Cine Arte

Lost in translation

Titulo en español: Perdidos en Tokio. Dirección: Sofia Coppola. Protagonistas: Scarlett Johansson y Bill Murray. 2003 (Estados Unidos y Japón)

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Un poquito de amor

Esta es una película que –me atrevo a afirmar– excedió las expectativas de quienes la hicieron, incluida, por supuesto, Sofia Coppola quien debió prefigurar una historia con la premisa “¿qué le puede pasar de peculiar, en Tokio, a un hombre y una mujer que no tienen muchas ganas de estar allí?” Me refiero a que la publicidad original de la película: afiche, tráiler, carátula, etc. estuvo focalizada en mostrar al actor Bill Murray –famoso por interpretaciones ingenuas, rayanas en la tontería– sentado, con cara de aburrición, en la cama de un cuarto de hotel y usando las pantuflas simplonas que dejan para uso de los huéspedes, al tiempo con la clásica bata de toalla blanca. Se podría pensar en una táctica de mercadeo impuesta por los productores, pero el caso es que se trata de una obra intimista que explora la crisis pasajera de dos seres humanos que se encuentran en el bar de un hotel como los hay miles alrededor del mundo.

No estoy tratando de decir que la joven directora pensó y realizó una película banal –puramente catártica– y que resultó, como por ensalmo, una película inteligente y emotiva; pero si se siente la intervención de muchas manos, no en vano American Zoetrope, la compañía productora de su padre, es la responsable del proyecto; además, extrañamente, ella no se cansa de decir que si no hubiera sido Bill Murray el actor protagonista, ella no hubiera hecho la película.

Las escenas de humor son equilibradas y fluyen, sin parecer demasiado intencionadas, por lo que la situación y los diálogos arrastran al espectador a inquietarse por el momento que viven los protagonistas. No hay amores imposibles –desde que Woody Allen se enamorara de una oveja en Everything you always wanted to know about sex– pero éste no tiene futuro porque ni Bob, un exitoso actor de Hollywood casado tardíamente, ni Charlotte, una jovencita, filósofa de Yale, que lleva dos años de matrimonio con un fotógrafo, están dispuestos a cruzar esa frontera que lo cambia todo. Sin embargo, pasan unos días maravillosos, se tocan el alma y sacan lo mejor de sí, teniendo en cuenta que están en Tokio –un poco a regañadientes– por intereses de terceras personas.

Lástima tener mala memoria. Recuerdo una película argentina, que trata de dos personas que se conocen en la estancia de un amigo e igual, sus vidas están comprometidas con otras y al final, después de la insípida despedida oficial y de manera similar a Lost in translation, el hombre sale detrás de la mujer y la busca para decirle algo urgente pero no logra balbucear nada muy coherente, sin embargo ella responde algo así como: “Sí, nos enamoramos un poquito, pero ya se nos pasará”. Aquí pasa lo mismo Bob y Charlotte se enamoraron un poquito, lo suficiente para imaginar, por ejemplo, una vida juntos, o contarse ciertas intimidades, pero no lo suficiente para incurrir en la infidelidad. La ausencia de sexo, teniendo plenamente la posibilidad, es lo que pone la relación a un nivel poético, más allá de la piel, en un lugar al que –por no tener mejores opciones– podemos decirle: alma.

Tener la posibilidad de algo que vislumbramos mejor para nuestra vida, pero que asumirlo heriría a las personas que queremos, es una situación que nos hace poner nuestra existencia en perspectiva, valorarla por encima de las rutinas cotidianas, de la pérdida del romanticismo y de los peligros del desamor. Cuando se habla, precisamente, de que se han perdido los valores de la sociedad, se hace referencia –entre otras cosas– a que el vínculo del amor pasó de ser indisoluble, a perder su capacidad de unir a la pareja y a la familia, a incumplir con su función de pegamento entre las personas. Hoy por hoy, la gente se enamora de otras cosas como el dinero, el estatus y el apellido, por ejemplo; por lo que el espectador puede pensar –como efectivamente lo hace– que para un hombre maduro sería un “hit” vivir un ardoroso romance con una rubia joven y bella, de prominentes proporciones, y para la jovencita sería aún mejor atrapar a un hombre que, sólo en la semana que estuvo en Tokio, se ganó dos millones de dólares haciendo la publicidad de un whisky. 

