Kieslowski

Lost in translation

Titulo en español: Perdidos en Tokio. Dirección: Sofia Coppola. Protagonistas: Scarlett Johansson y Bill Murray. 2003 (Estados Unidos y Japón)

LINElit

Un poquito de amor

Esta es una película que –me atrevo a afirmar– excedió las expectativas de quienes la hicieron, incluida, por supuesto, Sofia Coppola quien debió prefigurar una historia con la premisa “¿qué le puede pasar de peculiar, en Tokio, a un hombre y una mujer que no tienen muchas ganas de estar allí?” Me refiero a que la publicidad original de la película: afiche, tráiler, carátula, etc. estuvo focalizada en mostrar al actor Bill Murray –famoso por interpretaciones ingenuas, rayanas en la tontería– sentado, con cara de aburrición, en la cama de un cuarto de hotel y usando las pantuflas simplonas que dejan para uso de los huéspedes, al tiempo con la clásica bata de toalla blanca. Se podría pensar en una táctica de mercadeo impuesta por los productores, pero el caso es que se trata de una obra intimista que explora la crisis pasajera de dos seres humanos que se encuentran en el bar de un hotel como los hay miles alrededor del mundo.

No estoy tratando de decir que la joven directora pensó y realizó una película banal –puramente catártica– y que resultó, como por ensalmo, una película inteligente y emotiva; pero si se siente la intervención de muchas manos, no en vano American Zoetrope, la compañía productora de su padre, es la responsable del proyecto; además, extrañamente, ella no se cansa de decir que si no hubiera sido Bill Murray el actor protagonista, ella no hubiera hecho la película.

Las escenas de humor son equilibradas y fluyen, sin parecer demasiado intencionadas, por lo que la situación y los diálogos arrastran al espectador a inquietarse por el momento que viven los protagonistas. No hay amores imposibles –desde que Woody Allen se enamorara de una oveja en Everything you always wanted to know about sex– pero éste no tiene futuro porque ni Bob, un exitoso actor de Hollywood casado tardíamente, ni Charlotte, una jovencita, filósofa de Yale, que lleva dos años de matrimonio con un fotógrafo, están dispuestos a cruzar esa frontera que lo cambia todo. Sin embargo, pasan unos días maravillosos, se tocan el alma y sacan lo mejor de sí, teniendo en cuenta que están en Tokio –un poco a regañadientes– por intereses de terceras personas.

Lástima tener mala memoria. Recuerdo una película argentina, que trata de dos personas que se conocen en la estancia de un amigo e igual, sus vidas están comprometidas con otras y al final, después de la insípida despedida oficial y de manera similar a Lost in translation, el hombre sale detrás de la mujer y la busca para decirle algo urgente pero no logra balbucear nada muy coherente, sin embargo ella responde algo así como: “Sí, nos enamoramos un poquito, pero ya se nos pasará”. Aquí pasa lo mismo Bob y Charlotte se enamoraron un poquito, lo suficiente para imaginar, por ejemplo, una vida juntos, o contarse ciertas intimidades, pero no lo suficiente para incurrir en la infidelidad. La ausencia de sexo, teniendo plenamente la posibilidad, es lo que pone la relación a un nivel poético, más allá de la piel, en un lugar al que –por no tener mejores opciones– podemos decirle: alma.

Tener la posibilidad de algo que vislumbramos mejor para nuestra vida, pero que asumirlo heriría a las personas que queremos, es una situación que nos hace poner nuestra existencia en perspectiva, valorarla por encima de las rutinas cotidianas, de la pérdida del romanticismo y de los peligros del desamor. Cuando se habla, precisamente, de que se han perdido los valores de la sociedad, se hace referencia –entre otras cosas– a que el vínculo del amor pasó de ser indisoluble, a perder su capacidad de unir a la pareja y a la familia, a incumplir con su función de pegamento entre las personas. Hoy por hoy, la gente se enamora de otras cosas como el dinero, el estatus y el apellido, por ejemplo; por lo que el espectador puede pensar –como efectivamente lo hace– que para un hombre maduro sería un “hit” vivir un ardoroso romance con una rubia joven y bella, de prominentes proporciones, y para la jovencita sería aún mejor atrapar a un hombre que, sólo en la semana que estuvo en Tokio, se ganó dos millones de dólares haciendo la publicidad de un whisky. 

La única infidelidad de la película es la de Sofia Coppola que traiciona los estereotipos de Hollywood, y de la sociedad americana, particularmente, en que los hombres ricos y viejos se quedan con las mujeres jóvenes y bellas. Además de esa infamia que debió decepcionar a muchos espectadores, la heredera de American Zoetrope que en su larga vida ha generado películas tan icónicas como El padrino, Apocalipse now y American graffiti, por mencionar algunas, se atreve hacer una película sombría inspirada –no sé– por Bergman, por Kieslowski y algo de Kurosawa, a quien Sofia debió conocer siendo apenas una niña en 1980, cuando George Lucas y Francis Ford Coppola hicieron la producción ejecutiva de Kagemucha, La sombra del guerrero.

Sea como fuere Sofia Coppola ha logrado que a su película, lo que, hace quince años, era casi imposible en Hollywood, se le califique como: Cine Arte.

