleans. Sólo lo relativo al enamoramiento es grandilocuente -sin exageraciones extremas- de resto es la lucha normal de una pareja por sobrevivir en la ciudad de las estrellas.

 Los Angeles, como prioridad escenográfica, muestra sus colores mundanos, el apiñamiento de su tráfico, su apego a los hitos del cine y sus protagonistas, su llanura al unísona e interminable. Las audiciones y el casting revelan su desencanto y la invasión de las nuevas tendencias visuales y musicales se siente como una amenaza a un pasado con valores estéticos más fundamentados. No es atrevido afirmar, entonces, que su apelativo de “ciudad de las estrellas” ya no hace referencia a las luminarias del celuloide sino a su palpitante sistema de luces, integrado a la vida de sus autopistas, horizontes, valles, letreros, avisos publicitarios, carros, gente y cuadras repetidas hasta la saciedad; como una precipitación que no logra plasmarse, o tocar fondo, porque se renueva cada vez con mayor rapidez. La La Land es una película que maneja, en cada escena, cada encuadre y cada diálogo, la carga de trivialidad que conlleva esta constante aceleración. En ese contexto, Emma Stone y Ryan Gosling no son, para nada, ni pretenden ser: Fred Astaire y Ginger Rogers; es distinto: bailan y cantan porque están enamorados -repito- y lo hacen como cualquier persona que vive en una ciudad donde cada habitante es para sí mismo y potencialmente: un artista. El director demanda de ellos la complicación de ser normales, algo más elaborado quedaría postizo en una propuesta tan centrada en la cotidianidad californiana.

 La La Land es una parábola que, como Los Angeles, entra en la caída libre de la rutina y el agobio, pero que repunta -de manera magistral- en el ámbito de lo que pudo ser este romance, entre Mía y Sebastián, que se acaba, como muchos, precisamente, por exceso de realidad. Se termina, además, como deberían terminar todas las parejas del mundo: con la promesa de amarse para siempre, así bifurquen sus caminos y nunca se vuelvan a ver.

 Cinco años después, ella se ha vuelto famosa, él ha logrado abrir su sitio para tocar jazz y en un encuentro imprevisto, con el sólo cruce de sus miradas, lo que se muestra -en flash back- no es la realidad de lo vivido, sino la fantasía que, como constituyente primario del recuerdo, nos revela todo aquello que hubiera podido ser: la vida juntos, con el brillo y el colorido con que fue imaginada. La memoria, entonces, puede trastocar fechas, borrar caras e ir, con el tiempo, opacando instantes pero las ilusiones permanecen inalteradas e iluminadas por neones nocturnos: los que nunca se apagan.

La la land in IMDb

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Lost in translation

Titulo en español: Perdidos en Tokio. Dirección: Sofia Coppola. Protagonistas: Scarlett Johansson y Bill Murray. 2003 (Estados Unidos y Japón)

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Un poquito de amor

Esta es una película que –me atrevo a afirmar– excedió las expectativas de quienes la hicieron, incluida, por supuesto, Sofia Coppola quien debió prefigurar una historia con la premisa “¿qué le puede pasar de peculiar, en Tokio, a un hombre y una mujer que no tienen muchas ganas de estar allí?” Me refiero a que la publicidad original de la película: afiche, tráiler, carátula, etc. estuvo focalizada en mostrar al actor Bill Murray –famoso por interpretaciones ingenuas, rayanas en la tontería– sentado, con cara de aburrición, en la cama de un cuarto de hotel y usando las pantuflas simplonas que dejan para uso de los huéspedes, al tiempo con la clásica bata de toalla blanca. Se podría pensar en una táctica de mercadeo impuesta por los productores, pero el caso es que se trata de una obra intimista que explora la crisis pasajera de dos seres humanos que se encuentran en el bar de un hotel como los hay miles alrededor del mundo.

No estoy tratando de decir que la joven directora pensó y realizó una película banal –puramente catártica– y que resultó, como por ensalmo, una película inteligente y emotiva; pero si se siente la intervención de muchas manos, no en vano American Zoetrope, la compañía productora de su padre, es la responsable del proyecto; además, extrañamente, ella no se cansa de decir que si no hubiera sido Bill Murray el actor protagonista, ella no hubiera hecho la película.

Las escenas de humor son equilibradas y fluyen, sin parecer demasiado intencionadas, por lo que la situación y los diálogos arrastran al espectador a inquietarse por el momento que viven los protagonistas. No hay amores imposibles –desde que Woody Allen se enamorara de una oveja en Everything you always wanted to know about sex– pero éste no tiene futuro porque ni Bob, un exitoso actor de Hollywood casado tardíamente, ni Charlotte, una jovencita, filósofa de Yale, que lleva dos años de matrimonio con un fotógrafo, están dispuestos a cruzar esa frontera que lo cambia todo. Sin embargo, pasan unos días maravillosos, se tocan el alma y sacan lo mejor de sí, teniendo en cuenta que están en Tokio –un poco a regañadientes– por intereses de terceras personas.

Lástima tener mala memoria. Recuerdo una película argentina, que trata de dos personas que se conocen en la estancia de un amigo e igual, sus vidas están comprometidas con otras y al final, después de la insípida despedida oficial y de manera similar a Lost in translation, el hombre sale detrás de la mujer y la busca para decirle algo urgente pero no logra balbucear nada muy coherente, sin embargo ella responde algo así como: “Sí, nos enamoramos un poquito, pero ya se nos pasará”. Aquí pasa lo mismo Bob y Charlotte se enamoraron un poquito, lo suficiente para imaginar, por ejemplo, una vida juntos, o contarse ciertas intimidades, pero no lo suficiente para incurrir en la infidelidad. La ausencia de sexo, teniendo plenamente la posibilidad, es lo que pone la relación a un nivel poético, más allá de la piel, en un lugar al que –por no tener mejores opciones– podemos decirle: alma.

Tener la posibilidad de algo que vislumbramos mejor para nuestra vida, pero que asumirlo heriría a las personas que queremos, es una situación que nos hace poner nuestra existencia en perspectiva, valorarla por encima de las rutinas cotidianas, de la pérdida del romanticismo y de los peligros del desamor. Cuando se habla, precisamente, de que se han perdido los valores de la sociedad, se hace referencia –entre otras cosas– a que el vínculo del amor pasó de ser indisoluble, a perder su capacidad de unir a la pareja y a la familia, a incumplir con su función de pegamento entre las personas. Hoy por hoy, la gente se enamora de otras cosas como el dinero, el estatus y el apellido, por ejemplo; por lo que el espectador puede pensar –como efectivamente lo hace– que para un hombre maduro sería un “hit” vivir un ardoroso romance con una rubia joven y bella, de prominentes proporciones, y para la jovencita sería aún mejor atrapar a un hombre que, sólo en la semana que estuvo en Tokio, se ganó dos millones de dólares haciendo la publicidad de un whisky. 

La única infidelidad de la película es la de Sofia Coppola que traiciona los estereotipos de Hollywood, y de la sociedad americana, particularmente, en que los hombres ricos y viejos se quedan con las mujeres jóvenes y bellas. Además de esa infamia que debió decepcionar a muchos espectadores, la heredera de American Zoetrope que en su larga vida ha generado películas tan icónicas como El padrino, Apocalipse now y American graffiti, por mencionar algunas, se atreve hacer una película sombría inspirada –no sé– por Bergman, por Kieslowski y algo de Kurosawa, a quien Sofia debió conocer siendo apenas una niña en 1980, cuando George Lucas y Francis Ford Coppola hicieron la producción ejecutiva de Kagemucha, La sombra del guerrero.

Sea como fuere Sofia Coppola ha logrado que a su película, lo que, hace quince años, era casi imposible en Hollywood, se le califique como: Cine Arte.