La única infidelidad de la película es la de Sofia Coppola que traiciona los estereotipos de Hollywood, y de la sociedad americana, particularmente, en que los hombres ricos y viejos se quedan con las mujeres jóvenes y bellas. Además de esa infamia que debió decepcionar a muchos espectadores, la heredera de American Zoetrope que en su larga vida ha generado películas tan icónicas como El padrino, Apocalipse now y American graffiti, por mencionar algunas, se atreve hacer una película sombría inspirada –no sé– por Bergman, por Kieslowski y algo de Kurosawa, a quien Sofia debió conocer siendo apenas una niña en 1980, cuando George Lucas y Francis Ford Coppola hicieron la producción ejecutiva de Kagemucha, La sombra del guerrero.

Sea como fuere Sofia Coppola ha logrado que a su película, lo que, hace quince años, era casi imposible en Hollywood, se le califique como: Cine Arte.

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Il portiere di notte

Titulo en español: Portero de Noche. Dirección: Liliana Cavani. Protagonistas: Dirk Bogarde y Charlotte Rampling. 1974 (Italia)

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La adicción por el otro

No es extraño que, más tarde en la vida, Liliana Cavani se dedicara a la dirección de óperas, pues su preciosismo en la utilización y aprovechamiento del escenario es, sin duda, uno de sus talentos; ¡bueno! como lo fue también uno de los de su escuela: Antonioni, Visconti, De Sica, principalmente. La historia se desarrolla –en su mayor parte– en el lobby de un hotel, en 1957, en la Viena de la postguerra cuando todos los nazis que fueron quedando disgregados por Europa seguían siendo juzgados por sus crímenes y la búsqueda de testigos para incriminarlos era incesante. Max es el portero nocturno y Lucía llega como huésped, casada con un director de orquesta. Se reconocen instantáneamente, él abusó de ella cuando apenas era una niña, en una prisión en la que se hacía pasar por médico, cometiendo con ella actos aberrantes.

¡El daño que nos hace la guerra! La vida de los dos queda suspendida y dedican todas sus fuerzas a recobrar esa relación sadomasoquista que ellos no se cansan de llamar: amor.

Lo único que uno puede pensar como espectador, es que ante la escueta realidad de la vida, él la salvó; la privilegió frente a los demás prisioneros y después la puso a cantar topless en un cabaret frecuentado por los mandos medios del nazismo, como él. A uno sólo le queda pensar en una especie de Síndrome de Estocolmo, en que el cautivo se enamora del captor y comparte –si le es posible– su vida y su destino. A ella la buscan para matarla, al fin y al cabo es una potencial testigo, una amenaza para los pocos miembros “activos” del Tercer Reich que quedan en Vienna; de ahí que la pareja se encierra, se esconde, pero logra ser ubicada y sitiada, y llevada a la hambruna absoluta por quienes los buscan. Sin poderlos atacar de frente, los acechan como a presas de cacería, les cortan la luz, el agua y la calefacción y cuando se ven forzados a salir los asesinan, de dos tiros certeros, por la vía peatonal de un puente cualquiera.

El espectador nunca está seguro –y con razón– de estar viendo una historia de amor. Ellos siguen jugando a ser captor y cautiva pero de forma absolutamente consensual. Se chupan mutuamente la sangre de los dedos, ella se deja encadenar como cualquier animal y en un flashback de tonos verdes, sombríos, él le manda traer en una caja la cabeza de uno de los prisioneros que la molestaba. ¿Qué? ¿Habrá sido la postguerra un estado de invalidez del alma? También es posible pensar que ante la fatalidad de la guerra y la inminencia de la muerte, cualquier cosa que nos aleja la mente y el cuerpo de la tragedia, la convertimos en hábito, en el único consuelo posible, hasta que lo incorporamos en nuestro sistema nervioso como una forma de felicidad. ¿O sea, que en un ambiente de aniquilamiento y tortura diarios, el mero abuso sexual puede convertirse en motivo de regocijo?