Lost in translation in IMDb

Lost in translation in IMDb


La double vie de Veronique

Título en español: La doble vida de Verónica. Dirección: Krzysztof Kieslowski. Protagonista: Irène Jacob. 1991 (Francia, Polonia y Noruega)

LINEldvdv

Dos espejos: un reflejo

Los personajes que, sin importar el drama, ocupan toda la pantalla, todo lo saben, todo lo resuelven y terminan indefectiblemente parados cuando aparecen los créditos finales, se vuelven ofensivos porque te hacen sentir como un idiota; como un idiota que se divierte y se relaja, y olvida momentáneamente sus problemas pero, finalmente: un idiota. Por eso, con el paso del tiempo, nos empiezan a parecer antipáticos Nicolas Cage, Will Smith o Bruce Willis, porque son invencibles y todos los argumentos van encaminados a demostrar que, pese a tener el universo en su contra, tienen la razón, el poder y la gloria; cosa excesiva y que produce nauseas porque, finalmente, el espectador lo único que quiere ver –sin tanto chisporroteo– es que los buenos ganen y los malos pierdan. Parece una contradicción, pero lo que quiero decir es que, muchas veces, a la mitad de la película, o a los veinte minutos, bastaría que le dieran un tiro en la sien al malvado, al anti-protagonista, y nos iríamos felices para la casa.

Me gustaría que el cine fuera más como La doble vida de Verónica, con personajes indecisos que no tienen ni siquiera las preguntas, con situaciones que suceden más en la mente del espectador que en el celuloide; que en la medida que se desenvuelve la trama, uno se haga preguntas con respecto a si mismo; que si la película sucede en Kabul, Hong Kong o Salvador de Bahía uno sienta que a los seres humanos nos une una misma fibra, una misma sensibilidad, que, por momentos, sintamos que nos estamos mirando en el espejo. En este caso, la historia se desarrolla en Polonia y en Francia, pero eso no importa; son dos Verónicas y son hermosas, pero eso tampoco importa; a ellas les sucede algo inusual y eso es lo verdaderamente importante, por la sencilla razón de que nos podría pasar a nosotros. Además, quién no se ha preguntado “¿será que existe una persona igual a mí en alguna parte del mundo, con la que podría haber algún tipo inexplicable de conexión?”

Ambas Verónicas son interpretadas por la misma actriz, Irène Jacob quien es la protagonista de Rojo, la tercera película de la Trilogía de Kieslowski: Trois couleurs; es una mujer de la que los hombres nos enamoramos. Me refiero a que no es la mujer seductora que llama más al sexo que a tomarla de la mano bajo la luz de la luna, es de las que calificamos de tiernas y cariñosas, y que invitan al arrunchis y a guindar una hamaca en el iris de sus ojos. La una es polaca y la otra francesa, coinciden cuando van de viaje a Cracovia pero no se conocen, escasamente la una ve a la otra subiéndose a un bus y ésta toma fotografías aleatoriamente a la plaza donde se encuentran, llena de manifestantes; después se dará cuenta que en una de las fotografías aparece una mujer igual a ella pero, aunque la mira con curiosidad, no la trasnocha el asunto, quizá porque ella no tiene el espectro de conocimiento que tiene el espectador para asociar las similitudes, porque una reproducción fotográfica genera siempre dudas –la foto es chiquita y hace parte de una hoja de contactos– o porque simplemente muchas veces vemos, o no vemos, lo que queremos ver, o no ver.

El espectador se da cuenta, a tiempo, de que buscar, o desentrañar, un nexo mayor entre ambas Verónicas no es el objetivo de la película, por lo que dicha realidad sólo puede explicarse en el ámbito de la coincidencia, con la posibilidad de una justificación de corte casúistico. En fin, la premisa es que puede haber alguien que, además de parecerse a uno, enmienda los errores cometidos por uno o, como Verónica, la francesa, corrige y completa la vida de Verónica, la polaca, después de que ésta –que ya presentaba síntomas de una enfermedad cardiaca– muere cantando como parte del coro de una orquesta de música clásica y frente a un auditorio embelesado con la música de Zbigniew Preisner. Verónica, la francesa, también es cantante y ¡sin saber bien por qué! desiste de sus clases de canto y se dedica a llevar una vida más prosaica como profesora de música, a niños de colegio. Inclusive, hay una escena fugaz en la que se le ve en un consultorio de cardiología: podemos decir que ella es más práctica y la otra más “en las nubes” pero ambas son profundamente soñadoras y viven a la espera de que el universo las sorprenda. No en vano, la primera Verónica, muere “en su ley” cantando: las líneas de Dante Verso il cielo, de su obra Paradiso.

La película tiene metáforas claves que, ya sea porque sirven de indicio o porque despejan dudas, la autodefinen: la lectura de predestinación de las marionetas; el comentario de ambas Verónicas de que a veces se sienten “como en otra parte”; la imagen poética de la pelota transparente cuyo reflejo, contra la ventana del tren, se ve al revés pero paralelo y en el mismo sentido; el acto extraño de frotar la pestaña inferior con el anillo; la escena final en que Verónica para el carro para tocar el tronco de un árbol y el diálogo, inmediatamente anterior, en que su amante marionetista le dice: “esta marioneta eres tú” y ella le pregunta: “¿pero por qué hiciste dos? Y él le responde: “porque durante las presentaciones las manipulo demasiado y se estropean fácilmente”.

La double vie de Veronique en IMDb

La double vie de Veronique en IMDb