Goebbels

Der Untergang

Título en español: El hundimiento. Dirección: Oliver Hirchbiegel. Protagonistas: Bruno Ganz y Alexandra María Lara. 2004

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Poética del no arrepentimiento

Hitler se suicida al tiempo con Eva Braun, toman una cápsula de cianuro y se pegan un tiro. Esa mañana, el Führer ha hecho lo mismo con su perro y le ha entregado cápsulas venenosas, a la mayor parte de su staff, para quien quiera seguirlo en su fatídica suerte. Goebbels y su esposa hacen lo propio, después de asesinar a sus seis hijos: los hacen beber una infusión amarga que los duerme y durante el sueño les aplican el cianuro en la boca. De los que quedan en el búnker, uno que otro se suicida, pero la mayoría sale corriendo ante la inminente toma de Berlín, por parte del ejército ruso.

Esta es una película sobre los últimos días del Tercer Reich y sobre la soledad del poder. Está escrita, producida y dirigida por alemanes, con base en el libro testimonial de Trudl Junge quien fuera la secretaria personal de Hitler, desde principios de la II Guerra Mundial; ella aparece en la primera escena diciendo: “Hubiera podido negarme a servirlo, pero no lo hice. Era demasiado curiosa. No me di cuenta de que mi destino me llevaría a donde yo no quería; de todas maneras, me cuesta trabajo perdonarme.” Después de esa sentida e incómoda introducción uno esperaría cualquier tipo de excusa, cualquier tipo de mitigación de la culpa por parte de los alemanes, pero, no es así; en el marco de una objetividad tajante y estudiada, personifican a un Hitler amable en la intimidad, sin ser cariñoso, y monstruoso en su concepción humana. En una de las primeras escenas le dice a Albert Speer, su arquitecto, parados frente a una fabulosa maqueta de la nueva Berlín del Tercer Reich, la que piensan construir: “¡Qué nos bombardeen todo lo que quieran, nos están ahorrando el trabajo de tumbar la ciudad vieja!” En esa misma escena –hay personas cercanas que ya le están pidiendo que se marche de la ciudad– Hitler, al respecto de irse o quedarse, pregunta la opinión de su arquitecto y éste le contesta: “Yo pienso que usted debe estar en escena, cuando caiga el telón.”

La representación de Hitler es impecable, Bruno Ganz logra un personaje creíble e históricamente contundente: la tembladera de su mano izquierda, llevada hacia la espalda, su voz chillona en los momentos de excitación y su obsesión por el rigor y los protocolos; su falta de sentimiento por el prójimo –salvo su perro– sumada a la ausencia total de compasión. “¿Qué hacemos para salvar a los civiles: mujeres y niños?” le pregunta un de los jefes del Estado Mayor, a lo cual contesta: “En la guerra no hay civiles”. Una de las escenas exteriores muestra a Hitler condecorando niños de trece y catorce años por sus labores bélicas y hasta el último momento, con los rusos a la vuelta de la esquina, se siguen sacrificando alemanes por traición, a los que se arrepienten de su apoyo al Nacional Socialismo o a los que tratan de escapar o amenazan con hacerlo. Se evidencia la decadencia a su alrededor: hombres sumidos en la ebriedad, el letargo de las drogas y la falsa distracción de las fiestas en que el ruido de la champaña, al destaparse, se confunde con la explosión de las bombas; pero Hitler se niega a ver el hundimiento, inmerso en sus últimas elucubraciones por tratar de reversar el fracaso de su propia guerra. La realidad es inexorable, los batallones y líneas de defensa con que él cuenta para defender Berlín, no existen y para su infortunio es el último en reconocer la cercanía del desenlace, porque sus hombres le ocultan lo esencial de la situación y hacen esfuerzos sobrehumanos para evitar sus malos genios; nadie se atreve a confrontarlo y su círculo de colaboradores –excepto Goebbels– huyen y son, uno a uno, acusados de traición, con justicia o sin ella.

El entorno general es de austeridad y ese es el tono de la película, no tiene lujos, no se interesa tanto por las fracturas del imperio, sino por las del ser humano y la ideología que representa. Algunos desafueros verbales muestran la decepción de Hitler y la narración es muy clara, casi puntillosa, en establecer que no hubo ni un solo asomo de duda entre la vida y la muerte: “El capitán se hunde con su barco” por así decirlo y las instrucciones son ineludibles: ambos cadáveres deben ser quemados, con gasolina, hasta su absoluta calcinación, no debe quedar ningún resto que sirva como un símbolo triunfalista del enemigo.

El espectador siente la asfixia, su oído constata el acercamiento de las bombas; el búnker tiembla, agoniza, está lleno del humo del tabaco que todos fuman y el polvo de una que otra explosión que da en el blanco. La bacanal, como tal, no se da –por la misma austeridad– pero Eva Braun tiene carta blanca para escapar la realidad, a su albedrío, con los regocijos que tenga a la mano y a conciencia de que seguirá el destino que le indique su marido. No hay una debacle real, en ese encierro; inclusive, el último día, Hitler almuerza un plato sencillo y se despide de todos, en fila, con la misma emoción de partir para un viaje o pasar una temporada de vacaciones alejado de los suyos y del poder. Tampoco hay un resentimiento distinto al de una rabia manifiesta hacia los traidores, por quienes trataron de entregarse, con base en algún tipo de negociación, a los vencedores –y que después fueron juzgados en Nuremberg, la mayoría–. Así se haya perdido la guerra y truncado unas expectativas de dominación universal, se tiene una lectura de “labor cumplida” como si el solo atrevimiento de haberse querido tomar el mundo y el asesinato en masa de razas inferiores hubiera sido, en todas sus formas, justificable.

Pese al agotamiento de los recursos vitales que sufre Berlín, la luz, dentro del búnker, es siempre blanca y brillante, hasta el final; los exteriores son menos lúcidos y la devastación humana es tan cargante como la ciudad en ruinas, el espectador no tiene problemas para entrever el daño extensivo de la derrota. El resultado estético revela una poética del no arrepentimiento, porque ni los diálogos, ni las gestualidades, ni la desesperación de los civiles, ni la incredulidad de los militares que huyen: que se dispersan como cuando se le prende fuego a un nido de ratas, revelan el requerimiento de alguna clase de perdón, por la ignominia cometida. Hay un dolor latente por la caída del Tercer Reich, su élite y su líder, pero ningún sentimiento ni remotamente parecido a la piedad, o al remordimiento, por la sangre fría con que diezmaron Europa. Una poética del no arrepentimiento cuya manifestación es a nivel actoral y soportada por un guion que muestra unos hombres derrotados, sí, pero sin lamentos de ninguna especie. El único quebranto, se siente por parte de la mujer que narra la historia, pero cincuenta años después, o sea con tiempo de sobra para lamentarse del apocalipsis que los de su misma sangre desencadenaron.

Der Untergang en IMDb

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