Es una película que abre heridas, con todo y eso es hermosa, es un drama humano que nos muestra el revés de la piel, uno que otro exterior opaco de la ciudad de Viena, unos caracteres alemanes –demasiado caricaturescos para mi gusto– que muestran el efecto de la rendición de cuentas de la milicia nazi, ante la humanidad, después de los juicio de Núremberg; y, con el acierto de haber conjugado a Charlotte Rampling y Dirk Bogarde, dos protagonistas creíbles que el espectador aborrece por instantes, pero otros tantos los quiere o, por lo menos, los entiende o les tiene conmiseración. Las situaciones cada vez más agobiantes que se presentan, son una analogía de cómo los seres humanos somos capaces de encerrarnos en nosotros mismos, hasta perder la dimensión real de la vida. Lucía rompe un frasco de vidrio en el baño, lo estrella voluntariamente contra el piso y, acto seguido, llama a Max para que entre e inadvertidamente se corte las plantas de los pies; los dos festejan el albur, con la lengua y con los dedos, y con los cuerpos desnudos contra el piso en una suerte de memorable y poética autodestrucción. Además, uno pensaría que el dolor de la guerra es de tal magnitud que cualquier acción que nos recuerde lo sufrido se evita por instinto, sin embargo entre Max y Lucía sucede lo contrario y no se me ocurre otra excusa, otro argumento, que la adicción del uno por el otro; como drogadictos recaen con el mismo ímpetu, retoman su anacronismo en el mismo nivel donde lo dejaron, sin importar nada más, sin reacciones en contrario porque la realidad es que no hay un solo diálogo, gesto o situación que reconsidere o dude de la atrocidad que los une.

Repito, es una película hermosa, en el sentido de que se le está dando una factura estética a un relato que resulta oprobioso para la consciencia del espectador y esto a los ojos de una audiencia original que vio la película en 1974, cuando se consideraba que había temáticas que no eran susceptibles de ser tomadas con fines artísticos. O sea, tengamos en cuenta que la estética de la violencia nunca tuvo un auge real sino hasta ahora con Tarantino, Robert Rodríguez y Chan-wook Park, por sólo dar unos nombres. Pues, Il portieri di notte ha sido parte de ese proceso que, criticable o no, permite que una aberración sea digna de la mirada del artista.

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L'Amant

Título en español: El amante. Dirección: Jean-Jacques Annaud. Protagonistas: Jane March y Tony Leung. 1992 (Francia, Reino Unido y Vietnam)

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Mariposa o girasol

Vivimos enredados en la historia de nuestra vida, ocultos en los vericuetos de la razón. Cuando venimos a ver, resulta que el corazón vivió la misma historia pero pasó inadvertido; hasta que un día despierta en nosotros esa necesidad de volver sobre las vivencias, desde la cavidad toráxica, o cualquiera que sea el sitio donde los sentimientos residen, donde subyacen los recuerdos y salen a flote cuando perdemos la fuerza de retenerlos, en lo profundo, lo más lejos posible de la superficie. Esta película, es una historia de amor, aunque puede parecernos el tire y afloje entre las eternas convenciones de las clases sociales; o, de pronto –y eso sería infame– la precocidad sexual de una francesita culipronta en Saigón.

Es una historia de amor, con toda la carga de dolor que es solamente posible bajo el influjo de este sentimiento y conjurable sólo por las bocanadas del opio y, en el plano cinematográfico, por las escenas de lluvia que así como tratan de apaciguarlo todo, invocan también los presagios de una relación imposible. La necesidad tiene cara de perro, por eso lo que empieza como algo azaroso pero loable, se va convirtiendo en un intercambio de sexo por dinero y favores, que ella procura –pobrecita– mantener al mínimo. El problema es que viene de una crianza poco acostumbrada a la pobreza; o sea, franceses blancos a orillas del Mekong que deben mantener cierto decoro. Él tiene el problema contrario: es chino, con inmensas riquezas, lo que lo obliga a seguir las reglas de un matrimonio arreglado, desde niño, que afiance la fortuna de dos familias adineradas; le está permitido tener amantes pero se sobreentiende como relaciones con mujeres racialmente similares, pagadas –por lo general– de menor rango social.