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Il portiere di notte

Titulo en español: Portero de Noche. Dirección: Liliana Cavani. Protagonistas: Dirk Bogarde y Charlotte Rampling. 1974 (Italia)

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La adicción por el otro

No es extraño que, más tarde en la vida, Liliana Cavani se dedicara a la dirección de óperas, pues su preciosismo en la utilización y aprovechamiento del escenario es, sin duda, uno de sus talentos; ¡bueno! como lo fue también uno de los de su escuela: Antonioni, Visconti, De Sica, principalmente. La historia se desarrolla –en su mayor parte– en el lobby de un hotel, en 1957, en la Viena de la postguerra cuando todos los nazis que fueron quedando disgregados por Europa seguían siendo juzgados por sus crímenes y la búsqueda de testigos para incriminarlos era incesante. Max es el portero nocturno y Lucía llega como huésped, casada con un director de orquesta. Se reconocen instantáneamente, él abusó de ella cuando apenas era una niña, en una prisión en la que se hacía pasar por médico, cometiendo con ella actos aberrantes.

¡El daño que nos hace la guerra! La vida de los dos queda suspendida y dedican todas sus fuerzas a recobrar esa relación sadomasoquista que ellos no se cansan de llamar: amor.

Lo único que uno puede pensar como espectador, es que ante la escueta realidad de la vida, él la salvó; la privilegió frente a los demás prisioneros y después la puso a cantar topless en un cabaret frecuentado por los mandos medios del nazismo, como él. A uno sólo le queda pensar en una especie de Síndrome de Estocolmo, en que el cautivo se enamora del captor y comparte –si le es posible– su vida y su destino. A ella la buscan para matarla, al fin y al cabo es una potencial testigo, una amenaza para los pocos miembros “activos” del Tercer Reich que quedan en Vienna; de ahí que la pareja se encierra, se esconde, pero logra ser ubicada y sitiada, y llevada a la hambruna absoluta por quienes los buscan. Sin poderlos atacar de frente, los acechan como a presas de cacería, les cortan la luz, el agua y la calefacción y cuando se ven forzados a salir los asesinan, de dos tiros certeros, por la vía peatonal de un puente cualquiera.

El espectador nunca está seguro –y con razón– de estar viendo una historia de amor. Ellos siguen jugando a ser captor y cautiva pero de forma absolutamente consensual. Se chupan mutuamente la sangre de los dedos, ella se deja encadenar como cualquier animal y en un flashback de tonos verdes, sombríos, él le manda traer en una caja la cabeza de uno de los prisioneros que la molestaba. ¿Qué? ¿Habrá sido la postguerra un estado de invalidez del alma? También es posible pensar que ante la fatalidad de la guerra y la inminencia de la muerte, cualquier cosa que nos aleja la mente y el cuerpo de la tragedia, la convertimos en hábito, en el único consuelo posible, hasta que lo incorporamos en nuestro sistema nervioso como una forma de felicidad. ¿O sea, que en un ambiente de aniquilamiento y tortura diarios, el mero abuso sexual puede convertirse en motivo de regocijo?

Es una película que abre heridas, con todo y eso es hermosa, es un drama humano que nos muestra el revés de la piel, uno que otro exterior opaco de la ciudad de Viena, unos caracteres alemanes –demasiado caricaturescos para mi gusto– que muestran el efecto de la rendición de cuentas de la milicia nazi, ante la humanidad, después de los juicio de Núremberg; y, con el acierto de haber conjugado a Charlotte Rampling y Dirk Bogarde, dos protagonistas creíbles que el espectador aborrece por instantes, pero otros tantos los quiere o, por lo menos, los entiende o les tiene conmiseración. Las situaciones cada vez más agobiantes que se presentan, son una analogía de cómo los seres humanos somos capaces de encerrarnos en nosotros mismos, hasta perder la dimensión real de la vida. Lucía rompe un frasco de vidrio en el baño, lo estrella voluntariamente contra el piso y, acto seguido, llama a Max para que entre e inadvertidamente se corte las plantas de los pies; los dos festejan el albur, con la lengua y con los dedos, y con los cuerpos desnudos contra el piso en una suerte de memorable y poética autodestrucción. Además, uno pensaría que el dolor de la guerra es de tal magnitud que cualquier acción que nos recuerde lo sufrido se evita por instinto, sin embargo entre Max y Lucía sucede lo contrario y no se me ocurre otra excusa, otro argumento, que la adicción del uno por el otro; como drogadictos recaen con el mismo ímpetu, retoman su anacronismo en el mismo nivel donde lo dejaron, sin importar nada más, sin reacciones en contrario porque la realidad es que no hay un solo diálogo, gesto o situación que reconsidere o dude de la atrocidad que los une.

Repito, es una película hermosa, en el sentido de que se le está dando una factura estética a un relato que resulta oprobioso para la consciencia del espectador y esto a los ojos de una audiencia original que vio la película en 1974, cuando se consideraba que había temáticas que no eran susceptibles de ser tomadas con fines artísticos. O sea, tengamos en cuenta que la estética de la violencia nunca tuvo un auge real sino hasta ahora con Tarantino, Robert Rodríguez y Chan-wook Park, por sólo dar unos nombres. Pues, Il portieri di notte ha sido parte de ese proceso que, criticable o no, permite que una aberración sea digna de la mirada del artista.

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L'Amant

Título en español: El amante. Dirección: Jean-Jacques Annaud. Protagonistas: Jane March y Tony Leung. 1992 (Francia, Reino Unido y Vietnam)

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Mariposa o girasol

Vivimos enredados en la historia de nuestra vida, ocultos en los vericuetos de la razón. Cuando venimos a ver, resulta que el corazón vivió la misma historia pero pasó inadvertido; hasta que un día despierta en nosotros esa necesidad de volver sobre las vivencias, desde la cavidad toráxica, o cualquiera que sea el sitio donde los sentimientos residen, donde subyacen los recuerdos y salen a flote cuando perdemos la fuerza de retenerlos, en lo profundo, lo más lejos posible de la superficie. Esta película, es una historia de amor, aunque puede parecernos el tire y afloje entre las eternas convenciones de las clases sociales; o, de pronto –y eso sería infame– la precocidad sexual de una francesita culipronta en Saigón.

Es una historia de amor, con toda la carga de dolor que es solamente posible bajo el influjo de este sentimiento y conjurable sólo por las bocanadas del opio y, en el plano cinematográfico, por las escenas de lluvia que así como tratan de apaciguarlo todo, invocan también los presagios de una relación imposible. La necesidad tiene cara de perro, por eso lo que empieza como algo azaroso pero loable, se va convirtiendo en un intercambio de sexo por dinero y favores, que ella procura –pobrecita– mantener al mínimo. El problema es que viene de una crianza poco acostumbrada a la pobreza; o sea, franceses blancos a orillas del Mekong que deben mantener cierto decoro. Él tiene el problema contrario: es chino, con inmensas riquezas, lo que lo obliga a seguir las reglas de un matrimonio arreglado, desde niño, que afiance la fortuna de dos familias adineradas; le está permitido tener amantes pero se sobreentiende como relaciones con mujeres racialmente similares, pagadas –por lo general– de menor rango social.

Así las cosas, flota en el aire una sinceridad, innegable para el espectador, que se fundamenta en la narración; en su tono de comunicación autobiográfico, desprovisto de cualquier otro interés que el de contar una historia con objetividad y –más importante aún– desde la poesía. La novela de Marguerite Duras es un poema, igual debe serlo la película; si esa no es la propuesta, el reto, pues volvemos al lastre de contar una secuencia de hechos que puede llegar a ser ilustrativa, pero –como ya se dijo– sin la habilidad de transitar nuestro fluyo sanguíneo y alojarse en algún rincón ventricular. El respeto de Jean-Jacques Annaud por la obra literaria es singular –admirable si se compara con las adaptaciones de Hollywood en las que, como escribe Gertrude Hamacher, en su libro Cinema Calisthenics: “Compran el derecho a trivializarlo todo”– con esa necesidad de alcanzar el mismo nivel epidérmico. Algo muy difícil de explicar con palabras… por lo cual me excuso.

Le propongo, entonces al espectador, no guardar ningún tipo de distancias con esta película. Uno mismo debe ir en el ferry que atraviesa el río Mekong, sentir el olor del agua estancada en las orillas, el ruido del planchón de madera acomodando las cargas, los primeros diálogos entre ella y él, la francesita de 15 años y medio y el chino de 34; uno mismo debe ser las dos manos que se tocan, los labios de ella besando el vidrio del carro y los cigarrillos de él saliendo de su pitillera de oro; uno mismo debe vender frituras en las calles de Cholon, donde todo el ruido y los olores de Indochina entran por las ventanas donde yace la pareja herida de sexo y de amor; donde ella le echa agua a la naturaleza agonizante de un par de bonsáis, oficiando de mujer que quiere ver todo abierto, como ella misma, a la edad en que se es, al tiempo, mariposa y girasol. Uno mismo debe ser quien lava la sangre de su recién vulnerada virginidad.

La jovencita habla de su casa como un infierno y cuenta la historia de su madre, de cómo vislumbró un futuro próspero y fue robada por las entidades estatales. Ella es profesora en una escuela, al otro lado del río Mekong, lejos del internado donde vive su hija y del liceo donde estudia; sede fácilmente a la generosidad del hombre chino y de manera descarada sus hijos varones también. Los tres son alcahuetas pero, desencantada la familia de su experiencia en la tierra que, un poco más tarde, sería un país independiente, vuelve a Francia. La ruptura es devastadora para el chino que, finalmente, es menos fuerte que ella y no se atreve a contradecir a su padre. En cierto momento le dice a su joven amante: “Antes de enamorarme de ti, yo nunca había sufrido.” Ya casado y después de haber faltado a la última cita que tenía con ella, la despide, en el muelle, sin mostrar la cara; mientras el barco zarpa, él atestigua su partida sin salir de su lujoso carro negro y viéndola en la misma pose que la conoció, con los mismos zapatos de tacón, el mismo sombrero de hombre, y la misma pierna doblada hacia adelante, sobre la parte baja de la baranda de la cubierta del barco.

Parafraseando a Polanski que dijo sobre la película Tess, dirigida por él mismo y que es una adaptación de la novela Tess of the d'Urbervilles: A Pure Woman Faithfully Presented: ”A la película se le ven las mayúsculas” para referirse a la fidelidad con el libro de Thomas Hardy. Además de las mayúsculas, a El Amante se le ven los largos paréntesis, entre escena y escena, y que son los momentos de transición que tiene el espectador para darle sentido a lo que está mirando. En este caso, se acentúan los problemas familiares y se prolongan las tardes en Cholon: ella penetrada por los momentos que nunca abandonaron su memoria y él resignado a que, por lo menos, conoció el verdadero amor.

En algún momento dijo la autora, Marguerite Duras, que el hilo conductor de la novela era la falta de amor que su madre le tenía y que marcó su vida; cosa poco importante, o nimia, si se tiene en cuenta que ella, la joven niña, es el único personaje que guarda la compostura durante toda la película salvo, al final, en que llora, pero a escondidas.

L'Amant en IMDb

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Paris, Texas

Dirección: Wim Wenders. Protagonistas: Nastassja Kinski, Harry Dean Stanton y Dean Stockwell. 1984 (Reino Unido, Francia y Alemania)

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El cabo suelto

París, Texas, es ese sitio adonde nunca llegamos; el ideal de vida que nos proponemos pero que termina siendo sólo una foto en el bolsillo. No es ni siquiera un destino imaginario, es tan real como la foto. Se lo describimos a nuestros amigos, ocasionalmente lo señalamos en un mapa y le hacemos un círculo con esfero rojo, se lo mostramos a nuestros hijos y les decimos: “Ahí estaremos en unos años”, o “Ahí pasaré mi vejez” o “Ahí quiero anclar mi velero”, pero nada de eso sucede; la vida se enreda de tal forma que nos conformamos con otras cosas menos halagadoras, menos distantes, que se vuelven sucedáneas.

Es una película europea, realizada –inclusive, desde el mismo guión– en Estados Unidos; me refiero a que, de alguna manera, Wim Wenders le quiere meter los dedos en la boca a Hollywood, salirse de sus esquemas en su propio terreno y hacer una película opaca, como la vida misma, sin el brillo elaborado y engañoso del cine norteamericano, del que habla Oswaldo Zanetti. Lo logra, con creces, y no por los premios obtenidos si no porque la narración cinematográfica se sostiene sólita sin aderezos, sin elementos que alteren su sentido. Es digerible, en un mundo que se ha vuelto opíparo, copioso en recetas, en el que el vestuarista, el escenógrafo y el efectista, por ejemplo, también quieren ser el plato principal. Sin embargo –siempre es bueno contradecirse un poco– la guitarra de Ry Cooder, de fondo, rasgando las cuerdas, logra un protagonismo magistral, como música incidental, recreando blues de Blind Willie Johnson.

París, Texas, es también Nastassja Kinski. ¿Cómo deja uno perder un amor así? Esa es la pregunta constante del espectador. ¿Qué pasó? ¿Por qué se fue? ¿Por qué dejaron tirado al hijo de cuatro años, con sus tíos? Travis, el marido, camina dando tumbos de un lado a otro del desierto del Mojave y en medio de su locura, busca a Jane (Kinski) su mujer, con determinación pero sin el más mínimo sentido común; donde ve una carretera, o una carrilera, las recorre hasta el cruce siguiente y voltea, indistintamente, hacia la izquierda o hacia la derecha ¿qué importa? El actor es Harry Dean Stanton ¡nada como un actor de segunda para interpretar el papel de un hombre mediocre y débil de carácter! El solo casting de los protagonistas es, ya, un síntoma del desequilibrio que necesita la historia.

Afortunadamente Hunter, el hijo –tiene ocho años, cuatro viviendo con los tíos, a quienes llama Papá y Mamá– es un chico relajado, risueño, criado entre la brisa y las dunas cálidas de California. Desarrolla una relación formidable con Travis y se siente afortunado de tener dos papás. El espectador espera un conflicto que nunca se da, se menciona en un par de ocasiones, pero Walt, el papá putativo de Hunter, deja muy claro que la determinación del futuro del niño es de su padre biológico; de ahí en adelante la cámara, salvo una llamada telefónica, se va detrás de Hunter y de Travis en la búsqueda de su madre, con la única pista contundente, en años, acerca de su paradero.

Jane es prostituta en un bar de Houston, cuya particularidad es que los clientes pagan para ver a las mujeres desnudarse a través de un cristal. Son una serie de cabinas, decoradas distinto: granero, cuarto de hospital, oficina, guardería, etc, y la comunicación entre ambos es de un teléfono a un intercomunicador, que es como un parlante-micrófono instalado en algún rincón del decorado. Lo interesante es que la narración necesita un sitio así para facilitar un diálogo entre dos personas tan malheridas; de lo contrario es muy difícil llegar a las palabras sin que alguien tire una puerta, primero, o salga corriendo. Claro que ella es la que está, realmente, en un estado de indefensión porque está atendiendo a un hombre que no quiere verla desnuda y que arranca a contar una historia que es la suya pero que también puede ser la de miles de mujeres más, abatidas por las abyectas circunstancias que propician esas extensiones tan áridas entre Texas y California. Ahora bien, difícil empezar otro párrafo sin decir que toda la película está hecha para desencadenar este encuentro poético y con tan especiales características.