Así las cosas, flota en el aire una sinceridad, innegable para el espectador, que se fundamenta en la narración; en su tono de comunicación autobiográfico, desprovisto de cualquier otro interés que el de contar una historia con objetividad y –más importante aún– desde la poesía. La novela de Marguerite Duras es un poema, igual debe serlo la película; si esa no es la propuesta, el reto, pues volvemos al lastre de contar una secuencia de hechos que puede llegar a ser ilustrativa, pero –como ya se dijo– sin la habilidad de transitar nuestro fluyo sanguíneo y alojarse en algún rincón ventricular. El respeto de Jean-Jacques Annaud por la obra literaria es singular –admirable si se compara con las adaptaciones de Hollywood en las que, como escribe Gertrude Hamacher, en su libro Cinema Calisthenics: “Compran el derecho a trivializarlo todo”– con esa necesidad de alcanzar el mismo nivel epidérmico. Algo muy difícil de explicar con palabras… por lo cual me excuso.

Le propongo, entonces al espectador, no guardar ningún tipo de distancias con esta película. Uno mismo debe ir en el ferry que atraviesa el río Mekong, sentir el olor del agua estancada en las orillas, el ruido del planchón de madera acomodando las cargas, los primeros diálogos entre ella y él, la francesita de 15 años y medio y el chino de 34; uno mismo debe ser las dos manos que se tocan, los labios de ella besando el vidrio del carro y los cigarrillos de él saliendo de su pitillera de oro; uno mismo debe vender frituras en las calles de Cholon, donde todo el ruido y los olores de Indochina entran por las ventanas donde yace la pareja herida de sexo y de amor; donde ella le echa agua a la naturaleza agonizante de un par de bonsáis, oficiando de mujer que quiere ver todo abierto, como ella misma, a la edad en que se es, al tiempo, mariposa y girasol. Uno mismo debe ser quien lava la sangre de su recién vulnerada virginidad.

La jovencita habla de su casa como un infierno y cuenta la historia de su madre, de cómo vislumbró un futuro próspero y fue robada por las entidades estatales. Ella es profesora en una escuela, al otro lado del río Mekong, lejos del internado donde vive su hija y del liceo donde estudia; sede fácilmente a la generosidad del hombre chino y de manera descarada sus hijos varones también. Los tres son alcahuetas pero, desencantada la familia de su experiencia en la tierra que, un poco más tarde, sería un país independiente, vuelve a Francia. La ruptura es devastadora para el chino que, finalmente, es menos fuerte que ella y no se atreve a contradecir a su padre. En cierto momento le dice a su joven amante: “Antes de enamorarme de ti, yo nunca había sufrido.” Ya casado y después de haber faltado a la última cita que tenía con ella, la despide, en el muelle, sin mostrar la cara; mientras el barco zarpa, él atestigua su partida sin salir de su lujoso carro negro y viéndola en la misma pose que la conoció, con los mismos zapatos de tacón, el mismo sombrero de hombre, y la misma pierna doblada hacia adelante, sobre la parte baja de la baranda de la cubierta del barco.

Parafraseando a Polanski que dijo sobre la película Tess, dirigida por él mismo y que es una adaptación de la novela Tess of the d'Urbervilles: A Pure Woman Faithfully Presented: ”A la película se le ven las mayúsculas” para referirse a la fidelidad con el libro de Thomas Hardy. Además de las mayúsculas, a El Amante se le ven los largos paréntesis, entre escena y escena, y que son los momentos de transición que tiene el espectador para darle sentido a lo que está mirando. En este caso, se acentúan los problemas familiares y se prolongan las tardes en Cholon: ella penetrada por los momentos que nunca abandonaron su memoria y él resignado a que, por lo menos, conoció el verdadero amor.

En algún momento dijo la autora, Marguerite Duras, que el hilo conductor de la novela era la falta de amor que su madre le tenía y que marcó su vida; cosa poco importante, o nimia, si se tiene en cuenta que ella, la joven niña, es el único personaje que guarda la compostura durante toda la película salvo, al final, en que llora, pero a escondidas.