Stanton juega su papel a la sombra, cuenta la historia terrible de su pasado juntos; Jane llora y en un acopio último de certeza busca a Travis a través del espejo escasamente traslúcido. Él le da las indicaciones para que vaya y busque a su hijo. El encuentro de Jane y Hunter es el previsto y así termina la película; dejando suelto el único cabo que estuvo suelto desde el principio y es que París, Texas, no pasó de ser una anécdota vaporosa y la fotografía de un lote baldío, con un letrero de: Se Vende.

París, Texas, es el símbolo de las expectativas; aquellas que nos matan si no las logramos y más aún si se trata de un sueño tan miserable como el de un lote sucio, sin nada y sólo con una tenue promesa de felicidad. Por eso Travis dura cuatro años extraviado de sí mismo y la película trata acerca de esa posibilidad que le da la vida de reparar el daño producido; de entender que más importante que ir a templar a un París, sin artistas, ni Torre Eiffel, ni canciones de Edith Piaf, es hacer lo correcto. El espectador lo único que tiene que hacer es estar de acuerdo con esa premisa y celebrar la reunión de un hijo con su verdadera madre.

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Ying Xiong

Título en español: Héroe. Dirección: Yimou Zhang. Protagonistas: Jet Li, Tony Leung, Maggie Cheung y Ziyi Zhang. 2002 (China y Hong Kong)

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Menos por menos da más

Dos historias falsas dan una verdadera y la historia verdadera no tiene, realmente, significado si no se conocen las falsas; éstas van sumando posibilidades y, eso, es importante porque el espectador también concluye cuestiones de la película por ensayo y error. No se trata, para nada, de una dialéctica. Empezando porque no se puede ver, ni analizar, una película de Yimou Zhang sin desenchufar nuestro esquema occidental. La lógica es otra: la verdad está compartimentada entre testigos, protagonistas y las diversas personas que la escuchan y que la repiten; no nos es dable conocerla del todo, debemos buscar una aproximación probable al tire y afloje entre el Héroe y el Emperador, quienes actúan en consecuencia una vez contraponen cada reflexión, con todas las demás y esperan a que se anulen entre ellas, a que queden unas pocas –no necesariamente ciertas– válidas para el análisis. 

Cada historia tiene un color y elementos estéticos diferentes. Es una guerra en la que intervienen el Héroe, el Emperador, los enemigos del Emperador: Espada Rota, Nieve Voladora, Cielo y Luna; la naturaleza: los árboles, las hojas, el viento, las gotas de lluvia, el lago, la arena y el fuego; y las artes de la espada, el cuerpo, la caligrafía, la música y la mente. Lo que está en juego es la China, su unificación o su disgregación. Las acciones de los hombres guiadas por intereses personales –mezquinos, de alguna manera– van muriendo hasta vislumbrar el interés común, el bien superior. Indistintamente de las motivaciones, los personajes son nobles de espíritu y cultivan las calidades propias de los insuperables guerreros. De igual calidad son los elementos cinematográficos, de ahí la grandeza de la película. 

La prioridad del director es estética. Las películas orientales nos acostumbraron a que los guerreros vuelan, mientras están peleando; o sea, así como usan el viento, el agua y la arena a su favor, también lo hacen con la gravedad. La coreografía de cada enfrentamiento es milimétrica; inclusive, como en el juego de “go” (mal traducido: ajedrez), la pelea del Héroe contra Cielo se lleva a cabo, en su mayor parte, en la mente de ambos contendores, antes de moverse, a la espera de un error estratégico, para entrar –ahí sí– a matar, como efectivamente sucede. Es curioso pero cuando uno, como espectador, se da cuenta que está en presencia de una obra de arte, lo inverosímil se vuelve aceptable, lo recibimos con satisfacción, lo abrazamos: entregamos nuestro pellejo. Es un acto de rendición, de aceptación total; la reflexión viene después de la excitación, generalmente uno o dos días después, sacando a pasear al perro o haciendo mercado. 

La cámara de Yimou Zhang tiene particularidades enriquecidas por la tecnología y por el presupuesto, oportunidades que no tuvo Kurosawa; y menciono a este último porque el manejo del espacio es estéticamente similar; en películas como Ran o Rashomon. No me atrevería a decir que la técnica es la misma pero la concepción escenográfica es la de poder verlo todo, como parte de un mismo espacio. Los cortes a primerísimos planos de gotas de lluvia, gestos faciales, herrajes, pliegues de la ropa, polvo –inclusive– no pierden el fondo establecido en los planos generales: montañas, tejados, ejércitos, columnas descomunales, pisos nacarados, telas como murallas y biombos interminables, por ejemplo. 

El respeto por el oponente es fundamental. Es significativo que Espada Rota, cuando tiene la oportunidad, decide no matar al Emperador. En el momento, sin definirlas a cabalidad, le surgen dudas y como las acciones físicas del guerrero, no pueden contradecir las acciones mentales, se devuelve, a pesar de los esfuerzos por entrar al palacio imperial rodeado de ejércitos entrenados por centurias. Nieve nunca se lo perdonaría, pero lo ama y ese es el dilema nunca resuelto de su vida; o que zanja atravesándose ella misma, con la espada, que después de haber clavado en el cuerpo de su amado, termina de hundir hasta la empuñadura, para penetrar ambos estómagos y morir, pegada contra su espalda, sellando una fatalidad eterna. Eso también estaba previsto; para Espada Rota era claro que su sacrificio era la única forma de evitar que Nieve acabara con la vida del Emperador, o con la del Héroe. 

Y es que el hiato de la película es ese: que después de un plan tan juiciosamente concebido, en el espacio, en el tiempo y en la mente del contrincante, Espada Rota –de pensamiento– ya le ha perdonado la vida al Emperador; pero su esfuerzo no puede ir más allá del de darle vía libre a la espada de Nieve y entregarle al Héroe, en la arena, con su extraordinaria caligrafía, dos palabras: “Nuestra Tierra”. 

Desde ese instante, todo es claro. Sin embargo, el espectador se inquieta cuando el héroe se abalanza, con un movimiento fatal cuerpo-vuelo-espada, contra el Emperador. Es indispensable –el espectador asiente con una cómplice sonrisa– el traidor debe morir –como Fergus Kilpatrick, el de Borges– antes de ser irremediablemente descubierto y su investidura de héroe revocada; el pueblo no admitiría otra cosa. La fórmula: un intento de asesinato a la vista de todos, una ejecución pública inmediata y un entierro privado con todos los honores. Además, una excusa que más que poética, permite continuar la guerra que uniría a la China hasta nuestros días.

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Fitzcarraldo

Titulo en español: Fitzcarraldo. Dirección: Werner Herzog. Protagonistas: Klaus Kinski y Claudia Cardinale. 1982 (Alemania y Perú)

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Vislumbrando a Quetzalcoatl

“Donde hay un hombre osado, hay una película” decía John Wayne, y eso debió pensar Werner Herzog cuando le dijo, en la mitad de una sobremesa aburrida, a alguien: “¿Qué tal un irlandés en la ribera del río Amazonas, con ganas de construir una ópera?” Ahora bien, no era una ocurrencia sin antecedentes: en la febril época del caucho se construyó en Manaos un teatro para la ópera, con mármoles de Carrara y cristales de Murano. De hecho la primera secuencia muestra a Klaus Kinski y Claudia Cardinale llegar remando -se había fundido el motor de su embarcación- y entrar embarrados al final de la ópera Ernani, de Giuseppe Verdi, cantada por Enrico Caruso. La escena es filmada, por supuesto, en la Ópera de Manaos.

Él es Brian Sweeney Fitzgerald, llamado en la región Fitzcarraldo, un oportunista melómano que aparece vendiendo hielo, después de haber fracasado en el intento de construir un ferrocarril, y cuya única posesión -salvo un vestido de lino blanco y un par de camisas de cuello almidonado- es un fonógrafo de cuerda; y ella es Molly, la madame del burdel más fastuoso de Iquitos, quien costea la aventura de su reincidente amante porque lo ama y, más importante aún: la divierte. Entre los dos, logran conseguir el permiso de explotación cauchera de unas tierras que quedan en una encrucijada geográfica que obliga a atravesar, un barco de vapor de 340 toneladas, de un brazo del río a otro, por una montaña. Es, además, la aventura misma de la producción de la película pues esto, según se va haciendo, se va filmando, sin efectos cinematográficos de ninguna clase. 

El tercer ingrediente que hace la trama aún más peligrosa, como si fueran pocos los peligros de la selva y de la baja estopa de los hombres reclutados para tal peripecia, son los indios, que en ese territorio específico del Amazonas son reconocidos por su ferocidad, sangre guerrera y la maña de reducirle el cráneo, después de cortada la cabeza, con un sistema de cocido y raspado, a sus enemigos. Con todo esto en mente, Fitzcarraldo se lanza a establecer su propia cauchería con el único derrotero de gastarse las utilidades, de ese futuro negocio -como ya se dijo- en la construcción y puesta en marcha de un teatro operático. 

Los planos medios son escasos. Herzog muestra la majestad del río Amazonas con planos muy amplios, paneos cortos y cortes a planos bien cerrados, ya sea para mostrar un marrano, una mazorca asada, un jugador de cartas sin un diente e, inclusive, las expresiones faciales de Fitzcarraldo, cuya gesticulación es capaz de expresar la intensidad del drama. El zoom, lo utiliza muy discretamente sólo para marcar la lentitud con que se mueve el barco y la imperturbable cadencia del río. Hace lo mismo con el sonido. Hay un ruido de selva constante pero es apagado, dándole posibilidades al silencio de manifestar la paulatina elongación de la aventura, siempre con el ronroneo de las máquinas del barco, constante, muy al fondo, De cuando en vez se acercan en alto volumen las guacamayas, los mosquitos, los monos, las libélulas y el siseo de las iguanas y las serpientes. Para dar un ejemplo de lo primero, cuando van a ver el viejo barco recién comprado, sin remodelar, con los pisos levantados e invadido por la herrumbre, el director escoge un corte, en primerísimo plano, de la encantadora sonrisa y los dientes sublimes de Claudia Cardinale que contrastan mágicamente con el desorden imperante. 

El tercer protagonista es el calor. Las caras y las musculaturas se ven sudadas pero no como en la playa, o donde el viento refresca, sino con esa acuosidad aceitosa que no se renueva, que se mete en cada meandro de la piel y que en el caso de Fitzcarraldo causa impacto porque siempre está de vestido blanco, saco y pantalón de lino y una corbata oscura que, en los momentos de mayor desespero, se ve ligeramente desajustada; igual su sombrero claro encintado que, sin causar ningún estorbo en la composición cinematográfica, no siempre lo tiene consigo; yo creo que Herzog prescinde de éste, por momentos, para mostrar su lustrosa cabellera plateada que, en mi opinión, hace parte de los elementos dramáticos de la película. Lo que nos lleva a una subtextualidad que, en definitiva, prima por encima de la supuesta estructura operática de la narración que, en mi sentir, no es más que un facilismo de algunos críticos en su afán por intelectualizar la película. 

Ni siquiera una ópera de Hernán Cortés llegando a las costas de México, lograría la siguiente analogía poética: Fitzcarraldo se salva de la crueldad de los indios y, además, logra que lo ayuden en su idea superlativa porque lo confunden con un Dios. No vamos a decir que este pueblo indígena había predeterminado la llegada de una divinidad de tales características, como los aztecas lo hicieron esperando a Quetzalcoatl, pero de alguna manera quedaron igual de maravillados con su barco, primero que todo, con el sonido celestial emanado de su fonógrafo, con su cabeza color plata y con su apostura de persona segura de sí misma, más allá de toda comprensión. 

No es imperativo, para el espectador, hacer dicha analogía para presentir una masacre. Se empiezan a dar elementos que, poco a poco, van desacralizando lo que, de entrada, fue causa de revelación. Los indios, siempre vigilantes, y cada vez mostrando más los dientes, celebran como propia la hazaña de haber abierto una trocha inmensa, de haberle incorporado unos rieles sobrantes de la experiencia frustrada del ferrocarril y de haber aplicado unos mínimos conocimientos de física, para lograr el casi imposible cometido. Una vez la embarcación, pasa al otro brazo del río, los navegantes se descuidan y, mientras duermen, el barco atraviesa los rápidos que, en un principio, debieron evitar y, como por ensalmo, la película podría volver a comenzar de ceros. Sin embargo, no hay frustración, no hay amargura; el río en su constante devenir le enseña a los hombres que: continuar no es, para nada, empezar de nuevo. 

Fitzcarraldo en IMDb

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Inventing the Abbotts

Título en español: Círculo de pasiones. Dirección: Pat O’Connor. Protagonistas: Jennifer Connelly, Liv Tyler, Joaquin Phoenix, Billy Crudup y Joanna Going. 1997 (Estados Unidos)

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Entre el rumor y la mentira

Una apuesta, una muerte y una pregunta: ¿qué pasó? La película responde a esta incógnita, no sin antes mostrar los efectos de la mala interpretación que, de los hechos, se hizo durante la vida del joven que narra la historia. 

1957, un barrio común y corriente de la suburbia norteamericana; las faldas jardineras están en furor, al tiempo con Elvis Presley y las corbatas delgaditas. Otro de los miles de microcosmos donde se replicó el fenómeno de la sociedad capitalista: “La gente vale por su patrimonio” y que –aparentemente, de manera irrefrenable– ha cambiado la valoración del ser humano en pro del consumismo y la idealización del dinero. La película establece, con claridad, esas coordenadas para contar una historia de esas que se cuecen a fuego lento y que, cuando venimos a ver, se trata de una olla pitadora a punto de reventar. Me adelanto en decir que, por supuesto que revienta, pero amortiguada por: la verdad, que aparece de manera natural a esclarecerlo todo.

Al final, el espectador sale tranquilo a la calle porque, él mismo, ha sufrido la misma confusión del narrador que es el menor de los Holt: un muchacho despreocupado que se pinta las patillas de Elvis para una fiesta, con tinta de estilográfico, y no le da pena hacer el oso. Ama con autenticidad a Pamela, la menor de las Abbott, pero no con esa rabia y ansiedad con que su hermano las corteja, las seduce y las quiere llevar al altar; a cualquiera de ellas, la que sea; incluida Pamela con quien no pierde la oportunidad –en un momento vulnerable de ella– de tratarla como la presea que le estaba haciendo falta. Esta es, además, la situación que desenreda la madeja, después de casi 20 años, y que deja al descubierto la difusa frontera que existe entre el rumor y la mentira.

Es una película desconocida, de esas que distribuyen las multinacionales del cine sin mayores alharacas y que no dura mucho tiempo en cartelera; de esas que uno toma en la video tienda, también, sin expectativas, pero que resulta siendo un goce verla. La actuación de Joaquin Phoenix y Liv Tyler es maravillosa, la de Jennifer Connelly, por supuesto que también; pero asimismo es la de Billy Crudup, Joanna Going y muy especialmente la de Kathy Baker, la mamá de los Holt, cuya transparencia de carácter le da credibilidad al desenlace de la trama.

No es una película nominada a nada importante, no es una película aclamada por la audiencia, ni por la crítica, no está en la lista de favoritos de nadie, no te la ponen de frente en Blockbuster y tampoco tiene potencial ninguno a convertirse en una película de culto, pero te llega al alma, te obliga a sentir una infamia galopante que se te viene encima y a cuestionarte cada gesto, cada diálogo, cada movimiento suspensivo de la cámara. Pasas de la indignación a la ternura con facilidad y te da vergüenza juzgar a los protagonistas porque te has enamorado de ellos; salvo del padre de las niñas Abbott, al que aborreces porque asume todas las bravuras de todos los padres del planeta, que quieren lo mejor para sus hijas. Sin embargo, terminas dándole la razón, sin esfuerzo y por lo mismo: porque también tiene la nobleza y la querencia de todos los padres del planeta.