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Paris, Texas

Dirección: Wim Wenders. Protagonistas: Nastassja Kinski, Harry Dean Stanton y Dean Stockwell. 1984 (Reino Unido, Francia y Alemania)

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El cabo suelto

París, Texas, es ese sitio adonde nunca llegamos; el ideal de vida que nos proponemos pero que termina siendo sólo una foto en el bolsillo. No es ni siquiera un destino imaginario, es tan real como la foto. Se lo describimos a nuestros amigos, ocasionalmente lo señalamos en un mapa y le hacemos un círculo con esfero rojo, se lo mostramos a nuestros hijos y les decimos: “Ahí estaremos en unos años”, o “Ahí pasaré mi vejez” o “Ahí quiero anclar mi velero”, pero nada de eso sucede; la vida se enreda de tal forma que nos conformamos con otras cosas menos halagadoras, menos distantes, que se vuelven sucedáneas.

Es una película europea, realizada –inclusive, desde el mismo guión– en Estados Unidos; me refiero a que, de alguna manera, Wim Wenders le quiere meter los dedos en la boca a Hollywood, salirse de sus esquemas en su propio terreno y hacer una película opaca, como la vida misma, sin el brillo elaborado y engañoso del cine norteamericano, del que habla Oswaldo Zanetti. Lo logra, con creces, y no por los premios obtenidos si no porque la narración cinematográfica se sostiene sólita sin aderezos, sin elementos que alteren su sentido. Es digerible, en un mundo que se ha vuelto opíparo, copioso en recetas, en el que el vestuarista, el escenógrafo y el efectista, por ejemplo, también quieren ser el plato principal. Sin embargo –siempre es bueno contradecirse un poco– la guitarra de Ry Cooder, de fondo, rasgando las cuerdas, logra un protagonismo magistral, como música incidental, recreando blues de Blind Willie Johnson.

París, Texas, es también Nastassja Kinski. ¿Cómo deja uno perder un amor así? Esa es la pregunta constante del espectador. ¿Qué pasó? ¿Por qué se fue? ¿Por qué dejaron tirado al hijo de cuatro años, con sus tíos? Travis, el marido, camina dando tumbos de un lado a otro del desierto del Mojave y en medio de su locura, busca a Jane (Kinski) su mujer, con determinación pero sin el más mínimo sentido común; donde ve una carretera, o una carrilera, las recorre hasta el cruce siguiente y voltea, indistintamente, hacia la izquierda o hacia la derecha ¿qué importa? El actor es Harry Dean Stanton ¡nada como un actor de segunda para interpretar el papel de un hombre mediocre y débil de carácter! El solo casting de los protagonistas es, ya, un síntoma del desequilibrio que necesita la historia.

Afortunadamente Hunter, el hijo –tiene ocho años, cuatro viviendo con los tíos, a quienes llama Papá y Mamá– es un chico relajado, risueño, criado entre la brisa y las dunas cálidas de California. Desarrolla una relación formidable con Travis y se siente afortunado de tener dos papás. El espectador espera un conflicto que nunca se da, se menciona en un par de ocasiones, pero Walt, el papá putativo de Hunter, deja muy claro que la determinación del futuro del niño es de su padre biológico; de ahí en adelante la cámara, salvo una llamada telefónica, se va detrás de Hunter y de Travis en la búsqueda de su madre, con la única pista contundente, en años, acerca de su paradero.

Jane es prostituta en un bar de Houston, cuya particularidad es que los clientes pagan para ver a las mujeres desnudarse a través de un cristal. Son una serie de cabinas, decoradas distinto: granero, cuarto de hospital, oficina, guardería, etc, y la comunicación entre ambos es de un teléfono a un intercomunicador, que es como un parlante-micrófono instalado en algún rincón del decorado. Lo interesante es que la narración necesita un sitio así para facilitar un diálogo entre dos personas tan malheridas; de lo contrario es muy difícil llegar a las palabras sin que alguien tire una puerta, primero, o salga corriendo. Claro que ella es la que está, realmente, en un estado de indefensión porque está atendiendo a un hombre que no quiere verla desnuda y que arranca a contar una historia que es la suya pero que también puede ser la de miles de mujeres más, abatidas por las abyectas circunstancias que propician esas extensiones tan áridas entre Texas y California. Ahora bien, difícil empezar otro párrafo sin decir que toda la película está hecha para desencadenar este encuentro poético y con tan especiales características.