“Hay dos tipos de amor”, dice la madre de los Holt, “cuando amamos sin que nada nos importe y cuando amamos porque la situación es correcta” y remata “prefiero el primero”. Pienso que todo el mundo –o la mayoría de gente– prefiere el primero; inclusive, los que están enamorados por la segunda razón dirán, si se les pregunta, con poesía en los labios: que aman sin que les importe nada. Si el espectador se pregunta por qué Lloyd Abbott (el padre) es tan ferozmente radical en su actitud contra Jacey Holt, el mayor; pero cede a que Doug, el menor, se case con Pamela es porque él advierte que son amores diferentes y prefiere alejar al oportunista, a Jacey, que infortunadamente se cree con un derecho divino basado en la verdad, a medias, que ha creído durante toda la vida.

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Factory girl

Titulo en español: Fábrica de Sueños. Dirección: George Hickenlooper. Protagonistas: Sienna Miller y Guy Pierce. 2006 (Estados Unidos)

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Un caballo en el quinto piso

Factory girl es una película, aunque no lo parezca: cortopunzante. La actuación de Guy Pierce es memorable, representa un Andy Warhol ególatra pero a su vez ensimismado, como una especie de autista inteligente; pensativo en extremo y, en extremo, manipulable por el entorno, por el “qué dirán”, por las tendencias cosméticas, por la insidia de los tabloides y rodeado por personas subalternas de su fama. Nueva York es el centro del mundo, es la ciudad que reina con los ropajes de las vanguardias; ésta presta sus espacios para el desacato intelectual, el extravío del espíritu y la permisibilidad de la droga.

El auge de la cocaína va de la mano con el derrumbe de la moral conservadora. El arte privilegia el significado y denigra de la técnica, las parejas interraciales se sienten a gusto en los paraderos de los buses, el movimiento gay toma impulso y se restringe drásticamente la importación del tabaco cubano. La cultura pierde su exclusividad, su estrato, y se vuelve Pop: se vuelve de todos. El arte excede el lienzo y los pinceles: el ruido intestinal inspira a los músicos y cualquier mujer que lea poesía frente a un baño público es musa. Warhol es, entonces, la cresta de la nueva ola. Tiene un look calculado para parecer descuidado. Su estilo marca una tendencia andrógina pero a la moda. Se maquilla con tonos claros y busca la neutralidad del blanco que, por lo menos, es una buena excusa para taparse la piel de la cara, estragada por la adolescencia.

Su taller se llama la Fábrica (Factory) pero también es peluquería, estudio fotográfico, escenario de cine, discoteca y ¿por qué no? establo: una vez subió –el taller quedaba en un piso superior– diversos animales para una filmación. Una escena era, por ejemplo, varios hombres vestidos de cuero negro acariciando un caballo, Warhol quería filmarlo con una erección. El animal embravecido por el trato desnaturalizado, entre paredes de concreto y a punto de acabar con todo fue calmado por Edie Sedgwick, la protagonista de la película, quien había crecido en un rancho de tres mil hectáreas y conocía sobre el sentimiento que prima en la relación de los seres humanos con el reino animal. Warhol ya la conocía y le había ofrecido, por adularla, un papel en alguna de sus películas, pero ese espectáculo equino-femenino-poético se le antoja poderosamente visual, sugestivo y se decide a convertirla en una diva. Hacía un par de generaciones, en las tierras de su familia, se descubrió un inmenso yacimiento de petróleo; por lo que su apellido en Nueva York tenía la misma resonancia que el de otros magnates del oeste norteamericano como Getty, Davis, Hearst, Redstone, Hughes y Moore, entre otros.

Edie, no era precisamente una niña consentida, ni autorizada a explorar sus desvarios –como Paris Hilton, hoy, por ejemplo- al contrario, su padre era muy estricto, seguidor de los lineamientos sociales y deliberadamente machista. Una noche la invitó con Warhol a un restaurante estupendo sólo para ofender al artista, rebajando su homosexualidad al subsuelo e injuriando su facha de mujercita chillona. Siempre que pudo fue muy duro con ella, le señalaba su anorexia y su drogadicción como debilidades de una mujer casquivana, sin ley ni orden y la forma lacerante de ser con ella misma. Bastaba admirar a Warhol para admirarla a ella, sin embargo, aunque siguió actuando en todas sus películas, Edie empezó a sentir incomodidad entre tanta diletancia y libertinaje, en un ambiente en que la droga era uno de los principales ingredientes de la extravagancia. Aunque apareció en carátulas de Vogue y Esquire, su carrera como modelo nunca despegó porque era vista como una enfant terrible cuya indisciplina era mal vista en las pasarelas y en los cocteles de los diseñadores de moda.

Representada por la sensual Sienna Miller, la audiencia se enamora de su vulnerabilidad, de sus huesos maltratados por el exceso, de su ficticia joie de vivre y de su desmedida confianza en Andy Warhol, quien la hace a un lado como material de desecho cuando ella pierde sus encantos y la fiducia de su padre. Bob Dylan se enamora perdidamente de ella, le suplica que se aleje de todo lo que Warhol representa, lucha por ella hasta el cansancio. Infructuosamente, porque inclusive, hoy, su nombre está atado al del artista vanguardista y a su arte cinematográfico. Digamos que Edie, en un asomo de lucidez, debió pensar que más importante que ser la esposa de un guitarrista rodante, era ser una obra de arte de carne y hueso moldeada por el artista más representativo del Arte Pop. Esto último, como su romance con Dylan, parecen ser meras especulaciones de los medios de comunicación. La historia está más inclinada a señalar que sus amoríos eran con uno de los asistentes del rockero.

La película, con música de The Velvet Underground, tiene, además, un valor psicológico porque muestra los momentos creativos del artista en que afloran, incesantes, sus inseguridades. La necesidad obsesiva de Warhol, de tener que gustarle a todo el mundo, sobre todo a su madre; y la forma cómo personas mezquinas no tienen problema para ser aceptados en su entorno.

La lectura final de la obra cinematográfica es la de mostrar el fracaso sublimado de una generación cuyo arte trastocó los criterios para acceder a la felicidad. Edie Sedgwick no fue la excepción, no fue feliz tampoco, ni logró rehabilitarse del todo. Se casa con Michael Post a quien conoce en un hospital psiquiátrico y al año logra hacerse recetar barbitúricos por su médico personal. Muere dormida, fue tal vez lo único que hizo con cierta tranquilidad.

Factory girl en IMDb

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Y tú mamá también

Dirección: Alfonso Cuarón. Protagonistas: Diego Luna, Gaél García Bernal y Maribel Verdú. 2001 (México)

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México para no turistas

Uno no se extraña, después de ver esta película, que Diego Luna y Gael García Bernal hayan llegado tan lejos en el mundo de la actuación; lo entregan todo: lenguaje, gestualidad, conjugación entre ambos, sentido del humor y una comodidad absoluta con el papel. El lector dirá que bastaba con ser ellos mismos: mexicanos y adolescentes; pero eso no deja de ser un sofisma: que uno sea contrahecho, cojo y jorobado no quiere decir que le sea innato actuar como Ricardo III. En el mismo sentido, pocas cosas son tan complicadas como hacer el papel, en escena, de uno mismo; inclusive Rintintín debió ser meticulosamente escogido, no cualquier perro puede hacer de perro. Y, aunque no afecta la película, me parece que Maribel Verdú es floja, no da la talla, sabe llorar pero no mucho más.