Stanton juega su papel a la sombra, cuenta la historia terrible de su pasado juntos; Jane llora y en un acopio último de certeza busca a Travis a través del espejo escasamente traslúcido. Él le da las indicaciones para que vaya y busque a su hijo. El encuentro de Jane y Hunter es el previsto y así termina la película; dejando suelto el único cabo que estuvo suelto desde el principio y es que París, Texas, no pasó de ser una anécdota vaporosa y la fotografía de un lote baldío, con un letrero de: Se Vende.

París, Texas, es el símbolo de las expectativas; aquellas que nos matan si no las logramos y más aún si se trata de un sueño tan miserable como el de un lote sucio, sin nada y sólo con una tenue promesa de felicidad. Por eso Travis dura cuatro años extraviado de sí mismo y la película trata acerca de esa posibilidad que le da la vida de reparar el daño producido; de entender que más importante que ir a templar a un París, sin artistas, ni Torre Eiffel, ni canciones de Edith Piaf, es hacer lo correcto. El espectador lo único que tiene que hacer es estar de acuerdo con esa premisa y celebrar la reunión de un hijo con su verdadera madre.

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Fitzcarraldo

Titulo en español: Fitzcarraldo. Dirección: Werner Herzog. Protagonistas: Klaus Kinski y Claudia Cardinale. 1982 (Alemania y Perú)

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Vislumbrando a Quetzalcoatl

“Donde hay un hombre osado, hay una película” decía John Wayne, y eso debió pensar Werner Herzog cuando le dijo, en la mitad de una sobremesa aburrida, a alguien: “¿Qué tal un irlandés en la ribera del río Amazonas, con ganas de construir una ópera?” Ahora bien, no era una ocurrencia sin antecedentes: en la febril época del caucho se construyó en Manaos un teatro para la ópera, con mármoles de Carrara y cristales de Murano. De hecho la primera secuencia muestra a Klaus Kinski y Claudia Cardinale llegar remando -se había fundido el motor de su embarcación- y entrar embarrados al final de la ópera Ernani, de Giuseppe Verdi, cantada por Enrico Caruso. La escena es filmada, por supuesto, en la Ópera de Manaos.

Él es Brian Sweeney Fitzgerald, llamado en la región Fitzcarraldo, un oportunista melómano que aparece vendiendo hielo, después de haber fracasado en el intento de construir un ferrocarril, y cuya única posesión -salvo un vestido de lino blanco y un par de camisas de cuello almidonado- es un fonógrafo de cuerda; y ella es Molly, la madame del burdel más fastuoso de Iquitos, quien costea la aventura de su reincidente amante porque lo ama y, más importante aún: la divierte. Entre los dos, logran conseguir el permiso de explotación cauchera de unas tierras que quedan en una encrucijada geográfica que obliga a atravesar, un barco de vapor de 340 toneladas, de un brazo del río a otro, por una montaña. Es, además, la aventura misma de la producción de la película pues esto, según se va haciendo, se va filmando, sin efectos cinematográficos de ninguna clase. 

El tercer ingrediente que hace la trama aún más peligrosa, como si fueran pocos los peligros de la selva y de la baja estopa de los hombres reclutados para tal peripecia, son los indios, que en ese territorio específico del Amazonas son reconocidos por su ferocidad, sangre guerrera y la maña de reducirle el cráneo, después de cortada la cabeza, con un sistema de cocido y raspado, a sus enemigos. Con todo esto en mente, Fitzcarraldo se lanza a establecer su propia cauchería con el único derrotero de gastarse las utilidades, de ese futuro negocio -como ya se dijo- en la construcción y puesta en marcha de un teatro operático. 

Los planos medios son escasos. Herzog muestra la majestad del río Amazonas con planos muy amplios, paneos cortos y cortes a planos bien cerrados, ya sea para mostrar un marrano, una mazorca asada, un jugador de cartas sin un diente e, inclusive, las expresiones faciales de Fitzcarraldo, cuya gesticulación es capaz de expresar la intensidad del drama. El zoom, lo utiliza muy discretamente sólo para marcar la lentitud con que se mueve el barco y la imperturbable cadencia del río. Hace lo mismo con el sonido. Hay un ruido de selva constante pero es apagado, dándole posibilidades al silencio de manifestar la paulatina elongación de la aventura, siempre con el ronroneo de las máquinas del barco, constante, muy al fondo, De cuando en vez se acercan en alto volumen las guacamayas, los mosquitos, los monos, las libélulas y el siseo de las iguanas y las serpientes. Para dar un ejemplo de lo primero, cuando van a ver el viejo barco recién comprado, sin remodelar, con los pisos levantados e invadido por la herrumbre, el director escoge un corte, en primerísimo plano, de la encantadora sonrisa y los dientes sublimes de Claudia Cardinale que contrastan mágicamente con el desorden imperante. 

El tercer protagonista es el calor. Las caras y las musculaturas se ven sudadas pero no como en la playa, o donde el viento refresca, sino con esa acuosidad aceitosa que no se renueva, que se mete en cada meandro de la piel y que en el caso de Fitzcarraldo causa impacto porque siempre está de vestido blanco, saco y pantalón de lino y una corbata oscura que, en los momentos de mayor desespero, se ve ligeramente desajustada; igual su sombrero claro encintado que, sin causar ningún estorbo en la composición cinematográfica, no siempre lo tiene consigo; yo creo que Herzog prescinde de éste, por momentos, para mostrar su lustrosa cabellera plateada que, en mi opinión, hace parte de los elementos dramáticos de la película. Lo que nos lleva a una subtextualidad que, en definitiva, prima por encima de la supuesta estructura operática de la narración que, en mi sentir, no es más que un facilismo de algunos críticos en su afán por intelectualizar la película. 

Ni siquiera una ópera de Hernán Cortés llegando a las costas de México, lograría la siguiente analogía poética: Fitzcarraldo se salva de la crueldad de los indios y, además, logra que lo ayuden en su idea superlativa porque lo confunden con un Dios. No vamos a decir que este pueblo indígena había predeterminado la llegada de una divinidad de tales características, como los aztecas lo hicieron esperando a Quetzalcoatl, pero de alguna manera quedaron igual de maravillados con su barco, primero que todo, con el sonido celestial emanado de su fonógrafo, con su cabeza color plata y con su apostura de persona segura de sí misma, más allá de toda comprensión. 

No es imperativo, para el espectador, hacer dicha analogía para presentir una masacre. Se empiezan a dar elementos que, poco a poco, van desacralizando lo que, de entrada, fue causa de revelación. Los indios, siempre vigilantes, y cada vez mostrando más los dientes, celebran como propia la hazaña de haber abierto una trocha inmensa, de haberle incorporado unos rieles sobrantes de la experiencia frustrada del ferrocarril y de haber aplicado unos mínimos conocimientos de física, para lograr el casi imposible cometido. Una vez la embarcación, pasa al otro brazo del río, los navegantes se descuidan y, mientras duermen, el barco atraviesa los rápidos que, en un principio, debieron evitar y, como por ensalmo, la película podría volver a comenzar de ceros. Sin embargo, no hay frustración, no hay amargura; el río en su constante devenir le enseña a los hombres que: continuar no es, para nada, empezar de nuevo. 

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La double vie de Veronique

Título en español: La doble vida de Verónica. Dirección: Krzysztof Kieslowski. Protagonista: Irène Jacob. 1991 (Francia, Polonia y Noruega)

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Dos espejos: un reflejo

Los personajes que, sin importar el drama, ocupan toda la pantalla, todo lo saben, todo lo resuelven y terminan indefectiblemente parados cuando aparecen los créditos finales, se vuelven ofensivos porque te hacen sentir como un idiota; como un idiota que se divierte y se relaja, y olvida momentáneamente sus problemas pero, finalmente: un idiota. Por eso, con el paso del tiempo, nos empiezan a parecer antipáticos Nicolas Cage, Will Smith o Bruce Willis, porque son invencibles y todos los argumentos van encaminados a demostrar que, pese a tener el universo en su contra, tienen la razón, el poder y la gloria; cosa excesiva y que produce nauseas porque, finalmente, el espectador lo único que quiere ver –sin tanto chisporroteo– es que los buenos ganen y los malos pierdan. Parece una contradicción, pero lo que quiero decir es que, muchas veces, a la mitad de la película, o a los veinte minutos, bastaría que le dieran un tiro en la sien al malvado, al anti-protagonista, y nos iríamos felices para la casa.