El narrador en off es un acierto, enriquece la película con datos, en su mayoría, transversales a la trama pero que permiten la comprensión del ambiente social que vive México. Si se entiende el todo se entiende la parte, o por lo menos sirve de acercamiento a la dinámica de los personajes: el uno rico, Tenoch, y el otro clase media baja, Julio, unidos por la democracia escolar, descubriendo, apenas, su sexualidad y disfrutando de la libertad que se tiene cuando los padres son ausentes: por demasiadas responsabilidades sociales, como los Iturbide, padres de Tenoch y cercanos al Presidente de la República; o por trabajo, como es el caso de la madre de Julio, huérfano de padre desde chiquito. Conocen a una española, mayor que ellos, casada y, por razones que no son claras al principio, ella acepta ir a la playa con el par de adolescentes.

Ellos van en su cuento romántico-sexual, un triángulo amoroso posibilitado por la ligereza con que la española decide tomarse las cosas y por grandes cantidades de tequila y marihuana. Mientras tanto el espectador conoce México; planos muy abiertos de las carreteras, de las rancherías que van dejando atrás, de los que se suben y se bajan de los buses –camiones les dicen allá– de las ventas ambulantes y, de manera repetida, la autoridad haciendo requisas, husmeando y deteniendo gente. La narración en off, sobre pistas en silencio, cuenta historias aleatorias pero ilustrativas de la vida mexicana, de la vida que tocamos con sólo mirar por la ventana del carro o acercarnos a comprar una artesanía, o con sólo decir buenos días, o pedir una cerveza en una tienda adyacente a la carretera. Imposible hablar de miseria, vemos personas rebuscadoras, ricas en lenguaje, en comida, en tradiciones y festividades; vemos familias juntas, niños sonrientes y bien alimentados; vemos un México distinto a Puerto Vallarta, Acapulco, Paseo de la Reforma, la Zona Rosa, Chapultepec o el Museo de Antropología.

Hay varios factores válidos para el análisis. El primero es que se trata de una película que celebra el advenimiento de un partido distinto al PRI, a cargo del destino de los mexicanos; y qué mejor que una película que muestra con suma libertad el desequilibrio social y la sexualidad sin tapujos, con el ánimo de mostrar un renovado aire, por lo menos, en lo social. Lo segundo es que el guión tiene el acierto de no incurrir en ningún tipo de comentario o diálogo moral sobre la temática de la película, esa imparcialidad demuestra, además, el tipo de respeto que más agradece el espectador y es que le dejen la libertad de hacer sus propios juicios de valor o –más importante aún– de no hacerlos si esa es su preferencia. Lo tercero es que la cámara es brillantemente entrometida, como los personajes y como el ritmo impuesto por el guión-producción-dirección, se mete en los baños, debajo del agua, a las cocinas; enfoca sin miedo intimidades y muestra más de lo que la escena necesita, se excede –como ya se dijo– en información visual y logra que el espectador tenga un mayor grado de integración con la narración cinematográfica. Lo cuarto son los indicios, principalmente en boca de la española que regaña como niños chiquitos a sus compañeros de viaje y les dice, en un par de oportunidades “…sólo os falta follar juntos…” o algo así y que hace comentarios reflexivos sobre la vida en relación con la muerte. Lo quinto es el lenguaje soez, la jerga, que por grosera que sea, entre los dos amigos, no deja de ser vinculante, de singularizar la relación; llamarse “charolastras” entre ellos y tener un manifiesto, una reglamentación es típico de una cercanía muy grande, como también lo es tirarse pedos por chanza o –aunque jueguen a salvaguardar el honor– compartir sexualmente a las novias.

Son muchos los factores de análisis, hay otros, inclusive. A lo que quiero llegar es que un factor que queda descartado por completo es el de la homosexualidad. Por ningún motivo hay el peligro de una relación homosexual entre ambos chicos; los comentario de la española son para puntualizar en su estrecha cercanía y no en su preferencia sexual, es quizá también una forma de incitarlos a estar los tres juntos. Sin embargo, un beso entre los dos amigos, llevados por la pesadez de la rumba y el sexo monolítico entre los tres, introduce un evento poético de relevacia dramatúrgica y cinematográfica, pero, echa por la borda toda la amistad. Y ¡eso! es la manifestación del machismo mexicano, del mero macho de sombrerote ranchero, bigotazo y pistola al cinto; dos amigos pueden superarlo todo, menos la más mínima sospecha sobre su hombría. Tenoch y Julio no se vuelven a ver nunca, salvo una tarde para tomar café, en la que el espectador se entera que Luisa, la española, murió de cáncer a los pocos días de su travesía juntos.

Y tu mamá también en IMDb

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The Truman Show

Título en español: El Show de Truman: Una vida en directo. Dirección: Peter Weir. Protagonistas: Jim Carrey, Laura Linney, Noah Emmerich y Ed Harris. 1998 (Estados Unidos)

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La ternura vs. la omnipotencia

Las buenas películas son aquellas a las que a uno le dan genuinas ganas de volverlas a ver, de descubrirles algo nuevo, de dejarse llevar por su oleaje y sin esfuerzos, cuando las aprendemos de memoria, incorporarlas a nuestro sistema límbico. The Truman Show es esta clase de película; inclusive, a veces pienso, que secretamente el director deja indicios que, por su complejidad, no toman sentido sino la segunda, o tercera, vez que la vemos.

The Truman Show es una película sobre Dios, sobre la omnipotencia. Eso no tiene mayor misterio, el determinador de la vida de Truman Burbank se llama Kristof y tiene ese aire de “sabérselas todas” que uno odia en la gente que todo lo mira por el rabillo del ojo. Todo lo dice como si fuera la verdad revelada y se siente el temor de los demás a su alrededor y su incapacidad para contradecirlo. Aparece con una de esas boinas tejidas que cubren todo el pelo y que caen de medio lado, dando ese pretendido toque estético de quienes creen que todo lo convierten en una tendencia a seguir. Se toma esos segundos de más, antes de hablar, que utilizan las personas que todo lo que expresan pretende ser de importancia suma. Él cuenta la historia de Truman y cómo lo salvaron de la orfandad cediéndole la paternidad a una corporación que lo puso delante de las cámaras desde su nacimiento. Lo que no deja de inquietar al espectador porque las corporaciones son, en Estados Unidos, esas entidades que manejan los hilos del verdadero poder: son señaladas de jugar con los precios del petróleo, de tener intereses en los negociados de las armas y, entre otras cosas, de nombrar presidentes. Si tocara ponerles cara serían: Kristof, de ahí que se trata de un anti-protagonista que Goliat envidiaría.

No hay sutilezas conceptuales, el pueblo se llama Seahaven y es el clásico paraíso norteamericano, donde suceden las películas de Spielberg -por dar un ejemplo, esta película es de Peter Weir- y utiliza ese mismo cliché de casas iguales, con todas las comodidades, calles iguales, familias iguales, colores pastel que no envejecen, jardines peluqueados como una cabeza de soldado y mujeres como Meryl Burbank, la esposa de Truman, que festejan las marcas de todo lo que les satisface una necesidad; en este caso ella lo que hace es presentar los beneficios de cada producto frente a la cámara y ante miles de millones de personas alrededor del mundo. O sea que si Kristof fuera Zeus, la publicidad sería su rayo que implacable nos domina y mantiene a raya nuestros sueños, porque sólo nos permite desear lo que todos desean y eso, en el fondo, es frustrante; como las religiones y sus fanatismos adscritos.