Me gustaría que el cine fuera más como La doble vida de Verónica, con personajes indecisos que no tienen ni siquiera las preguntas, con situaciones que suceden más en la mente del espectador que en el celuloide; que en la medida que se desenvuelve la trama, uno se haga preguntas con respecto a si mismo; que si la película sucede en Kabul, Hong Kong o Salvador de Bahía uno sienta que a los seres humanos nos une una misma fibra, una misma sensibilidad, que, por momentos, sintamos que nos estamos mirando en el espejo. En este caso, la historia se desarrolla en Polonia y en Francia, pero eso no importa; son dos Verónicas y son hermosas, pero eso tampoco importa; a ellas les sucede algo inusual y eso es lo verdaderamente importante, por la sencilla razón de que nos podría pasar a nosotros. Además, quién no se ha preguntado “¿será que existe una persona igual a mí en alguna parte del mundo, con la que podría haber algún tipo inexplicable de conexión?”

Ambas Verónicas son interpretadas por la misma actriz, Irène Jacob quien es la protagonista de Rojo, la tercera película de la Trilogía de Kieslowski: Trois couleurs; es una mujer de la que los hombres nos enamoramos. Me refiero a que no es la mujer seductora que llama más al sexo que a tomarla de la mano bajo la luz de la luna, es de las que calificamos de tiernas y cariñosas, y que invitan al arrunchis y a guindar una hamaca en el iris de sus ojos. La una es polaca y la otra francesa, coinciden cuando van de viaje a Cracovia pero no se conocen, escasamente la una ve a la otra subiéndose a un bus y ésta toma fotografías aleatoriamente a la plaza donde se encuentran, llena de manifestantes; después se dará cuenta que en una de las fotografías aparece una mujer igual a ella pero, aunque la mira con curiosidad, no la trasnocha el asunto, quizá porque ella no tiene el espectro de conocimiento que tiene el espectador para asociar las similitudes, porque una reproducción fotográfica genera siempre dudas –la foto es chiquita y hace parte de una hoja de contactos– o porque simplemente muchas veces vemos, o no vemos, lo que queremos ver, o no ver.

El espectador se da cuenta, a tiempo, de que buscar, o desentrañar, un nexo mayor entre ambas Verónicas no es el objetivo de la película, por lo que dicha realidad sólo puede explicarse en el ámbito de la coincidencia, con la posibilidad de una justificación de corte casúistico. En fin, la premisa es que puede haber alguien que, además de parecerse a uno, enmienda los errores cometidos por uno o, como Verónica, la francesa, corrige y completa la vida de Verónica, la polaca, después de que ésta –que ya presentaba síntomas de una enfermedad cardiaca– muere cantando como parte del coro de una orquesta de música clásica y frente a un auditorio embelesado con la música de Zbigniew Preisner. Verónica, la francesa, también es cantante y ¡sin saber bien por qué! desiste de sus clases de canto y se dedica a llevar una vida más prosaica como profesora de música, a niños de colegio. Inclusive, hay una escena fugaz en la que se le ve en un consultorio de cardiología: podemos decir que ella es más práctica y la otra más “en las nubes” pero ambas son profundamente soñadoras y viven a la espera de que el universo las sorprenda. No en vano, la primera Verónica, muere “en su ley” cantando: las líneas de Dante Verso il cielo, de su obra Paradiso.

La película tiene metáforas claves que, ya sea porque sirven de indicio o porque despejan dudas, la autodefinen: la lectura de predestinación de las marionetas; el comentario de ambas Verónicas de que a veces se sienten “como en otra parte”; la imagen poética de la pelota transparente cuyo reflejo, contra la ventana del tren, se ve al revés pero paralelo y en el mismo sentido; el acto extraño de frotar la pestaña inferior con el anillo; la escena final en que Verónica para el carro para tocar el tronco de un árbol y el diálogo, inmediatamente anterior, en que su amante marionetista le dice: “esta marioneta eres tú” y ella le pregunta: “¿pero por qué hiciste dos? Y él le responde: “porque durante las presentaciones las manipulo demasiado y se estropean fácilmente”.

La double vie de Veronique en IMDb

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