Es, por supuesto, un Dios omnipresente; por medio de miles de cámaras vigila hasta el último movimiento del único verdadero ser humano en escena -los demás son actores, extras la mayoría-, inclusive hay una cámara entre el hueco del tajalápices eléctrico. No hay diferencias con la vida real: un mundo del que no podemos salir, una constante sensación de que nos están mirando, una humanidad que reconocemos en nuestra carne y en nuestro hueso, y los demás, allegados, amigos, desconocidos que se nos cruzan en la calle, todos juegan un papel alrededor nuestro. En realidad, todos somos Truman, vigilantes, atentos a que se nos revele la verdad de la existencia, con ganas pero sin posibilidades de salir corriendo a cerciorarnos de que las pirámides de Egipto estén ahí, y sean de piedra y no de cartón o algún poliuretano; preparados para desaparecer sin avisar, que no tengan tiempo los productores de nuestra propia telenovela de construir de afán el puente de Brooklyn, o una ciudad entera como Tokio o Kuala Lumpur; por eso y es tal vez lo más diciente de la naturaleza manipuladora de Kristof: a Truman le insertan de forma truculenta, en sus pensamientos de niño, el miedo al agua y el pecado injusto de haber dejado ahogar a su padre.

Se trata, entonces, de un Dios paralizante que, para agravar las cosas, es predeterminador. En el set, todo se controla al milímetro y el espectador resiente el drasticismo con que se resuelven los problemas propios de un show muy humano de características planetarias. El dilema de Truman es la verdad, o la mentira, y este hubiera podido no resolverse si no aparece Lauren, en escena, a mostrarle una ternura para él desconocida. El dilema del espectador es más superficial; Truman tendría en el mundo real una vida de riquezas y titulares en los tabloides, pero en esa “cárcel” se tiene que conformar con las pequeñas y obligatorias expectativas de la clase media. Lo bueno de Truman es que tiene carisma, sólo con su gestualidad manifiesta esa bonhomía de espíritu de quien no merece ser engañado de una manera tan ignominiosa. Y, con todo en su contra, se lanza al agua a vencer su miedo y a averiguar, de una vez por todas, de qué está hecho y cuál es la verdad de su vida.

El final es previsible, no en vano es una película de Hollywood, el espíritu humano vence todos los obstáculos para que los espectadores salgan satisfechos de la sala de cine -la reafirmación de la catarsis de que habla Bruckhart-. Sin embargo, con todo lo fastidioso que eso puede ser, una vez que Kristof renuncia a su poder, la tormenta amaina, el agua se calma, sale el sol y sucede una de las escenas más poético-apoteósicas del cine -desde la luna de Méliès- la punta de la embarcación choca contra el horizonte de dry wall; no monstruos infernales, no acantilados sin fondo: un muro pintado de azul con nubecitas y una escalera para subir al purgatorio.

The Truman Show en IMDb

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La double vie de Veronique

Título en español: La doble vida de Verónica. Dirección: Krzysztof Kieslowski. Protagonista: Irène Jacob. 1991 (Francia, Polonia y Noruega)

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Dos espejos: un reflejo

Los personajes que, sin importar el drama, ocupan toda la pantalla, todo lo saben, todo lo resuelven y terminan indefectiblemente parados cuando aparecen los créditos finales, se vuelven ofensivos porque te hacen sentir como un idiota; como un idiota que se divierte y se relaja, y olvida momentáneamente sus problemas pero, finalmente: un idiota. Por eso, con el paso del tiempo, nos empiezan a parecer antipáticos Nicolas Cage, Will Smith o Bruce Willis, porque son invencibles y todos los argumentos van encaminados a demostrar que, pese a tener el universo en su contra, tienen la razón, el poder y la gloria; cosa excesiva y que produce nauseas porque, finalmente, el espectador lo único que quiere ver –sin tanto chisporroteo– es que los buenos ganen y los malos pierdan. Parece una contradicción, pero lo que quiero decir es que, muchas veces, a la mitad de la película, o a los veinte minutos, bastaría que le dieran un tiro en la sien al malvado, al anti-protagonista, y nos iríamos felices para la casa.

Me gustaría que el cine fuera más como La doble vida de Verónica, con personajes indecisos que no tienen ni siquiera las preguntas, con situaciones que suceden más en la mente del espectador que en el celuloide; que en la medida que se desenvuelve la trama, uno se haga preguntas con respecto a si mismo; que si la película sucede en Kabul, Hong Kong o Salvador de Bahía uno sienta que a los seres humanos nos une una misma fibra, una misma sensibilidad, que, por momentos, sintamos que nos estamos mirando en el espejo. En este caso, la historia se desarrolla en Polonia y en Francia, pero eso no importa; son dos Verónicas y son hermosas, pero eso tampoco importa; a ellas les sucede algo inusual y eso es lo verdaderamente importante, por la sencilla razón de que nos podría pasar a nosotros. Además, quién no se ha preguntado “¿será que existe una persona igual a mí en alguna parte del mundo, con la que podría haber algún tipo inexplicable de conexión?”

Ambas Verónicas son interpretadas por la misma actriz, Irène Jacob quien es la protagonista de Rojo, la tercera película de la Trilogía de Kieslowski: Trois couleurs; es una mujer de la que los hombres nos enamoramos. Me refiero a que no es la mujer seductora que llama más al sexo que a tomarla de la mano bajo la luz de la luna, es de las que calificamos de tiernas y cariñosas, y que invitan al arrunchis y a guindar una hamaca en el iris de sus ojos. La una es polaca y la otra francesa, coinciden cuando van de viaje a Cracovia pero no se conocen, escasamente la una ve a la otra subiéndose a un bus y ésta toma fotografías aleatoriamente a la plaza donde se encuentran, llena de manifestantes; después se dará cuenta que en una de las fotografías aparece una mujer igual a ella pero, aunque la mira con curiosidad, no la trasnocha el asunto, quizá porque ella no tiene el espectro de conocimiento que tiene el espectador para asociar las similitudes, porque una reproducción fotográfica genera siempre dudas –la foto es chiquita y hace parte de una hoja de contactos– o porque simplemente muchas veces vemos, o no vemos, lo que queremos ver, o no ver.

El espectador se da cuenta, a tiempo, de que buscar, o desentrañar, un nexo mayor entre ambas Verónicas no es el objetivo de la película, por lo que dicha realidad sólo puede explicarse en el ámbito de la coincidencia, con la posibilidad de una justificación de corte casúistico. En fin, la premisa es que puede haber alguien que, además de parecerse a uno, enmienda los errores cometidos por uno o, como Verónica, la francesa, corrige y completa la vida de Verónica, la polaca, después de que ésta –que ya presentaba síntomas de una enfermedad cardiaca– muere cantando como parte del coro de una orquesta de música clásica y frente a un auditorio embelesado con la música de Zbigniew Preisner. Verónica, la francesa, también es cantante y ¡sin saber bien por qué! desiste de sus clases de canto y se dedica a llevar una vida más prosaica como profesora de música, a niños de colegio. Inclusive, hay una escena fugaz en la que se le ve en un consultorio de cardiología: podemos decir que ella es más práctica y la otra más “en las nubes” pero ambas son profundamente soñadoras y viven a la espera de que el universo las sorprenda. No en vano, la primera Verónica, muere “en su ley” cantando: las líneas de Dante Verso il cielo, de su obra Paradiso.

La película tiene metáforas claves que, ya sea porque sirven de indicio o porque despejan dudas, la autodefinen: la lectura de predestinación de las marionetas; el comentario de ambas Verónicas de que a veces se sienten “como en otra parte”; la imagen poética de la pelota transparente cuyo reflejo, contra la ventana del tren, se ve al revés pero paralelo y en el mismo sentido; el acto extraño de frotar la pestaña inferior con el anillo; la escena final en que Verónica para el carro para tocar el tronco de un árbol y el diálogo, inmediatamente anterior, en que su amante marionetista le dice: “esta marioneta eres tú” y ella le pregunta: “¿pero por qué hiciste dos? Y él le responde: “porque durante las presentaciones las manipulo demasiado y se estropean fácilmente”.

La double vie de Veronique en IMDb

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